PENTECOSTÉS Y LA FUNDACIÓN DE LA IGLESIA
Para muchos, el primer
Pentecostés cristiano evoca la fundación de la Iglesia bajo la acción del
Espíritu.
Antes de dejar a
sus apóstoles, Jesús les había prometido que les enviaría el
Espíritu.
Los apóstoles se reunieron en Jerusalén, para esperar su venida. El Espíritu
vino cuando estaban todos reunidos, el día del Pentecostés judío. Además
vino de una manera bastante espectacular. Los apóstoles empezaron
inmediatamente a predicar la Buena Nueva de la salvación, y todos
entendían en sus respectivas lenguas, cuando se les predicaban las
maravillas del Señor... La Iglesia había nacido definitivamente.
JESÚS DE NAZARET Y LA ALIANZA EN EL ESPÍRITU.
La proclamación del Reino inaugura los últimos tiempos.
Desde la Anunciación, el Espíritu está obrando en la vida de Jesús.
En su Bautismo intervino el Espíritu de una manera solemne para conferir a Jesús su investidura mesiánica. Durante toda su vida pública se multiplicaron los signos de efusión del Espíritu.
Y cuando llegó el momento supremo de la muerte en la cruz, fue también el Espíritu el que emprendió la obra por excelencia: la Resurrección.
Desde la Anunciación, el Espíritu está obrando en la vida de Jesús.
En su Bautismo intervino el Espíritu de una manera solemne para conferir a Jesús su investidura mesiánica. Durante toda su vida pública se multiplicaron los signos de efusión del Espíritu.
Y cuando llegó el momento supremo de la muerte en la cruz, fue también el Espíritu el que emprendió la obra por excelencia: la Resurrección.
En la sangre derramada por el Mesías se ha sellado una nueva alianza, que es la
que da comienzo al tiempo del Espíritu.
Todo se ha cumplido en el sacrificio de la cruz (Jn 19, 30). La esperanza
de los profetas se ha visto colmada. La nueva alianza se ha consumado. He aquí
que ha llegado ya el tiempo en que se ha de dar culto en espíritu y en verdad.
El Espíritu habita desde ahora en los corazones y los transforma desde el
interior. El acto redentor y expiatorio de la cruz tiene una resonancia universal.
«Pero la
Iglesia ha nacido principalmente del don total de Cristo por nuestra salvación,
anticipado en la institución de la Eucaristía y realizado en la Cruz. "El
agua y la sangre que brotan del costado abierto de Jesús crucificado son signo
de este comienzo y crecimiento de la Iglesia]" (LG 3). "Pues del
costado de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de toda la
Iglesia" (SC 5). Del mismo modo que Eva fue formada del costado de Adán
adormecido, así la Iglesia nació del corazón traspasado de Cristo muerto en la
Cruz» (Catecismo Iglesia Católica 766).
Toda la humanidad ha sido afectada por la acción del único Mediador
de la salvación. La solidaridad universal en el pecado deja paso a una
solidaridad universal en el amor.
Y, sin embargo, si es verdad que todo se ha cumplido, no es menos
cierto que todo está aún por cumplir. El Reino no desciende prefabricado del
cielo. La alianza en el Espíritu exige que el hombre colabore como verdadero
aliado de Dios en la realización de sus designios salvadores. Esta alianza se
fundamenta en el Hombre-Dios, que es el que abre el acceso al Padre.
El Hijo único del Padre se rodea de hijos adoptivos.
El Hijo único del Padre se rodea de hijos adoptivos.
Haciéndose obediente hasta la
muerte en la cruz por amor a todos los hombres, el Hombre-Dios ha inaugurado en
su persona el Reino definitivo, pero no ha suprimido la condición terrena del
hombre. Por el contrario, la intervención de Jesús en la historia revela al
hombre la verdad de su condición terrena.
Cada uno está llamado a desempeñar un papel irreemplazable en la edificación del Reino.
Cada uno está llamado a desempeñar un papel irreemplazable en la edificación del Reino.
El tiempo del Espíritu comienza definitivamente con la Resurrección
y la Ascensión de Cristo. Por su sacrificio en la cruz, Cristo ha dicho al
Padre, de una manera perfecta, el sí "filial" de "criatura"
que salva al hombre de una vez para siempre. Este SI le constituye a la derecha
del Padre en Primogénito de la verdadera humanidad. El diálogo entre Dios y el
hombre queda ya cimentado.
El Espíritu de Dios se revela por identidad como el Espíritu del Verbo
Encarnado. La nueva alianza ha sido sellada en el amor. El tiempo del Espíritu
ha dado paso a aquel día en que Jesús pudo decir a sus apóstoles: "Recibid
el Espíritu Santo" (Jn 20, 22).
LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA EN PENTECOSTÉS
LA VENIDA DEL ESPÍRITU SANTO. FIN DEL CICLO MESIÁNICO
Texto tomado de las Revelaciones dadas a María Valtorta
No hay voces ni ruidos en la casa del Cenáculo. No hay tampoco
discípulos (al menos, no oigo nada que me autorice a decir que en otros cuartos
de la casa estén reunidas personas). Sólo se constatan la presencia y la voz de
los Doce y de María Santísima (recogidos en la sala de la Cena).
La habitación parece más grande porque los muebles y enseres están
colocados de forma distinta y dejan libre todo el centro de la habitación, como
también dos de las paredes. A la tercera ha sido arrimada la mesa grande que
fue usada para la Cena. Entre la mesa y la parecí, y también a los dos lados
más estrechos de la mesa, están los triclinios usados en la Cena y el taburete
usado por Jesús para el lavatorio de los pies. Pero estos triclinios no están
colocados verticalmente respecto a la mesa, como para la Cena, sino
paralelamente, de forma que los apóstoles pueden estar sentados sin ocuparlos
todos, aun dejando libre uno, el único vertical respecto a la mesa, sólo para
la Virgen bendita, que está en el centro, en el lugar que Jesús ocupaba en la
Cena.
No hay en la mesa mantelería ni vajilla; está desnuda, y desnudos
están los aparadores y las paredes. La lámpara sí, la lámpara luce en el
centro, aunque sólo con la llama central encendida, porque la vuelta de llamitas
que hacen de corola a esta pintoresca lámpara está apagada.
Las ventanas están cerradas y trancadas con la robusta barra de
hierro que las cruza. Pero un rayo de sol se filtra ardido por un agujerito y
desciende como una aguja larga y delgada hasta el suelo, donde pone un arito de
sol.
La Virgen, sentada sola en su asiento, tiene a sus lados, en los
triclinios, a Pedro y a Juan (a la derecha, a Pedro; a la izquierda, a Juan).
Matías, el nuevo apóstol, está entre Santiago de Alfeo y Judas Tadeo. La Virgen
tiene delante un arca ancha y baja de madera oscura, cerrada. María está
vestida de azul oscuro. Cubre sus cabellos un velo blanco, cubierto a su vez
por el extremo de su manto Todos los demás tienen la cabeza descubierta.
María lee atentamente en voz alta. Pero, por la poca luz que le
llega, creo que más que leer repite de memoria las palabras escritas en el
rollo que tiene abierto. Los demás la siguen en silencio, meditando. De vez en
cuando responden, si es el caso de hacerlo.
El rostro de María aparece transfigurado por una sonrisa extática.
¡¿Qué estará viendo, que tiene la capacidad de encender sus ojos como dos
estrellas claras, y de sonrojarle las mejillas de marfil, como si se reflejara
en Ella una llama rosada?!: es, verdaderamente, la Rosa mística…
Los apóstoles se echan algo hacia adelante, y permanecen levemente
al sesgo, para ver el rostro de María mientras tan dulcemente sonríe y lee (y
parece su voz un canto de ángel). A Pedro le causa tanta emoción, que dos
lagrimones le caen de los ojos y, por un sendero de arrugas excavadas a los
lados de su nariz, descienden para perderse en la mata de su barba entrecana.
Pero Juan refleja la sonrisa virginal y se enciende como Ella de
amor, mientras sigue con su mirada a lo que la Virgen lee, y, cuando le acerca
un nuevo rollo, la mira y le sonríe.
La lectura ha terminado. Cesa la voz de María. Cesa el frufrú que
produce el desenrollar o enrollar los pergaminos. María se recoge en una
secreta oración, uniendo las manos sobre el pecho y apoyando la cabeza sobre el
arca. Los apóstoles la imitan…
Un ruido fortísimo y armónico, con sonido de viento y arpa, con
sonido de canto humano y de voz de un órgano perfecto, resuena de improviso en
el silencio de la mañana. Se acerca, cada vez más armónico y fuerte, y llena
con sus vibraciones la Tierra, las propaga a la casa y las imprime en ésta, en
las paredes, en los muebles, en los objetos. La llama de la lámpara, hasta
ahora inmóvil en la paz de la habitación cerrada, vibra como chocada por el
viento, y las delgadas cadenas de la lámpara tintinean vibrando con la onda de
sobrenatural sonido que las choca.
Los apóstoles alzan, asustados, la cabeza; y, como ese fragor
hermosísimo, que contiene las más hermosas notas de los Cielos y la Tierra
salidas de la mano de Dios, se acerca cada vez más, algunos se levantan,
preparados para huir; otros se acurrucan en el suelo cubriéndose la cabeza con
las manos y el manto, o dándose golpes de pecho pidiendo perdón al Señor;
otros, demasiado asustados como para conservar ese comedimiento que siempre
tienen respecto a la Purísima, se arriman a María.
El único que no se asusta es Juan, y es porque ve la paz luminosa
de alegría que se acentúa en el rostro de María, la cual alza la cabeza y
sonríe frente a algo que sólo Ella conoce y luego se arrodilla abriendo los
brazos, y las dos alas azules de su manto así abierto se extienden sobre Pedro
y Juan, que, como Ella, se han arrodillado.
Pero, todo lo que he tardado minutos en describir se ha verificado en menos de un minuto.
Pero, todo lo que he tardado minutos en describir se ha verificado en menos de un minuto.
Y luego entra la Luz, el Fuego, el Espíritu Santo, con un último
fragor melódico, en forma de globo lucentísimo, ardentísimo; entra en esta
habitación cerrada, sin que puerta o ventana alguna se mueva; y permanece
suspendido un momento sobre la cabeza de María, a unos tres palmos de su cabeza
(que ahora está descubierta, porque María, al ver al Fuego Paráclito, ha alzado
los brazos como para invocarlo y ha echado hacia atrás la cabeza emitiendo un
grito de alegría, con una sonrisa de amor sin límites). Y, pasado ese momento
en que todo el Fuego del Espíritu Santo, todo el Amor, está recogido sobre su
Esposa, el Globo Santísimo se escinde en trece llamas cantarinas y lucentísimas
-su luz no puede ser descrita con parangón terrenal alguno-, y desciende y besa
la frente de cada uno de los apóstoles.
Pero la llama que desciende sobre María no es lengua de llama
vertical sobre besadas frentes: es corona que abraza y nimba la cabeza
virginal, coronando Reina a la Hija, a la Madre, a la Esposa de Dios, a la
incorruptible Virgen, a la Llena de Hermosura, a la eterna Amada y a la eterna
Niña; pues que nada puede mancillar, y en nada, a Aquella a quien el dolor
había envejecido, pero que ha resucitado en la alegría de la Resurrección y
tiene en común con su Hijo una acentuación de hermosura y de frescura de su
cuerpo, de sus miradas, de su vitalidad… gozando ya de una anticipación de la
belleza de su glorioso Cuerpo elevado al Cielo para ser la flor del Paraíso.
El Espíritu Santo rutila sus llamas en torno a la cabeza de la
Amada. ¿Qué palabras le dirá? ¡Misterio! El bendito rostro aparece
transfigurado de sobrenatural alegría y sonríe con la sonrisa de los serafines,
mientras ruedan por las mejillas de la Bendita lágrimas beatíficas que,
incidiendo en ellas la Luz del Espíritu Santo, parecen diamantes.
El Fuego permanece así un tiempo… Luego se disipa… De su venida
queda, como recuerdo, una fragancia que ninguna flor terrenal puede emanar… es
el perfume del Paraíso…
Los apóstoles vuelven en sí… María permanece en su éxtasis. Recoge sus
brazos sobre el pecho, cierra los ojos, baja la cabeza… nada más… continúa su
diálogo con Dios… insensible a todo… Y ninguno osa interrumpirla.
Juan, señalándola, dice:
-Es el altar, y sobre su gloria se ha posado la Gloria del Señor…
-Sí, no perturbemos su alegría. Vamos, más bien, a predicar al Señor para que se pongan de manifiesto sus obras y palabras en medio de los pueblos -dice Pedro con sobrenatural impulsividad.
-¡Vamos! ¡Vamos! El Espíritu de Dios arde en mí -dice Santiago de Alfeo.
-Y nos impulsa a actuar. A todos. Vamos a evangelizar a las gentes.
Salen como empujados por una onda de viento o como atraídos por una vigorosa fuerza.