San Juan Bautista
Solemnidad
Litúrgica, 24 de junio
Origen de la fiesta
La Iglesia celebra normalmente la fiesta de los santos en el día de su
nacimiento a la vida eterna, que es el día de su muerte. En el caso de San Juan
Bautista, se hace una excepción y se celebra el día de su nacimiento. San Juan,
el Bautista, fue santificado en el vientre de su madre cuando la Virgen María,
embarazada de Jesús, visita a su prima Isabel, según el Evangelio.
Esta fiesta conmemora el nacimiento "terrenal" del Precursor.
Es digno de celebrarse el nacimiento del Precursor, ya que es motivo de mucha
alegría, para todos los hombres, tener a quien corre delante para anunciar y
preparar la próxima llegada del Mesías, o sea, de Jesús. Fue una de las
primeras fiestas religiosas y, en ella, la Iglesia nos invita a recordar y a
aplicar el mensaje de Juan.
El nacimiento de Juan Bautista
Isabel, la prima de la Virgen María estaba casada con Zacarías, quien era
sacerdote, servía a Dios en el templo y esperaba la llegada del Mesías que Dios
había prometido a Abraham. No habían tenido hijos, pero no se cansaban de
pedírselo al Señor. Vivían de acuerdo con la ley de Dios.
Un día, un ángel del Señor se le apareció a Zacarías, quien se sobresaltó
y se llenó de miedo. El Arcángel Gabriel le anunció que iban a tener un hijo
muy especial, pero Zacarías dudó y le preguntó que cómo sería posible esto si
él e Isabel ya eran viejos. Entonces el ángel le contestó que, por haber
dudado, se quedaría mudo hasta que todo esto sucediera. Y así fue.
La Virgen María, al enterarse de la noticia del embarazo de Isabel, fue a
visitarla. Y en el momento en que Isabel oyó el saludo de María, el niño saltó
de júbilo en su vientre. Éste es uno de los muchos gestos de delicadeza, de
servicio y de amor que tiene la Virgen María para con los demás. Antes de
pensar en ella misma, también embarazada, pensó en ir a ayudar a su prima
Isabel.
El ángel había encargado a Zacarías ponerle por nombre Juan. Con el
nacimiento de Juan, Zacarías recupera su voz y lo primero que dice es:
"Bendito el Señor, Dios de Israel".
Juan creció muy cerca de Dios. Cuando llegó el momento, anunció la venida
del Salvador, predicando el arrepentimiento y la conversión y bautizando en el
río Jordán.
La predicación de
Juan Bautista
Juan Bautista es el Precursor, es decir, el enviado por Dios para
prepararle el camino al Salvador. Por lo tanto, es el último profeta, con la
misión de anunciar la llegada inmediata del Salvador.
Juan iba vestido de pelo de camello, llevaba un cinturón de cuero y se
alimentaba de langostas y miel silvestre. Venían hacia él los habitantes de
Jerusalén y Judea y los de la región del Jordán. Juan bautizaba en el río
Jordán y la gente se arrepentía de sus pecados. Predicaba que los hombres
tenían que cambiar su modo de vivir para poder entrar en el Reino que ya estaba
cercano. El primer mensaje que daba Juan Bautista era el de reconocer los
pecados, pues, para lograr un cambio, hay que reconocer las fallas. El segundo
mensaje era el de cambiar la manera de vivir, esto es, el de hacer un esfuerzo
constante para vivir de acuerdo con la voluntad de Dios. Esto serviría de
preparación para la venida del Salvador. En suma, predicó a los hombres el
arrepentimiento de los pecados y la conversión de vida.
Juan reconoció a Jesús al pedirle Él que lo bautizara en el Jordán. En
ese momento se abrieron los cielos y se escuchó la voz del Padre que decía:
"Éste es mi Hijo amado...". Juan dio testimonio de esto diciendo:
"Éste es el Cordero de Dios...". Reconoció siempre la grandeza de
Jesús, del que dijo no ser digno de desatarle las correas de sus sandalias, al
proclamar que él debía disminuir y Jesús crecer porque el que viene de arriba
está sobre todos.
Fue testigo de la verdad hasta su muerte. Murió por amor a ella.
Herodías, la mujer ilegítima de Herodes, pues era en realidad la mujer de su
hermano, no quería a Juan el Bautista y deseaba matarlo, ya que Juan repetía a
Herodes: "No te es lícito tenerla". La hija de Herodías, en el día de
cumpleaños de Herodes, bailó y agradó tanto a su padre que éste juró darle lo
que pidiese. Ella, aconsejada por su madre, le pidió la cabeza de Juan el Bautista.
Herodes se entristeció, pero, por el juramento hecho, mandó que le cortaran la
cabeza de Juan Bautista que estaba en la cárcel.
¿Qué nos enseña la
vida de Juan Bautista?
Nos enseña a cumplir con nuestra misión que adquirimos el día de nuestro
bautismo: ser testigos de Cristo viviendo en la verdad de su palabra;
transmitir esta verdad a quien no la tiene, por medio de nuestra palabra y
ejemplo de vida; a ser piedras vivas de la Iglesia, así como era el Papa Juan
Pablo II.
Nos enseña a reconocer a Jesús como lo más importante y como la verdad
que debemos seguir. Nosotros lo podemos recibir en la Eucaristía todos los
días.
Nos hace ver la importancia del arrepentimiento de los pecados y cómo
debemos acudir con frecuencia al sacramento de la confesión.
Podemos atender la llamada de Juan Bautista reconociendo nuestros
pecados, cambiando de manera de vivir y recibiendo a Jesús en la Eucaristía.
El examen de conciencia diario ayuda a la conversión, ya que con éste
estamos revisando nuestro comportamiento ante Dios y ante los demás.
En el siguiente enlace encontrarás más información sobre el nacimiento y
primeros años de San Juan Bautista (Infancia)
Predicación de Juan
el Bautista y Bautismo de Jesús: visión de María Valtorta
María Valtorta nació en Italia en 1897 y murió en 1961 sin haber
jamás visitado la Tierra Santa ni cursado estudios teológicos. Sin embargo,
entre los años 1943 y 1950, escribió extensamente sobre temas de religión. Su
más conocida obra, El Poema del Hombre Dios, de 5 volúmenes, relata la vida de
Jesús y de María Santísima.
Predicación de Juan el Bautista y Bautismo de Jesús. La
manifestación divina.
Veo una llanura
despoblada de vegetación y de casas. No hay campos cultivados, y muy pocas y
raras plantas reunidas aquí o allá en matas — vegetales familias — en los
sitios en que el suelo está por debajo menos quemado. Imagine que este terreno
quemado y baldío está a mi derecha — teniendo yo el norte a mis espaldas — y se
prolonga hacia el Sur respecto a mí.
A la izquierda veo
un río de orillas muy bajas, que corre lentamente también de Norte a Sur. Por
el movimiento lentísimo del agua comprendo que no debe haber desniveles en su
lecho y que fluye por una llanura tan achatada que constituye una depresión. El
movimiento es apenas suficiente para que el agua no se estanque formando un
pantano. (El agua es poco profunda, tanto que se ve el fondo; a mi juicio, no
más de un metro, como mucho uno y medio. Tiene la anchura del Arno hacia S.
Miniato-Empoli: yo diría que unos veinte metros. Pero no tengo buen ojo para
calcular con exactitud). Es de un azul ligeramente verde hacia las orillas,
donde, por la humedad del suelo, hay una faja tupida de hierba que alegra la
vista, cansada de la desolación pedregosa y arenosa de cuanto se le extiende
delante.
Esa voz íntima que
le he explicado que oigo y me indica lo que debo notar y saber me advierte que
estoy viendo el valle del Jordán Lo llamo valle porque se emplea esta palabra
para indicar el lugar por donde corre un río, pero en este caso es impropio
llamarlo así porque un valle presupone montes y yo aquí no veo montes cercanos.
Pero, en fin, estoy en el Jordán, y el espacio desolado que observo a mi
derecha es el desierto de Judá. Si es correcto llamarlo desierto en el sentido
de un lugar donde no hay casas ni trabajo humano, no lo es según el concepto
que nosotros tenemos de desierto. Aquí no se ven esas arenas onduladas que
nosotros nos pensamos, sino sólo tierra desnuda, con piedras y detritus
esparcidos; es como los terrenos aluviales después de una crecida. En la
lejanía, colinas.
Además, junto al
Jordán hay una gran paz, un algo especial, superior a lo común, como lo que se
nota en las orillas del Trasimeno (Lago de Italia).
Es un lugar que parece guardar memoria de
vuelos de ángeles y voces celestes. No sé bien decir lo que experimento, pero
me siento en un lugar que habla al espíritu.
Mientras observo
estas cosas, veo que la escena se puebla de gente a lo largo de la orilla
derecha — respecto a mí — del Jordán. Hay muchos hombres, vestidos de diversas
formas. Algunos parecen gente del pueblo, otros ricos; no faltan algunos que
parecen fariseos por el vestido ornado de ribetes y galones.
Entre todos ellos,
en pie sobre una roca, un hombre a quien, aunque sea la primera vez que lo veo,
lo reconozco enseguida como el Bautista. Habla a la multitud, y le aseguro que
no son palabras dulces. Jesús llamó a Santiago y a Juan "los hijos del
trueno"... ¿Cómo llamar entonces a este vehemente orador? Juan Bautista
merece el nombre de rayo, avalancha, terremoto... ¡Gran ímpetu y severidad,
manifiesta, efectivamente, en su modo de hablar y en sus gestos!
Habla anunciando al
Mesías y exhortando a preparar los corazones para su venida, extirpando de
ellos los obstáculos y enderezando los pensamientos. Es un hablar vertiginoso y
rudo. El Precursor no tiene la mano suave de Jesús sobre las llagas de los
corazones. Es un médico que desnuda y hurga y corta sin miramientos.
Mientras lo escucho
— no repito las palabras porque son las mismas que citan los evangelistas, pero
ampliadas en impetuosidad - veo que mi Jesús se acerca a lo largo de un
senderillo que va por el borde de la línea herbosa y umbría que sigue el curso
del Jordán. Este rústico camino (más sendero que camino) parece dibujado por
las caravanas y las personas que durante años y siglos lo han recorrido para
llegar a un punto donde, por ser menos profundo el fondo del río es fácil
vadearlo. El sendero continúa por el otro lado del río y se pierde entre la
hierba de la orilla opuesta.
Jesús está solo.
Camina lentamente, acercándose, a espaldas de Juan. Se aproxima sin que se note
y va escuchando la voz de trueno del Penitente del desierto, como si fuera uno
de tantos que iban a Juan para que los bautizara, y a prepararse a quedar
limpios para la venida del Mesías. Nada le distingue a Jesús de los demás.
Parece un hombre común por su vestir; un señor en el porte y la hermosura, más
ningún signo divino lo distingue de la multitud.
Pero diríase que
Juan ha sentido una emanación de espiritualidad especial. Se vuelve y detecta
inmediatamente su fuente. Baja impetuosamente de la roca que le servía de
púlpito y va deprisa hacia Jesús, que se ha detenido a algunos metros del grupo
apoyándose en el tronco de un árbol.
Jesús y Juan se miran
fijamente un momento. Jesús con esa mirada suya azul tan dulce; Juan con su ojo
severo, negrísimo, lleno de relámpagos. Los dos, vistos juntos, son
antitéticos. Altos los dos — es el único parecido —, son muy distintos en todo
lo demás. Jesús, rubio y de largos cabellos ordenados, rostro de un blanco
marmóreo, ojos azules, atavío sencillo pero majestuoso. Juan, hirsuto, negro:
negros cabellos que caen lisos sobre los hombros (lisos y desiguales en
largura); negra barba rala que le cubre casi todo el rostro, sin impedir con su
velo que se noten los carrillos ahondados por el ayuno; negros ojos febriles;
oscuro de piel, bronceada por el sol y la intemperie; oscuro por el tupido
vello que lo cubre.
Juan está semidesnudo, con su vestidura de piel de camello
(sujeta a la cintura por una correa de cuero), que le cubre el torso cayendo
apenas bajo los costados delgados y dejando descubiertas las costillas en la
parte derecha, esas costillas cubiertas por el único estrato de tejidos que es
la piel curtida por el aire. Parecen un salvaje y un ángel vistos juntos.
Juan, después de
escudriñarlo con su ojo penetrante, exclama:
- He aquí el Cordero
de Dios. ¿Cómo es que viene a mí mi Señor?
Jesús responde lleno
de paz:
- Para cumplir el
rito de penitencia.
- Jamás, mi Señor.
Soy yo quien debe ir a ti para ser santificado, ¿y Tú vienes a mí?
Y Jesús, poniéndole
una mano sobre la cabeza, porque Juan se había inclinado ante Él, responde: -
Deja que se haga como deseo, para que se cumpla toda justicia y tu rito sea
inicio para un más alto misterio y se anuncie a los hombres que la Víctima está
en el mundo.

Jesús es exactamente
el Cordero. Cordero en el candor de la carne, en la modestia del porte, en la
mansedumbre de la mirada.
Mientras Jesús
remonta la orilla y, después de vestirse, se recoge en oración, Juan lo señala
ante las turbas y testifica que lo ha reconocido por el signo que el Espíritu
de Dios le había indicado como señal infalible del Redentor.
Pero yo estoy
polarizada en mirar a Jesús orando, y sólo tengo presente esta figura de luz
que resalta sobre el fondo de hierba de la ribera.
Dice Jesús:
- Juan no tenía
necesidad del signo para sí mismo. Su espíritu, pre-santificado desde el
vientre de su madre, poseía esa vista de inteligencia sobrenatural que habrían
poseído todos los hombres sin la culpa de Adán.
Si el hombre hubiera
permanecido en gracia, en inocencia, en fidelidad para con su Creador, habría
visto a Dios a través de las apariencias externas. En el Génesis se lee que el
Señor Dios hablaba familiarmente con el hombre inocente y que éste no desfallecía
ante aquella voz y no se equivocaba al discernirla. Era destino del hombre ver
y entender a Dios, justamente como un hijo con su padre. Después vino la culpa,
y el hombre ya no se ha atrevido a mirar a Dios, ya no ha sabido ni ver ni comprender
a Dios. Y cada vez lo sabe menos.
Pero Juan, mi primo
Juan, quedó limpio de la culpa cuando la Llena de Gracia se inclinó amorosa a
abrazar a Isabel, un tiempo estéril, entonces fecunda. El pequeñuelo saltó de
júbilo en su seno, sintiendo caérsele de su alma la escama de la culpa, como
costra que cae de una llaga que sana.
El Espíritu Santo, que había hecho de
María la Madre del Salvador, comenzó su obra de salvación, a través de María,
vivo Sagrario de la Salvación encarnada, sobre este niño que había de nacer
destinado a unirse a mí, no tanto por la sangre, cuanto por la misión que hizo
de nosotros como los labios que forman la palabra. Juan los labios, Yo la
Palabra. Él el Precursor en el Evangelio y en la suerte del martirio; Yo, quien
perfeccionaba, con mi divina perfección, el Evangelio comenzado por Juan y el
martirio por la defensa de la Ley de Dios.
Juan no tenía
necesidad de ningún signo. Pero la cerrazón de los demás lo requería. ¿En qué
habría fundado Juan su aserción, sino sobre una prueba innegable que los ojos y
oídos de los tardos hubieran percibido?
Tampoco Yo tenía
necesidad de bautismo. Pero la sabiduría del Señor había juzgado que ése era el
momento y el modo del encuentro. E induciendo a Juan a salir de su cueva del
desierto y a mí a salir de mi casa, nos unió en esa hora para abrir sobre mí
los Cielos de donde habría de descender Él mismo, Paloma divina, sobre aquel
que bautizaría a los hombres con tal Paloma, y el anuncio, más potente que el
angélico, porque provenía del Padre mío: "Éste es mi Hijo muy amado con
quien me he complacido". Para que los hombres no tuvieran disculpas o
dudas en seguirme o en no seguirme.
Las manifestaciones
del Cristo han sido muchas. La primera, después del Nacimiento, fue la de los
Magos; la segunda, en el Templo; la tercera, en las orillas del Jordán. Después
vinieron las infinitas otras que te daré a conocer (porque mis milagros son
manifestaciones de mi naturaleza divina) hasta las últimas de la Resurrección y
Ascensión al Cielo.
Mi patria quedó
llena de mis manifestaciones. Como semilla esparcida los cuatro puntos
cardinales, llegaron a todo estrato y lugar de la vida: a los pastores, a los
poderosos, a los doctos, a los incrédulos, a los pecadores, a los sacerdotes, a
los dominadores, a los niños, a los soldados, a los hebreos, a los gentiles.
También al presente se repiten. Pero — como entonces — el mundo no las acoge.
No sólo esto, sino que no acoge las actuales y olvida las pasadas. Pues bien,
Yo no desisto. Yo me repito para salvaros, para conduciros a la fe en mí.
¿Sabes, María, lo
que haces; es más, lo que hago mostrándote el Evangelio? Es un intento más
fuerte de atraer a los hombres hacia mí. Tú has deseado esto con ardientes
oraciones. Ya no me limito a la palabra. Los cansa y los separa. Es un pecado,
pero es así. Recurro a la visión, y además de mi Evangelio, y la explico para
hacerla más clara y atrayente.
A ti te doy el
consuelo de ver. A todos doy el modo de desear conocerme. Y, si no sirviera
aún, y cuales crueles niños arrojasen el don sin comprender su valor, a ti te
quedará mi don y a ellos mi enojo. Podré, una vez más, pronunciar la antigua recriminación:
"Hemos tocado y no habéis bailado, hemos entonado lamentos y no habéis
llorado".
Pero no importa,
dejemos que los inconvertibles acumulen sobre su cabeza los tizones ardientes y
volvámonos hacia las ovejas que tratan de conocer al Pastor, que soy Yo; y tú
el cayado que las conduce a mí».