EL CUMPLEAÑOS DE
LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA
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La Santa Iglesia
eligió el 8 de Setiembre como celebración de la Natividad de María de manera
convencional.
Ya que no se
conocía cuándo había realmente nacido.
En Medjugorje y en
muchas otras partes del mundo, como en apariciones de España y de México de las
décadas del 70 y en otros continentes como Asia y África, Ella misma dio a
conocer la fecha verdadera: el 5 de Agosto.
En 1983, la Virgen
le dijo a Amparo Cuevas (Apariciones de la Santísima Virgen en Prado Nuevo, El
Escorial, España) que el 5 de Agosto era la verdadera fecha de su nacimiento.
A
Jelena (en las apariciones de la Santísima Virgen en Medjugorje, en Bosnia-Herzegovina)le
dijo en agosto de 1984 que cumplía 2000 años.
A la
vidente Anita de Oliveto Citra le dijo el 5 de agosto de 1985: “Hoy es un
día de fiesta. ¡Es mi cumpleaños!”.
También
a los chicos de Tierra Blanca, en México les había dicho lo mismo.
·
HECHOS COINCIDENTES CON EL CUMPLEAÑOS DE MARÍA
La
Iglesia conmemora el cumpleaños de la Madre de Dios el 8 de septiembre, aunque
nuestra MADRE BENDITA, en varias Apariciones y videncias informó que ELLA nació
el 5 de agosto.
Para
confirmar la fecha del cumpleaños de María, hay dos hechos que se pasaron en el mismo día.
Y
que colaboran y nos guían a admitir el 5 de agosto como la fecha correcta,
considerando que las “coincidencias” existen y sin cualquier duda, ellos son
los Trabajos de la Providencia Divina.
El primer hecho
pasó en agosto, año 352, en la ciudad de Roma, con una nevada milagrosa, en la
Colina de Esquilino.
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Giovanni Patricio y su esposa soñaron que la VIRGEN MARIA deseaba la construcción de una Iglesia en SU homenaje y informaba “que el lugar se marcaría cubierto con nieve”.
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En el sueño, NUESTRA SEÑORA aparecía con el NIÑO JESÚS en sus brazos, y pidió a la pareja que llevase las noticias a Su Santidad.
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En la audiencia con el Papa Libério(352-366), cuando la pareja estaba describiendo su sueño, el Pontífice se sorprendió y quedó admirado, porque él también había soñado con eso.
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Giovanni Patricio y su esposa soñaron que la VIRGEN MARIA deseaba la construcción de una Iglesia en SU homenaje y informaba “que el lugar se marcaría cubierto con nieve”.
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En el sueño, NUESTRA SEÑORA aparecía con el NIÑO JESÚS en sus brazos, y pidió a la pareja que llevase las noticias a Su Santidad.
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En la audiencia con el Papa Libério(352-366), cuando la pareja estaba describiendo su sueño, el Pontífice se sorprendió y quedó admirado, porque él también había soñado con eso.
Por
esa razón él decidió verificar ese evento maravilloso. ¡Él con un ayudante fue a ver ese
lugar!.
¡Para
su gran sorpresa, de facto aquél hogar estaba cubierto de nieve, en pleno
verano en Italia!.
Fue
el 5 de agosto de 352. El Papa empezó a construir en la situación indicado por
la VIRGEN la BASÍLICA LIBERIANA o IGLESIA DE SANTA MARIA DE LAS NIEVES, y también en esa fecha él instituyó la
Celebración de NUESTRA SEÑORA DE LAS NIEVES, o de la VIRGEN BLANCA, en honor a
la MADRE DE DIOS.
El segundo hecho
pasó en el año 431, cuando el Papa Celestino I (422-432) decretó la realización
del Concilio de Efeso, del 22 de junio al 31 de julio.
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En este Concilio Ecuménico, se reconoció y fue proclamado oficialmente la MATERNIDAD DIVINA DE MARIA.
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El 5 de agosto en Roma, Su Santidad celebró una Santa Misa y leyó “en ese mismo día” el texto del Dogma de la MATERNIDAD DIVINA DE NUESTRA SEÑORA.
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En este Concilio Ecuménico, se reconoció y fue proclamado oficialmente la MATERNIDAD DIVINA DE MARIA.
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El 5 de agosto en Roma, Su Santidad celebró una Santa Misa y leyó “en ese mismo día” el texto del Dogma de la MATERNIDAD DIVINA DE NUESTRA SEÑORA.
En
el Pontificado del Papa Sixto III (432-440),
sucesor del Papa Celestino I, se construyó en la misma situación indicada por
la VIRGEN MARIA, en la Colina del Esquilino, en Roma, otro templo en honor a
NUESTRA SEÑORA, con un sólido y muy bueno basamento estructural, con columnas
iónicas muy bonitas, y tres naves magníficas (en la Iglesia es el espacio desde
la entrada hasta el santuario), que se puede verse hasta hoy.
La Iglesia vieja construida por el Papa Liberio desapareció en el tiempo
sin dejar cualquier vestigio.
El
nuevo templo se denominó BASÍLICA DE SANTA MARIA MAGGIORE (Santa María, la más
Grande), refiriéndose a la grandeza de SUS virtudes, y el inmenso poder de intercesión de la MADRE DE DIOS, NUESTRA
SEÑORA, entre muchas otras denominaciones también llamada SANTA MARIA DE LA
NIEVE.
Al
largo de los siglos, la Basílica recibió muchas mejoras,
pinturas admirables, el arte de oro en el forro y en los altares, suelos
cerámicos con dibujos especiales, imágenes notables, y las esculturas
artísticas que transformaron el Templo en una Basílica majestuosa, uno de los
más importantes y más bonitos Templos de MARÍA en el mundo.
Anualmente
el 5 de agosto se renuevan homenajes a NUESTRA SEÑORA y se multiplican en
fiestas y celebraciones que recuerdan con entusiasmo y
mucha alegría la Construcción de la Basílica, un presente digno y precioso de
la humanidad en honor a NUESTRA SEÑORA, con la mayor veneración y como un signo
de amor a ELLA en SU cumpleaños.
EL NACIMIENTO DE MARÍA
En lo
referente al lugar de nacimiento de Nuestra Señora, existen tres tradiciones diferentes que hay que
considerar.
Primero, se ha
situado el acontecimiento en Belén
Esta
opinión se basa en la autoridad de los siguientes testigos: ha sido expresada en un documento titulado
“De nativ. S. Mariae” incluido a continuación de las obras de S. Jerónimo.
Es una
suposición más o menos vaga del Peregrino de Piacenza, llamado erróneamente
Antonino Mártir, que escribió alrededor del 580 d. de J.C.
Finalmente,
los Papas Pablo II (1471), Julio II (1507), León X (1519), Pablo III (1535),
Pío IV (1565), Sixto V (1586) e Inocencio XII (1698) en sus Bulas referentes a
la Santa Casa del Loreto afirman que la Bienaventurada Virgen nació, fue
educada y recibió la visita del ángel en la Santa Casa.
Sin
embargo, estos pontífices no deseaban en realidad decidir sobre una
cuestión histórica; ellos simplemente expresan la opinión de sus
épocas respectivas.
Una segunda
tradición situaba el nacimiento de Nuestra Señora en Seforis
Unas
tres millas al norte de Belén.
La
antigüedad de esta opinión puede deducirse por el hecho de que bajo el reinado
de Constantino se erigió en Seforis una iglesia para conmemorar la residencia
de Joaquín y Ana en dicho lugar. S. Epifanio habla de este santuario.
Pero
esto sólo demuestra que Nuestra Señora debió vivir durante algún tiempo en
Seforis con sus padres, sin que
por ello tengamos que creer que nació allí.
La tercera
tradición, la de que María nació en Jerusalén, es la más probable de las tres
Se
basa en el testimonio de San Sofronio, de San Juan Damasceno y sobre la evidencia
de hallazgos recientes en la Probática.
La
Festividad de la Natividad de Nuestra Señora no se celebró en Roma hasta
finales del siglo VII.
Sin embargo,
dos sermones encontrados entre los escritos de San Andrés de Creta (m. 680)
implican la existencia de esta fiesta y nos hacen suponer que fue introducida
en una fecha más temprana en otras iglesias.
En
1799, el décimo canon del Sínodo de Salzburgo señala cuatro fiestas en honor de
la Madre de Dios: la Purificación, el 2 de febrero; la Anunciación, el 25 de
marzo; la Asunción, el 15 de agosto y la Natividad, el 8 de septiembre.
Nacimiento de la Virgen María,
visión de María Valtorta
VISIÓN Y DICTADO DE MARÍA
VALTORTA EL 26 DE AGOSTO DE 1944
Veo a Ana saliendo al huerto–jardín. Va apoyándose en el brazo de
una pariente (se ve porque se parecen). Está muy gruesa y parece cansada –
quizás también porque hace bochorno, un bochorno muy parecido al que a mi me
hace sentir abatida.
A pesar de que el huerto sea umbroso, el ambiente es abrasador y
agobiante. Bajo un despiadado cielo, de un azul ligeramente enturbiado por el
polvo suspendido en el espacio, el aire es tan denso, que podría cortarse como
una masa blanda y caliente. Debe persistir ya mucho la sequía, pues la tierra,
en los lugares en que no está regada, ha quedado literalmente reducida a un
polvo finísimo y casi blanco. Un blanco ligeramente tendente a un rosa sucio.
Sin embargo, por estar humedecida, es marrón oscura al pie de
los árboles, como también a lo largo de los cortos cuadros donde crecen hileras
de hortalizas, y en torno a los rosales, a los jazmines a otras flores de mayor
o menor tamaño (que están especialmente a lo largo de todo el frente de una
hermosa pérgola que divide en dos al huerto hasta donde empiezan las tierras,
ya despojadas de sus mieses). La hierba del prado, que señala el final de la
propiedad, está requemada; se ve rala. Sólo permanece la hierba más verde y
tupida en los márgenes del prado, donde hay un seto de espino blanco silvestre,
ya todo adornado de los rubíes de los pequeños frutos; en ese lugar, en busca
de pastos y sombra, hay unas ovejas con su zagalillo.
Joaquín, con otros dos hombres como ayuda, está dedicado a las
hortalizas y a los olivos. A pesar de ser anciano, es rápido y trabaja con
gusto. Están abriendo unas pequeñas
protecciones de las lindes de una parcela para proporcionar agua a las
sedientas plantas. Y el agua se abre camino borboteando entre la hierba y la
tierra quemada, y se extiende en anillos que, en un primer momento, parecen
como de cristal amarillento para luego ser anillos oscuros de tierra húmeda en
torno a los sarmientos y a los olivos colmados de frutos.
Lentamente, Ana, por la umbría pérgola, bajo la cual abejas de
oro zumban ávidas del azúcar de los dorados granos de las uvas, se dirige hacia
Joaquín, el cual, cuando la ve, se apresura a ir a su encuentro.
“¿Has llegado hasta aquí?”.
“La casa está caliente como un horno”.
“Y te hace sufrir”.
“Es mi único sufrimiento en este último período mío de embarazo. Es el sufrimiento de todos, de hombres y de animales. No te sofoques demasiado, Joaquín”.
“El agua que hace tanto que esperamos, y que hace tres días que parece realmente cercana, no ha llegado todavía. Las tierras arden. Menos mal que nosotros tenemos el manantial cercano, y muy rico en agua. He abierto los canales. Poco alivio para estas plantas cuyas hojas ya languidecen cubiertas de polvo. No obstante, supone ese mínimo que las mantiene en vida. ¡Si lloviera!…”.
“¿Has llegado hasta aquí?”.
“La casa está caliente como un horno”.
“Y te hace sufrir”.
“Es mi único sufrimiento en este último período mío de embarazo. Es el sufrimiento de todos, de hombres y de animales. No te sofoques demasiado, Joaquín”.
“El agua que hace tanto que esperamos, y que hace tres días que parece realmente cercana, no ha llegado todavía. Las tierras arden. Menos mal que nosotros tenemos el manantial cercano, y muy rico en agua. He abierto los canales. Poco alivio para estas plantas cuyas hojas ya languidecen cubiertas de polvo. No obstante, supone ese mínimo que las mantiene en vida. ¡Si lloviera!…”.
Joaquín, con el ansia de todos los agricultores, escudriña el
cielo, mientras Ana, cansada, se da aire con un abanico (parece hecho con una
hoja seca de palma traspasada por hilos multicolores que la mantienen rígida).
La pariente dice: “Allí, al otro lado del gran Hermón, están
formándose nubes que avanzan velozmente. Viento del norte. Bajará la
temperatura y dará agua”.
“Hace tres días que se levanta y luego cesa cuando sale la Luna. Sucederá lo mismo esta vez”. Joaquín está desalentado.
“Vamos a casa. Aquí tampoco se respira; además, creo que conviene volver…”. Dice Ana, que ahora parece de tez todavía más olivastra debido a que se le ha puesto al improviso pálida la cara.
“Hace tres días que se levanta y luego cesa cuando sale la Luna. Sucederá lo mismo esta vez”. Joaquín está desalentado.
“Vamos a casa. Aquí tampoco se respira; además, creo que conviene volver…”. Dice Ana, que ahora parece de tez todavía más olivastra debido a que se le ha puesto al improviso pálida la cara.
“¿Sientes
dolor?”.
“No. Siento la misma gran paz que experimenté en el Templo cuando se me otorgó la gracia, y que luego volví a sentir otra vez al saber que era madre. Es como un éxtasis. Es un dulce dormir del cuerpo, mientras el espíritu exulta y se aplaca con una paz sin parangón humano. Yo te he amado, Joaquín, y, cuando entré en tu casa y me dije: “Soy esposa de un justo”, sentí paz, como todas las otras veces que tu próvido amor se prodigaba en mí. Pero esta paz es distinta. Creo que es una paz como la que debió invadir, como una deleitosa unción de aceite, el espíritu de Jacob, nuestro padre, después de su sueño de ángeles. O semejante, más bien, a la gozosa paz de los Tobías tras habérseles manifestado Rafael. Si me sumerjo en ella, al saborearla, crece cada vez más. Es como si yo ascendiera por los espacios azules del cielo… y, no sé por qué, pero, desde que tengo en mí esta alegría pacífica, hay un cántico en mi corazón: el del anciano Tobit. Me parece como si hubiera sido compuesto para esta hora… para esta alegría… para la tierra de Israel que es su destinataria… para Jerusalén, pecadora, mas ahora perdonada… bueno… no os riáis de los delirios de una madre… pero, cuando digo: “Da gracias al Señor por tus bienes y bendice al Dios de los siglos para que vuelva a edificar en ti su tabernáculo”, yo pienso que aquel que reedificará en Jerusalén el Tabernáculo de Dios verdadero, será este que está para nacer… y pienso también que, cuando el cántico dice: “Brillarás con una luz espléndida, todos los pueblos de la tierra se postrarán ante ti, las naciones irán a ti llevando dones, adorarán en ti al Señor y considerarán santa tu tierra, porque dentro de ti invocarán el Gran Nombre. Serás feliz en tus hijos porque todos serán bendecidos y se reunirán ante el Señor. ¡Bienaventurados aquellos que te aman y se alegran de tu paz!…”, cuando dice esto, pienso que es profecía no ya de la Ciudad Santa, sino del destino de mi criatura, y la primera que se alegra de su paz soy yo, su madre feliz…”.
“No. Siento la misma gran paz que experimenté en el Templo cuando se me otorgó la gracia, y que luego volví a sentir otra vez al saber que era madre. Es como un éxtasis. Es un dulce dormir del cuerpo, mientras el espíritu exulta y se aplaca con una paz sin parangón humano. Yo te he amado, Joaquín, y, cuando entré en tu casa y me dije: “Soy esposa de un justo”, sentí paz, como todas las otras veces que tu próvido amor se prodigaba en mí. Pero esta paz es distinta. Creo que es una paz como la que debió invadir, como una deleitosa unción de aceite, el espíritu de Jacob, nuestro padre, después de su sueño de ángeles. O semejante, más bien, a la gozosa paz de los Tobías tras habérseles manifestado Rafael. Si me sumerjo en ella, al saborearla, crece cada vez más. Es como si yo ascendiera por los espacios azules del cielo… y, no sé por qué, pero, desde que tengo en mí esta alegría pacífica, hay un cántico en mi corazón: el del anciano Tobit. Me parece como si hubiera sido compuesto para esta hora… para esta alegría… para la tierra de Israel que es su destinataria… para Jerusalén, pecadora, mas ahora perdonada… bueno… no os riáis de los delirios de una madre… pero, cuando digo: “Da gracias al Señor por tus bienes y bendice al Dios de los siglos para que vuelva a edificar en ti su tabernáculo”, yo pienso que aquel que reedificará en Jerusalén el Tabernáculo de Dios verdadero, será este que está para nacer… y pienso también que, cuando el cántico dice: “Brillarás con una luz espléndida, todos los pueblos de la tierra se postrarán ante ti, las naciones irán a ti llevando dones, adorarán en ti al Señor y considerarán santa tu tierra, porque dentro de ti invocarán el Gran Nombre. Serás feliz en tus hijos porque todos serán bendecidos y se reunirán ante el Señor. ¡Bienaventurados aquellos que te aman y se alegran de tu paz!…”, cuando dice esto, pienso que es profecía no ya de la Ciudad Santa, sino del destino de mi criatura, y la primera que se alegra de su paz soy yo, su madre feliz…”.
El rostro de Ana, al decir estas palabras, palidece y se enciende,
como una cosa que pasase de luz lunar a vivo fuego, y viceversa. Dulces
lágrimas le descienden por las mejillas, y no se da cuenta, y sonríe a causa de
su alegría. Y va yendo hacia casa entre su esposo y su pariente, que escuchan
conmovidos en silencio.
Se apresuran, porque las nubes, impulsadas por un viento alto,
galopan y aumentan en el cielo mientras la llanura se oscurece y tirita por
efectos de la tormenta que se está acercando. Llegando al umbral de la puerta,
un primer relámpago lívido surca el cielo. El ruido del primer trueno se
asemeja al redoble de un enorme bombo ritmado con el arpegio de las primeras
gotas sobre las abrasadas hojas.
Entran todos. Ana se retira. Joaquín se queda en la puerta con
unos peones que le han alcanzado, hablando de esta agua tan esperada, bendición
para la sedienta tierra. Pero la alegría se transforma en temor, porque viene
una tormenta violentísima con rayos y nubes cargados de granizo. “Si rompe la
nube, la uva y las aceitunas quedarán trituradas como por rueda de molino.
¡Pobres de nosotros!”. Joaquín tiene además otro motivo de angustia: su esposa,
a la que le ha llegado la hora de dar a luz al hijo.
La pariente le dice que Ana no sufre en absoluto. Él está, de
todas formas, muy inquieto, y, cada vez que la pariente u otras mujeres (entre
las cuales la madre de Alfeo) salen de la habitación de Ana para luego volver
con agua caliente, barreños y paños secados a la lumbre, que, jovial, brilla en
el hogar central en una espaciosa cocina, él va y pregunta, y no le calman las
explicaciones tranquilizadoras de las mujeres. También le preocupa la ausencia
de gritos por parte de Ana. Dice: “Yo soy hombre. Nunca he visto dar a luz.
Pero recuerdo haber oído decir que la ausencia de dolores es fatal…”.
Declina el día antes de tiempo por la furia de la tormenta, que
es violentísima. Agua torrencial, viento, rayos… de todo, menos el granizo, que
ha ido a caer a otro lugar.
Uno de los peones, sintiendo esta violencia, dice: “Parece como
si Satanás hubiera salido de la Gehena con sus demonios. ¡Mira qué nubes tan
negras! ¡Mira qué exhalación de azufre hay en el ambiente, y silbidos y voces
de lamento y maldición! Si es él, ¡está enfurecido esta noche!”
El otro peón se echa a reír y dice: “Se le habrá escapado una
importante presa, o quizás Miguel de nuevo le habrá lanzado el rayo de Dios, y
tendrá cuernos y cola cortados y quemados”.
Pasa corriendo una mujer y grita: “¡Joaquín! ¡Va a nacer de un
momento a otro! ¡Todo ha ido rápido y bien!”. Y desaparece con una pequeña
ánfora en las manos.
Se produce un último rayo; tan violento, que lanza contra las
paredes a los tres hombres. En la parte delantera de la casa, en el suelo del
huerto, queda como recuerdo un agujero negro y humeante. Luego, de repente,
cesa la tormenta. De detrás de la puerta de Ana viene un vagido (parece el
lamento de una tortolita en su primer arrullo). Mientras, un enorme arco iris
extiende su faja semicircular por toda la amplitud del cielo. Surge, o por lo
menos lo parece, de la cima del Hermón (la cual, besada por un filo de sol,
parece de alabastro de un blanco–rosa delicadísimo), se eleva hasta el más
terso cielo septembrino y, salvando espacios limpios de toda impureza, deja
debajo las colinas de Galilea y un terreno llano que aparece entre dos
higueras, que está al Sur, y luego otro monte, y parece posar su punta extrema
en el extremo horizonte, donde una abrupta cadena de montañas detiene la vista.
“¡Qué cosa más insólita!”.
“¡Mirad, mirad!”.
“Parece como si reuniera en un círculo a toda la tierra de Israel, y… ya… ¡fijaos!, ya hay una estrella y el Sol no se ha puesto todavía. ¡Qué estrella! ¡Reluce como un enorme diamante!…”.
“¡Y la Luna, allí, ya llena y aún faltaban tres días para que lo fuera! ¡Fijaos cómo resplandece!”.
“¡Mirad, mirad!”.
“Parece como si reuniera en un círculo a toda la tierra de Israel, y… ya… ¡fijaos!, ya hay una estrella y el Sol no se ha puesto todavía. ¡Qué estrella! ¡Reluce como un enorme diamante!…”.
“¡Y la Luna, allí, ya llena y aún faltaban tres días para que lo fuera! ¡Fijaos cómo resplandece!”.
Las mujeres irrumpen, alborozadas, con un “ovillejo” rosado entre
cándidos paños.
¡Es maría, la Mamá! Una María pequeñita, que podría dormir en el círculo de los brazos de un niño; una María que al máximo tiene la longitud de un brazo, una cabecita de marfil teñido de rosa tenue, y unos labiecillos de carmín que ya no lloran sino que instintivamente quieren mamar (tan pequeñitos, que no se ve cómo van a poder tomar un pezón), y una naricita diminuta entre dos carrillitos redondetes. Si la estimulan abre los ojitos: dos pedacitos de ciel
o, dos puntitos inocentes y azules que miran, y no ven, entre sutiles pestañas de un rubio tan tenue que es casi rosa. También el vello de su cabeza redondita tiene una veladura entre rosada y rubia como ciertas mieles casi blancas.
¡Es maría, la Mamá! Una María pequeñita, que podría dormir en el círculo de los brazos de un niño; una María que al máximo tiene la longitud de un brazo, una cabecita de marfil teñido de rosa tenue, y unos labiecillos de carmín que ya no lloran sino que instintivamente quieren mamar (tan pequeñitos, que no se ve cómo van a poder tomar un pezón), y una naricita diminuta entre dos carrillitos redondetes. Si la estimulan abre los ojitos: dos pedacitos de ciel
o, dos puntitos inocentes y azules que miran, y no ven, entre sutiles pestañas de un rubio tan tenue que es casi rosa. También el vello de su cabeza redondita tiene una veladura entre rosada y rubia como ciertas mieles casi blancas.
Tiene por orejas dos conchitas rosadas y transparentes,
perfectas; y por manitas… ¿qué son esas dos cositas que gesticulan y buscan la
boca? Cerradas, como están, son dos capullos de rosa de musgo que hubieran
hendido el verde de los sépalos y asomaran su seda rosa tenue; abiertas, como
están ahora, dos joyeles de marfil apenas rosa, de alabastro apenas rosa, con
cinco pálidos granates por uñitas. ¿Cómo podrán ser capaces de secar tanto
llanto esas manitas?
¿Y los piececitos? ¿Dónde están? Por ahora son sólo pataditas
escondidas entre los lienzos. Pero, he aquí que la pariente se sienta y la
destapa… ¡Oh, los piececitos! De la largura aproximada de cuatro centímetros,
tienen por planta una concha coralina; por dorso, una concha de nieve veteada
de azul; sus deditos son obras maestras de escultura liliputiense, coronados
también por pequeñas esquirlas de granate pálido. Me pregunto cómo podrán
encontrarse sandalias tan pequeñas que valgan para esos piececitos de muñeca
cuando den sus primeros pasos, y cómo podrán esos piececitos recorrer tan
áspero camino y soportar tanto dolor bajo una cruz.
Pero esto ahora no se sabe. Se ríe o se sonríe de cómo menea los
brazos y las piernas, de sus lindas piernecitas bien perfiladas, de los
diminutos muslos, que, de tan gorditos como son, forman hoyuelos y aritos, de
su barriguita (un cuenco invertido), de su pequeño tórax, perfecto, bajo cuya
seda cándida se ve el movimiento de la respiración y se oye ciertamente – si,
como hace el padre feliz ahora, en él se apoya la boca para dar un beso – latir
un corazoncito… Un corazoncito que es el más bello que ha tenido, tiene y
tendrá la tierra, el único corazón inmaculado de hombre.
¿Y la espalda? Ahora la giran y se ve el surco lumbar y luego
los hombros, llenitos, y la nuca rosada, tan fuerte, que la cabecita se yergue
sobre el arco de las vértebras diminutas, como la de un ave escrutadora en
torno a sí del nuevo mundo que ve, y emite un gritito de protesta por ser
mostrada en ese modo; Ella, la Pura y Casta, ante los ojos de tantos, Ella, que
jamás volverá a ser vista desnuda por hombre alguno, la Toda Virgen, la Santa e
Inmaculada. Tapad, tapad a este Capullo de azucena que nunca se abrirá en la
tierra, y que dará, más hermoso aún que Ella, su Flor, sin dejar de ser
capullo. Sólo en el Cielo la Azucena del Trino Señor abrirá todos sus pétalos.
Porque allí arriba no existe vestigio de culpa que pudiera involuntariamente
profanar ese candor. Porque allí arriba se trata de acoger, a la vista de todo
el Empíreo, al Trino Dios – Padre, Hijo, Esposo – que ahora, dentro de pocos
años, celado en un corazón sin mancha, vendrá a Ella.
De nuevo está envuelta en los lienzos y en los brazos de su
padre terreno, al que asemeja. No ahora, que es un bosquejo de ser humano. Digo
que le asemeja una vez hecha mujer. De la madre no refleja nada; del padre, el
color de la piel y de los ojos, y, sin duda, también del pelo, que, si ahora
son blancos, de joven eran ciertamente rubios a juzgar por las cejas. Del padre
son las facciones – más perfectas y delicadas en Ella por ser mujer, ¡y qué
Mujer! –; también del padre es la sonrisa y la mirada y el modo de moverse y la
estatura. Pensando en Jesús como lo veo, considero que ha sido Ana la que ha
dado su estatura a su Nieto, así como el color marfil más cargado de la piel;
mientras que María no tiene esa presencia de Ana (que es como una palma alta y
flexible), sino la finura del padre.
También las mujeres, mientras entran con Joaquín donde la madre
feliz para devolverle a su hijita, hablan de la tormenta y del prodigio de la
Luna, de la estrella, del enorme arco iris.
Ana sonríe ante un pensamiento propio: “Es la estrella” dice. “Su
signo está en el cielo. ¡María, arco de paz! ¡María, estrella mía! ¡María, Luna
pura! ¡María, perla nuestra!”.
“¿María la llamas?”.
“Sí. María, estrella y perla y luz y paz…”.
“Pero también quiere decir amargura… ¿No temes acarrearle alguna desventura?”.
“Dios está con Ella. Es suya desde antes de que existiera. Él la conducirá por sus vías y toda amargura se transformará en paradisíaca miel. Ahora sé de tu mamá… todavía un poco, antes de ser toda de Dios…”.
Y la visión termina en el primer sueño de Ana madre y de María recién nacida.
“¿María la llamas?”.
“Sí. María, estrella y perla y luz y paz…”.
“Pero también quiere decir amargura… ¿No temes acarrearle alguna desventura?”.
“Dios está con Ella. Es suya desde antes de que existiera. Él la conducirá por sus vías y toda amargura se transformará en paradisíaca miel. Ahora sé de tu mamá… todavía un poco, antes de ser toda de Dios…”.
Y la visión termina en el primer sueño de Ana madre y de María recién nacida.
Natividad de la Virgen
María, visiones de la beata Ana Catalina Emmerick
VÍSPERA DE LA NATIVIDAD DE NUESTRA SEÑORA
¡Qué alegría tan grande hay en toda la naturaleza!… Oigo cantar a
los pajaritos, veo a los corderitos y cabritos saltar de alegría, y a las palomas
rondar en bandadas de un lado a otro con inusitado alborozo, allí donde estuvo
antes la casa de Ana.
Ahora no existe nada: el lugar
es todo desierto. Tuve una visión de peregrinos de muy antiguos tiempos que,
recogidos sus vestidos, con turbantes en las cabezas y largos bastones de
viaje, atravesaban esta comarca para dirigirse al monte Carmelo. Ellos también
notaron esta alegría extraordinaria de la naturaleza.
Cuando manifestaron su
extrañeza y preguntaron a las personas con las cuales se hospedaron, la razón
de tal suceso, les respondieron que tales contentos y manifestaciones de
alegría se notan todas las vísperas, desde el nacimiento de María y que allí
había estado la casa de Ana. Hablaron entonces de un varón santo, de tiempos
antiguos, que había observado esta renovación de la naturaleza, que fue la
causa de que se celebrase entonces la fiesta del nacimiento de María en la
Iglesia Católica.
Doscientos cincuenta años
después del tránsito de María al cielo vi a un piadoso peregrino atravesar la
Tierra Santa y visitar y anotar todos los lugares por donde había estado Jesús
en su peregrinación sobre la tierra, para venerarlos y recordarlos. Este hombre
gozó de una inspiración sobrenatural que le guiaba. En algunos lugares se
detenía varios días, probando especial dulzura y contento, y recibía
revelaciones mientras estaba en oración y meditación piadosas. Había tenido
siempre la impresión de que cerca del 8 de septiembre había una grande alegría
en la naturaleza en Tierra Santa y oía en ese tiempo armoniosos cantos de
pájaros.
Finalmente obtuvo, después de
mucho pedir en oración, la revelación de que esa era la fecha del nacimiento de
María. Tuvo esta revelación en el camino al monte Sinaí y el aviso de que allí
había una capilla murada dedicada a María, en una gruta del profeta Elías. Se
le dijo que debía decir estas cosas a los solitarios que habitaban en las
faldas del monte Sinaí, adonde le he visto llegar. Donde ahora están los
monjes, había ya ermitaños que vivían aislados: el lugar era entonces tan
agreste del lado del valle, como ahora, necesitándose un aparato para poder
subir. Observé que, según sus indicaciones, se celebró allí la festividad del
nacimiento de María el 8 de septiembre del año y que luego pasó esta fiesta a
la Iglesia universal.
Vi también que los ermitaños,
juntos con el peregrino, escudriñaron la gruta de Elías buscando la capilla
amurallada de María. No era cosa fácil encontrarla, pues había muchas grutas de
antiguos ermitaños y de los esenios, entre jardines y huertas agrestes, donde
aún crecían hermosas frutas. El vidente dijo que trajeran a un judío, y la
gruta de la cual el judío fuera arrojado afuera, sería la señal de que ésa era
la de Elías. Le fue dicho esto en una revelación.
Tuvo luego la visión de cómo
buscaron a un viejo judío y lo llevaron a la gruta del monte, y como éste era
siempre arrojado afuera de una gruta, que tenía una puerta angosta amurallada,
a pesar de que él se esforzaba por entrar. Por este prodigio reconocieron la
gruta de Elías, dentro de la cual encontraron una segunda cueva amurallada, que
había sido la capilla donde el profeta había orado a la futura Madre del
Salvador.
Allí dentro hallaron huesos
sagrados de profetas y de antiguos padres, como también biombos tejidos y
utensilios que habían servido antiguamente para el servicio divino. El lugar
donde estuvo la zarza se llama, según el lenguaje de la región, “Sombra de
Dios”, y es visitado por los peregrinos, que se descansan antes. La capilla de
Elías estaba hecha con hermosas piedras de colores y floreadas. Hay en las
cercanías una montaña de arena rojiza, en la falda de la cual se cosechan
hermosas frutas.
Recuerdo que la Virgen
Santísima le dijo que cuando las mujeres embarazadas santifican la víspera del
día de su Nacimiento, ayunando y recitando con devoción nueve veces el Ave María,
en honor de los nueve meses que Ella había pasado en el seno de su madre, y
cuando renuevan con frecuencia este ejercicio de piedad en el curso de su
preñez y la víspera de su alumbramiento, acercándose con piedad a los
sacramentos, lleva Ella esas oraciones ante Dios y les obtiene un parto feliz,
aunque las condiciones se presenten difíciles.
En cuanto a mí, se me acercó la
Virgen y me dijo, entre otras cosas, que quien en el día de hoy, (festividad
del Nacimiento de La Virgen) por la tarde, recite con devoción nueve veces el
Ave María en honor de su permanencia de nueve meses en el seno de su madre
(Santa Ana) y de su nacimiento, y continúe durante nueve días este ejercicio de
piedad, da a los ángeles cada día nueve flores destinadas a formar un ramillete
que Ella recibe en el cielo y presenta a la Santísima Trinidad, con el fin de
obtener una gracia para la persona que ha dicho esas mismas oraciones.
Más tarde me sentí transportada
a la altura, entre el cielo y la tierra. Debajo estaba la tierra, oscura y
esfumada. En el cielo, entre los coros de los ángeles y santos, vi a la
Santísima Virgen ante el trono de Dios. Pude ver construir para Ella, con las
oraciones y las devociones de los fieles del mundo dos puertas o tronos de
honor que crecían hasta formar iglesias, palacios y ciudades enteras. Me admiró
que estos edificios estuvieran hechos totalmente de plantas, flores y
guirnaldas, expresando, las diversas especies, la naturaleza y el mérito de las
oraciones, dichas por los individuos o por las comunidades. Vi que para
conducirlo hasta el cielo los ángeles y santos tomaban todo esto de entre las
manos de quienes decían tales oraciones.
NATIVIDAD DE LA VIRGEN SANTÍSIMA
Con varios días de anticipación
había anunciado Ana a Joaquín que se acercaba su alumbramiento. Con este motivo
envió ella mensajeros a Séforis, a su hermana menor Marha; al valle de de
Zabulón, a la viuda Enue, hermana de Isabel; y a Betsaida, a su sobrina María
Salomé, llamándolas a su lado. Vi a Joaquín, la víspera del alumbramiento de
Ana, que enviaba numerosos siervos a los prados donde estaban sus rebaños,
yendo él mismo al más cercano.
Entre las nuevas criadas de
Ana, sólo guardó en su casa a aquéllas cuyo servicio era necesario. Vi a María
Helí, la hija mayor de Ana, ocupándose en los quehaceres domésticos. Tenía
entonces unos diecinueve años, y habiéndose casado con Cleofás, jefe de los
pastores de Joaquín, era madre de una niñita llamada María de Cleofás, de más o
menos cuatro años en aquel momento. Joaquín oró, eligió sus más hermosos
corderos, cabritos y bueyes y los envió al templo como sacrificio de acción de
gracias. No volvió a casa hasta el anochecer.
Por la noche vi llegar a casa de Ana a sus tres parientas. La visitaron en su habitación situada detrás del hogar, y la besaron. Después de haberles anunciado la proximidad de su alumbramiento, Ana, poniéndose de pie, entonó con ellas un cántico concebido más o menos en estos términos: “Alabad a Dios, el Señor, que ha tenido piedad de su pueblo, que ha cumplido la promesa hecha a Adán en el paraíso, cuando le dijo que la simiente de la mujer aplastaría la cabeza de la serpiente…”. No me es posible repetir todo con exactitud. Se encontraba Ana en éxtasis, enumerando en su cántico todas las imágenes que figuraban a María. Decía: “El germen dado por Dios a Abraham ha llegado a su madurez en mi misma”. Hablaba luego de Isaac, prometido de Sara, y agregaba: “El florecimiento de la vara de Aarón se ha cumplido en mí”.
Por la noche vi llegar a casa de Ana a sus tres parientas. La visitaron en su habitación situada detrás del hogar, y la besaron. Después de haberles anunciado la proximidad de su alumbramiento, Ana, poniéndose de pie, entonó con ellas un cántico concebido más o menos en estos términos: “Alabad a Dios, el Señor, que ha tenido piedad de su pueblo, que ha cumplido la promesa hecha a Adán en el paraíso, cuando le dijo que la simiente de la mujer aplastaría la cabeza de la serpiente…”. No me es posible repetir todo con exactitud. Se encontraba Ana en éxtasis, enumerando en su cántico todas las imágenes que figuraban a María. Decía: “El germen dado por Dios a Abraham ha llegado a su madurez en mi misma”. Hablaba luego de Isaac, prometido de Sara, y agregaba: “El florecimiento de la vara de Aarón se ha cumplido en mí”.
La he visto penetrada de luz en
medio de su aposento, lleno de resplandores, donde aparecía también, en lo
alto, la escala de Jacob. Las mujeres, llenas de asombro y de júbilo, estaban
como arrobadas, y creo que vieron la aparición. Después de la oración de
bienvenida se sirvió a las mujeres una pequeña comida de frutas y agua mezclada
con bálsamo. Comieron y bebieron de pie, y fueron a dormir algunas horas para
reposar del viaje. Ana permaneció levantada, y oró. Hacia la media noche,
despertó a sus parientas para orar juntas, siguiéndola éstas detrás de una
cortina cerca del lecho. Ana abrió las puertas de una alacena embutida en el
muro, donde se hallaban varias reliquias dentro de una caja. Vi luces
encendidas a cada lado; pero no sé si eran lámparas. Al pie de este pequeño
altar había un escabel tapizado.
El relicario contenía algunos
cabellos de Sara, a quien Ana profesaba veneración; huesos de José, que Moisés
había traído de Egipto; algo de Tobías, quizás un trozo de vestido, y el
pequeño vaso brillante en forma de pera donde había bebido Abraham al recibir
la bendición del ángel y que Joaquín había recibido junto con la bendición.
Ahora sé que esta bendición constaba de pan y vino y era como un alimento
sacramental. Ana se arrodilló delante de la alacena. A cada lado de ella estaba
una de las dos mujeres, y la tercera, detrás. Recitó un cántico: creo que se
trataba de la zarza ardiente de Moisés.
Vi entonces un resplandor
celestial que llenó la habitación, y que moviéndose, condensábase en torno de
Ana. Las mujeres cayeron como desvanecidas con el rostro pegado al suelo. La
luz en torno de Ana tomó la forma de zarza que ardía junto a Moisés, sobre el
monte Horeb, y ya no me fue posible contemplarla. La llama se proyectaba hacia
el interior: de pronto vi que Ana recibía en sus brazos a la pequeña María,
luminosa, que envolvió en su manto, apretó contra su pecho y colocó sobre el
escabel delante del relicario. Prosiguió luego sus oraciones. Oí entonces que
la niña lloraba. Vi que Ana sacaba unos lienzos debajo del gran velo que la
cubría y fajándola, dejaba la cabeza, el pecho y los brazos descubiertos. La
aparición de la zarza ardiendo desapareció.
Levantáronse entonces las mujeres y en medio de la mayor admiración recibieron en brazos a la criatura recién nacida, derramando lágrimas de alegría. Entonaron todas juntas un cántico de acción de gracias, y Ana alzó a la niña en el aire como para ofrecerla. Vi entonces que la habitación se volvió a llenar de luces y oí a los ángeles que cantaban Gloria y Aleluya. Pude escuchar todo lo que decían: supe que, según lo anunciaban, veinte días más tarde la niña recibiría el nombre de María. Entró Ana en su alcoba y se acostó.
Levantáronse entonces las mujeres y en medio de la mayor admiración recibieron en brazos a la criatura recién nacida, derramando lágrimas de alegría. Entonaron todas juntas un cántico de acción de gracias, y Ana alzó a la niña en el aire como para ofrecerla. Vi entonces que la habitación se volvió a llenar de luces y oí a los ángeles que cantaban Gloria y Aleluya. Pude escuchar todo lo que decían: supe que, según lo anunciaban, veinte días más tarde la niña recibiría el nombre de María. Entró Ana en su alcoba y se acostó.
Las mujeres tomaron a la niña,
la despojaron de la faja, la lavaron y, fajándola de nuevo, la llevaron en
seguida junto a su madre, cuyo lecho estaba dispuesto de tal manera que se
podía fijar contra él una pequeña canasta calada, donde tenía la niña un sitio
separado al lado de su madre. Las mujeres llamaron entonces a Joaquín, el cual
se acercó al lecho de Ana, y arrodillándose, derramó abundantes lágrimas de alegría
sobre la niña. La alzó en sus brazos y entonó un cántico de alabanzas, como
Zacarías en el nacimiento del Bautista. Habló en el cántico del santo germen,
que colocado por Dios en Abraham se había perpetuado en el pueblo de Dios y en
la Alianza, cuyo sello era la circuncisión y que con esta niña llegaba a su más
alto florecimiento. Oí decir en el cántico que aquellas palabras del profeta:
“Un vástago brotará de la raíz de Jessé”, cumplíase en este momento
perfectamente. Dijo también, con mucho fervor y humildad, que después de esto
moriría contento.
Noté que María Helí, la hija
mayor de Ana, llegó bastante tarde para ver a la niña. A pesar de ser madre
ella misma, desde varios años atrás, no había asistido al nacimiento de María
quizás porque, según las leyes judías, una hija no debía hallarse al lado de su
madre en tales circunstancias. Al día siguiente vi a los servidores, a las
criadas y a mucha gente del país reunidos en torno de la casa. Se les hacía
entrar sucesivamente, y la niña María fue mostrada a todos por las mujeres que
la atendían. Otros vecinos acudían porque durante la noche había aparecido una
luz encima de la casa, y porque el alumbramiento de Ana, después de tantos años
de esterilidad, era considerado como una especial gracia del cielo.
LA NATIVIDAD DE MARÍA EN EL ORBE
En el instante en que la
pequeña María se hallaba en los brazos de Santa Ana, la vi en el cielo
presentada ante la Santísima Trinidad y saludada con júbilo por todos los coros
celestiales. Entendí que le fueron manifestados de modo sobrenatural todas sus
alegrías, sus dolores y su futuro destino. María recibió el conocimiento de los
más profundos misterios, guardando, sin embargo, su inocencia y candor de niña.
Nosotros no podemos comprender la ciencia que le fue dada, porque la nuestra
tiene su origen en el árbol fatal del Paraíso terrenal. Ella conoció todo esto
como el niño conoce el seno de la madre donde debe buscar su alimento.
Cuando terminó la contemplación
en la cual vi a la niña María en el cielo, instruida por la gracia divina, por
primera vez pude verla llorar. Vi anunciado el nacimiento de María en el Limbo
a los santos Patriarcas en el mismo momento penetrados de alegría inexplicable,
porque se había cumplido la promesa hecha en el Paraíso. Supe también que hubo
un progreso en el estado de gracia de los Patriarcas: su morada se hacía más
clara, más amplia y adquirían mayor influencia sobre las cosas que acontecían
en el mundo. Era como si todos sus trabajos, todas sus penitencias de su vida,
todos sus combates, sus oraciones y sus ansias hubiesen llegado, por decirlo
así, a su completa madurez produciendo frutos de paz y de gracia.
Observé un gran movimiento de
alegría en toda la naturaleza al nacimiento de María; en los animales, y en el
corazón de los hombres de bien; y oí armoniosos cantos por doquiera. Los
pecadores se sintieron como angustiados y experimentaron pena y aflicción. Vi
que en Nazaret y en las regiones de la Tierra Prometida varios poseídos del
demonio se agitaban en medio de convulsiones violentas. Corrían de un lado a
otro con grandes clamores; los demonios bramaban por boca de ellos clamando:
“¡Hay que salir!… ¡Hay que salir!…”. He visto en Jerusalén al piadoso sacerdote
Simeón, que habitaba cerca del templo, en el momento del nacimiento de María,
sobresaltado por los clamores desaforados de locos y posesos, encerrados en un
edificio contiguo a la montaña del templo, sobre el cual tenía Simeón derechos
de vigilancia.
Lo vi dirigirse a media noche a
la plaza, delante de la casa de los posesos. Un hombre que allí habitaba le
preguntó la causa de aquellos gritos, que interrumpían el sueño de todo el
mundo. Uno de los posesos clamó con más fuerza para que lo dejaran salir. Abrió
Simeón la puerta y el poseso gritó, precipitándose afuera, por boca de Satanás:
“Hay que salir… Debemos salir… Ha nacido una Virgen… ¡Son tantos los ángeles
que nos atormentan sobre la tierra, que debemos partir, pues ya no podemos
poseer un sólo hombre más…!”. Vi a Simeón orando con mucho fervor. El
desgraciado poseso fue arrojado violentamente sobre la plaza, de un lado a
otro; y vi que el demonio salía por fin de su boca.
Quedé muy contenta de haber
visto al anciano Simeón. Vi también a la profetisa Ana y a Noemí, hermana de la
madre de Lázaro, que habitaba en el templo y fue más tarde la maestra de la
niña María. Fueron despertadas y se enteraron, por medio de visiones, de que
había nacido una criatura de predilección. Se reunieron y se comunicaron unas a
otras las cosas que acababan de saber. Creo que ellas conocían ya a Santa Ana.
ANUNCIO DEL NACIMIENTO DE MARÍA VIRGEN
En el país de los Reyes Magos
mujeres videntes tuvieron visiones del nacimiento de la Santísima Virgen. Ellas
decían a los sacerdotes que había nacido una Virgen, para saludar a la cual
habían bajado muchos espíritus del cielo; que otros espíritus malignos se
lamentaban de ello. También los Reyes Magos, que observaban los astros, vieron
figuras y representaciones del acontecimiento. En Egipto, la misma noche del
nacimiento de María, fue arrojado del templo un ídolo y echado a las aguas del
mar. Otro ídolo cayó de su pedestal y se deshizo en pedazos. Llegaron más tarde
a casa de Ana varios parientes de Joaquín que acudían desde el valle de Zabulón
y algunos siervos que habían estado lejos. A todos les fue mostrada la niña
María.
En casa se preparó una comida para
los visitantes. Más tarde concurrieron muchas gentes para ver a la niña María,
de modo que fue sacada de su cuna y puesta en sitio elevado, como sobre un
caballete, en la parte anterior de la casa. Estaba sobre lienzos colorados y
blancos por encima, fajada con lienzos colorados y blancos transparentes hasta
debajo de los bracitos. Sus cabellos eran rubios y rizados. He visto después a
María Cleofás, la hija de María Helí y de Cleofás, nieta de Ana, de algunos
años de edad, jugar con María y besarla. Era María Cleofás una niña fuerte y
robusta, tenía un vestidito sin mangas, con bordes colorados y adornos de rojas
manzanas bordadas. En los brazos descubiertos llevaba coronitas blancas que
parecían de seda, lana o plumas. La niña María tenía también un velo
transparente alrededor del cuello.