Opinión




Publicación.(I)
El culto al cambio frente a la inmutabilidad cristiana


Nuestros tiempos modernos presentan con colores muy atractivos las novedades constantes. Dan un halo romántico a todo lo que suponga variedad, desarrollo, progreso o cambio. Exalta la evolución como paradigma de conocimiento y de toda realidad. Quienes se aferran a la sabiduría perenne, las verdades permanentes, la moral tradicional, la cultura heredada, los monumentos artículos y ritos y costumbres consagrados por el tiempo son tildados de retrógrados, atrofiados, chapados a la antigua, pasados de moda. Han quedado desfasados, no están a la altura de los tiempos.
Ahora bien, si echamos un vistazo a la historia de la filosofía y la ciencia modernas, así como de la religión moderna, observaremos adónde nos ha llevado el culto a lo novedoso: nada menos que a rechazar el principio de contradicción, según el cual nada puede ser y no ser al mismo tiempo. En el mismo sentido, al rechazo de la esencia inmutable de las criaturas, que hunde sus raíces en el Logos eterno de Dios. Al rechazo de una finalidad, con lo que por mucho que se alabe de boquilla al progreso nada hay en realidad que vaya encaminado hacia su realización y por consiguiente nada puede tener sentido o importancia. Al rechazo de la condición de criatura y por tanto dependiente y receptiva del ser humano. Y al rechazo definitivo de la Revelación divina, dirigida a través de Cristo a la naturaleza humana y a todo hombre para su salvación.


En todos estos sentidos, el movimiento de la modernidad ha terminado por despeñarse en un profundo abismo, un pozo del que no es posible salir por uno mismo, una feroz competencia carente de sentido en busca de poder, posesiones materiales y placeres, hasta el extremo de morir asistido por el vacío consuelo de los analgésicos. La modernidad es una reductio ab absurdum de proporciones cósmicas, una demostración de lo que pasa cuando nos olvidamos de Dios: de Dios, que da sentido a todo, incluidos el sufrimiento y la muerte. Somos testigos de primera mano de lo que sucede cuando se intenta vivir sin referencias a un horizonte eterno, a una verdad que no es de nuestra creación, a una Bondad que debe ser objeto de nuestro amor y una belleza para cuya búsqueda se nos creó.
No es de extrañar que el mundo –el mundo de la separación de Dios, del que hablan Nuestro Señor y sus apóstoles con términos tan duros como si fueran todo lo contrario de Dios– piense y se comporte de esa manera. El mundo sigue al príncipe de este mundo, el que pronunció el non serviam que introdujo el egoísmo, la discordia, la fealdad, el odio y la anarquía en el universo ordenado que Dios había creado. Lo que sí sorprende, lo que constituye un escándalo en toda la extensión de la palabra, es que las propias autoridades de la Iglesia, hombres a los que Dios ha encomendado mediante un sacramento el cargo de enseñar, gobernar y santificar a la grey racional de Cristo, empiecen a pensar y actuar de la misma manera, deslizándose imperceptiblemente hacia el non serviam luciferino.
La caída hacia lo demoníaco se da hoy en día en el non serviam de los que quienes rechazan la enseñanza inequívoca de Nuestro Señor en los Evangelios sobre la indisolubilidad del matrimonio y la importancia de no arrojar las perlas de la Eucaristía a puercos que no se han arrepentido. Se da en el non serviam de quienes desean abolir el celibato y extender el ministerio sacerdotal a la mujer. Se da en el non serviam de los que tratan a la liturgia como si fuera algo de su propiedad que pueden modificar a su capricho, en vez de apreciarla como un legado sagrado de los santos que se nos ha transmitido para santificación de nuestra alma.
Una vez más, sabemos que el Diablo no duerme. Como nunca descansa en Dios, trata incansablemente de suscitar inquietud en cada uno de nosotros, de apartarnos del Dios inmutable que es nuestra fortaleza, nuestra roca y refugio, nuestro Salvador, nuestra defensa, la fuente invisible de nuestra fuerza. La batalla de la vida espiritual no tiene lugar afuera en el mundo, sino aquí mismo en mismo en mi corazón, en el corazón de ustedes. ¿Vamos a perder la tranquilidad mientras arde el mundo? ¿Nos iremos a la deriva, abandonando el único puerto que nos brinda abrigo y seguridad por dejarnos seducir hacia el mar abierto donde inevitablemente naufragaremos? ¿Estaremos tan enfrascados en el combate que olvidaremos que la victoria imperecedera ya se ha alcanzado y participamos de ella en el celestial banquete de la Sagrada Comunión? ¿Caeremos en el más sutil de los errores –que si parece que la Iglesia vacila y fracasa, será que Cristo ya no nos puede salvar–, como si nuestra limitada y deficiente visión del mundo pudiera abarcar realmente lo que tiene lugar en el inmenso e invisible ámbito en que se mueven los ángeles y las almas?
«El misterio de iniquidad ya está obrando», escribe San Pablo a los Tesalonicenses (2 Tes 2,7), y añade San Juan «Se enfureció el dragón contra la mujer, y se fue a hacer guerra contra el resto del linaje de ella, los que guardan el mandamiento de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (Apoc.12,17). El dragón del non serviam guerra contra la que dijo: «He aquí la esclava del Señor: séame hecho según tu palabra»; la Palabra inmutable, irrefutable e irrebatible de Dios.
La Fe cristiana ve el cambio de un modo fundamentalmente diferente a como lo ve la modernidad. Para el creyente, la primera de las categorías no es la del cambio, sino la inmutabilidad. Nosotros no medimos por el progreso por la medida en que se tenga acceso al agua corriente, la electricidad y conexiones wifi, sino por las tres vías o etapas de la vida espiritual: purgativa, iluminativa y unitiva. La única novedad que importa es la novedad de Cristo, nuevo Adán, en el que hemos sido bautizados, cuya plena estatura estamos llamados a alcanzar mediante una constante conversión (cf. Ef.4,13). Los cambios sólo son bueno cuando cumplen la finalidad de transformarnos sustituyendo nuestros vicios por virtudes, nuestra separación de Dios en amistad con Él. Cualquier otro cambio es, en el mejor de los casos, accidental, y distrae o es destructivo en el peor.

La Fe cristiana, que es continuación y culminación de la judía, se basa en tres realidades inmutables: el único y simple Dios bendito, Padre, Hijo y Espíritu Santo; la unión hipostática de la divinidad y la humanidad en Jesucristo, alianza ontológica inquebrantable; y el depósito apostólico de la Fe transmitida por el mismo Cristo a sus apóstoles y por éstos a sus sucesores hasta el final de los tiempos. El depósito de la fe nunca cambia ni puede cambiar.
San Vicente de Lerins, en su gran Conmonitorio, escrito hacia el año 430, introduce dos términos contrastantes y explica con exactitud su diferencia. El primero profectus, se aplica a un desarrollo en la formulación de lo que creemos, la expresión de algo ya conocido pero aún no expresado con tanta plenitud por la mente humana guiada por la fe y espoleada por el Espíritu Santo. La otra, permutatio, significa mutación, distorsión o desviación de lo original. San Vicente de Lerins insiste en que la única fe verdadera de la Iglesia admite el profectus pero nunca la permutatio. Se puede ahondar en el nexus misteriorum, la tupida red de misterios, y ver destellar nuevas facetas de bellezas; lo que jamás se puede hacer es sacar un conejo del sombrero de copa; o mejor dicho, una paloma de una mitra.

Michael Palauk, catedrático de ética en la Universidad Católica de EE.UU., lo expresa con bastante acierto:
Las teorías desarrollistas tienen por objeto determinar la identidad de doctrina, no encontrar diferencias. (…) Cuando Newman expresó su    de forma deductiva en latín después de su conversión para los teólogos de Roma, señaló que, objetivamente, la doctrina se da toda de una vez en la Revelación de Cristo y jamás se altera. La recepción subjetiva de la doctrina puede variar, pero nunca de tal forma que el contenido objetivo parezca alterado (…) Lógicamente, ninguna contradicción se puede calificar de desarrollo, como tampoco el hacha al pie del árbol puede desarrollar a éste.
Lo que dice San Vicente de Lerins de la doctrina se aplica también a los principios cristianos de moralidad, ante todo la realidad de la maldad intrínseca de las malas acciones; acciones que jamás pueden ser buenas por muy buenas que sean las intenciones que las motiven y sean cuales sean las circunstancias. Siguiendo a su Divino Maestro, la Iglesia ha dejado clara su postura ante dichas acciones. Ha habido profectus,como vemos en la enseñanza de papas modernos como Pío XII y Juan Pablo II, pero no una permutatio que trastorne y voltee los mandamientos. La regla de la caridad, de las acciones buenas y que agradan a Dios, como regla de fe que gobierna nuestra aceptación de la verdad, es perenne, inmutable.


Como destacó diáfanamente la encíclica Veritatis splendor, la crisis de la Iglesia tiene su origen en la falta de adhesión a la verdad revelada y de estar dispuestos a vivir la verdad, a padecer y morir por ella. De una forma o de otra, siempre se trata de una contienda entre el non serviam de Satanás y el «no se haga mi voluntad sino la tuya» de Cristo; entre la libertad autodestructiva del pecado y la libertad autoperfeccionante de la obediencia; entre la aburrida seducción del cambio perpetuo y el encanto satisfactorio del amor de Dios. La lucha ha entrado en una nueva fase, de mayor intensidad, pero Cristo Nuestro Señor es el mismo, su verdad permanece y su victoria está garantizada.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada.)


Publicación.(II)

¿Cómo sé si la Misa a la que asisto es válida?

por Padre Lucas Prados
https://adelantelafe.com


Hace unos días recibí un correo de una persona en el que se me hacía una pregunta que probablemente se hayan hecho ustedes en alguna ocasión: 
¿Cómo sé si la Misa a la que asisto es realmente Misa? Dicho con términos más precisos y teológicos: 


¿Cómo sé si una Misa es válida?
Durante varios días he estado meditando si hacer pública mi respuesta, pues sé que, aunque es importante que el católico sepa si realmente está asistiendo a Misa, las dudas que se pueden generar en personas de fe débil y no formada, podría causarles desánimo y mayor confusión. No obstante, debido a la importancia y a la actualidad del tema, creo que se debe tratar del mismo. Avisando a aquellos de fe más débil que se lo piensen dos veces antes de seguir leyendo, no sea que su lectura les cause más confusión que servirles de ayuda.
Primero de todo decirles que tanto la Misa del “Novus Ordo” (o de Pablo VI) como la Misa Tridentina (Rito Extraordinario de la Santa Misa en latín) son válidas. Otra cosa diferente es cuál de las dos misas expresa mejor el significado sacrificial de la Santa Misa. Respecto a ello, no hay duda que la Misa Tridentina, con mucha diferencia, expresa mucho mejor esta dimensión sacrificial.
Hace unos días hablaba con una señora  enferma de cáncer que me decía que ella misma había tenido que ir al Laboratorio X para conseguir la quimioterapia que le estaban administrando, pues no se fiaba de la empresa que la traía al hospital, ya que en varias ocasiones habían descubierto que estaban falsificando las medicinas en laboratorios clandestinos[1]. Si ponemos tanto cuidado cuando se trata de la salud corporal, ¿por qué no llevamos el mismo cuidado, si no más, cuando está en juego la validez de un sacramento, pues de ello puede depender incluso nuestra salvación eterna?
Dada la confusión y el desorden litúrgico reinantes en nuestra Iglesia desde hace más de cincuenta años, creo que le es necesario al fiel cristiano saber con el mayor grado de certeza posible, si la Misa que está oyendo es realmente tal.
Para que una Misa sea tal, ha de realizarse en ella la consagración del pan y del vino; es por ello que una Liturgia de la Palabra no es Misa, pues, aunque fuera celebrada por un sacerdote, no se realiza la parte esencial de la Misa que es la consagración.


Para que la consagración sea válida (y como consecuencia la Misa también) hacen falta los siguientes requisitos[2]:

·         Que el sacerdote esté válidamente ordenado.
·         Que el sacerdote pronuncie la fórmula de la consagración tal como aparece en los libros litúrgicos aprobados por la Santa Sede y por la Conferencia Episcopal de cada país.
·         Que el sacerdote celebrante tenga la intención de consagrar el pan y el vino, para que así se transformen en el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo.
·         Que para la confección del sacramento se use la materia prescrita para el mismo: pan ácimo de trigo y vino de vid.

Examinemos ahora cada uno de estos cuatro puntos.

1.- Que el sacerdote esté válidamente ordenado.
Dado que la Misa sólo la puede celebrar un hombre que haya recibido el sacramento del Orden en el grado del presbiterado o superior, se supone que todo sacerdote que tiene un cargo parroquial en una diócesis, está válidamente ordenado. La única duda que podríamos tener vendría del obispo que le ordenó. Si el obispo que ordenó a este sacerdote no celebró este sacramento según los requisitos que exige la Iglesia para ello, entonces el sacerdote en cuestión no estaría válidamente ordenado y como consecuencia no sería sacerdote. En otras palabras, las misas, y los demás sacramentos que requirieran tener el sacramento del Orden en el grado de presbiterado, serían nulos.[3]

2.- Que el sacerdote pronuncie la fórmula de la consagración tal como aparece en los libros litúrgicos aprobados por la Santa Sede y por la Conferencia Episcopal de cada país.
·         Si el sacerdote celebrante cambia voluntariamente en todo o en parte la fórmula de la consagración, en las palabras que se consideran esenciales para la misma, la consagración es inválida.
·         Si el sacerdote celebrante cambia la fórmula de la consagración en las partes que no son esenciales, la consagración sería válida pero ilícita.
El sacerdote debe respetar con integridad todas y cada una de las palabras tal como aparecen en el Misal aprobado por la Santa Sede, ya sea éste del Novus Ordo como el Misal Romano Tridentino.
¿Cuáles son las palabras de consagración del pan y del vino?
·         Para la consagración del pan: Hoc est enim corpus meum  y las traducciones dispuestas por la Santa Sede. Se consideran esenciales para la validez: Hoc est Corpus meum”.(Este es mi cuerpo)
·         Para la consagración del vino: Hic est enim calix sanguinis mei, novi et aeterni Testamenti, mysterium fidei, qui por vobis, et pro multis effundetur in remissionem peccatorum” y las traducciones dispuestas por la Santa Sede. Se consideran esenciales para la validez: His est calix sanguinis mei”(Este es el Calix de mi sangre).
·          
No es lícito añadir ni omitir una sola de las palabras de esta doble forma sacramental sin hacerse reo de pecado grave, a no ser por involuntaria distracción o inadvertencia. Y si el cambio se hiciera en las palabras esenciales para la consagración, no habría consagración y como consecuencia, tampoco habría Misa.
3.- Que el sacerdote celebrante tenga la intención de consagrar el pan y el vino, para que así se transformen en el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo.
Si el sacerdote no tiene intención de consagrar, -tal como la Iglesia entiende este término, y le da otro diferente-, la consagración sería inválida.
Este quizás sea el punto más difícil de comprobar objetivamente. ¿Cómo podemos saber si el sacerdote tiene realmente intención de consagrar? Ante la dificultad de saberlo objetivamente, pues la “intención” es algo “interno”, le pregunté a un sacerdote experimentado y santo si había algún modo de saberlo a ciencia cierta. Él me respondió que se puede suponer que tiene intención de consagrar cuando:
·         Se sabe que es un sacerdote con fe.
·         Cree en la Eucaristía y en los demás sacramentos y dogmas de la Iglesia.
·         Celebra la Misa con respeto, devoción y siguiendo las rúbricas tal como dice la Iglesia.
·         Su predicación es profunda y sobrenatural.
·         En su predicación y catequesis habla del respeto a la Eucaristía, de la necesidad de recibirla en estado de gracia santificante, y de confesarse previamente a su recepción si hubiera pecado grave.
·         Es respetuoso con el sacramento de la Eucaristía: se arrodilla ante el Santísimo expuesto, cuando pasa por delante de Él o después de hacer la elevación del mismo en la Santa Misa.
·         Purifica cuidadosamente los vasos sagrados y se purifica los dedos después de distribuir la Sagrada Comunión.
·         No usa los ministros extraordinarios de la Eucaristía si no hay necesidad.
·         Otros signos externos: lleva vestidura talar, usa los ornamentos litúrgicos establecidos para la celebración de la Santa Misa…

La presencia de todos o de la mayoría de estos “signos” nos habla a favor de que tenga intención de consagrar. La ausencia de la mayoría de estos signos hablaría en contra de su intención; por lo que probablemente no habría consagración, ni tampoco Misa.
¿Qué debería hacer un fiel cuando cree que un sacerdote que celebra la Santa Misa no tiene intención de consagrar?
Primero de todo, si es posible, manifestarlo al mismo sacerdote para comprobar si es imaginación de uno o si hay realmente un problema de fondo. Si este primer paso no fuera posible, entonces lo debería manifestar a su obispo, para que éste hiciera las comprobaciones necesarias. Independientemente de esto, si tal situación me ocurriera a mí, mientras que todo se aclarara, yo iría a buscar Misa en otro lugar donde no tuviera dudas de la validez de la misma.
No obstante, les hago saber que, si una persona asiste a Misa de buena fe, creyendo que el sacerdote cumple con los requisitos exigidos por la Iglesia para la validez del sacramento, pero no tiene intención de consagrar, el fiel cumpliría con el precepto dominical, aunque no recibiría la Sagrada Comunión sino un trozo de pan.
Otra cosa totalmente diferente es cuando el sacerdote celebrante cumple con todos los requisitos para la celebración de la Santa Misa, pero él personalmente está en pecado mortal y pudiéndose confesar no lo ha hecho por negligencia. La Misa sería válida, aunque el sacerdote cometería un sacrilegio por celebrarla en pecado mortal.

4.- Que para la confección del sacramento se use la materia prescrita para el mismo: pan ácimo de trigo y vino de vid.
Cada vez es más frecuente escuchar que en tal Iglesia celebran la Misa con galletas María, o que, en lugar de vino, lo hacen con Coca-Cola…
La única materia que el sacerdote puede usar en la celebración de la Santa Misa para la confección del sacramento de la Eucaristía son: pan ácimo de trigo (en el Rito Romano) y vino de vid. Si el pan que se usa es de trigo, pero no ácimo, la consagración sería válida (en cuanto a la materia de la misma), pero ilícita. Cualquier otro producto que utilice que no sean pan de trigo y vino de vid, hace que no haya consagración, y como consecuencia, que la Misa sea inválida, y además, sacrílega.[4]

Padre Lucas Prados

[1] Aunque la señora me daba más detalles, yo sólo les diré que este hecho ocurrió en Sudamérica.
[2] Aquí nos referimos al Rito Romano de la Santa Misa. De todo esto hablaremos con más profundidad en el próximo Curso sobre Sacramentos que comenzaremos, Dios mediante, en el próximo mes de octubre.
[3] No confundamos la validez de un sacramento con la licitud del mismo. Ya estudiaremos esto más detenidamente cuando hablemos en el Curso sobre los Sacramentos.
[4] Si desea más información sobre todo esto puede ver también el artículo publicado en https://www.aciprensa.com/noticias/sepa-lo-que-debe-y-no-debe-hacerse-en-la-celebracion-de-la-misa/


Te recomendamos la lectura de este artículo
Contra el Modernismo (Clic aquí)

Publicación.(III)