La Orden de los Agustinos
¡Somos
seguidores de Jesucristo!
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La Orden agustiniana
puede ser presentada de muy diversas maneras. Se puede hablar de su carácter
peculiar, de su historia, de su misión, de su carisma... Pero ante todo y sobre
todo la Orden está constituida por personas, hombres y mujeres, que, dicho con
palabras de la Regla que profesamos, “viven juntos en concordia, teniendo un
solo corazón y una sola alma hacia Dios”. Somos cristianos que, cautivados por
el ejemplo y la doctrina de san Agustín, caminamos juntos, al tiempo que
construimos nuestra propia casa y servimos al Pueblo de Dios.
De
la Regla de San
Agustín:
Ante todo, que
habitéis en la casa y tengáis una sola alma y un solo corazón en camino hacia
Dios. Este es el motivo por el que, deseosos de unidad, os habéis congregado.
No consideréis nada
como propio, sino tenedlo todo en común. En cuanto al alimento y al vestido,
que os lo distribuya a cada uno vuestro Prior, no con criterios de igualdad,
porque no todos tenéis idéntica salud, sino conforme a la necesidad de cada
cual. Pues así leéis in los Hechos de los Apóstoles: Tenían todas las cosas en
común y se distribuían a cada uno según su necesidad.
Espiritualidad
La espiritualidad de la Orden, cuyos elementos principales aquí se
presentan, procede del seguimiento de Cristo según los preceptos evangélicos y
de la acción del Espíritu Santo. Tiene como principal punto de referencia el
ejemplo y magisterio de san Agustín y la tradición de la misma Orden. El código
fundamental de esta espiritualidad es la Regla, que debe regir nuestra vida y
actividad. La espiritualidad agustiniana, desarrollada a través de la historia
y enriquecida por el ejemplo y la doctrina de nuestros mayores, debe vivirse
conforme a las circunstancias de tiempo, lugar y cultura, en consonancia con el
carisma de la Orden.
Aspecto
evangélico y eclesial
La norma fundamental de la vida religiosa es el seguimiento de Cristo,
como aparece en el Evangelio, que nos impulsa al amor según nuestra personal
consagración. Por eso, ante todo, amemos a Dios y luego al prójimo (cf. Mt
22,40), como Jesús mandó a sus discípulos y que es la ley suprema del
Evangelio, a semejanza de la primitiva comunidad cristiana constituida bajo los
santos apóstoles en Jerusalén (cf. Hch 2,42-47)
Amar a Cristo es amar a la Iglesia, que es su cuerpo, madre de los
cristianos, a la que se ha encomendado la verdad revelada. En la Iglesia “nos
hemos convertido en Cristo. Pues si él es la cabeza, nosotros somos los
miembros”, “porque el Cristo total es la cabeza y el cuerpo”. Seamos, por
tanto, testigos de la unión íntima con Dios y fermento de unidad para todo el
género humano.
La vida cristiana se renovará en nosotros cada día y florecerá en la
Orden, si cada uno “lee ávidamente, escucha con devoción y aprende con ardor”
la Sagrada Escritura, sobre todo el Nuevo Testamento, ya que “casi en cada
página no suena otra cosa que Cristo y la Iglesia”. Acuérdense además los
Hermanos de acompañar la oración a la lectura de la Sagrada Escritura para que
se realice el diálogo del hombre con Dios.
La Eucaristía es el sacrificio cotidiano de la Iglesia, Cuerpo de
Cristo, en que se ofrece a sí misma a Dios. Por consiguiente, todos los que
hemos abrazado la consagración a Cristo, amado sobre todas las cosas, tengamos
hacia tan inefable misterio el mismo amor en el que ardió san Agustín, pues es
signo y causa de la unidad de la Iglesia en la armonía de la caridad e impulsa
a la actividad apostólica y a la implicación en el mundo y en la historia.
Todos nosotros somos miembros del Cristo total, en unión con María, la
madre de Jesús. María es signo de la Iglesia: “(ella) dio a luz corporalmente a
la cabeza de este cuerpo. La Iglesia da a luz espiritualmente a los miembros de
esa cabeza”. Por su fe íntegra, firme esperanza y sincera caridad, María nos
acompaña continuamente mientras peregrinamos en esta vida y sostiene nuestra
actividad apostólica.
Búsqueda
de Dios e interioridad
Consciente o inconscientemente, tendemos de modo continuo e insaciable a
Dios para gozar del bien infinito con que se sacie nuestro deseo de felicidad,
porque nos hizo para Él y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en
Él. Así, nuestra principal dedicación común es buscar a Dios sin límites, ya
que sin límites debe ser amado. Pero no podemos buscar juntos a Dios sino en
Cristo Jesús, Verbo que se ha hecho carne por nosotros para hacerse camino,
verdad y vida para nosotros, de modo que, comenzando por la carne visible,
seamos llevados al Dios invisible. La oración personal y comunitaria, el
estudio y cultivo de la ciencia, la investigación sobre la realidad actual y la
misma actividad apostólica son dimensiones necesarias en esta búsqueda, que nos
acerca a las preocupaciones de nuestra sociedad. En efecto, nada humano nos es
ajeno, sino que nos implica más en el mundo, ámbito del amor de Dios (cf. Jn
3,16) y del encuentro con Él.
Comunión
de vida
El amor proviene de Dios y a Dios nos une, y mediante este proceso
unificador, superado lo que nos separa, nos transforma para que seamos uno,
hasta que al final Dios sea todo en todos (cf. 1Co 15,28). Por eso, la comunión
de vida, que Agustín nos propone a semejanza de la primitiva comunidad
apostólica (cf. Hch 2,42-47), es un cierto anticipo de la unión plena y
definitiva en Dios y camino hacia ella. Aunque esta “santa comunión de vida”
entre los Hermanos sea un don de Dios, sin embargo cada uno de nosotros debe
tender con todas sus fuerzas a perfeccionarla, hasta llegar a la unidad en el
amor, que permanecerá en la ciudad celestial, compuesta de muchas almas: esta
ciudad “será la perfección de nuestra unidad después de esta peregrinación”. De
ella, pues, traten de ser signo nuestras comunidades en la tierra, teniendo
presente el modelo de la perfectísima comunidad de la indivisa Trinidad.
Servicio
a la Iglesia y evangelización
Siguiendo las huellas de san Agustín, el amor a la Iglesia nos lleva a
mostrarle una total disponibilidad para socorrerla en sus necesidades,
aceptando con prontitud las tareas que nos pide, según el carisma de la Orden.
Recuerden los Hermanos que esta disponibilidad al servicio de la Iglesia
constituye una de las características esenciales, que distingue nuestra
espiritualidad. Además, estando abiertos al mundo, nos sentiremos solidarios
con toda la familia humana e implicados en sus avatares, atentos sobre todo a
las necesidades de los pobres y de los que padecen gravísimos males, sabiendo
que cuanto más estrechamente estemos unidos a Cristo, tanto más fecundo será
nuestro apostolado.
Por último, para que nuestra Orden actúe siempre según su genuina
espiritualidad, los Hermanos, no como si estuvieran obligados por la necesidad,
sino movidos por la caridad, den testimonio de “su libre entrega al servicio de
Dios” y, sin buscar su propia justicia (cf. Rm 3,10-20; Ga 2,16), háganlo todo
para gloria de Dios, que obra todo en todos (cf. 1Co 12,6), persuadidos de que
también esto “es gracia de Dios, que los Hermanos vivan en comunidad, no por
sus fuerzas, ni por sus méritos, sino por don suyo”. Así se cumplirá lo que se
dice en la Regla, que observemos todo por amor, “como amantes de la belleza
espiritual..., no como siervos bajo la ley, sino como personas libres bajo la
gracia”. Pues gratuitamente creados y redimidos, gratuitamente llamados y
justificados, demos gracias a Dios y cumplamos nuestra misión en paz y
humildad, gozosos en la esperanza y en espera de “la corona de la vida” (Ap
2,10) con que Dios, al remunerar nuestras buenas obras, no hará sino culminar
en nosotros sus dones.
Algunos
Santos Agustinos reconocidos por la Santa Iglesia
·
San Agustín, obispo,
Padre e inspirador de la Orden
·
San Fulgencio,
obispo
·
Beata María de San José
·
Santa Rita de Casia
·
Santa Clara de
Montefalco
·
San Nicolás de
Tolentino, presbítero
·
Santo Tomás de
Villanueva, obispo
·
Santa Mónica, madre
de San Agustín