Comprender el
sentido del dolor y del sufrimiento humano es uno de los desafíos más
complejos de la fe cristiana.
En efecto, cabe preguntarse: Si Dios es amor
y omnipotencia, ¿por qué permite el dolor en el mundo?, ¿por qué no elimina
el sufrimiento, haciendo que todas sus criaturas sean felices? Con razón se
ha dicho que el origen del dolor y del mal “son la piedra en la que
tropiezan todas las sabidurías y todas las religiones”.
Así el cristiano
-como cualquier otro hombre-, al experimentar el dolor desgarrador, se
pregunta, al menos en el primer momento:
“Por qué, Señor,
por qué” y, en su amargura, experimenta la radical soledad y se formula la
espantosa interrogante de Cristo en la cruz:
“Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me has abandonado?”.
La teología cristiana nos enseña que Dios no desea el sufrimiento del
hombre y que sólo lo permite porque es necesario para su crecimiento ético
y espiritual y poder regresar así al goce paradisíaco original. Al
respecto, Juan Pablo II nos recuerda en su encíclica Evangelium
Vitae, que el hombre “está llamado a la plenitud de la vida, que
va más allá de su existencia terrenal, ya que consiste en la participación
de la vida misma de Dios”. La experiencia del hombre en el mundo, entonces,
no es su “realidad última” sino sólo la “condición penúltima” de su destino
sobrenatural.
Definitivamente, la vida humana está destinada a un fin que trasciende al
pecado, y Dios permite el mal para sacar de él un bien mayor. Como dice San
Pablo: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5,
20). Es por lo mismo que el Pecado Original no es un mal definitivo, sino
susceptible de restauración, precisamente a través -como hemos dicho- de la
misión redentora de Cristo y su calvario.
En la antigüedad
se pensó que el dolor del hombre era un castigo por sus pecados. Pero -para
el cristianismo- las congojas y desgracias no son el castigo de una culpa,
sino una oportunidad de purificación. Parecería que Dios, en la “economía”
de su misericordia, jamás condena y sólo nos hace vivir lo que nuestra alma
necesita para su crecimiento interior.
Ya lo señaló Juan Pablo II, al
referirse a los “dolores inocentes”, como lo demuestra la tribulación de
los santos, las pruebas de Job, o el sufrimiento de María ante el martirio
de su hijo y el propio dolor y la angustia de Jesús en el Getsemaní y en el
Gólgota.
En realidad, no podemos equiparar nuestro concepto del bien y del mal con
el de la sabiduría divina. Así, lo que nos parece favorable, puede no serlo
a los ojos de Dios. Lo que estimamos infausto, puede ser útil y conveniente
para el designio divino de nuestra personal existencia. Aquí nos
enfrentamos a un hecho esencial y éste es que la existencia de Dios
trastoca -en su raíz- el sentido de la vida humana. Si Dios no existiera
-al margen de que todo se transformaría en un absurdo- lo único
importante sería ser feliz y no tener congojas, enfermedades o desdichas.
Pero si Dios existe, la vida se transforma de inmediato en experiencia y
ahora lo que importa es que cada alma encarnada viva lo que ha venido a
vivir y asuma con valor el superior designio de su propia existencia.
Cuando el
cristianismo dice que Dios ama infinitamente al hombre, no se refiere a una
“benevolencia senil y soñolienta”, sino a que lo ama a través de las
condiciones concretas y necesarias de su existencia humana. En efecto, si
este mundo tiene un sentido de “perfección de almas”, sin duda que el dolor
y el sufrimiento deben tener un significado importante para el hombre; algo
así como un motivo de perfeccionamiento que, de algún modo, enriquece tanto
la evolución individual como la experiencia general del hombre a través del
curso de la historia. La vida, en el fondo, es un permanente desafío hacia
el auto-crecimiento y, vista de este modo, sin la existencia de la desdicha
o del dolor, se desvanecería la experiencia terrenal del hombre como un
acontecer carente de sentido. Así, un mundo sin pecado ni sufrimiento sería
un mundo estático, donde la existencia del hombre se convertiría en un
hecho inútil y en una vida estéril.
No se trata, por supuesto, de decir que el dolor no sea doloroso, sino de
encontrarle un sentido. Es obvio que ningún sufrimiento puede ser bueno en sí
mismo pero sí, en cambio, por sus repercusiones sobre la personalidad. Así,
puede dar origen a actitudes virtuosas como la paciencia, la fortaleza
interior o el arrepentimiento y, sobre todo, en las personas religiosas, a
la aceptación irrestricta de la vida y el abandono confiado en la voluntad
de Dios. Es por eso que la vida cristiana exige que el hombre transite con
valor su propia existencia, lo que implica, ineludiblemente, asumir la
“cuota personal” de dolor y sufrimiento. Existe, además, una oculta
conexión entre el dolor y la dicha; entre el sufrimiento y la felicidad, y
es por eso que ambas experiencias hacen posible la esperanza. Por otra
parte, el dolor nos enseña a conocernos más profundamente.
Goethe sostuvo
que sólo los goces y el sufrimiento instruyen al hombre sobre sí mismo. La
dicha y la desgracia son, en efecto, las grandes vías del autoconocimiento
y, al final, convergen hacia la misma plenitud de vida. Ahora,
religiosamente hablando, el hombre debe atravesar su propio desierto si
quiere encontrar la Tierra Prometida. El camino del
infortunio, sin embargo, no es siempre necesario, pero para algunos
parecería ser la única posibilidad madurativa. Es a través del amor o del
dolor que el hombre puede crecer espiritualmente y encontrar la verdad de
sí mismo; dichosos aquellos que crecen por amor y que no necesitan del
dolor para lograrlo.
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¿Y tú sigues los pasos de Jesús? |
Pero -como señalamos- el sentido religioso del dolor y del sufrimiento
humano es, en definitiva, un misterio que, al igual que el propósito de la
propia existencia terrenal, escapa a la comprensión reflexiva. La
desobediencia adámica, por su parte, tampoco aclara el enigma, y sólo lo
desplaza hacia otro nivel: ¿Por qué permitió Dios que el hombre fuera
tentado por el demonio? ¿Por qué no impidió el Pecado Original? Tiene que
existir una razón más profunda escondida en el misterio. Es por eso que a
pesar de ser, en su raíz, algo inefable, se pueden hacer no obstante
algunas reflexiones que al menos nos permiten aproximarnos al verdadero
enigma. Desde luego, el propio Pecado Original tiene que ser de algún modo
un paso evolutivo en el proyecto divino para la humanidad. En efecto, es
imposible pensar que Dios haya permitido algo intrínsecamente negativo para
el hombre. Cabe entonces preguntarse: ¿Cuál puede ser su sentido evolutivo?
¿Dónde puede estar lo valioso del dolor y del sufrimiento?
Hay un pasaje en el Evangelio que parecería ser particularmente revelador
del misterio del mal y del sufrimiento humano. Se trata de la parábola de
la cizaña. El dueño de una tierra siembra trigo y por la noche el demonio
lo mezcla con cizaña.
Cuando ya crecida la hierba, los sirvientes le
proponen al amo arrancarla, éste les dice que no lo hagan, porque podrían
también arrancar el trigo: “Dejadlos crecer juntos hasta la siega y
entonces arrojad la cizaña al fuego y llevad el trigo a los graneros” (Mt 13,
24-30). Sin duda, el dolor y el mal son la cizaña y de algún modo es útil
que crezcan junto a la virtud para el progreso humano. Es bastante obvio
que sin los aspectos negativos de la vida, sería difícil actualizar los
positivos. Esta es, por otra parte, la paradoja del pecado, que hace
posible el arrepentimiento y destaca -por contraste- el amor y la virtud.
Del mismo modo, es en la experiencia del dolor cuando el hombre puede
percibir mejor su condición de criatura impotente y sin poder
ante los sucesos y acontecimientos penosos de la vida. Pero si bien el
sufrimiento puede acercarnos a Dios, también puede alejarnos y así ante el
dolor muy intenso, aun las personas religiosas se pueden sentir abandonadas
del Padre y ser presas de la confusión. Como dice el salmista: “Escondiste
tu rostro y quedé desconcertado”. No obstante, en ambos casos, comprendemos
que los logros del mundo no pueden “poseer” el corazón del hombre que no
tiene morada permanente aquí en la tierra y que, por así decirlo, es un
peregrino siempre en camino hacia otra parte. Es por eso que sólo la
percepción intuitiva de Dios y la certeza de la fe pueden darnos la paz y
la felicidad perdurables. Ya lo dijo San Agustín: “Nos hiciste para ti y
nuestro corazón estará inquieto hasta reposar en ti”. Es por lo mismo que
las tribulaciones del hombre no podrán cesar -como algunos ingenuamente
suponen- en el transcurso de la historia sino hasta el encuentro definitivo
del hombre con su esencia divina.
Ahora, para la fe cristiana, el dolor y el sufrimiento son a la vez prueba y
motivo de purificación. La primera actitud educativa de un buen
padre es “quebrantar” la caprichosa voluntad del niño. Pero lo hace con
amor y para su bien futuro. Del mismo modo,
Dios nos trata como a sus
hijos, pero -como se ha dicho- no es sobreprotector ni paternalista y
desea que el hombre crezca y se desarrolle libremente, escogiendo por sí
mismo sus alternativas. Sin duda, Dios nos corrige, pero no se trata de un
castigo sino de una reparación; de un llamado divino para recapacitar y
enmendar el camino. Es por lo mismo que Dios sólo permite el sufrimiento
cuando éste es necesario y lo convierte en algo positivo. Podría decirse
que lo utiliza como un “instrumento” para que experimentemos aquello que
conviene a nuestra alma y que -por lo mismo- está encaminado a nuestro
bien. Pero la actitud cristiana frente al dolor no es, como algunos
suponen, una afición morbosa y masoquista por el sufrimiento en sí mismo,
sino una aceptación cuando éste es inevitable, con la certeza de que tiene
que formar parte del plan divino para nuestro propio crecimiento
individual. Otra cosa es la ascética cristiana que intenta trascender los
instintos biológicos en la búsqueda de la experiencia mística. Pero
esta ascesis no desea dañar el cuerpo sino trascenderlo.
En realidad, en el cristianismo el cuerpo no es esa “amarra del espíritu”
de las religiones hindúes ni tampoco una “cárcel del alma” como pensaban
los griegos, sino una dimensión esencial del hombre y un “camino” hacia la
santidad. Es por lo mismo que se debe cuidar y proteger al cuerpo como
vehículo hacia la vida espiritual. En efecto, la llamada “mortificación
ascética” no anhela el dolor sino la subordinación del cuerpo a la
conciencia y del instinto a la virtud; la “muerte” del hombre
viejo para renacer al hombre nuevo en la
imitación de la vida de Jesús.
Dios sabe que nuestra felicidad sólo está en El y permanentemente nos
ofrece su amor y su amistad. Pero lo que ocurre es que no escuchamos
habitualmente su íntimo llamado por el bullicio de
nuestros pensamientos como tampoco podemos recibirlo cuando estamos
“llenos” de vanidad y de deseos exclusivos de placer mundano. Es entonces
cuando Dios -a través del sufrimiento- nos advierte de nuestros errores y
defectos que algún día tendremos que descubrir si queremos liberarnos de
este “falso personaje” que impide al hombre percibir la belleza y dignidad
de su existencia original. Es, en realidad, nuestra mente la que debe
ser crucificada para poder renacer en Cristo a través del
amor y con la gracia del Espíritu Santo. Visto de este modo, el efecto
redentor del sufrimiento está abierto a la libre voluntad del hombre de
someter o no su rebeldía y su orgullosa autosuficiencia” a los superiores
designios del propósito divino.
Pero la aceptación cristiana del dolor no significa una “apatía estoica” ni
es tampoco un acatamiento pasivo, impotente o resignado. La aceptación
cristiana es activa y nace de la fe. Así, antes que los hechos ocurran,
debemos hacer todo lo posible por lograr lo deseado y lo que suponemos
favorable, pero ante los acontecimientos dolorosos ya ocurridos debemos
aceptarlos. En otras palabras, cuando la solución ya no está en nuestras
manos, llegó la hora del abandono, que no es fatalismo sino una entrega confiada
a la voluntad de Dios. En realidad, la genuina aceptación cristiana brota
del convencimiento de que el hombre no sabe lo que le conviene a su
experiencia vital. Sólo el Padre sabe lo que necesitamos y en su amor
infinito -que jamás reprocha ni castiga- nos da siempre lo que es bueno
para nuestra alma, aun cuando “en la boca sea amargo como la hiel”. Muchos
suponen, erróneamente, que los cristianos son seres que aceptan fatalmente
su destino e incluso, que buscan el dolor para robustecer su fe. Este “colorismo”
-como hemos dicho- es ajeno al verdadero cristianismo que, en su esencia,
es un apasionado llamado a la plenitud de la existencia y a la felicidad.
El papel del cristiano en el mundo es precisamente combatir el miedo y el
dolor, encarnando en la historia el Evangelio y su alegre
mensaje de amor, de vida y de redención.
Es frecuente que se confunda la Providencia cristiana con el destino
inexorable de los griegos o de los musulmanes. Pero la Providencia no es de
antemano algo irrevocable porque es siempre algo del momento actual. Como
se ha dicho, Dios es un Dios del presente y lo que va a ocurrir mañana
está, por así decirlo, sólo esbozado y es por eso que
antes que los hechos ocurran podemos cambiar con nuestra acción el
desenlace final de los acontecimientos. Aquí radica, por lo demás, el valor
de la oración y la plegaria. Jesús llamó insistentemente a orar y a pedirle
al Padre en su nombre. Pero: ¿qué significa pedir en el nombre de Cristo? A
mi juicio, sólo aquello que -estando en la ética del Evangelio- conviene a
nuestra alma. Esto significa que Dios puede modificar los hechos, pero
siempre que sea beneficioso para el hombre y su experiencia vital; no para
satisfacer los deseos del yo mundano, sino para aquello
que conviene al alma encarnada, que es la dimensión espiritual en
crecimiento.
Podemos, entonces, pedirle siempre al Padre lo que anhelamos, pero
sometiéndonos -de antemano- al designio divino, tal como nos enseñó Cristo,
en la hora trágica y sublime del Getsemaní: “Padre, si es posible, aparta
de mí este cáliz, pero que se haga tu voluntad y no la mía”.
Es conveniente
diferenciar dos tipos de sufrimiento: el físico y el moral. El dolor físico
-común al hombre y a los animales- es sólo una respuesta defensiva ante los
estímulos nocivos del ambiente o una percepción interna de trastornos en el
funcionamiento biológico. No tiene, por lo mismo, un mayor sentido
espiritual, sino una mera significación adaptativa y -como se ha dicho
sería muy peligroso carecer de él, ya que “podríamos morirnos sin darnos
cuenta”. El dolor moral, en cambio, es propio y exclusivo del hombre, como
ocurre con la tristeza, la pena, el miedo, la culpa y el remordimiento. Es
este dolor moral el que tendría un significado de crecimiento espiritual.
Es curioso, en este sentido, que en el Evangelio se habla sólo de los
dolores morales de Cristo como su angustia en el Getsemaní, pero nada se
dice del dolor físico de su crucifixión. No obstante, en el dolor físico se
debe diferenciar el dolor agudo y el crónico. El primero carecería de valor
madurativo ya que, cuando pasa, no deja huella en el psiquismo.
El segundo, en
cambio, siempre actualiza actitudes éticas de la personalidad y, por lo
mismo, se convierte o al menos se reviste de un
sufrimiento moral. Así los dolores crónicos y prolongados pueden debilitar
o fortalecer el espíritu; llevar a una existencia quejumbrosa, amargada y
autocompasiva, o vivirse con serena resignación, vigorizando el carácter y
la conciencia de la fe. Algunos se han cuestionado -siempre en el horizonte
de una creación divina- por el sentido del dolor en los animales. No es
fácil responder a esta interrogante. No obstante, por carecer los animales
de autoconciencia, no se le puede atribuir a sus dolores un significado
ético. Incluso es posible que por no existir en ellos un yo que dé
continuidad a la experiencia psíquica, no exista propiamente dolor, al
menos en el sentido humano, sino que se trate de meros reflejos defensivos
carentes de una percepción consciente en la inmediatez de las respuestas
instintivas. Son, entonces, los dolores morales los que nos interesan desde
el punto de vista de su sentido religioso. Desde luego, son ineludibles en
la existencia humana, ya que forman parte constitutiva de su experiencia
vital, y sin ellos es imposible pensar al hombre: “Las lágrimas son mi pan
día y noche”, dice el salmista, recordándonos la inevitabilidad del
sufrimiento (Sal 42, 4).
Las diferencias entre el dolor físico y el moral explican que la actitud
frente a ambos sea diversa. Así, el dolor físico debe siempre tratar de
eliminarse y el dolor moral, en cambio -salvo en los casos patológicos-,
debe asumirse. Es por eso, por ejemplo, que ningún médico le inyectaría
morfina a una madre que ha perdido a su hijo para que viva en estado de
euforia la normal experiencia de su duelo.
Los dolores morales no sólo son útiles para el crecimiento madurativo de la
personalidad, sino que favorecen el autoconocimiento, ya que es frente al
sufrimiento cuando el hombre -entre el absurdo y el misterio- se convierte
a sí mismo en pregunta sobre el sentido de la vida y de su concreta y particular
existencia. Podría hablarse, incluso, de una pedagogía del dolor.
Desde luego, los sufrimientos como la angustia, la pena, la frustración y
el desencanto, enriquecen nuestro conocimiento del mundo y de nosotros
mismos, permitiendo percibir mejor los límites de la capacidad individual
y, además, ennoblecen el diálogo interhumano con las posibilidades
empáticas de la humildad y de la compasión. En general, todas las emociones
permiten una comprensión más profunda y matizada de la realidad y
completan, de este modo, el esquema demasiado geométrico de los conceptos
meramente intelectuales. El sufrimiento, además, es un tiempo de reflexión
y aun de conversión. Algunas veces en el sentido religioso y otras en el
sentido ético. Así, el dolor moral permite que cualquier hombre -más allá
de la fe- jerarquice mejor los valores de su existencia y logre, de este
modo, una vida más auténtica y ordenada hacia propósitos y anhelos
superiores. Son frecuentes los casos de personas que han transformado
enriquecedoramente sus vidas después de una larga enfermedad, de la pérdida
de un ser querido o de experimentar un riesgo inminente de muerte.
Pero no todos los dolores morales llevan necesariamente a un crecimiento de
la personalidad. Podría hablarse, en este sentido, de sufrimientos
periféricos y sufrimientos nucleares. Los primeros son
sufrimientos banales, que brotan de las pérdidas materiales o del daño al
prestigio personal (rencor, envidia, celos, etc.). Los segundos, en cambio,
nos hieren en lo más profundo de nuestro ser (enfermedades invalidantes,
soledad, pérdida de seres queridos, decepción de sí mismo, culpa, fracaso
del proyecto existencias, etc.). Sólo estos últimos son provechosos y
enriquecedores de la experiencia de vida. Ya lo decía San Pablo, al hablar
de una Tristeza según Dios, que era camino de penitencia y de
salvación, y una Tristeza según el mundo, que sólo
conducía a la amargura y a la decepción.
Pero existe, además, en la perspectiva religiosa del dolor humano, una
extraña paradoja. Así, parecería que Dios prueba a los que más ama. Es por
eso que Job, el más justo de su tiempo, fue el sujeto de las grandes
tribulaciones. “El Señor llama a las almas nobles a un desierto y ahí les
habla a sus corazones”.
Contrariamente a lo que postuló el psicoanálisis, el hombre es la única
criatura planetario cuya vida no está regida por el principio de
placer. Obviamente, desea el goce y no el dolor, pero es capaz de
aceptarlo según los dictados superiores de su conciencia ética. De ahí su
conmovedora vocación de heroísmo y sacrificio. Nuestra cultura actual -en
el marco hedonista de la búsqueda incesante de placer y de confort- trata
de negar la necesidad del sufrimiento como condición favorecedora de la
madurez anímica, precisamente porque -como ha dicho Juan Pablo II- “no
tiene una comprensión religiosa del misterio del dolor”
. No obstante, el
hombre -ese asceta de la vida según la bella expresión de Finalmente,
quisiéramos señalar que tal vez lo más insoportable del dolor es su
eventual arbitrariedad y su aparente absurdo. Pero en la fe se desvanece lo
casual y el azar se convierte en providencia. Ahora, hasta el acto más
insignificante y el más ínfimo acontecimiento tienen un lugar en el
propósito divino. De ahí que la fe religiosa -plenitud espiritual del
hombre- dé una nueva y desconocida reciedumbre frente a los inevitables
sufrimientos de la vida.
Estamos conscientes de que estas reflexiones orientan, pero no terminan de
aclarar el enigma religioso del dolor humano. El propio Jesús, en su vida
pública, hizo dos cosas: enseñó su Evangelio y fue médico; mostró el camino
de la salvación del alma y venció la enfermedad y aun la muerte. Pero no
suprimió el sufrimiento ni aclaró su misterio. Hizo otra cosa: lo asumió y
le dio un valor moral, formulando uno de los pensamientos más hermosos de
la historia: “Bienaventurados los que lloran porque ellos serán
consolados”. Cristo, en efecto, en el misterio de su encarnación humana, se
ha unido en cierto modo a todos los hombres y comparte sus dolores y
aflicciones.
Es por lo mismo
que sólo en la pasión de Cristo se comienza a iluminar el enigma del dolor
y de la muerte, -tal como dice el Vaticano II fuera del Evangelio el
sufrimiento “nos aplasta”.
Resumiendo, se puede decir que -desde la perspectiva religiosa- la vida es
una constante prueba y el gran secreto de la paz y de la felicidad
consiste, precisamente, en saber que nuestras tribulaciones e infortunios
forman parte de nuestra experiencia vital y, sobre todo, que su aceptación
plena los atenúa, y en ciertos casos, los hace innecesarios. No
es otro, a mi juicio, el sentido del relato de Abraham, que con razón ha
sido considerado como el padre de la fe. Abraham recibe seguramente la
prueba más terrible de la historia: matar con su propia mano al
hijo adorado; al hijo de la vejez y, de todas las promesas.
Si Abraham hubiera dudado, es posible que hubiera tenido que matar a Isaac
.
Pero Abraham acepta la prueba sin ninguna vacilación y -por lo mismo- ésta
no es necesaria. Pienso que, sin darnos cuenta, somos continuamente
probados como Abraham. Si rechazamos los sufrimientos, éstos se acrecientan
y nos acosas obstinadamente; si los aceptamos, en cambio, se atenúan o se
desvanecen. Este es el milagro de la aceptación; del Sí a la
Vida de los grandes místicos, de la paciencia de Job y aun de la
obediencia de Jesús en el Calvario. Es claro que esa aceptación requiere
por lo general de un extremo coraje y valentía moral, pero puede también
surgir de un modo silencioso y natural en quienes se entregan confiados en
las manos de Dios.
Ahora, para un cristiano -que ama a Jesús en su corazón- existe otra
perspectiva ante el dolor y ésta es la de compartir y coparticipar -como
decía San Pablo- en el sufrimiento redentor de Cristo. En efecto, su muerte
y su resurrección se proyectan sobre todos los hombres y los cristianos
sabemos que en nuestros dolores estamos completando -en alguna medida-
el Misterio del Gólgota- y colaborando en la redención del
mundo. Juan Pablo II ha hablado, en este sentido, de un Evangelio
del Sufrimiento señalando que, en el dolor humano, “hay una
particular fuerza que acerca internamente al hombre a Cristo” y agrega que
“el sufrimiento, más que cualquier otra cosa, abre el camino a la gracia
que transforma a las almas”. Es por eso que quien quiere ser un verdadero
discípulo de Cristo debe levantar su propia cruz y asumir con valor, y aun
con alegría, su tristeza y su dolor. En realidad, cada sufrimiento aceptado
por amor a Jesús es una parte de su cruz que sostenemos; una pequeña
porción del dolor humano que compartimos con El, y si pudiéramos percibir
la gratitud de su mirada sentiríamos que el peso que nos agobia se atenúa y
que también nuestra espalda es ancha y nuestra carga es ligera.
Extractos de la CARTA APOSTÓLICA SALVIFICI DOLORIS
DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II
EL SENTIDO CRISTIANO DEL SUFRIMIENTO HUMANO
1. « Suplo en mi carne —dice el apóstol Pablo, indicando el
valor salvífico del sufrimiento— lo que falta a las tribulaciones de Cristo
por su cuerpo, que es la Iglesia ».
Estas palabras parecen encontrarse al final del largo camino por
el que discurre el sufrimiento presente en la historia del hombre e
iluminado por la palabra de Dios. Ellas tienen el valor casi de un
descubrimiento definitivo que va acompañado de alegría; por ello el Apóstol
escribe: « Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros ». La alegría
deriva del descubrimiento del sentido del sufrimiento; tal descubrimiento,
aunque participa en él de modo personalísimo Pablo de Tarso que escribe
estas palabras, es a la vez válido para los demás. El Apóstol comunica el
propio descubrimiento y goza por todos aquellos a quienes puede ayudar
—como le ayudó a él mismo— a penetrar en el sentido salvífico del
sufrimiento.
2. El tema del sufrimiento, es un tema universal que acompaña al
hombre a lo largo y ancho de la geografía. En cierto sentido coexiste con
él en el mundo y por ello hay que volver sobre él constantemente. Aunque
San Pablo ha escrito en la carta a los Romanos que « la creación entera
hasta ahora gime y siente dolores de parto »; aunque el hombre conoce bien
y tiene presentes los sufrimientos del mundo animal, sin embargo lo que
expresamos con la palabra « sufrimiento » parece ser particularmente
esencial a la naturaleza del hombre. Ello es tan profundo como el hombre,
precisamente porque manifiesta a su manera la profundidad propia del hombre
y de algún modo la supera. El sufrimiento parece pertenecer a la trascendencia
del hombre; es uno de esos puntos en los que el hombre está en cierto
sentido « destinado » a superarse a sí mismo, y de manera misteriosa es
llamado a hacerlo.
3. Si el tema del sufrimiento debe ser afrontado ante todo
porque la redención se ha realizado mediante la cruz de Cristo, o sea
mediante su sufrimiento.
EL MUNDO DEL SUFRIMIENTO HUMANO
5. Aunque en su dimensión subjetiva, como hecho personal,
encerrado en el concreto e irrepetible interior del hombre, el sufrimiento
parece casi inefable e intransferible, quizá al mismo tiempo ninguna otra
cosa exige —en su « realidad objetiva »— ser tratada, meditada, concebida
en la forma de un explícito problema; y exige que en torno a él hagan
preguntas de fondo y se busquen respuestas. Como se ve, no se trata aquí
solamente de dar una descripción del sufrimiento. Hay otros criterios, que
van más allá de la esfera de la descripción y que hemos de tener en cuenta,
cuando queremos penetrar en el mundo del sufrimiento humano.
Puede ser que la medicina, en cuanto ciencia y a la vez arte de
curar, descubra en el vasto terreno del sufrimiento del hombre el sector
más conocido, el identificado con mayor precisión y relativamente más
compensado por los métodos del « reaccionar » (es decir, de la
terapéutica). Sin embargo, éste es sólo un sector. El terreno del
sufrimiento humano es mucho más vasto, mucho más variado y
pluridimensional. El hombre sufre de modos diversos, no siempre
considerados por la medicina, ni siquiera en sus más avanzadas
ramificaciones. El sufrimiento es algo todavía más amplio que la
enfermedad, más complejo y a la vez aún más profundamente enraizado en la
humanidad misma. Una cierta idea de este problema nos viene de la distinción
entre sufrimiento físico y sufrimiento moral. Esta distinción toma como
fundamento la doble dimensión del ser humano, e indica el elemento corporal
y espiritual como el inmediato o directo sujeto del sufrimiento. Aunque se
puedan usar como sinónimos, hasta un cierto punto, las palabras «
sufrimiento » y « dolor », el sufrimiento físico se da cuando de cualquier
manera « duele el cuerpo », mientras que el sufrimiento moral es « dolor
del alma ». Se trata, en efecto, del dolor de tipo espiritual, y no sólo de
la dimensión « psíquica » del dolor que acompaña tanto el sufrimiento moral
como el físico. La extensión y la multiformidad del sufrimiento moral no
son ciertamente menores que las del físico; pero a la vez aquél aparece
como menos identificado y menos alcanzable por la terapéutica.
6. La Sagrada Escritura es un gran libro sobre el sufrimiento.
De los libros del Antiguo Testamento mencionaremos sólo algunos ejemplos de
situaciones que llevan el signo del sufrimiento, ante todo moral: el
peligro de muerte, la muerte de los propios hijos, y especialmente la
muerte del hijo primogénito y único. También la falta de prole, la
nostalgia de la patria, la persecución y hostilidad del ambiente, el
escarnio y la irrisión hacia quien sufre, la soledad y el abandono. Y otros
más, como el remordimiento de conciencia, la dificultad en comprender por
qué los malos prosperan y los justos sufren, la infidelidad e ingratitud
por parte de amigos y vecinos, las desventuras de la propia nación.
El Antiguo Testamento, tratando al hombre como un « conjunto »
psicofísico, une con frecuencia los sufrimientos « morales » con el dolor
de determinadas partes del organismo…En efecto, no se puede negar que los
sufrimientos morales tienen también una parte « física » o somática, y que
con frecuencia se reflejan en el estado general del organismo.
7. Como se ve a través de los ejemplos aducidos, en la Sagrada
Escritura encontramos un vasto elenco de situaciones dolorosas para el
hombre por diversos motivos. Este elenco diversificado no agota ciertamente
todo lo que sobre el sufrimiento ha dicho ya y repite constantemente el
libro de la historia del hombre (éste es más bien un «libro no escrito»), y
más todavía el libro de la historia de la humanidad, leído a través de la
historia de cada hombre.
Se puede decir que el hombre sufre, cuando experimenta cualquier
mal.
Sin embargo, esto no quiere decir que el sufrimiento en sentido
psicológico no esté marcado por una « actividad » específica. Esta es,
efectivamente, aquella múltiple y subjetivamente diferenciada « actividad »
de dolor, de tristeza, de desilusión, de abatimiento o hasta de
desesperación, según la intensidad del sufrimiento, de su profundidad o
indirectamente según toda la estructura del sujeto que sufre y de su
específica sensibilidad. Dentro de lo que constituye la forma psicológica
del sufrimiento, se halla siempre una experiencia de mal, a causa del cual
el hombre sufre.
Así pues, la realidad del sufrimiento pone una pregunta sobre la
esencia del mal: ¿qué es el mal?
Esta pregunta parece inseparable, en cierto sentido, del tema
del sufrimiento. La respuesta cristiana a esa pregunta es distinta de la
que dan algunas tradiciones culturales y religiosas, que creen que la
existencia es un mal del cual hay que liberarse. El cristianismo proclama
el esencial bien de la existencia y el bien de lo que existe, profesa la
bondad del Creador y proclama el bien de las criaturas. El hombre sufre a
causa del mal, que es una cierta falta, limitación o distorsión del bien.
Se podría decir que el hombre sufre a causa de un bien del que él no
participa, del cual es en cierto modo excluido o del que él mismo se ha
privado. Sufre en particular cuando « debería » tener parte —en
circunstancias normales— en este bien y no lo tiene.
Así pues, en el concepto cristiano la realidad del sufrimiento
se explica por medio del mal que está siempre referido, de algún modo, a un
bien.
8. El sufrimiento humano constituye en sí mismo casi un
específico « mundo » que existe junto con el hombre, que aparece en él y
pasa, o a veces no pasa, pero se consolida y se profundiza en él. Este
mundo del sufrimiento, dividido en muchos y muy numerosos sujetos, existe
casi en la dispersión. Cada hombre, mediante su sufrimiento personal,
constituye no sólo una pequeña parte de ese « mundo », sino que a la vez
aquel « mundo » está en él como una entidad finita e irrepetible. Unida a
ello está, sin embargo, la dimensión interpersonal y social. El mundo del
sufrimiento posee como una cierta compactibilidad propia. Los hombres que
sufren se hacen semejantes entre sí a través de la analogía de la
situación, la prueba del destino o mediante la necesidad de comprensión y
atenciones; quizá sobre todo mediante la persistente pregunta acerca del
sentido de tal situación. Por ello, aunque el mundo del sufrimiento exista
en la dispersión, al mismo tiempo contiene en sí un singular desafío a la
comunión y la solidaridad. Trataremos de seguir también esa llamada en
estas reflexiones.
Pensando en el mundo del sufrimiento en su sentido personal y a
la vez colectivo, no es posible, finalmente, dejar de notar que tal mundo,
en algunos períodos de tiempo y en algunos espacios de la existencia
humana, parece que se hace particularmente denso. Esto sucede, por ejemplo,
en casos de calamidades naturales, de epidemias, de catástrofes y
cataclismos o de diversos flagelos sociales. Pensemos, por ejemplo, en el
caso de una mala cosecha y, como consecuencia del mismo —o de otras
diversas causas—, en el drama del hambre.
Pensemos, finalmente, en la guerra. Hablo de ella de modo
especial. Habla de las dos últimas guerras mundiales, de las que la segunda
ha traído consigo un cúmulo todavía mayor de muerte y un pesado acervo de
sufrimientos humanos. A su vez, la segunda mitad de nuestro siglo —como en proporción
con los errores y trasgresiones de nuestra civilización contemporánea—
lleva en sí una amenaza tan horrible de guerra nuclear, que no podemos
pensar en este período sino en términos de un incomparable acumularse de
sufrimientos, hasta llegar a la posible autodestrucción de la humanidad. De
esta manera ese mundo de sufrimiento, que en definitiva tiene su sujeto en
cada hombre, parece transformarse en nuestra época —quizá más que en
cualquier otro momento— en un particular « sufrimiento del mundo »; del
mundo que ha sido transformado, como nunca antes, por el progreso realizado
por el hombre y que, a la vez, está en peligro más que nunca, a causa de
los errores y culpas del hombre.
III
A LA BÚSQUEDA DE UNA RESPUESTA
A LA PREGUNTA SOBRE EL SENTIDO
9. Dentro de cada sufrimiento experimentado por el hombre, y
también en lo profundo del mundo del sufrimiento, aparece inevitablemente
la pregunta: ¿por qué? Es una pregunta acerca de la causa, la razón; una
pregunta acerca de la finalidad (para qué); en definitiva, acerca del
sentido. Esta no sólo acompaña el sufrimiento humano, sino que parece
determinar incluso el contenido humano, eso por lo que el sufrimiento es
propiamente sufrimiento humano.
Obviamente el dolor, sobre todo el físico, está ampliamente
difundido en el mundo de los animales. Pero solamente el hombre, cuando
sufre, sabe que sufre y se pregunta por qué; y sufre de manera humanamente
aún más profunda, si no encuentra una respuesta satisfactoria. Esta es una
pregunta difícil, como lo es otra, muy afín, es decir, la que se refiere al
mal: ¿Por qué el mal? ¿Por qué el mal en el mundo? Cuando ponemos la
pregunta de esta manera, hacemos siempre, al menos en cierta medida, una
pregunta también sobre el sufrimiento.
Ambas preguntas son difíciles cuando las hace el hombre al
hombre, los hombres a los hombres, como también cuando el hombre las hace a
Dios. En efecto, el hombre no hace esta pregunta al mundo, aunque muchas
veces el sufrimiento provenga de él, sino que la hace a Dios como Creador y
Señor del mundo.
Y es bien sabido que en la línea de esta pregunta se llega no
sólo a múltiples frustraciones y conflictos en la relación del hombre con
Dios, sino que sucede incluso que se llega a la negación misma de Dios. En
efecto, si la existencia del mundo abre casi la mirada del alma humana a la
existencia de Dios, a su sabiduría, poder y magnificencia, el mal y el
sufrimiento parecen ofuscar esta imagen, a veces de modo radical, tanto más
en el drama diario de tantos sufrimientos sin culpa y de tantas culpas sin
una adecuada pena. Por ello, esta circunstancia —tal vez más aún que
cualquier otra— indica cuán importante es la pregunta sobre el sentido del
sufrimiento y con qué agudeza es preciso tratar tanto la pregunta misma
como las posibles respuestas a dar.
10. El hombre puede dirigir tal pregunta a Dios con toda la
conmoción de su corazón y con la mente llena de asombro y de inquietud;
Dios espera la pregunta y la escucha, como podemos ver en la Revelación del
Antiguo Testamento. En el libro de Job la pregunta ha encontrado su
expresión más viva.
Es conocida la historia de este hombre justo, que sin ninguna
culpa propia es probado por innumerables sufrimientos. Pierde sus bienes,
los hijos e hijas, y finalmente él mismo padece una grave enfermedad. En
esta horrible situación se presentan en su casa tres viejos amigos, los
cuales —cada uno con palabras distintas— tratan de convencerlo de que,
habiendo sido afectado por tantos y tan terribles sufrimientos, debe haber
cometido alguna culpa grave. En efecto, el sufrimiento —dicen— se abate
siempre sobre el hombre como pena por el reato; es mandado por Dios que es
absolutamente justo y encuentra la propia motivación en la justicia. Se
diría que los viejos amigos de Job quieren no sólo convencerlo de la
justificación moral del mal, sino que, en cierto sentido, tratan de
defender el sentido moral del sufrimiento ante sí mismos. El sufrimiento,
para ellos, puede tener sentido exclusivamente como pena por el pecado y,
por tanto, sólo en el campo de la justicia de Dios, que paga bien con bien
y mal con mal.
Su punto de referencia en este caso es la doctrina expresada en
otros libros del Antiguo Testamento, que nos muestran el sufrimiento como
pena infligida por Dios a causa del pecado de los hombres. El Dios de la
Revelación es Legislador y Juez en una medida tal que ninguna autoridad
temporal puede hacerlo. El Dios de la Revelación, en efecto, es ante todo
el Creador, de quien, junto con la existencia, proviene el bien esencial de
la creación. Por tanto, también la violación consciente y libre de este
bien por parte del hombre es no sólo una transgresión de la ley, sino, a la
vez, una ofensa al Creador, que es el Primer Legislador. Tal transgresión
tiene carácter de pecado, según el sentido exacto, es decir, bíblico y
teológico de esta palabra. Al mal moral del pecado corresponde el castigo,
que garantiza el orden moral en el mismo sentido trascendente, en el que
este orden es establecido por la voluntad del Creador y Supremo Legislador.
De ahí deriva también una de las verdades fundamentales de la fe religiosa,
basada asimismo en la Revelación: o sea que Dios es un juez justo, que
premia el bien y castiga el mal: « (Señor) eres justo en cuanto has hecho
con nosotros, y todas tus obras son verdad, y rectos tus caminos, y justos
todos tus juicios. Y has juzgado con justicia en todos tus juicios, en todo
lo que has traído sobre nosotros ... con juicio justo has traído todos
estos males a causa de nuestros pecados ».(23)
En la opinión manifestada por los amigos de Job, se expresa una
convicción que se encuentra también en la conciencia moral de la humanidad:
el orden moral objetivo requiere una pena por la transgresión, por el
pecado y por el reato. El sufrimiento aparece, bajo este punto de vista,
como un « mal justificado ». La convicción de quienes explican el sufrimiento
como castigo del pecado, halla su apoyo en el orden de la justicia, y
corresponde con la opinión expresada por uno de los amigos de Job: « Por lo
que siempre vi, los que aran la iniquidad y siembran la desventura, la
cosechan ».(24)
11. Job, sin embargo, contesta la verdad del principio que
identifica el sufrimiento con el castigo del pecado y lo hace en base a su
propia experiencia. En efecto, él es consciente de no haber merecido tal
castigo, más aún, expone el bien que ha hecho a lo largo de su vida. Al
final Dios mismo reprocha a los amigos de Job por sus acusaciones y
reconoce que Job no es culpable. El suyo es el sufrimiento de un inocente;
debe ser aceptado como un misterio que el hombre no puede comprender a
fondo con su inteligencia.
El libro de Job no desvirtúa las bases del orden moral
trascendente, fundado en la justicia, como las propone toda la Revelación
en la Antigua y en la Nueva Alianza. Pero, a la vez, el libro demuestra con
toda claridad que los principios de este orden no se pueden aplicar de
manera exclusiva y superficial. Si es verdad que el sufrimiento tiene un
sentido como castigo cuando está unido a la culpa, no es verdad, por el
contrario, que todo sufrimiento sea consecuencia de la culpa y tenga
carácter de castigo. La figura del justo Job es una prueba elocuente en el
Antiguo Testamento. La Revelación, palabra de Dios mismo, pone con toda
claridad el problema del sufrimiento del hombre inocente: el sufrimiento
sin culpa. Job no ha sido castigado, no había razón para infligirle una
pena, aunque haya sido sometido a una prueba durísima. En la introducción
del libro aparece que Dios permitió esta prueba por provocación de Satanás.
Este, en efecto, puso en duda ante el Señor la justicia de Job: « ¿Acaso
teme Job a Dios en balde?... Has bendecido el trabajo de sus manos, y sus
ganados se esparcen por el país. Pero extiende tu mano y tócalo en lo suyo,
(veremos) si no te maldice en tu rostro ».(25) Si el Señor consiente en
probar a Job con el sufrimiento, lo hace para demostrar su justicia. El
sufrimiento tiene carácter de prueba.
El libro de Job no es la última palabra de la Revelación sobre
este tema. En cierto modo es un anuncio de la pasión de Cristo. Pero ya en
sí mismo es un argumento suficiente para que la respuesta a la pregunta
sobre el sentido del sufrimiento no esté unida sin reservas al orden moral,
basado sólo en la justicia. Si tal respuesta tiene una fundamental y
transcendente razón y validez, a la vez se presenta no sólo como
insatisfactoria en casos semejantes al del sufrimiento del justo Job, sino
que más bien parece rebajar y empobrecer el concepto de justicia, que
encontramos en la Revelación.
12. El libro de Job pone de modo perspicaz el « por qué » del
sufrimiento; muestra también que éste alcanza al inocente, pero no da
todavía la solución al problema.
|
Job |
Ya en el Antiguo Testamento notamos una orientación que tiende a
superar el concepto según el cual el sufrimiento tiene sentido únicamente
como castigo por el pecado, en cuanto se subraya a la vez el valor educativo
de la pena sufrimiento. Así pues, en los sufrimientos infligidos por Dios
al Pueblo elegido está presente una invitación de su misericordia, la cual
corrige para llevar a la conversión: « Los castigos no vienen para la
destrucción sino para la corrección de nuestro pueblo ».(26)
Así se afirma la dimensión personal de la pena. Según esta
dimensión, la pena tiene sentido no sólo porque sirve para pagar el mismo
mal objetivo de la transgresión con otro mal, sino ante todo porque crea la
posibilidad de reconstruir el bien en el mismo sujeto que sufre.
Este es un aspecto importantísimo del sufrimiento. Está
arraigado profundamente en toda la Revelación de la Antigua y, sobre todo,
de la Nueva Alianza. El sufrimiento debe servir para la conversión, es decir,
para la reconstrucción del bien en el sujeto, que puede reconocer la
misericordia divina en esta llamada a la penitencia. La penitencia tiene
como finalidad superar el mal, que bajo diversas formas está latente en el
hombre, y consolidar el bien tanto en uno mismo como en su relación con los
demás y, sobre todo, con Dios.
13. Pero para poder percibir la verdadera respuesta al « por qué
» del sufrimiento, tenemos que volver nuestra mirada a la revelación del
amor divino, fuente última del sentido de todo lo existente. El amor es
también la fuente más rica sobre el sentido del sufrimiento, que es siempre
un misterio; somos conscientes de la insuficiencia e inadecuación de
nuestras explicaciones. Cristo nos hace entrar en el misterio y nos hace
descubrir el « por qué » del sufrimiento, en cuanto somos capaces de
comprender la sublimidad del amor divino.
Para hallar el sentido profundo del sufrimiento, siguiendo la
Palabra revelada de Dios, hay que abrirse ampliamento al sujeto humano en
sús múltiples potencialidades, sobre todo, hay que acoger la luz de la
Revelación, no sólo en cuanto expresa el orden transcendente de la
justicia, sino en cuanto ilumina este orden con el Amor como fuente
definitiva de todo lo que existe. El Amor es también la fuente más plena de
la respuesta a la pregunta sobre el sentido del sufrimiento. Esta pregunta
ha sido dada por Dios al hombre en la cruz de Jesucristo.
IV
JESUCRISTO: EL SUFRIMIENTO VENCIDO POR EL AMOR
14. « Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito
Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida
eterna ».(27) Estas palabras, pronunciadas por Cristo en el coloquio con
Nicodemo, nos introducen al centro mismo de la acción salvífica de Dios.
Ellas manifiestan también la esencia misma de la soterología cristiana, es
decir, de la teología de la salvación. Salvación significa liberación del
mal, y por ello está en estrecha relación con el problema del sufrimiento.
Según las palabras dirigidas a Nicodemo, Dios da su Hijo al « mundo » para
librar al hombre del mal, que lleva en sí la definitiva y absoluta
perspectiva del sufrimiento. Contemporáneamente, la misma palabra « da » («
dio ») indica que esta liberación debe ser realizada por el Hijo unigénito
mediante su propio sufrimiento. Y en ello se manifiesta el amor, el amor
infinito, tanto de ese Hijo unigénito como del Padre, que por eso « da » a
su Hijo. Este es el amor hacia el hombre, el amor por el « mundo »: el amor
salvífico.
Nos encontramos aquí —hay que darse cuenta claramente en nuestra
reflexión común sobre este problema— ante una dimensión completamente nueva
de nuestro tema. Es una dimensión diversa de la que determinaba y en cierto
sentido encerraba la búsqueda del significado del sufrimiento dentro de los
límites de la justicia. Esta es la dimensión de la redención, a la que en
el Antiguo Testamento ya parecían ser un preludio las palabras del justo
Job, al menos según la Vulgata: « Porque yo sé que mi Redentor vive, y al
fin... yo veré a Dios ».(28) Mientras hasta ahora nuestra consideración se
ha concentrado ante todo, y en cierto modo exclusivamente, en el
sufrimiento en su múltiple dimensión temporal, (como sucedía igualmente con
los sufrimientos del justo Job), las palabras antes citadas del coloquio de
Jesús con Nicodemo se refieren al sufrimiento en su sentido fundamental y
definitivo. Dios da su Hijo unigénito, para que el hombre « no muera »; y
el significado del « no muera » está precisado claramente en las palabras
que siguen: « sino que tenga la vida eterna ».
El hombre « muere », cuando pierde « la vida eterna ». Lo
contrario de la salvación no es, pues, solamente el sufrimiento temporal,
cualquier sufrimiento, sino el sufrimiento definitivo: la pérdida de la
vida eterna, el ser rechazados por Dios, la condenación. El Hijo unigénito
ha sido dado a la humanidad para proteger al hombre, ante todo, de este mal
definitivo y del sufrimiento definitivo. En su misión salvífica Él debe,
por tanto, tocar el mal en sus mismas raíces transcendentales, en las que
éste se desarrolla en la historia del hombre. Estas raíces transcendentales
del mal están fijadas en el pecado y en la muerte: en efecto, éstas se
encuentran en la base de la pérdida de la vida eterna. La misión del Hijo
unigénito consiste en vencer el pecado y la muerte. Él vence el pecado con
su obediencia hasta la muerte, y vence la muerte con su resurrección.
15. Cuando se dice que Cristo con su misión toca el mal en sus
mismas raíces, nosotros pensamos no sólo en el mal y el sufrimiento
definitivo, escatológico (para que el hombre « no muera, sino que tenga la
vida eterna »), sino también —al menos indirectamente— en el mal y el
sufrimiento en su dimensión temporal e histórica. El mal, en efecto, está
vinculado al pecado y a la muerte. Y aunque se debe juzgar con gran cautela
el sufrimiento del hombre como consecuencia de pecados concretos (esto
indica precisamente el ejemplo del justo Job), sin embargo, éste no puede
separarse del pecado de origen, de lo que en San Juan se llama « el pecado
del mundo»,(29) del trasfondo pecaminoso de las acciones personales y de
los procesos sociales en la historia del hombre. Si no es lícito aplicar
aquí el criterio restringido de la dependencia directa (como hacían los
tres amigos de Job), sin embargo no se puede ni siquiera renunciar al
criterio de que, en la base de los sufrimientos humanos, hay una
implicación múltiple con el pecado.
De modo parecido sucede cuando se trata de la muerte. Esta
muchas veces es esperada incluso como una liberación de los sufrimientos de
esta vida. Al mismo tiempo, no es posible dejar de reconocer que ella
constituye casi una síntesis definitiva de la acción destructora tanto en
el organismo corpóreo como en la psique. Pero ante todo la muerte comporta
la disociación de toda la personalidad psicofísica del hombre. El alma
sobrevive y subsiste separada del cuerpo, mientras el cuerpo es sometido a
una gradual descomposición según las palabras del Señor Dios, pronunciadas
después del pecado cometido por el hombre al comienzo de su historia
terrena: « Polvo eres, y al polvo volverás ».(30)
Aunque la muerte no es
pues un sufrimiento en el sentido temporal de la palabra, aunque en un
cierto modo se encuentra más allá de todos los sufrimientos, el mal que el
ser humano experimenta contemporáneamente con ella, tiene un carácter
definitivo y totalizante. Con su obra salvífica el Hijo unigénito libera al
hombre del pecado y de la muerte. Ante todo Él borra de la historia del
hombre el dominio del pecado, que se ha radicado bajo la influencia del
espíritu maligno, partiendo del pecado original, y da luego al hombre la
posibilidad de vivir en la gracia santificante. En línea con la victoria
sobre el pecado, Él quita también el dominio de la muerte, abriendo con su
resurrección el camino a la futura resurrección de los cuerpos. Una y otra
son condiciones esenciales de la « vida eterna », es decir, de la felicidad
definitiva del hombre en unión con Dios; esto quiere decir, para los
salvados, que en la perspectiva escatológica el sufrimiento es totalmente
cancelado.
Como resultado de la obra salvífica de Cristo, el hombre existe
sobre la tierra con la esperanza de la vida y de la santidad eternas. Y
aunque la victoria sobre el pecado y la muerte, conseguida por Cristo con
su cruz y resurrección no suprime los sufrimientos temporales de la vida
humana, ni libera del sufrimiento toda la dimensión histórica de la
existencia humana, sin embargo, sobre toda esa dimensión y sobre cada
sufrimiento esta victoria proyecta una luz nueva, que es la luz de la
salvación. Es la luz del Evangelio, es decir, de la Buena Nueva. En el
centro de esta luz se encuentra la verdad propuesta en el coloquio con
Nicodemo: « Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo
».(31) Esta verdad cambia radicalmente el cuadro de la historia del hombre
y su situación terrena. A pesar del pecado que se ha enraizado en esta
historia como herencia original, como « pecado del mundo » y como suma de
los pecados personales, Dios Padre ha amado a su Hijo unigénito, es decir,
lo ama de manera duradera; y luego, precisamente por este amor que supera
todo, Él « entrega » este Hijo, a fin de que toque las raíces mismas del
mal humano y así se aproxime de manera salvífica al mundo entero del sufrimiento,
del que el hombre es partícipe.
16. En su actividad mesiánica en medio de Israel, Cristo se
acercó incesantemente al mundo del sufrimiento humano. «Pasó haciendo bien
»,(32) y este obrar suyo se dirigía, ante todo, a los enfermos y a quienes esperaban
ayuda. Curaba los enfermos, consolaba a los afligidos, alimentaba a los
hambrientos, liberaba a los hombres de la sordera, de la ceguera, de la
lepra, del demonio y de diversas disminuciones físicas; tres veces devolvió
la vida a los muertos. Era sensible a todo sufrimiento humano, tanto al del
cuerpo como al del alma. Al mismo tiempo instruía, poniendo en el centro de
su enseñanza las ocho bienaventuranzas, que son dirigidas a los hombres
probados por diversos sufrimientos en su vida temporal. Estos son los «
pobres de espíritu », « los que lloran », « los que tienen hambre y sed de
justicia », « los que padecen persecución por la justicia », cuando los
insultan, los persiguen y, con mentira, dicen contra ellos todo género de
mal por Cristo...(33) Así según Mateo. Lucas menciona explícitamente a los
que ahora padecen hambre.(34)
De todos modos Cristo se acercó sobre todo al mundo del
sufrimiento humano por el hecho de haber asumido este sufrimiento en sí
mismo. Durante su actividad pública probó no sólo la fatiga, la falta de
una casa, la incomprensión incluso por parte de los más cercanos; pero
sobre todo fue rodeado cada vez más herméticamente por un círculo de
hostilidad y se hicieron cada vez más palpables los preparativos para
quitarlo de entre los vivos. Cristo era consciente de esto y muchas veces
hablaba a sus discípulos de los sufrimientos y de la muerte que le
esperaban: « Subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los
príncipes de los sacerdotes y a los escribas, que lo condenarán a muerte y
le entregarán a los gentiles, y se burlarán de Él y le escupirán, y le
azotarán y le darán muerte, pero a los tres dias resucitará ».(35) Cristo
va hacia su pasión y muerte con toda la conciencia de la misión que ha de
realizar de este modo. Precisamente por medio de este sufrimiento suyo hace
posible « que eI hombre no muera, sino que tenga la vida eterna ».
Precisamente por medio de su cruz debe tocar las raíces del mal, plantadas
en la historia del hombre y en las almas humanas. Precisamente por medio de
su cruz debe cumplir la obra de la salvación. Esta obra, en el designio del
amor eterno, tiene un carácter redentor.
Por eso Cristo reprende severamente a Pedro, cuando quiere
hacerle abandonar los pensamientos sobre el sufrimiento y sobre la muerte
de cruz.(36) y cuando el mismo Pedro, durante la captura en Getsemaní,
intenta defenderlo con la espada, Cristo le dice: « Vuelve tu espada a su
lugar ... ¿Cómo van a cumplirse las Escrituras, de que así conviene que
sea? ».(37) Y además añade: «El cáliz que me dio mi Padre, ¿no he de
beberlo? ».(38) Esta respuesta —como otras que encontramos en diversos
puntos del Evangelio— muestra cuán profundamente Cristo estaba convencido
de lo que había expresado en la conversación con Nicodemo: « Porque tanto
amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea
en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna ».(39) Cristo se encamina
hacia su propio sufrimiento, consciente de su fuerza salvífica; va
obediente hacia el Padre, pero ante todo está unido al Padre en el amor con
el cual Él ha amado el mundo y al hombre en el mundo. Por esto San Pablo
escribirá de Cristo: « Me amó y se entregó por mí ».(40)
17. Las Escrituras tenían que cumplirse. Eran muchos los
testigos mesiánicos del Antiguo Testamento que anunciaban los sufrimientos
del futuro Ungido de Dios. Particularmente conmovedor entre todos es el que
solemos llamar el cuarto Poema del Siervo de Yavé, contenido en el Libro de
Isaías. El profeta, al que justamente se le llama « el quinto evangelista
», presenta en este Poema la imagen de los sufrimientos del Siervo con un
realismo tan agudo como si lo viera con sus propios ojos: con los del
cuerpo y del espíritu. La pasión de Cristo resulta, a la luz de los
versículos de Isaías, casi aún más expresiva y conmovedora que en las
descripciones de los mismos evangelistas.
He aquí cómo se presenta ante
nosotros el verdadero Varón de dolores:
« No hay en él parecer, no hay hermosura para que le miremos ...
Despreciado y abandonado de los hombres, varón de dolores y familiarizado con el sufrimiento, y como uno ante el cual se oculta el rostro, menospreciado sin que le tengamos en cuenta.
Pero fue él ciertamente quien soportó nuestros sufrimientos y cargó con nuestros dolores, mientras que nosotros le tuvimos por castigado, herido por Dios y abatido.
Fue traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados.
El castigo de nuestra paz fue sobre él, y en sus llagas hemos sido curados.
Todos nosotros andábamos errantes como ovejas, siguiendo cada uno su camino,
y Yavé cargó sobre él la iniquidad de todos nosotros ».(41)
El Poema del Siervo doliente contiene una descripción en la que
se pueden identificar, en un cierto sentido, los momentos de la pasión de
Cristo en sus diversos particulares: la detención, la humillación, las
bofetadas, los salivazos, el vilipendio de la dignidad misma del
prisionero, el juicio injusto, la flagelación, la coronación de espinas y
el escarnio, el camino con la cruz, la crucifixión y la agonía.
Más aún que esta descripción de la pasión nos impresiona en las
palabras del profeta la profundidad del sacrificio de Cristo. Él, aunque
inocente, se carga con los sufrimientos de todos los hombres, porque se
carga con los pecados de todos. « Yavé cargó sobre él la iniquidad de todos
»: todo el pecado del hombre en su extensión y profundidad es la verdadera
causa del sufrimiento del Redentor. Si el sufrimiento « es medido » con el
mal sufrido, entonces las palabras del profeta permiten comprender la
medida de este mal y de este sufrimiento, con el que Cristo se cargó. Puede
decirse que éste es sufrimiento « sustitutivo »; pero sobre todo es «
redentor ». El Varón de dolores de aquella profecía es verdaderamente aquel
« cordero de Dios, que quita el pecado del mundo ».(42) En su sufrimiento
los pecados son borrados precisamente porque Él únicamente, como Hijo
unigénito, pudo cargarlos sobre sí, asumirlos con aquel amor hacia el Padre
que supera el mal de todo pecado; en un cierto sentido aniquila este mal en
el ámbito espiritual de las relaciones entre Dios y la humanidad, y llena
este espacio con el bien.
Encontramos aquí la dualidad de naturaleza de un único sujeto
personal del sufrimiento redentor. Aquél que con su pasión y muerte en la
cruz realiza la Redención, es el Hijo unigénito que Dios « dio ». Y al
mismo tiempo este Hijo de la misma naturaleza que el Padre, sufre como
hombre. Su sufrimiento tiene dimensiones humanas, tiene también una
profundidad e intensidad —únicas en la historia de la humanidad— que, aun
siendo humanas, pueden tener también una incomparable profundidad e
intensidad de sufrimiento, en cuanto que el Hombre que sufre es en persona
el mismo Hijo unigénito: « Dios de Dios ». Por lo tanto, solamente Él —el
Hijo unigénito— es capaz de abarcar la medida del mal contenida en el
pecado del hombre: en cada pecado y en el pecado « total », según las
dimensiones de la existencia histórica de la humanidad sobre la tierra.
18. Puede afirmarse que las consideraciones anteriores nos
llevan ya directamente a Getsemaní y al Gólgota, donde se cumplió el Poema
del Siervo doliente, contenido en el Libro de Isaías. Antes de llegar allí,
leamos los versículos sucesivos del Poema, que dan una anticipación
profética de la pasión del Getsemaní y del Gólgota. El Siervo doliente —y
esto a su vez es esencial para un análisis de la pasión de Cristo— se carga
con aquellos sufrimientos, de los que se ha hablado, de un modo
completamente voluntario:
« Maltratado, mas él se sometió, no abrió la boca, como cordero llevado al matadero, como oveja muda ante los trasquiladores.
Fue arrebatado por un juicio inicuo, sin que nadie defendiera su causa, pues fue arrancado de la tierra de los vivientes y herido de muerte por el crimen de su pueblo.
Dispuesta estaba entra los impíos su sepultura, y fue en la muerte igualado a los malhechores, a pesar de no haber cometido maldad ni haber mentira en su boca ».(43)
Cristo sufre voluntariamente y sufre inocentemente. Acoge con su
sufrimiento aquel interrogante que, puesto muchas veces por los hombres, ha
sido expresado, en un cierto sentido, de manera radical en el Libro de Job.
Sin embargo, Cristo no sólo lleva consigo la misma pregunta (y esto de una
manera todavía más radical, ya que Él no es sólo un hombre como Job, sino
el unigénito Hijo de Dios), pero lleva también el máximo de la posible
respuesta a este interrogante. La respuesta emerge, se podría decir, de la misma
materia de la que está formada la pregunta. Cristo da la respuesta al
interrogante sobre el sufrimiento y sobre el sentido del mismo, no sólo con
sus enseñanzas, es decir, con la Buena Nueva, sino ante todo con su propio
sufrimiento, el cual está integrado de una manera orgánica e indisoluble
con las enseñanzas de la Buena Nueva. Esta es la palabra última y sintetica
de esta enseñanza: « la doctrina de la Cruz », como dirá un día San
Pablo.(44)
Esta « doctrina de la Cruz » llena con una realidad definitiva
la imagen de la antigua profecía. Muchos lugares, muchos discursos durante
la predicación pública de Cristo atestiguan cómo Él acepta ya desde el
inicio este sufrimiento, que es la voluntad del Padre para la salvación del
mundo. Sin embargo, la oración en Getsemaní tiene aquí una importancia
decisiva. Las palabras: « Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz;
sin embargo, no se haga como yo quiero, sino como quieres tú »; (45) y a
continuación: « Padre mío, si esto no puede pasar sin que yo lo beba,
hágase tu voluntad »,(46) tienen una pluriforme elocuencia. Prueban la
verdad de aquel amor, que el Hijo unigénito da al Padre en su obediencia.
Al mismo tiempo, demuestran la verdad de su sufrimiento. Las palabras de la
oración de Cristo en Getsemaní prueban la verdad del amor mediante la
verdad del sufrimiento. Las palabras de Cristo confirman con toda sencillez
esta verdad humana del sufrimiento hasta lo más profundo: el sufrimiento es
padecer el mal, ante el que el hombre se estremece. Él dice: « pase de mí
», precisamente como dice Cristo en Getsemaní.
Sus palabras demuestran a la vez esta única e incomparable
profundidad e intensidad del sufrimiento, que pudo experimentar solamente
el Hombre que es el Hijo unigénito; demuestran aquella profundidad e
intensidad que las palabras proféticas antes citadas ayudan, a su manera, a
comprender. No ciertamente hasta lo más profundo (para esto se debería
entender el misterio divino-humano del Sujeto), sino al menos para percibir
la diferencia (y a la vez semejanza) que se verifica entre todo posible
sufrimiento del hombre y el del Dios-Hombre. Getsemaní es el lugar en el
que precisamente este sufrimiento, expresado en toda su verdad por el
profeta sobre el mal padecido en el mismo, se ha revelado casi definitivamente
ante los ojos de Cristo.
Después de las palabras en Getsemaní vienen las pronunciadas en
el Gólgota, que atestiguan esta profundidad —única en la historia del
mundo— del mal del sufrimiento que se padece. Cuando Cristo dice: « Dios
mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? », sus palabras no son sólo
expresión de aquel abandono que varias veces se hacía sentir en el Antiguo
Testamento, especialmente en los Salmos y concretamente en el Salmo 22
[21], del que proceden las palabras citadas.(47) Puede decirse que estas
palabras sobre el abandono nacen en el terreno de la inseparable unión del
Hijo con el Padre, y nacen porque el Padre « cargó sobre él la iniquidad de
todos nosotros » (48) y sobre la idea de lo que dirá San Pablo: « A quien
no conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros ».(49) Junto con este
horrible peso, midiendo « todo » el mal de dar las espaldas a Dios,
contenido en el pecado, Cristo, mediante la profundidad divina de la unión
filial con el Padre, percibe de manera humanamente inexplicable este
sufrimiento que es la separación, el rechazo del Padre, la ruptura con
Dios. Pero precisamente mediante tal sufrimiento Él realiza la Redención, y
expirando puede decir: « Todo está acabado ».(50)
Puede decirse también que se ha cumplido la Escritura, que han
sido definitivamente hechas realidad las palabras del citado Poema del
Siervo doliente: « Quiso Yavé quebrantarlo con padecimientos ».(51) El
sufrimiento humano ha alcanzado su culmen en la pasión de Cristo. Y a la
vez ésta ha entrado en una dimensión completamente nueva y en un orden
nuevo: ha sido unida al amor, a aquel amor del que Cristo hablaba a
Nicodemo, a aquel amor que crea el bien, sacándolo incluso del mal,
sacándolo por medio del sufrimiento, así como el bien supremo de la
redención del mundo ha sido sacado de la cruz de Cristo, y de ella toma
constantemente su arranque. La cruz de Cristo se ha convertido en una
fuente de la que brotan ríos de agua viva.(52) En ella debemos plantearnos
también el interrogante sobre el sentido del sufrimiento, y leer hasta el
final la respuesta a tal interrogante.
V
PARTÍCIPES EN LOS SUFRIMIENTOS DE CRISTO
19. El mismo Poema del Siervo doliente del libro de Isaías nos
conduce precisamente, a través de los versículos sucesivos, en la dirección
de este interrogante y de esta respuesta:
« Ofreciendo su vida en sacrificio por el pecado, verá descendencia que prolongará sus días y el deseo de Yavé prosperará en sus manos.
Por la fatiga de su alma verá y se saciará de su conocimiento.
El justo, mi siervo, justificará a muchos, y cargará con las iniquidades de ellos.
Por eso yo le daré por parte suya muchedumbres, y dividirá la presa con los poderosos por haberse entregado a la muerte y haber sido contado entra los pecadores, llevando sobre sí los pecados de muchos
e intercediendo por los pecadores ».(53)
Puede afirmarse que junto con la pasión de Cristo todo
sufrimiento humano se ha encontrado en una nueva situación.
Parece como si Job la hubiera presentido cuando dice: « Yo sé en
efecto que mi Redentor vive ... »; (54) y como si hubiese encaminado hacia
ella su propio sufrimiento, el cual, sin la redención, no hubiera podido
revelarle la plenitud de su significado. En la cruz de Cristo no sólo se ha
cumplido la redención mediante el sufrimiento, sino que el mismo
sufrimiento humano ha quedado redimido. Cristo —sin culpa alguna propia—
cargó sobre sí « el mal total del pecado ». La experiencia de este mal
determinó la medida incomparable de sufrimiento de Cristo que se convirtió
en el precio de la redención. De esto habla el Poema del Siervo doliente en
Isaías. De esto hablarán a su tiempo los testigos de la Nueva Alianza,
estipulada en la Sangre de Cristo. He aquí las palabras del apóstol Pedro,
en su primera carta: « Habéis sido rescatados no con plata y oro,
corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo, como cordero sin
defecto ni mancha ».(55) Y el apóstol Pablo dirá en la carta a los Gálatas:
« Se entregó por nuestros pecados para liberarnos de este siglo malo »; (56)
y en la carta a los Corintios: « Habéis sido comprados a precio. Glorificad
pues a Dios en vuestro cuerpo ».(57)
Con éstas y con palabras semejantes los testigos de la Nueva
Alianza hablan de la grandeza de la redención, que se lleva a cabo mediante
el sufrimiento de Cristo. El Redentor ha sufrido en vez del hombre y por el
hombre. Todo hombre tiene su participación en la redención. Cada uno está
llamado también a participar en ese sufrimiento mediante el cual se ha
llevado a cabo la redención. Está llamado a participar en ese sufrimiento
por medio del cual todo sufrimiento humano ha sido también redimido.
Llevando a efecto la redención mediante el sufrimiento, Cristo ha elevado
juntamente el sufrimiento humano a nivel de redención. Consiguientemente, todo
hombre, en su sufrimiento, puede hacerse también partícipe del sufrimiento
redentor de Cristo.
20. Los textos del Nuevo Testamento expresan en muchos puntos
este concepto. En la segunda carta a los Corintios escribe el Apóstol: « En
todo apremiados, pero no acosados; perplejos, pero no desconcertados;
perseguidos, pero no abandonados; abatidos, pero no aniquilados, llevando
siempre en el cuerpo la muerte de Cristo, para que la vida de Jesús se
manifieste en nuestro tiempo. Mientras vivimos estamos siempre entregados a
la muerte por amor de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste
también en nuestra carne mortal... sabiendo que quien resucitó al Señor
Jesús, también con Jesús nos resucitará...».(58)
San Pablo habla de diversos sufrimientos y en particular de los
que se hacían partícipes los primeros cristianos « a causa de Jesús ».
Tales sufrimientos permiten a los destinatarios de la Carta participar en
la obra de la redención, llevada a cabo mediante los sufrimientos y la
muerte del Redentor. La elocuencia de la cruz y de la muerte es completada,
no obstante, por la elocuencia de la resurrección. El hombre halla en la
resurrección una luz completamente nueva, que lo ayuda a abrirse camino a
través de la densa oscuridad de las humillaciones, de las dudas, de la
desesperación y de la persecución. De ahí que el Apóstol escriba también en
la misma carta a los Corintios: « Porque así como abundan en nosotros los
padecimientos de Cristo, así por Cristo abunda nuestra consolación ».(59)
En otros lugares se dirige a sus destinatarios con palabras de ánimo: « El
Señor enderece vuestros corazones en la caridad de Dios y en la paciencia
de Cristo ».(60) Y en la carta a los Romanos: « Os ruego, pues, hermanos,
por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia
viva, santa y grata a Dios: este es vuestro culto racional ».(61)
La participación misma en los padecimientos de Cristo halla en
estas expresiones apostólicas casi una doble dimensión. Si un hombre se
hace partícipe de los sufrimientos de Cristo, esto acontece porque Cristo
ha abierto su sufrimiento al hombre porque Él mismo en su sufrimiento
redentor se ha hecho en cierto sentido partícipe de todos los sufrimientos
humanos. El hombre, al descubrir por la fe el sufrimiento redentor de Cristo,
descubre al mismo tiempo en él sus propios sufrimientos, los revive
mediante la fe, enriquecidos con un nuevo contenido y con un nuevo
significado.
Este descubrimiento dictó a san Pablo palabras particularmente
fuertes en la carta a los Gálatas: « Estoy crucificado con Cristo y ya no
vivo yo, es Cristo quien vive en mí. Y aunque al presente vivo en carne,
vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí ».(62) La fe
permite al autor de estas palabras conocer el amor que condujo a Cristo a
la cruz. Y si amó de este modo, sufriendo y muriendo, entonces por su
padecimiento y su muerte vive en aquél al que amó así, vive en el hombre:
en Pablo. Y viviendo en él —a medida que Pablo, consciente de ello mediante
la fe, responde con el amor a su amor —Cristo se une asimismo de modo
especial al hombre, a Pablo, mediante la cruz. Esta unión ha sugerido a
Pablo, en la misma carta a los Gálatas, palabras no menos fuertes: « Cuanto
a mí, jamás me gloriaré a no ser en la cruz de nuestro Señor Jesucristo,
por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo ». (63)
21. La cruz de Cristo arroja de modo muy penetrante luz
salvífica sobre la vida del hombre y, concretamente, sobre su sufrimiento,
porque mediante la fe lo alcanza junto con la resurrección: el misterio de
la pasión está incluido en el misterio pascual. Los testigos de la pasión
de Cristo son a la vez testigos de su resurrección. Escribe San Pablo: «
Para conocerle a Él y el poder de su resurrección y la participación en sus
padecimientos, conformándome a Él en su muerte por si logro alcanzar la
resurrección de los muertos ».(64)
Verdaderamente el Apóstol experimentó antes « la fuerza de la
resurrección » de Cristo en el camino de Damasco, y sólo después, en esta
luz pascual, llegó a la « participación en sus padecimientos », de la que
habla, por ejemplo, en la carta a los Gálatas. La vía de Pablo es
claramente pascual: la participación en la cruz de Cristo se realiza a
través de la experiencia del Resucitado, y por tanto mediante una especial
participación en la resurrección. Por esto, incluso en la expresión del
Apóstol sobre el tema del sufrimiento aparece a menudo el motivo de la
gloria, a la que da inicio la cruz de Cristo.
Los testigos de la cruz y de la resurrección estaban convencidos
de que « por muchas tribulaciones nos es preciso entrar en el reino de Dios
».(65) Y Pablo, escribiendo a los Tesalonicenses, dice: « Nos gloriamos
nosotros mismos de vosotros... por vuestra paciencia y vuestra fe en todas
vuestras persecuciones y en las tribulaciones que soportáis. Todo esto es
prueba del justo juicio de Dios, para que seáis tenidos por dignos del
reino de Dios, por el cual padecéis ».(66) Así pues, la participación en
los sufrimientos de Cristo es, al mismo tiempo, sufrimiento por el reino de
Dios. A los ojos del Dios justo, ante su juicio, cuantos participan en los
sufrimientos de Cristo se hacen dignos de este reino. Mediante sus
sufrimientos, éstos devuelven en un cierto sentido el infinito precio de la
pasión y de la muerte de Cristo, que fue el precio de nuestra redención:
con este precio el reino de Dios ha sido nuevamente consolidado en la
historia del hombre, llegando a ser la perspectiva definitiva de su
existencia terrena. Cristo nos ha introducido en este reino mediante su
sufrimiento. Y también mediante el sufrimiento maduran para el mismo reino
los hombres, envueltos en el misterio de la redención de Cristo.
22. A la perspectiva del reino de Dios está unida la esperanza
de aquella gloria, cuyo comienzo está en la cruz de Cristo. La resurrección
ha revelado esta gloria —la gloria escatológica— que en la cruz de Cristo
estaba completamente ofuscada por la inmensidad del sufrimiento. Quienes
participan en los sufrimientos de Cristo están también llamados, mediante
sus propios sufrimientos, a tomar parte en la gloria. Pablo expresa esto en
diversos puntos. Escribe a los Romanos: « Somos ... coherederos de Cristo,
supuesto que padezcamos con Él para ser con Él glorificados. Tengo por
cierto que los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación
con la gloria que ha de manifestarse en nosotros ».(67) En la segunda carta
a los Corintios leemos: « Pues por la momentánea y ligera tribulación nos
prepara un peso eterno de gloria incalculable, y no ponemos los ojos en las
cosas visibles, sino en las invisibles ».(68) El apóstol Pedro expresará
esta verdad en las siguientes palabras de su primera carta: « Antes habéis
de alegraros en la medida en que participáis en los padecimientos de
Cristo, para que en la revelación de su gloria exultéis de gozo ». (69)
El motivo del sufrimiento y de la gloria tiene una
característica estrictamente evangélica, que se aclara mediante la
referencia a la cruz y a la resurrección. La resurrección es ante todo la
manifestación de la gloria, que corresponde a la elevación de Cristo por
medio de la cruz. En efecto, si la cruz ha sido a los ojos de los hombres
la expoliación de Cristo, al mismo tiempo ésta ha sido a los ojos de Dios
su elevación. En la cruz Cristo ha alcanzado y realizado con teda plenitud
su misión: cumpliendo la voluntad del Padre, se realizó a la vez a sí
mismo. En la debilidad manifestó su poder,y en la humillación toda su
grandeza mesiánica. ¿No son quizás una prueba de esta grandeza todas las
palabras pronunciadas durante la agonía en el Gólgota y, especialmente, las
referidas a los autores de la crucifixión: «Padre, perdónalos, porque no
saben lo que hacen »?(70) A quienes participan de los sufrimientos de
Cristo estas palabras se imponen con la fuerza de un ejempló supremo El
sufrimiento es también una llamada a manifestar la grandeza moral del
hombre, su madurez espiritual. De esto han dado prueba, en las diversas
generaciones, los mártires y confesores de Cristo, fieles a las palabras: «
No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, que el alma no pueden matarla
».(71)
La resurrección de Cristo ha revelado « la gloria del siglo
futuro » y, contemporáneamente, ha confirmado « el honor de la Cruz »:
aquella gloria que está contenida en el sufrimiento mismo de Cristo, y que
muchas veces se ha reflejado y se refleja en el sufrimiento del hombre,
como expresión de su grandeza espiritual. Hay que reconocer el testimonio
glorioso no sólo de los mártires de la fe, sino también de otros numerosos
hombres que a veces, aun sin la fe en Cristo, sufren y dan la vida por la
verdad y por una justa causa. En los sufrimientos de todos éstos es
confirmada de modo particular la gran dignidad del hombre.
23. El sufrimiento, en efecto, es siempre una prueba —a veces
una prueba bastante dura—, a la que es sometida la humanidad. Desde las
páginas de las cartas de San Pablo nos habla con frecuencia aquella
paradoja evangelica de la debilidad y de la fuerza, experimentada de manera
particular por el Apóstol mismo y que, junto con él, prueban todos aquellos
que participan en los sufrimientos de Cristo. Él escribe en la segunda
carta a los Corintios: « Muy gustosamente, pues, continuaré gloriándome en
mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo ».(72) En la
segunda carta a Timoteo leemos: « Por esta causa sufro, pero no me
avergüenza, porque sé a quien me he confiado ».(73) Y en la carta a los
Filipenses dirá incluso: « Todo lo puedo en aquél que me conforta ».(74)
Quienes participan en los sufrimientos de Cristo tienen ante los
ojos el misterio pascual de la cruz y de la resurrección, en la que Cristo
desciende, en una primera fase, hasta el extremo de la debilidad y de la
impotencia humana; en efecto, Él muere clavado en la cruz. Pero si al mismo
tiempo en esta debilidad se cumple su elevación, confirmada con la fuerza
de la resurrección, esto significa que las debilidades de todos los
sufrimientos humanos pueden ser penetrados por la misma fuerza de Dios, que
se ha manifestado en la cruz de Cristo. En esta concepción sufrir significa
hacerse particularmente receptivos, particularmente abiertos a la acción de
las fuerzas salvíficas de Dios, ofrecidas a la humanidad en Cristo. En Él
Dios ha demostrado querer actuar especialmente por medio del sufrimiento,
que es la debilidad y la expoliación del hombre, y querer precisamente
manifestar su fuerza en esta debilidad y en esta expoliación. Con esto se
puede explicar también la recomendación de la primera carta de Pedro: « Mas
si por cristiano padece, no se avergüence, antes glorifique a Dios en este
nombre ».(75)
En la carta a los Romanos el apóstol Pablo se pronuncia todavía
más ampliamente sobre el tema de este « nacer de la fuerza en la debilidad
», del vigorizarse espiritualmente del hombre en medio de las pruebas y
tribulaciones, que es la vocación especial de quienes participan en los
sufrimientos de Cristo. « Nos gloriamos hasta en las tribulaciones,
sabedores de que la tribulación produce la paciencia; la paciencia, una
virtud probada, y la virtud probada, la esperanza. Y la esperanza no
quedará confundida, pues el amor de Dios se ha derramado en nuestros
corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado ».(76) En el
sufrimiento está como contenida una particular llamada a la virtud, que el
hombre debe ejercitar por su parte. Esta es la virtud de la perseverancia
al soportar lo que molesta y hace daño. Haciendo esto, el hombre hace
brotar la esperanza, que mantiene en él la convicción de que el sufrimiento
no prevalecerá sobre él, no lo privará de su propia dignidad unida a la
conciencia del sentido de la vida. Y así, este sentido se manifiesta junto
con la acción del amor de Dios, que es el don supremo del Espíritu Santo. A
medida que participa de este amor, el hombre se encuentra hasta el fondo en
el sufrimiento: reencuentra « el alma », que le parecía haber « perdido »
(77) a causa del sufrimiento.
24. Sin embargo, la experiencia del Apóstol, partícipe de los
sufrimientos de Cristo, va más allá. En la carta a los Colosenses leemos
las palabras que constituyen casi la última etapa del itinerario espiritual
respecto al sufrimiento. San Pablo escribe: « Ahora me alegro de mis
padecimientos por vosotros y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones
de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia ». Y él mismo, en otra Carta,
pregunta a los destinatarios: « ¿No sabéis que vuestros cuerpos son
miembros de Cristo? ».(79)
En el misterio pascual Cristo ha dado comienzo a la unión con el
hombre en la comunidad de la Iglesia. El misterio de la Iglesia se expresa
en esto: que ya en el momento del Bautismo, que configura con Cristo, y
después a través de su Sacrificio —sacramentalmente mediante la Eucaristía—
la Iglesia se edifica espiritualmente de modo continuo como cuerpo de
Cristo. En este cuerpo Cristo quiere estar unido con todos los hombres, y
de modo particular está unido a los que sufren. Las palabras citadas de la
carta a los Colosenses testimonian el carácter excepcional de esta unión. En
efecto, el que sufre en unión con Cristo —como en unión con Cristo soporta
sus « tribulaciones » el apóstol Pablo— no sólo saca de Cristo aquella
fuerza, de la que se ha hablado precedentemente, sino que « completa » con
su sufrimiento lo que falta a los padecimientos de Cristo. En este marco
evangelico se pone de relieve, de modo particular, la verdad sobre el
carácter creador del sufrimiento. El sufrimiento de Cristo ha creado el
bien de la redención del mundo. Este bien es en sí mismo inagotable e infinito.
Ningún hombre puede añadirle nada. Pero, a la vez, en el misterio de la
Iglesia como cuerpo suyo, Cristo en cierto sentido ha abierto el propio
sufrimiento redentor a todo sufrimiento del hombre. En cuanto el hombre se
convierte en partícipe de los sufrimientos de Cristo —en cualquier lugar
del mundo y en cualquier tiempo de la historia—, en tanto a su manera
completa aquel sufrimiento, mediante el cual Cristo ha obrado la redención
del mundo.
¿Esto quiere decir que la redención realizada por Cristo no es
completa? No. Esto significa únicamente que la redención, obrada en virtud
del amor satisfactorio, permanece constantemente abierta a todo amor que se
expresa en el sufrimiento humano. En esta dimensión —en la dimensión del
amor— la redención ya realizada plenamente, se realiza, en cierto sentido,
constantemente. Cristo ha obrado la redención completamente y hasta el
final; pero, al mismo tiempo, no la ha cerrado. En este sufrimiento
redentor, a través del cual se ha obrado la redención del mundo, Cristo se
ha abierto desde el comienzo, y constantemente se abre, a cada sufrimiento
humano. Sí, parece que forma parte de la esencia misma del sufrimiento
redentor de Cristo el hecho de que haya de ser completado sin cesar.
De este modo, con tal apertura a cada sufrimiento humano, Cristo
ha obrado con su sufrimiento la redención del mundo. Al mismo tiempo, esta
redención, aunque realizada plenamente con el sufrimiento de Cristo, vive y
se desarrolla a su manera en la historia del hombre. Vive y se desarrolla
como cuerpo de Cristo, o sea la Iglesia, y en esta dimensión cada
sufrimiento humano, en virtud de la unión en el amor con Cristo, completa
el sufrimiento de Cristo. Lo completa como la Iglesia completa la obra
redentora de Cristo. El misterio de la Iglesia —de aquel cuerpo que
completa en sí también el cuerpo crucificado y resucitado de Cristo— indica
contemporáneamente aquel espacio, en el que los sufrimientos humanos
completan los de Cristo. Sólo en este marco y en esta dimensión de la
Iglesia cuerpo de Cristo, que se desarrolla continuamente en el espacio y
en el tiempo, se puede pensar y hablar de « lo que falta a los
padecimientos de Cristo ». El Apóstol, por lo demás, lo pone claramente de
relieve, cuando habla de completar lo que falta a los sufrimientos de
Cristo, en favor de su cuerpo, que es la Iglesia.
Precisamente la Iglesia, que aprovecha sin cesar los infinitos
recursos de la redención, introduciéndola en la vida de la humanidad, es la
dimensión en la que el sufrimiento redentor de Cristo puede ser completado
constantemente por el sufrimiento del hombre. Con esto se pone de relieve
la naturaleza divino-humana de la Iglesia. El sufrimiento parece participar
en cierto modo de las características de esta naturaleza. Por eso, tiene
igualmente un valor especial ante la Iglesia. Es un bien ante el cual la
Iglesia se inclina con veneración, con toda la profundidad de su fe en la
redención. Se inclina, juntamente con toda la profundidad de aquella fe,
con la que abraza en sí misma el inefable misterio del Cuerpo de Cristo.
VI
EL EVANGELIO DEL SUFRIMIENTO
25. Los testigos de la cruz y de la resurrección de Cristo han
transmitido a la Iglesia y a la humanidad un específico Evangelio del
sufrimiento. El mismo Redentor ha escrito este Evangelio ante todo con el
propio sufrimiento asumido por amor, para que el hombre « no perezca, sino
que tenga la vida eterna ». Este sufrimiento, junto con la palabra viva de
su enseñanza, se ha convertido en un rico manantial para cuantos han
participado en los sufrimientos de Jesús en la primera generación de sus
discípulos y confesores y luego en las que se han ido sucediendo a lo largo
de los siglos.
Es ante todo consolador —como es evangélica e históricamente
exacto— notar que al lado de Cristo, en primerísimo y muy destacado lugar
junto a Él está siempre su Madre Santísima por el testimonio ejemplar que
con su vida entera da a este particular Evangelio del sufrimiento. En Ella
los numerosos e intensos sufrimientos se acumularon en una tal conexión y
relación, que si bien fueron prueba de su fe inquebrantable, fueron también
una contribución a la redención de todos. En realidad, desde el antiguo
coloquio tenido con el ángel, Ella entrevé en su misión de madre el «
destino » a compartir de manera única e irrepetible la misión misma del
Hijo. Y la confirmación de ello le vino bastante pronto, tanto de los
acontecimientos que acompañaron el nacimiento de Jesús en Belén, cuanto del
anuncio formal del anciano Simeón, que habló de una espada muy aguda que le
traspasaría el alma, así como de las ansias y estrecheces de la fuga
precipitada a Egipto, provocada por la cruel decisión de Herodes.
Más aún, después de los acontecimientos de la vida oculta y
pública de su Hijo, indudablemente compartidos por Ella con aguda sensibilidad,
fue en el Calvario donde el sufrimiento de María Santísima, junto al de
Jesús, alcanzó un vértice ya difícilmente imaginable en su profundidad
desde el punto de vista humano, pero ciertamente misterioso y
sobrenaturalmente fecundo para los fines de la salvación universal. Su
subida al Calvario, su « estar » a los pies de la cruz junto con el
discípulo amado, fueron una participación del todo especial en la muerte
redentora del Hijo, como por otra parte las palabras que pudo escuchar de
sus labios, fueron como una entrega solemne de este típico Evangelio que
hay que anunciar a toda la comunidad de los creyentes.
Testigo de la pasión de su Hijo con su presencia y partícipe de
la misma con su compasión, María Santísima ofreció una aportación singular
al Evangelio del sufrimiento, realizando por adelantado la expresión
paulina citada al comienzo. Ciertamente Ella tiene títulos especialísimos
para poder afirmar lo de completar en su carne —como también en su corazón—
lo que falta a la pasión de Cristo.
A la luz del incomparable ejemplo de Cristo, reflejado con
singular evidencia en la vida de su Madre, el Evangelio del sufrimiento, a
través de la experiencia y la palabra de los Apóstoles, se convierte en
fuente inagotable para las generaciones siempre nuevas que se suceden en la
historia de la Iglesia. El Evangelio del sufrimiento significa no sólo la
presencia del sufrimiento en el Evangelio, como uno de los temas de la
Buena Nueva, sino además la revelación de la fuerza salvadora y del
significado salvífico del sufrimiento en la misión mesiánica de Cristo y
luego en la misión y en la vocación de la Iglesia.
Cristo no escondía a sus oyentes la necesidad del sufrimiento.
Decía muy claramente: « Si alguno quiere venir en pos de mí... tome cada
día su cruz », y a sus discípulos ponía unas exigencias de naturaleza
moral, cuya realización es posible sólo a condición de que « se nieguen a
sí mismos ».(82) La senda que lleva al Reino de los cielos es « estrecha y
angusta », y Cristo la contrapone a la senda « ancha y espaciosa » que, sin
embargo, « lleva a la perdición ». Varias veces dijo también Cristo que sus
discípulos y confesores encontrarían múltiples persecuciones; esto —como se
sabe— se verificó no sólo en los primeros siglos de Ia vida de la Iglesia
bajo el imperio romano, sino que se ha realizado y se realiza en diversos
períodos de la historia y en diferentes lugares de la tierra, aun en
nuestros días.
He aquí algunas frases de Cristo sobre este tema: « Pondrán
sobre vosotros las manos y os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y
metiéndoos en prisión, conduciéndoos ante los reyes y gobernadores por amor
de mi nombre. Será para vosotros ocasión de dar testimonio. Haced propósito
de no preocuparos de vuestra defensa, porque yo os daré un lenguaje y una
sabiduría a la que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros
adversarios. Seréis entregados aun por los padres, por los hermanos, por
los parientes y por los amigos, y harán morir a muchos de vosotros, y
seréis aborrecidos de todos a causa de mi nombre. Pero no se perderá ni un
solo cabello de vuestra cabeza. Con vuestra paciencia compraréis (la
salvación) de vuestras almas ».(84)
El Evangelio del sufrimiento habla ante todo, en diversos
puntos, del sufrimiento «por Cristo», « a causa de Cristo », y esto lo hace
con las palabras mismas de Cristo, o bien con las palabras de sus
Apóstoles. El Maestro no esconde a sus discípulos y seguidores la
perspectiva de tal sufrimiento; al contrario lo revela con toda franqueza,
indicando contemporáneamente las fuerzas sobrenaturales que les acompañarán
en medio de las persecuciones y tribulaciones « por su nombre ». Estas
serán en conjunto como una verificación especial de la semejanza a Cristo y
de la unión con Él. « Si el mundo os aborrece, sabed que me aborreció a mí
primero que a vosotros... pero porque no sois del mundo, sino que yo os
escogí del mundo, por esto el mundo os aborrece... No es el siervo mayor
que su señor. Si me persiguieron a mí, también a vosotros os perseguirán...
Pero todas estas cosas haránlas con vosotros por causa de mi nombre, porque
no conocen al que me ha enviado ».(85) « Esto os lo he dicho para que
tengáis paz en mí; en el mundo habéis de tener tribulación; pero confiad:
yo he vencido al mundo ».(86)
Este primer capítulo del Evangelio del sufrimiento, que habla de
las persecuciones, o sea de las tribulaciones por causa de Cristo, contiene
en sí una llamada especial al valor y a la fortaleza, sostenida por la
elocuencia de la resurrección. Cristo ha vencido definitivamente al mundo
con su resurrección; sin embargo, gracias a su relación con la pasión y la
muerte, ha vencido al mismo tiempo este mundo con su sufrimiento. Sí, el
sufrimiento ha sido incluido de modo singular en aquella victoria sobre el
mundo, que se ha manifestado en la resurrección. Cristo conserva en su
cuerpo resucitado las señales de las heridas de la cruz en sus manos, en
sus pies y en el costado. A través de la resurrección manifiesta la fuerza
victoriosa del sufrimiento, y quiere infundir la convicción de esta fuerza
en el corazón de los que escogió como sus Apóstoles y de todos aquellos que
continuamente elige y envía. El apóstol Pablo dirá: « Y todos los que
aspiran a vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecuciones ».
26. Si el primer gran capítulo del Evangelio del sufrimiento
está escrito, a lo largo de las generaciones, por aquellos que sufren
persecuciones por Cristo, igualmente se desarrolla a través de la historia
otro gran capítulo de este Evangelio. Lo escriben todos los que sufren con
Cristo, uniendo los propios sufrimientos humanos a su sufrimiento salvador.
En ellos se realiza lo que los primeros testigos de la pasión y
resurrección han dicho y escrito sobre la participación en los sufrimientos
de Cristo. Por consiguiente, en ellos se cumple el Evangelio del
sufrimiento y, a la vez, cada uno de ellos continúa en cierto modo a
escribirlo; lo escribe y lo proclama al mundo, lo anuncia en su ambiente y
a los hombres contemporáneos.
A través de los siglos y generaciones se ha constatado que en el
sufrimiento se esconde una particular fuerza que acerca interiormente el
hombre a Cristo, una gracia especial. A ella deben su profunda conversión
muchos santos, como por ejemplo San Francisco de Asís, San Ignacio de
Loyola, etc. Fruto de esta conversión es no sólo el hecho de que el hombre
descubre el sentido salvífico del sufrimiento, sino sobre todo que en el
sufrimiento llega a ser un hombre completamente nuevo. Halla como una nueva
dimensión de toda su vida y de su vocación. Este descubrimiento es una
confirmación particular de la grandeza espiritual que en el hombre supera
el cuerpo de modo un tanto incomprensible. Cuando este cuerpo está
gravemente enfermo, totalmente inhábil y el hombre se siente como incapaz
de vivir y de obrar, tanto más se ponen en evidencia la madurez interior y
la grandeza espiritual, constituyendo una lección conmovedora para los
hombres sanos y normales.
Esta madurez interior y grandeza espiritual en el sufrimiento,
ciertamente son fruto de una particular conversión y cooperación con la
gracia del Redentor crucificado. Él mismo es quien actúa en medio de los
sufrimientos humanos por medio de su Espíritu de Verdad, por medio del
Espíritu Consolador. Él es quien transforma, en cierto sentido, la esencia
misma de la vida espiritual, indicando al hombre que sufre un lugar cercano
a sí. Él es —como Maestro y Guía interior— quien enseña al hermano y a la
hermana que sufren este intercambio admirable, colocado en lo profundo del
misterio de la redención. El sufrimiento es, en sí mismo, probar el mal.
Pero Cristo ha hecho de él la más sólida base del bien definitivo, o sea
del bien de la salvación eterna. Cristo con su sufrimiento en la cruz ha
tocado las raíces mismas del mal: las del pecado y las de la muerte. Ha
vencido al artífice del mal, que es Satanás, y su rebelión permanente
contra el Creador. Ante el hermano o la hermana que sufren, Cristo abre y
despliega gradualmente los horizontes del Reino de Dios, de un mundo
convertido al Creador, de un mundo liberado del pecado, que se está
edificando sobre el poder salvífico del amor. Y, de una forma lenta pero
eficaz, Cristo introduce en este mundo, en este Reino del Padre al hombre
que sufre, en cierto modo a través de lo íntimo de su sufrimiento. En
efecto, el sufrimiento no puede ser transformado y cambiado con una gracia
exterior, sino interior. Cristo, mediante su propio sufrimiento salvífico,
se encuentra muy dentro de todo sufrimiento humano, y puede actuar desde el
interior del mismo con el poder de su Espíritu de Verdad, de su Espíritu
Consolador.
No basta. El divino Redentor quiere penetrar en el ánimo de todo
paciente a través del corazón de su Madre Santísima, primicia y vértice de
todos los redimidos. Como continuación de la maternidad que por obra del
Espíritu Santo le había dado la vida, Cristo moribundo confirió a la
siempre Virgen María una nueva maternidad —espiritual y universal— hacia
todos los hombres, a fin de que cada uno, en la peregrinación de la fe,
quedara, junto con María, estrechamente unido a Él hasta la cruz, y cada
sufrimiento, regenerado con la fuerza de esta cruz, se convirtiera, desde
la debilidad del hombre, en fuerza de Dios.
Pero este proceso interior no se desarrolla siempre de igual
manera. A menudo comienza y se instaura con dificultad. El punto mismo de
partida es ya diverso; diversa es la disposición, que el hombre lleva en su
sufrimiento. Se puede sin embargo decir que casi siempre cada uno entra en
el sufrimiento con una protesta típicamente humana y con la pregunta del «
por qué ». Se pregunta sobre el sentido del sufrimiento y busca una
respuesta a esta pregunta a nivel humano. Ciertamente pone muchas veces
esta pregunta también a Dios, al igual que a Cristo. Además, no puede dejar
de notar que Aquel, a quien pone su pregunta, sufre Él mismo, y por
consiguiente quiere responderle desde la cruz, desde el centro de su propio
sufrimiento. Sin embargo a veces se requiere tiempo, hasta mucho tiempo,
para que esta respuesta comience a ser interiormente perceptible. En
efecto, Cristo no responde directamente ni en abstracto a esta pregunta
humana sobre el sentido del sufrimiento. El hombre percibe su respuesta
salvífica a medida que él mismo se convierte en partícipe de los
sufrimientos de Cristo.
La respuesta que llega mediante esta participación, a lo largo
del camino del encuentro interior con el Maestro, es a su vez algo más que
una mera respuesta abstracta a la pregunta acerca del significado del
sufrimiento. Esta es, en efecto, ante todo una llamada. Es una vocación.
Cristo no explica abstractamente las razones del sufrimiento, sino que ante
todo dice: « Sígueme », « Ven », toma parte con tu sufrimiento en esta obra
de salvación del mundo, que se realiza a través de mi sufrimiento. Por
medio de mi cruz. A medida que el hombre toma su cruz, uniéndose
espiritualmente a la cruz de Cristo, se revela ante él el sentido salvífico
del sufrimiento. El hombre no descubre este sentido a nivel humano, sino a
nivel del sufrimiento de Cristo. Pero al mismo tiempo, de este nivel de
Cristo aquel sentido salvífico del sufrimiento desciende al nivel humano y
se hace, en cierto modo, su respuesta personal. Entonces el hombre
encuentra en su sufrimiento la paz interior e incluso la alegría
espiritual.
27. De esta alegría habla el Apóstol en la carta a los
Colosenses: «Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros ». Se
convierte en fuente de alegría la superación del sentido de inutilidad del
sufrimiento, sensación que a veces está arraigada muy profundamente en el
sufrimiento humano. Este no sólo consuma al hombre dentro de sí mismo, sino
que parece convertirlo en una carga para los demás. El hombre se siente
condenado a recibir ayuda y asistencia por parte de los demás y, a la vez,
se considera a sí mismo inútil. El descubrimiento del sentido salvífico del
sufrimiento en unión con Cristo transforma esta sensación deprimente. La fe
en la participación en los sufrimientos de Cristo lleva consigo la certeza
interior de que el hombre que sufre « completa lo que falta a los
padecimientos de Cristo »; que en la dimensión espiritual de la obra de la
redención sirve, como Cristo, para la salvación de sus hermanos y hermanas.
Por lo tanto, no sólo es útil a los demás, sino que realiza incluso un
servicio insustituible. En el cuerpo de Cristo, que crece incesantemente
desde la cruz del Redentor, precisamente el sufrimiento, penetrado por el
espíritu del sacrificio de Cristo, es el mediador insustituible y autor de
los bienes indispensables para la salvación del mundo. El sufrimiento, más
que cualquier otra cosa, es el que abre el camino a la gracia que
transforma las almas. El sufrimiento, más que todo lo demás, hace presente
en la historia de la humanidad la fuerza de la Redención. En la lucha «
cósmica » entra las fuerzas espirituales del bien y las del mal, de las que
habla la carta a los Efesios, los sufrimientos humanos, unidos al
sufrimiento redentor de Cristo, constituyen un particular apoyo a las
fuerzas del bien, abriendo el camino a la victoria de estas fuerzas
salvíficas.
Por esto, la Iglesia ve en todos los hermanos y hermanas de
Cristo que sufren como un sujeto múltiple de su fuerza sobrenatural. ¡Cuán
a menudo los pastores de la Iglesia recurren precisamente a ellos, y
concretamente en ellos buscan ayuda y apoyo! El Evangelio del sufrimiento
se escribe continuamente, y continuamente habla con las palabras de esta
extraña paradoja. Los manantiales de la fuerza divina brotan precisamente
en medio de la debilidad humana. Los que participan en los sufrimientos de
Cristo conservan en sus sufrimientos una especialísima partícula del tesoro
infinito de la redención del mundo, y pueden compartir este tesoro con los
demás. El hombre, cuanto más se siente amenazado por el pecado, cuanto más
pesadas son las estructuras del pecado que lleva en sí el mundo de hoy,
tanto más grande es la elocuencia que posee en sí el sufrimiento humano. Y
tanto más la Iglesia siente la necesidad de recurrir al valor de los
sufrimientos humanos para la salvación del mundo.
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