Epifanía del Señor
6 de enero
6 de enero
La Epifanía es una de
las fiestas litúrgicas más antiguas, más aún que la misma Navidad. Comenzó a
celebrarse en Oriente en el siglo III y en Occidente se la adoptó en el curso
del IV. Epifanía, voz griega que a veces se ha usado como nombre de persona, significa
"manifestación", pues el Señor se reveló a los paganos en la persona
de los magos.
Tres misterios se han
solido celebrar en esta sola fiesta, por ser tradición antiquísima que
sucedieron en una misma fecha aunque no en un mismo año; estos acontecimientos
salvíficos son la adoración de los magos, el bautismo de Cristo por Juan y el
primer milagro que Jesucristo, por intercesión de su madre, realizó en las
bodas de Caná y que, como lo señala el evangelista Juan, fue motivo de que los
discípulos creyeran en su Maestro como Dios.
Para los
occidentales, que, como queda dicho más arriba, aceptaron la fiesta alrededor
del año 400, la Epifanía es popularmente el día de los reyes magos. En la
antífona de entrada de la misa correspondiente a esta solemnidad se canta:
"Ya viene el Señor del universo. en sus manos está la realeza, el poder y
el imperio". El verdadero rey que debemos contemplar en esta festividad es
el pequeño Jesús. Las oraciones litúrgicas se refieren a la estrella que
condujo a los magos junto al Niño Divino, al que buscaban para adorarlo.
Precisamente en esta
adoración han visto los santos padres la aceptación de la divinidad de
Jesucristo por parte de los pueblos paganos. Los magos supieron utilizar sus
conocimientos-en su caso, la astronomía de su tiempo- para descubrir al
Salvador, prometido por medio de Israel, a todos los hombres.
El sagrado misterio de la Epifanía está referido en el evangelio de san
Mateo. Al llegar los magos a Jerusalén, éstos preguntaron en la corte el
paradero del "Rey de los judíos". Los maestros de la ley supieron
informarles que el Mesías del Señor debía nacer en Belén, la pequeña ciudad
natal de David; sin embargo fueron incapaces de ir a adorarlo junto con los
extranjeros. Los magos, llegados al lugar donde estaban el niño con María su
madre, ofrecieron oro, incienso y mirra, sustancias preciosas en las que la
tradición ha querido ver el reconocimiento implícito de la realeza mesiánica de
Cristo (oro), de su divinidad (incienso) y de su humanidad (mirra).
A Melchor,
Gaspar y Baltasar -nombres que les ha atribuido la leyenda, considerándolos
tres por ser triple el don presentado, según el texto evangélico -puede
llamárselos adecuadamente peregrinos de la estrella. Los orientales llamaban
magos a sus doctores; en lengua persa, mago significa "sacerdote". La
tradición, más tarde, ha dado a estos personajes el título de reyes, como
buscando destacar más aún la solemnidad del episodio que, en sí mismo, es
humilde y sencillo. Esta atribución de realeza a los visitantes ha sido apoyada
ocasionalmente en numerosos pasajes de la Escritura que describen el homenaje
que el Mesías de Israel recibe por parte de los reyes extranjeros.
La Epifanía, como lo
expresa la liturgia, anticipa nuestra participación en la gloria de la inmortalidad
de Cristo manifestada en una naturaleza mortal como la nuestra. Es, pues, una
fiesta de esperanza que prolonga la luz de Navidad.
Esta solemnidad
debería ser muy especialmente observada por los pueblos que, como el nuestro,
no pertenecen a Israel según la sangre. En los tiempos antiguos, sólo los
profetas, inspirados por Dios mismo, llegaron a vislumbrar el estupendo
designio del Señor: salvar a la humanidad entera, y no exclusivamente al pueblo
elegido.
Con conciencia
siempre creciente de la misericordia del Señor, construyamos desde hoy nuestra
espiritualidad personal y comunitaria en la tolerancia y la comprensión de los
que son distintos en su conducta religiosa, o proceden de pueblos y culturas
diferentes a los nuestros.
Sólo Dios salva: las
actitudes y los valores humanos, la raza, la lengua, las costumbres, participan
de este don redentor si se adecuan a la voluntad redentora de Dios,
"nunca" por méritos propios. Las diversas culturas están llamadas a
encarnar el evangelio de Cristo, según su genio propio, no a sustituirlo, pues
es único, original y eterno.

Visión de la Beata Ana Catalina
Emmerich
La adoración de los Reyes Magos
Vi la caravana de los tres Reyes llegando a una puerta
situada hacia el Sur.
Un grupo de hombres los siguió hasta un arroyo que hay delante de la
ciudad, volviéndose luego. Cuando hubieron pasado el arroyo, se detuvieron un
momento para buscar la estrella en el cielo. Habiéndola divisado dieron un
grito de alegría y continuaron su marcha cantando. La estrella no los conducía
en línea recta, sino por un camino que se desviaba un poco al Oeste.
Pasaron delante de una ciudad pequeña, que conozco bien, detrás de la
cual los vi que se detenían y oraban en dirección al Sur, en un sitio agradable
al lado de un caserío. En este lugar, y delante de ellos, surgió un manantial
de la tierra, lo que los llenó de regocijo. Bajaron y cavaron para esta fuente
un pilón que rodearon de arena, piedras y césped. Acamparon allí durante varias
horas, abrevaron y dieron de comer a sus animales, y tomaron ellos también un
poco de alimento, pues en Jerusalén no habían podido descansar a consecuencia
de sus diversas preocupaciones. Más tarde, vi a Nuestro Señor detenerse varias
veces cerca de esta fuente, con sus discípulos.
La estrella, que brillaba durante la noche como un
globo de fuego, se parecía ahora a la luna vista durante el día; no era
perfectamente redonda, sino como recortada; a menudo la vi oculta por las
nubes.
Sobre el camino directo de Belén a Jerusalén había gran
movimiento de viajeros, con equipajes y asnos. Probablemente eran gentes que
volvían de Belén después de haber pagado el impuesto, o que iban a Jerusalén al
mercado o para visitar el Templo. El camino que seguían los Reyes era
solitario, y Dios los llevaba sin duda por allí para que pudieran llegar a
Belén durante la noche, sin llamar demasiado la atención.
Los vi ponerse en camino cuando ya el sol se hallaba muy bajo. Iban en
el mismo orden, en que habían venido; Ménsor, el más joven, iba
delante; luego venía Saír, el cetrino, y por fin Teóceno, el
blanco, que era también el de más edad.
Hoy a la hora del crepúsculo, vi el cortejo de los santos Reyes llegando
ante Belén, cerca del mismo edificio en el que José y María se habían hecho
inscribir y que era la casa solariega de la familia de David. Sólo quedan
algunos restos de muros. Había pertenecido a los padres de San José. Era un
gran edificio rodeado por otros más pequeños, con un patio cerrado, delante del
cual había una plaza plantada de árboles con una fuente.
En esta plaza vi a unos soldados romanos, porque la casa era como una
oficina para el cobro de impuestos. Cuando llegó el cortejo, cierto número de
curiosos se agrupó a su alrededor.
Habiendo desaparecido la estrella, los Reyes sentían alguna inquietud.
Se les aproximaron algunos hombres y los interrogaron. Ellos echaron pie a
tierra, y unos empleados vinieron desde la casa a su encuentro con ramas en la
mano, y les ofrecieron algunos refrescos. Ésta era la costumbre para dar la
bienvenida a extranjeros distinguidos. Yo, entonces, pienso : «son mucho más
amables con ellos que con el pobre San José, tan sólo porque han distribuido
pequeñas piezas de oro».
Les hablaron del valle de los pastores como de un buen lugar para
levantar sus carpas. Ellos se quedaron durante largo rato indecisos. Yo no les
oí preguntar nada acerca del rey de los judíos recién nacido. Sabían que Belén
era el sitio designado por la profecía; pero, a causa de lo que Herodes les
había dicho, temían llamar la atención.
Pronto vieron brillar en el cielo, sobre un lado de Belén, un meteoro
semejante a la luna cuando aparece; montaron entonces nuevamente en sus
cabalgaduras, y costeando un foso y unos muros ruinosos, dieron la vuelta a
Belén, por el Sur, y se dirigieron al Oriente hacia la gruta del Pesebre, que
abordaron por el costado de la llanura donde los ángeles se habían aparecido a
los pastores.
Cuando hubieron llegado cerca de la tumba de Maraha, en el valle que
está detrás de la gruta del Pesebre, se apearon. Sus gentes deshicieron muchos
envoltorios, levantaron una gran carpa que llevaban e hicieron otros arreglos,
con ayuda de algunos pastores que les indicaron los sitios más convenientes.
El campamento se hallaba en parte arreglado, cuando los Reyes vieron
aparecer la estrella, clara y brillante, sobre la colina del Pesebre,
dirigiendo hacia ella perpendicularmente sus rayos de luz. La estrella pareció
crecer mucho y derramó una cantidad extraordinaria de luz.
Yo los vi mirando primero todo con un aire de gran asombro. Estaba
oscuro; no veían ninguna casa sino tan sólo la forma de una colina semejante a
una muralla. De pronto sintieron un gran júbilo, pues vieron en medio de la luz
la figura resplandeciente de un niño.
Todos se destocaron para demostrar su respeto; luego los tres Reyes
fueron hacia la colina y encontraron la puerta de la gruta. Ménsor la abrió,
viéndola llena de una luz celeste, y al fondo a laVirgen, sentada,
sosteniendo al Niño, tal como él y sus compañeros la habían visto
en sus visiones.
Volvió sobre sus pasos para contar a los otros lo que acababa de ver.
Entonces José salió de la gruta, acompañado por un
viejo pastor, para ir a su encuentro. Los tres Reyes le dijeron con toda
sencillez cómo habían venido para adorar al rey recién nacido de los judíos,
cuya estrella habían visto, y para ofrecerle sus presentes. José los acogió muy
afectuosamente, y el anciano pastor los acompañó hasta su séquito y los ayudó
en sus arreglos, junto con otros pastores que se encontraban allí.
Ellos mismos se prepararon como para una ceremonia solemne.
Los vi ponerse unos grandes mantos, blancos con una cola que tocaba el
suelo. Tenían un reflejo brillante, como si fueran de seda natural; eran muy
hermosos y flotaban ligeramente a su alrededor. Eran éstas las vestiduras
ordinarias para las ceremonias religiosas. En la cintura llevaban unas bolsas y
unas cajas de oro colgadas de cadenas, cubriendo todo esto con sus amplios
mantos. Cada uno de los Reyes venía seguido por cuatro personas de su familia, además
de algunos servidores de Ménsor que llevaban una mesa pequeña, una carpeta con
flecos y otros objetos.
Los Reyes siguieron a San José, y al llegar bajo el alero que estaba
delante de la gruta, cubrieron la mesa con la carpeta y cada uno de ellos puso
encima las cajas de oro y los vasos que desprendieron de su cintura : eran los
presentes que ofrecían entre todos.
Ménsor y los demás se quitaron las sandalias, y José abrió la puerta de
la gruta. Dos jóvenes del séquito de Ménsor iban delante de él; tendieron una
tela sobre el piso de la gruta, retirándose luego hacia atrás ; otros dos los
siguieron con la mesa, sobre la que estaban los presentes.
Una vez llegado delante de la Santísima Virgen, Ménsor los tomó, y
poniendo una rodilla en tierra, los depositó respetuosamente a sus plantas.
Detrás de Ménsor se hallaban los cuatro hombres de su familia que se inclinaban
con humildad. Saír y Teóceno, con sus acompañantes, se habían quedado atrás,
cerca de la entrada.
Cuando se adelantaron, estaban como ebrios de alegría y de emoción, e
inundados por la luz que llenaba la gruta. Sin embargo, allí sólo había una luz
: la Luz del mundo.
María, apoyada sobre un brazo, se hallaba más bien recostada que sentada
sobre una especie de alfombra, a la izquierda del Niño Jesús, el cual estaba
acostado dentro de una gamella cubierta con una carpeta y colocada sobre una
tarima, en el lugar en que había nacido; pero en el momento en que ellos
entraron, la Santísima Virgen se sentó, se cubrió con su velo y tomó entre sus
brazos al Niño Jesús, cubierto también por su amplio velo.
Ménsor se arrodilló, y colocando los presentes ante él, pronunció
palabras conmovedoras rindiéndole homenaje, cruzando las manos sobre el pecho e
inclinando su cabeza descubierta.
Entre tanto, María había desnudado el busto del Niño, el cual miraba con
semblante amable desde el centro del velo en que se hallaba envuelto; su madre
sostenía su cabecita con uno de sus brazos y lo rodeaba con el otro. Tenía sus
manitas juntas sobre el pecho, y a menudo las tendía graciosamente a su
alrededor.
¡Oh, qué felices se sentían de adorar al Niño Rey aquellos buenos
hombres venidos de Oriente!
Viendo esto me decía a mí misma: «Sus corazones son puros y sin
mancha, llenos de ternura y de inocencia como corazones de niños piadosos. No
hay nada violento en ellos, y sin embargo están llenos de fuego y de amor. Yo
estoy muerta, yo no soy ya más que un espíritu; de otro modo no podría ver
esto, pues esto no existe ahora, y sin embargo existe ahora; pero no existe en
el tiempo; en Dios no hay tiempo; en Dios todo es presente; yo estoy muerta, ya
no soy más que un espíritu». Mientras me asaltaban aquellos pensamientos
tan extraños, escuché una voz que me decía : «¿Qué te puede importar eso?
Mira y ataba al Señor, que es eterno y en quien todo es eterno».
Vi entonces a Ménsor que sacaba de una bolsa, colgada
de su cintura, un puñado de pequeñas barras compactas, pesadas, del largo de un
dedo, afiladas en la extremidad y brillantes como el oro; era su regalo, que
colocó humildemente sobre las rodillas de la Santísima Virgen al lado del Niño
Jesús. Ella lo tomó con un agradecimiento lleno de gracia y lo cubrió con un
extremo de su manto. Ménsor dio aquellas pequeñas barras de oro, virgen porque
era muy sincero y caritativo, y buscaba la verdad con un ardor constante e
inquebrantable.
Después se retiro, retrocediendo con sus cuatro acompañantes, y Saír,
el Rey cetrino, se adelanto con los suyos y se arrodilló con una profunda
humildad, ofreciendo su presente con palabras conmovedoras. Era un vaso de oro
para poner el incienso, lleno de pequeños granos resinosos, de color verdoso;
lo puso sobre la mesa delante del Niño Jesús. Saír dio el incienso, porque era
un hombre que se conformaba respetuosamente y desde el fondo de su corazón, a
la voluntad de Dios y la seguía con amor. Se quedó largo rato arrodillado con
un gran fervor antes de retirarse.
Luego vino Teóceno, el mayor de los tres. Tenía mucha edad;
sus miembros estaban endurecidos, no siéndole posible arrodillarse; pero se
puso de pie, profundamente inclinado, y colocó sobre la mesa un vaso de oro con
una hermosa planta verde. Era un precioso arbusto de tallo recto, con pequeños
ramos crespos coronados por lindas flores blancas: era la mirra. Ofreció la
mirra, por ser el símbolo de la mortificación y de la victoria sobre las
pasiones, pues este hombre excelente había sostenido perseverante lucha contra
la idolatría, la poligamia y las costumbres violentas de sus compatriotas. En
su emoción, se quedó durante tanto tiempo con sus cuatro acompañantes ante el
Niño Jesús, que tuve lástima de los otros criados que estaban fuera de la
gruta, y que habían esperado tanto para ver al Niño.
Las palabras de los Reyes y de todos sus acompañantes eran llenas de
simplicidad y siempre muy conmovedoras. En el momento de prosternarse y al
ofrecer sus presentes, se expresaban más o menos en estos términos: «Hemos
visto su estrella ; sabemos que Él es el Rey de todos los reyes; venimos a
adorarlo y a ofrecerle nuestro homenaje y nuestros presentes». Y así
sucesivamente.
Estaban como en éxtasis, y en sus oraciones inocentes y afectuosas,
recomendaban al Niño Jesús sus propias personas, sus familias, su país, sus
bienes y todo lo que tenía algún valor para ellos sobre la tierra. Ofrecían al
Rey recién nacido sus corazones, sus almas, sus pensamientos y sus acciones. Le
pedían que les diera una clara inteligencia, virtud, felicidad, paz y amor. Se
mostraban inflamados de amor y derramaban lágrimas de alegría, que caían sobre
sus mejillas y sus barbas. Se hallaban en plena felicidad. Creían haber llegado
ellos mismos hasta aquella estrella hacia la cual, desde miles de años atrás,
sus antepasados habían dirigido sus miradas y suspiros, con un deseo tan
constante. Todo el regocijo de la promesa realizada después de tantos siglos
estaba en ellos.
La madre de Dios aceptó todo con humilde acción de gracias; al principio
no dijo nada, pero un simple movimiento bajo su velo expresaba su piadosa
emoción. El cuerpecito del Niño se mostraba brillante entre los pliegues de su
manto.
Por fin, Ella dijo a cada uno algunas. palabras humildes y llenas de
gracia, y echó un poco su velo hacia atrás. Allí pude recibir una nueva
lección. Pensé: «con qué dulce y amable gratitud recibe cada presente! Ella,
que no tiene necesidad de nada, que posee a Jesús, acoge con humildad todos los
dones de la caridad. Yo también, en lo futuro, recibiré humildemente y con
agradecimiento todas las dádivas caritativas» ¡ Cuánta bondad en María y en
José ! No guardaban casi nada para ellos, y distribuían todo entre los pobres.
Cuando los Reyes hubieron abandonado la gruta con sus, acompañantes,
volviéndose a sus carpas, sus criados entraron a su vez. Habían levantado las
tiendas, descargado los animales, puesto todo en orden, y esperaban delante de
la puerta, llenos de paciencia y de humildad. Eran más de treinta, y estaba
también con ellos un grupo de niños que llevaban solamente un paño ceñido a los
riñones y un pequeño manto.
Los criados entraron de cinco en cinco,
conducidos por uno de los personajes principales bajo cuyas órdenes servían. Se
arrodillaban alrededor del Niño y lo honraban en silencio. Finalmente, entraron los
niños todos juntos, se pusieron de rodillas y adoraron a Jesús con una
alegría inocente y cándida.
Los servidores no se quedaron mucho tiempo en la gruta del Pesebre, pues
los Reyes volvieron a entrar solemnemente. Se habían puesto otros mantos largos
y flotantes; llevaban en la mano unos incensarios, y con ellos incensaron con
gran respeto al Niño, a la Santísima Virgen, a José y a toda la gruta. Luego se
retiraron, después de haberse inclinado profundamente.
Ésta era una de las formas de adorar que tenía aquel pueblo.
Durante todo este tiempo, María y José se hallaban penetrados por la más
dulce alegría. Jamás los había visto así; lágrimas de ternura corrían a menudo
por sus mejillas. Los honores solemnes rendidos al Niño Jesús, a quien ellos se
veían obligados a alojar tan pobremente, y cuya dignidad suprema quedaba
escondida en sus corazones, los consolaba infinitamente. Veían que la
Providencia todopoderosa de Dios, a pesar de la ceguera de los hombres, había
preparado para el Niño de la Promesa, y le había enviado desde las regiones más
lejanas, lo que ellos por sí no podían darle: la adoración debida a su
dignidad, y ofrecida por los poderosos de la tierra con una santa
magnificencia. Adoraban a Jesús con los santos Reyes. Los homenajes ofrecidos
los hacían muy felices.
Las tiendas estaban levantadas en el valle situado detrás de la gruta
del Pesebre, hasta la gruta de la tumba de Maraha ; los animales se hallaban
puestos en filas y atados a estacas, y separados por medio de cuerdas. Cerca de
la carpa grande que estaba al lado de la colina del Pesebre, había un espacio
cubierto con esteras, donde estaba depositada una porción del equipaje; sin
embargo, la mayor parte fue llevada a la gruta de la tumba de Maraha.
Cuando todos hubieron abandonado el Pesebre, ya se habían levantado las
estrellas. Se reunieron en círculo cerca del viejo terebinto que se alzaba
sobre la gruta de Maraha, y entonaron cantos solemnes en presencia de las
estrellas. No me es posible decir la emoción de aquellos cantos que resonaban
en medio del valle silencioso. ¡Durante tantos siglos sus antepasados habían
mirado los astros, rezado, cantado, y he aquí que ahora todos sus deseos habían
sido escuchados ! Cantaban como ebrios de alegría y de agradecimiento.
Entre tanto, José, con la ayuda de dos viejos pastores, había preparado
una comida frugal en la tienda de los tres Reyes. Trajeron pan, frutas, panales
de miel, algunas hierbas y frascos de bálsamo, poniéndolo todo sobre una mesa
baja, cubierta con una carpeta. José había conseguido estas cosas desde la
mañana para recibir a los Reyes, cuya venida le había sido anunciada de
antemano por la Santísima Virgen.
Cuando los Reyes volvieron a su carpa, vi que San José los recibía muy
cordialmente, y les rogaba, que siendo sus huéspedes, se dignaran aceptar la
sencilla comida que les ofrecía. Se ubicó al lado de ellos junto a la mesa, y
luego empezaron a comer.
San José no mostraba timidez alguna; hallábase tan contento que
derramaba lágrimas de alegría.
( Cuando vi esto, pensé en mi difunto padre, el pobre campesino, que en
ocasión de mi toma de hábito en el convento, se vio obligado a sentarse a la
mesa en compañía de muchas personas distinguidas. En su sencillez y su
humildad, al principio había sentido mucho miedo; luego, púsose tan contento
que hasta derramó lágrimas de alegría. Sin querer, ocupaba el primer lugar en
la fiesta. )
Después de aquella pequeña comida, José los dejó. Algunas de las
personas más importantes de la caravana fueron a una posada de Belén; las otras
se echaron sobre sus lechos, que estaban preparados formando un círculo bajo la
carpa grande, y en ellos reposaron. José, que había vuelto a la gruta, puso
todos los presentes a la derecha del Pesebre, en un rincón en el cual había
colocado un tabique, de manera que no se pudiera ver lo que había detrás.
La criada de Ana, que después de la partida de esta se había quedado al
lado de la Santísima Virgen, se había mantenido oculta en una gruta lateral
durante toda la ceremonia, no volviendo a aparecer hasta que todos se hubieron
marchado. Era una mujer inteligente y de espíritu grave. No vi a la Sagrada
Familia, ni a esta criada mirando los presentes de los Reyes con satisfacción
mundana; todo fue aceptado con humilde agradecimiento y casi de inmediato
distribuido caritativamente.
Esta noche, vi en Belén un poco de agitación con motivo de la llegada de
la caravana a la casa en que se pagaba el impuesto; más tarde hubo muchas idas
y venidas en la ciudad. Las gentes que habían seguido el cortejo hasta el valle
de los pastores, no habían tardado en volver. Luego, mientras los tres Reyes,
llenos de alegría y de fervor, adoraban y depositaban sus presentes en la gruta
del Pesebre, vi a algunos judíos rondando por los alrededores, a cierta
distancia, que espiaban y murmuraban en voz baja. Más tarde, los vi ir y venir
dentro de Belén, y presentar diversos informes.
No pude dejar de llorar amargamente por estos desgraciados. Sufro
mucho viendo a estas malas personas que entonces, y todavía ahora, cuando el
Salvador se acerca a los hombres, se ponen a murmurar y a observar, y luego,
arrastrados por su malicia, propagan mentiras. ¡Cuán dignos de
compasión me parecían aquellos desgraciados ! Tienen la salvación tan cerca de
ellos, y la rechazan, mientras que estos buenos Reyes, guiados por s fe sincera
en la Promesa, han venido desde tan lejos han encontrado la salvación. ¡Ay!
¡Con cuánto dolor lloro por estos hombres endurecidos y ciegos !
En Jerusalén vi hoy, durante el día, a Herodes leyendo todavía unos
rollos en compañía de unos escribas, y hablando de lo que habían dicho los tres
Reyes. Después todo entro nuevamente en calma, como si se hubiera querido
acallar este asunto.
Hoy por la mañana temprano vi a los Reyes y a algunas personas de su
séquito, visitando sucesivamente a la Sagrada Familia. Los vi también, durante
el día, cerca de su campamento y de sus bestias de carga, ocupados en hacer
diversas distribuciones. Estaban llenos de júbilo y de felicidad, y repartían
muchos regalos. Vi que entonces, se solía siempre hacer esto, en ocasión de
acontecimientos felices.
Los pastores que habían prestado servicios al séquito de los Reyes,
recibieron valiosas gratificaciones; también a muchos pobres les fueron
ofrecidos presentes. Vi que ponían unos chales sobre los hombros de algunas pobres
viejitas encorvadas que habían ido allí.
Entre las personas del séquito de los tres Reyes, había algunas que se
encontraban a gusto en el valle cerca de los pastores y que deseaban quedarse
allí para vivir junto a ellos. Dieron a conocer su deseos a los Reyes, y
obtuvieron el permiso de quedarse, habiendo recibido además muy ricos regalos,
entre otros, colchas, vestidos, oro en grano, y además los asnos en los que
habían montado. Viendo a los Reyes que distribuían también muchos trozos de
pan, me pregunté al principio dónde podían haberlo conseguido; pero luego
recordé haberlos visto varias veces, en los sitios en que establecían su
campamento, preparar, gracias a su provisión de harina, dentro de moldes de
hierro que llevaban, pequeños panes chatos, parecidos a las galletas, que
ponían sobre sus bestias de carga, amontonados dentro de livianas cajas de
cuero. Hoy vinieron también muchas personas de Belén que se agrupaban alrededor
de ellos, para conseguir algunos obsequios, bajo diferentes pretextos.
Por la noche, fueron al Pesebre para despedirse. Primero fue sólo
Ménsor.
María le puso al Niño Jesús en los brazos; él lloraba y resplandecía de alegría.
Luego vinieron los otros dos, y derramaron lágrimas al despedirse.
Trajeron todavía muchos presentes; piezas de tejidos diversos, entre los cuales
algunos que parecían de seda sin teñir, y otros de color rojo o floreados;
también trajeron muy hermosas colchas. Quisieron además dejar sus grandes
mantos de color amarillo pálido, que parecían hechos con una lana
extremadamente fina; eran muy livianos y el menor soplo de aire los agitaba.
Traían también varias copas, puestas las unas sobre las otras, cajas llenas de
granos, y en una cesta, unos tiestos donde había hermosos ramos de una planta
verde con lindas flores blancas. Aquellos tiestos se hallaban colocados unos
encima de otros dentro de la canasta. Era mirra. Dieron igualmente a José unos
jaulones llenos de pájaros, que habían traído en gran cantidad sobre sus
dromedarios para alimentarse con ellos.
Cuando se separaron de María y del Niño, todos derramaron muchas
lágrimas. Vi a la Santísima Virgen de pie junto a ellos en el momento de
despedirse. Llevaba sobre su brazo al Niño Jesús envuelto en su velo, y dio
algunos pasos para acompañar a los Reyes hasta la puerta de la gruta ; allí se
detuvo en silencio, y para dar un recuerdo a aquellos hombres excelentes,
desprendió de su cabeza el gran velo transparente de tejido
amarillo que la envolvía, así como al Niño Jesús, y lo puso en las manos de
Ménsor. Los Reyes recibieron aquel presente inclinándose profundamente, y un
júbilo lleno de respeto hizo palpitar sus_ corazones, cuando vieron ante ellos
a la Santísima Virgen sin velo, teniendo al pequeño Jesús. ¡Cuántas dulces
lágrimas derramaron al abandonar la gruta ! El velo fue para ellos desde
entonces la más santa de las reliquias que poseían.
La Santísima Virgen, recibiendo los presentes, no parecía darles gran
valor; y sin embargo, en su conmovedora humildad, mostraba un verdadero
agradecimiento a la persona que los ofrecía. Durante esta maravillosa visita no
vi en Ella ningún sentimiento de complacencia para consigo misma; solamente al
principio, por amor hacia el Niño Jesús y por compasión hacia San José, se dejó
llevar con naturalidad por la esperanza de que en adelante, San José y el Niño
encontrarían quizás un poco de simpatía en Belén, y que ya no serían tratados
con tanto desprecio como lo fueron a su llegada, pues la tristeza y la
inquietud de San José la habían afligido mucho.
Cuando los Reyes se despidieron, la lámpara estaba ya encendida en la
gruta. Todo estaba oscuro, y ellos se fueron enseguida con sus acompañantes
debajo del gran terebinto que había encima de la tumba de Maraha, para celebrar
allí, como en la víspera por la noche, las ceremonias de su culto. Debajo del
árbol había una lámpara encendida. Cuando las estrellas aparecieron, se
pusieron a rezar y a entonar melodiosos cantos. Las voces de los niños
producían un efecto muy agradable en aquel coro. Luego, se dirigieron todos a
la carpa en la que José había preparado de nuevo una ligera comida. Después de
esto, algunos se volvieron a su posada de Belén, mientras otros iban a
descansar bajo la carpa.
Hacia la medianoche, tuve de pronto una visión. Vi a los Reyes
descansando en su carpa sobre unas colchas tendidas en el suelo, y cerca de
ellos percibí a un hombre joven y resplandeciente. Era un ángel que
los despertaba y les decía que debían partir de inmediato, sin volver por
Jerusalén, sino a través del desierto, siguiendo las orillas del Mar Muerto.
Los Reyes se levantaron en seguida de sus lechos, y todo su séquito
pronto estuvo en pie. Uno de ellos fue al Pesebre a despertar a San José, quien
corrió a Belén para advertir a los que allí se habían hospedado; pero los
encontró en el camino, pues ellos habían tenido la misma aparición. Plegaron la
carpa, cargaron el fardaje y todo fue envuelto y preparado con una asombrosa
rapidez. Mientras los Reyes se despedían en forma conmovedora de San José una
vez más delante de la gruta del Pesebre, su séquito partía en destacamentos
separados para tomar la delantera, y se dirigía hacia el Sur con el fin de
costear el Mar Muerto atravesando el desierto de Engaddi.
Los Reyes instaron a la Sagrada Familia a que partiera con ellos, porque
sin duda alguna un gran peligro la, amenazaba; luego aconsejaron a María que se
ocultara con el pequeño Jesús, para no ser molestada a causa de ellos. Lloraron
entonces como niños, y abrazaron a San José diciéndole palabras conmovedoras;
luego montaron sus dromedarios, ligeramente cargados, y se alejaron a través
del desierto. Vi al ángel cerca de ellos, en la llanura, señalarles el camino.
Pronto desaparecieron. Seguían rutas separadas, a un cuarto de legua unos de
otros, dirigiéndose durante una legua hacia el Oriente, y enseguida hacia el
Sur, en el desierto.