Dios el Padre
«CREO EN DIOS, PADRE TODOPODEROSO,
CREADOR DEL CIELO Y DE LA TIERRA»
CREADOR DEL CIELO Y DE LA TIERRA»

Qué honor es el que Dios nos llame Sus hijos, y nos dé la seguridad de que como Sus hijos somos herederos y coherederos con Cristo (Romanos 8:17). En su Evangelio, Juan también nos dice que Dios
le da el
derecho de convertirse en hijo de Dios a todo aquel que mediante la fe, ha
recibido a Cristo como su Señor y Salvador (Juan 1:12). Dios extiende Su amor a Su Hijo Jesucristo, y a través de
Él, a todos Sus hijos adoptados.
Los
cristianos son bautizados "en el nombre del Padre y del Hijo y
del
Espíritu Santo" (Mt 28,19). Antes responden "Creo" a la triple
pregunta que les pide confesar su fe en el Padre, en el Hijo y en el
Espíritu:
"Fides omnium christianorum in Trinitate consistit"
("La fe de
todos los cristianos se cimenta en la Santísima Trinidad")
(S. Cesáreo de
Arlés, symb.).
El primer versículo de
la Sagrada Escritura es todo un tratado de Religión, un tratado filosófico, un
poema insuperable: "En el principio creó Dios el cielo y la tierra"
(Gén. 1, 1)
Para el autor sagrado la
existencia de Dios es algo tan evidente, tan lógico, que no se detiene en discutirla,
no pierde tiempo demostrándola. Dado que hay cielo y tierra, esto que estarnos
viendo, existe un Dios Creador. Obviamente la creación clama por un Creador; no
existiría nada si Dios no lo hubiera creado de la nada.
De un plumazo, en diez
palabras, resuelve esa incógnita que tratados innumerables de Apologética
intentan demostrar y también borra los no menos numerosos libros que se empeñan
en negar la existencia de Dios Creador en contra de toda lógica.
Es por eso que el primer
artículo de nuestro Credo, desde los Apóstoles hasta nuestros días, declara
precisamente nuestra Fe en un Dios Creador, Padre de todo lo creado e infinito
en su poder. "Creo en Dios Padre todopoderoso".
Nuestro Símbolo de Fe
comienza con la creación del cielo y de la tierra, ya que la creación es el
principio y el fundamento de todas las obras de Dios. Como en la Biblia, la
primera afirmación del Credo es la Fe en la existencia de Dios, "Creo en
Dios" porque es también la más fundamental.
Dios es Unico.
Otra versión del Credo
añade "un solo Dios", porque Dios es único: no existen ni pueden
existir otros dioses, afirmación repetida una y otra vez en el Antiguo
Testamento para asegurar el monoteísmo del Pueblo de Dios, rodeado como estaba
de pueblos idólatras que creían en muchos dioses, todos falsos
evidentemente". "Escucha Israel: el Señor tu Dios es el único
Señor" (Dt.6,4).
Dios es eterno.
El concepto de eternidad
nos descontrola porque habiendo nacido nosotros en el tiempo, acostumbrados al
ayer, el hoy y el mañana, estamos tentados de considerar a 1,a eternidad como
un tierno enorme, como una sucesión infinita de días y de años. El diccionario
define la eternidad como:"aquello que no tiene principio ni fin pero
también como espacio de tiempo muy largo". En la Sagrada Escritura también
encontramos estas expresiones: "Antes que los montes fuesen engendrados,
antes que naciesen tierra y orbe, desde siempre y hasta siempre, tú eres
Dios" (Sal.89,2). La Iglesia misma emplea este lenguaje muy humano al
concluir sus oraciones con un solemne: "por los siglos de los
siglos".
Pero la eternidad no es
un tiempo largo, por largo que este sea, sino el "no-tiempo". Dios no
está en el tiempo, su existencia no está sujeta al transcurso de los siglos
sino que vive en un continuo presente, sin un antes ni un después. Ya
Aristóteles lo definió filosóficamente como "Acto puro" es decir, en
Dios no hay cambiar. Él está presente en Sí mismo eternamente inmutable.
Dios es Todopoderoso.

El Nombre de Dios.
El hombre es el único
ser en la Creación que pone nombre a las cosas. De ahí nacen los diversos
idiomas según las distintas regiones del planeta. Y también quisiera ponerle
nombre a Dios, como si fuera parte de la creación. Pero Dios es totalmente
aparte: Dios no es "clasificable", no es nombrable. Y por eso cuando
Moisés le pregunta su Nombre, Dios contesta: "Yo soy el que soy" (Ex.
1 5,13-15), nombre misterioso, Como Dios es misterioso. Nombre revelado y como
resistencia a tomar un nombre propio y por eso mismo expresa mejor a Dios como
lo que El es, infinitamente por encima de todo lo que podemos comprender,
clasificar, nombrar: su nombre es inefable (Jueces 13,18).
En hebreo no escribían
las vocales y por eso en los Libros Santos su nombre aparece como YHWH. Para
evitar que fuera profanado por los paganos, dejaron de pronunciarlo sobre todo
en la época del destierro en Babilonia, utilizando otros apelativos como Adonay
o Elohím. El nombre de Dios se pronuncia Yahwé o Yahvé, pero nunca Jehová como
lo dicen algunas sectas protestantes.
Dios es Verdad.
El Salmista declara:
"Es verdad el principio de tu palabra, por siempre, todos tus justos
juicios"(Sal. l19,160). El segundo libro de Samuel afirma: "Tú eres
Dios, tus palabras son verdad" (2 Sam.7,28). Dios es la verdad misma, sus
palabras no pueden engañar. Podemos entregarnos con toda confianza a su verdad
y a la fidelidad inconmovible de la Palabra de Dios. El error del hombre, desde
sus orígenes hasta la f echa, ha sido el dudar de la Palabra de Dios y creerle
al Adversario, padre de la mentira.
Vivimos en un mundo de
engaño, traición, demagogia, propaganda, consumismo, pornografía, en donde no
podemos creerle ni a los políticos, ni a economistas, médicos, medios de
comunicación, ni comerciantes...
Por eso cuando Dios
habla, podemos y debemos creerle agradecidos. Dios envió a su Hijo al mundo a
"dar testimonio de la Verdad" (Jn.18,37). Cristo es "Camino,
Verdad y Vida".
Dios es amor.
A lo largo de su
historia, Israel pudo descubrir y comprobar que Dios sólo tenía una razón para
haberlo escogido entre todos los pueblos y revelárselas: un amor totalmente
gratuito (Dt.4,37). Fue por amor que Dios los salvó en múltiples ocasiones y
aún por amor los castigó duramente.
El amor de Dios por
Israel es comparado al amor de un padre a su hijo (Os. 11, 1) y es más fuerte
que el amor de una madre: "¿Puede una mujer olvidarse del niño que cría o
dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues bien, aunque alguna lo olvidase,
¡Yo nunca me olvidaría de ti!" (Is. 49,15).
No solamente ama Dios al
pueblo de Israel sino que ama a la humanidad entera: "¡Tanto amó Dios al
mundo que le dio a su Hijo Unico!" (Jn.3,16).
Pero San Juan irá
todavía más lejos al afirmar "Dios es Amor" (1 Jn. 4,8). El ser mismo
de Dios es Amor.
A diferencia de los
amores humanos, el amor de Dios es eterno: "Los montes se correrán y las
colinas se moverán, mas mi amor de tu lado no se apartará"
(Is.54,10)"'Con amor eterno te he amado" (Jr.31,3).
Dios es Trinidad.
Dios, que es Creador,
"El que Es", Unico, Verdad, Amor, es en sí mismo un misterio inefable
porque siendo Unico es también Trinidad: un solo Dios en tres Personas.
Hemos sido bautizados
"en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo". Este misterio
es el central de la fe y de la vida cristiana: es la fuente de todos los otros
misterios de nuestra fe, es la luz que los ilumina.
La Trinidad es un
misterio de Fe en el sentido estricto, uno de los "misterios escondidos en
Dios, que no pueden ser conocidos si no son revelados desde lo alto"
(Concilio Vaticano I). Ciertamente Dios dejó las huellas de su ser trinitario
en su obra de creación y en la Revelación del Antiguo Testamento, pero la
intimidad de su Ser como Trinidad es un misterio inaccesible a la sola razón y
aún para Israel antes de la Encarnación del Hijo de Dios y del envío del
Espíritu Santo sobre la Iglesia en Pentecostés.
Jesucristo revela a Dios
como PADRE.
En muchas religiones
Dios o la divinidad es llamada "Padre", con frecuencia considerándolo
como padre de otros dioses y de los hombres. Para Israel no es así: Dios es
Padre en cuanto Creador del mundo y también como el que hace alianza con el
Pueblo al que llama "primogénito". "Entonces tú les dirás: Eso
dice Yahvé: Israel es mi hijo primogénito" (Ex.4,22).
También es llamado Padre
del rey de Israel, Padre de los pobres, del huérfano, de la viuda (Sal.68,6).
Este lenguaje indica
simplemente que Dios es el origen de todas las cosas y además el amor especial
que tiene por su Pueblo Elegido. Israel se sirve de la experiencia humana del
amor de los padres para con sus criaturas. Aceptando que los padres humanos
tienen limitaciones, subliman la paternidad porque nadie es padre como Dios.
Jesucristo va todavía
más allá: Dios es Padre no tan solo porque es Creador sino porque es
eternamente Padre en cuanto que engendra desde siempre a su Hijo Unico, que
recíprocamente es eternamente Hijo en relación al Padre. Por eso decimos en el
Credo "engendrado, no creado". El Hijo no "empezó" a existir:
ha existido desde siempre, como el Padre mismo. Desde que Dios es Dios, desde
toda la eternidad, es Padre engendrando a su Hijo Unico. Podemos hacer una
comparación: desde que el Sol es Sol, ha emitido su luz. No podría existir el
Sol sin su luz, ni tampoco la luz sin el Sol.
San Juan Evangelista,
con su lenguaje tan especial confiesa a Jesús como "el Verbo que en un
principio estaba junto a dios y que era Dios"(Jn.1,1). Para San Pablo,
Jesucristo es la "imagen del Dios invisible"(Col.1,15)y como "el
resplandor de su gloria y la impronta de su esencia" (Hb.1,3).
Siguiendo la tradición
Apostólica, la Iglesia confesó en el primer Concilio Ecuménico de Nicea en el
año 325, que el Hijo es "consubstancial" al Padre, es decir, un solo
Dios con El y en el segundo Concilio Ecuménico reunido con Constantinopla en
381, conservó esa expresión y confesó "al Hijo Unico de Dios, engendrado
del Padre antes de todos los siglos, luz de luz Dios verdadero de Dios
verdadero, engendrado, no creado, consubstancial al Padre", palabras
fielmente proclamadas por la Iglesia Católica en las Eucaristía dominicales en
el mundo entero.
Jesucristo nos revela al
Espíritu Santo.
Antes de su Pasión, en
la Ultima Cena, Jesús anunció el envío del Espíritu Santo: "Yo rogaré al
Padre y les dará otro intercesor que permanecerá siempre con ustedes. Este es
el Espíritu de Verdad, que el mundo no puede recibir porque no lo ve ni lo
conoce, pero ustedes saben que Él permanece con ustedes y está en ustedes... en
adelante, el Espíritu Santo Intérprete, que el Padre les enviará en mi Nombre,
les va a enseñar todas las cosas y les recordará mis palabras" (Jn.
14,16-26). Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, los introducirá a la
verdad completa. El no vendrá con un mensaje propio sino que les dirá lo que ha
escuchado y les anunciará las cosas futuras (Jn. 16,13).
La existencia de una
tercera Persona Divina, sin la revelación hecha por Jesucristo, nos hubiera
sido absolutamente desconocida. Ciertamente Israel conocía el Espíritu Divino,
pero no como una Persona sino como una fuerza, un poder de Yahvé: "El espíritu
de Dios se movía sobre las aguas" (Gén 1,2). "Lo invadió el espíritu
de Dios y se puso a profetizar" (1 Sam. 10, 10).
Jesús no menciona al
Espíritu Santo como un "algo" sino como Alguien personal: "el
Paráclito, el Abogado, el Intercesor", capaz de actuar por sí mismo:
"El los enseñará, El los introducirá, El les dirá, les anunciará..."
El Padre y el Hijo,
revelados por el Espíritu.
Es totalmente
comprensible la imposibilidad de los Apóstoles de imaginar que Dios tuviera
tres Personas. Formados en un monoteísmo absoluto confrontado permanentemente
con el politeísmo de los paganos que los rodeaban, la Santísima Trinidad de
Dios era impensable.
Fue necesaria a la
Iglesia la inspiración del Espíritu Santo en Pentecostés y en los siglos
sucesivos, para la aceptación y expresión racional de este misterio. El
Espíritu Santo es enviado tanto por el Padre en nombre del Hijo, como
personalmente por el Hijo una vez que volvió junto al Padre (Jn.14,26; 15,26).
El envío de la Persona del Espíritu Santo tras la glorificación de Jesús
(Jn.7,39), revela en plenitud el misterio de la Santísima Trinidad.
La fe de los Apóstoles
relativa al Espíritu Santo fue confesada por el segundo Concilio Ecuménico en
el año 381 en Constantinopla: "Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador
de vida, que procede del Padre y con el Padre y el Hijo recibe una misma
adoración y gloria".
La tradición latina por
su parte, declara que el Espíritu Santo "procede del Padre y del
Hijo" mientras que las orientales afirman que "procede del Padre por
el Hijo", pero en todo caso, tanto la Iglesia Latina como la Oriental,
creemos que en Dios hay tres personas distintas, iguales en dignidad y
adorables por igual.
Sin la revelación de
Jesucristo que nos habla de Yahvé como "Padre; que se revela a sí mismo
como el "Hijo" y que nos habla del Espíritu Santo como Persona
Divina, nunca hubiéramos tenido noticia de la intimidad trinitaria de Dios y de
la relación que nace en nosotros al ser hijos de Dios, hermanos de Jesucristo y
templos del Espíritu Santo. Por eso somos bautizados "en el Nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" y en eso consiste la maravillosa
dignidad de los cristianos; por eso nos persignamos en el Nombre de las tres
divinas Personas y en nuestras oraciones hacemos mención de ellas
continuamente.
Jesucristo y su relación
con el Padre.
Leemos en los Evangelios
cómo Jesucristo acostumbraba retirarse, a pesar del cansancio natural de sus
correrías apostólicas, para hacer oración: "En aquellos días se fue a orar
al monte y pasó toda la noche en oración con Dios" (Lc.6,12).
Es en la oración donde
descubrimos sobre todo la clase de relación que Jesús tiene con el Padre. Y lo
primero que descubrimos es que no lo llama Yahvé sino "Abbá", que
quiere decir no solamente Padre, sino Papá, Papito, revelando una tierna
familiaridad con su Padre Dios, como la de un niño con su padre.
Así hablaba con aquel
cuyo nombre los judíos no se atrevían a pronunciar, empleando en su lugar
eufemismos como Adonay o Elohím. Por eso mismo San Mateo, que escribe para
judíos, al hablar del Reino de Dios dice mejor el "Reino de los
cielos".
Jesucristo sabe, por su
puesto, que Dios es inmenso Todopoderoso, Creador de cielos y tierra, Soberano
del universo entero, pero que es sencillamente su Papá. Esta palabra refleja
con suma simplicidad tanto quién es Jesús, como quién es Dios: el Padre Eterno.
Las citas en las que
Jesús habla de Dios como del Padre, son muy abundantes: "Yo te bendigo
Padre" (Mt.11,25; Lc.10,21); "Abbá, Padre, todo es posible para tí,
aparta de mí este cáliz" (Mc.14,36; Mt.36,29; Lc. 22, 42); "Padre, te
doy gracias por haberme escuchado" (Jn. 11,41); "Padre, ha llegado la
hora, glorifica a tu Hijo" (Jn. 17, l); "Padre Santo, cuida en tu
nombre a los que me has dado" (Jn. 17,1l); "Padre, los que tu me has
dado, quiero que donde yo esté, también estén conmigo" (Jn.17,24);
"Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen" (Lc.23,34); y sus
últimas palabras: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu"
(Lc.23,46).
Jesús revela al Padre en
sus obras.
Jesús nos habla del
Padre.
Jesucristo, por
supuesto, está perfectamente consciente de su identidad como Hijo Eterno del
Padre y en todas sus actitudes y palabras nos revela está relación única. Ya
desde niño, a los 12 años, opta por permanecer en el Templo, ocupado en las
cosas de su "Padre" (Lc.2,49), indicándonos quien es El y a qué ha
venido.
Ni el cumplimiento de la
Ley ni siquiera el parentesco carnal cuentan para salvarnos, sino hacer día
tras día la voluntad de Dios: "No todo el que diga Señor, Señor entrará al
Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre" (Mt.7,1l).
Pone este cumplimiento de la voluntad divina por encima de los lazos humanos
más íntimos: "El que cumple la voluntad de mi Padre que está en los
cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre" (Mt. 12,50).
Nos advierte de cómo un
rechazo a El, significa automáticamente un repudio al Padre: "Al que me
reconozca Delante de los hombres, yo lo reconoceré delante de mi Padre que está
en los cielos. Y al que me niegue delante de los hombres, yo también lo negaré
delante de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi
madre" (Mt, 10, 32-33).
La única manera, el
único camino para conocer al Padre, es Jesucristo. San Juan en su Evangelio lo
pone bien claro: "A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo Unico, que es
Dios y que está en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer" (Jn. 1,
18), Así pues, cualquiera otra imagen que nos formemos de Dios que no sea la de
Dios como Padre, que Cristo nos ha revelado, sería un ídolo fabricado con
nuestras propias manos, por bella que ésta fuera.
Cuando Nicodemo quiere
saber por qué ha de confiar en las palabras de Jesucristo, éste le responde:
"Cuando habla Aquel a quien Dios envié, es Dios mismo el que habla, ya que
Dios le ha comunicado plenamente su Espíritu. El Padre ama al Hijo y le ha
confiado todo" (Jn.3,34-35).
En otra ocasión, a
propósito de una discusión con los fariseos concerniente a la supuesta
violación del sábado por hacer curaciones en ese día, Jesús les revela no tan
solo la dignidad de hombre: "El sábado ha sido hecho para el hombre y no
el hombre para el sábado" (Mc.2,27), sino que también nos reafirma su
relación única con el Padre que le da autoridad total en lo que dice y en lo
que hace: "El Hijo no puede hacer nada por su cuenta; él hace únicamente
lo que ve hacer al Padre: lo que hace el Padre, eso hace también el Hijo"
(Jn.5,19). Y como le reprochaban no solo su conducta sino también sus
enseñanzas, Jesús afirma: "Yo no hago nada por mi cuenta; solamente enseño
lo que aprendí del Padre" (Jn.8,28).
Por todo esto debemos
observar y conocer íntimamente a Jesucristo, ya que en Él vemos reflejada
plenamente la figura del Padre. No por nada nos dice San Pablo que Jesús es
"la imagen del Dios invisible (Col.1,15). Es lo que sucede humanamente
hablando: cuántas cosas podemos deducir de los padres al conocer a sus hijos.
En Jesucristo vemos reflejada la personalidad del Padre Eterno, su poder, su
bondad, su belleza, y por sobre todo, su infinito amor por los hombres. Saber
que Jesús se quiso hacer hermano nuestro para que pudiéramos ser adoptados por
su Padre corno hijos y estar por tanto destinados a heredar con Cristo la
Gloria, debe provocar en nosotros una alegría inmensa que ninguna pena de este
mundo nos pueda arrebatar.
El Padre es rico en
Misericordia.
Sin duda alguna uno de
los discursos más emotivos de Jesús, es la Parábola del Hijo Pródigo en la que
nos revela con finísimos detalles, la misericordia divina. Es San Lucas el que
nos comunica dicha parábola en su capítulo 15,de los versículos 11 al 32.
Podemos o debemos
identificarnos no solamente con el hijo que abandona la casa paterna para
despilfarrar su herencia, sino también con el hijo mayor, que tampoco comprende
a su padre ni quiere a su hermano.
¿Quién de nosotros no ha
abandonado, al pecar, la casa del Padre Eterno que es su Gracia Santificante?
El pecador, o sea todo hombre, despilfarra en sus pasiones el Don de la Vida
Divina que se le ha comunicado en el Bautismo, reniega de su dignidad de hijo
de Dios, hace inútil para sí la Sangre de su Hermano Jesucristo vertida en el
Calvario y expulsa de su alma al Espíritu Santo, perdiendo con todo esto la
posibilidad de llegar un día a la casa del Padre por toda la eternidad. ¡Vaya
despilfarro!
NUESTRA ORACIÓN AL
PADRE.
Cuando asistimos a Misa,
se nos invita a rezar el Padre Nuestro con una audacia filial: "nos
atrevemos a decir..." En efecto, como escribe San Pedro Crisólogo en su
sermón 71: "La conciencia que tenemos de nuestra condición de esclavos nos
haría meternos bajo tierra, nuestra condición terrena se desharía en polvo si
la autoridad de nuestro mismo Padre y el Espíritu de su Hijo no nos empujasen a
proferir este grito: ¡Abbá, Padre!. ¿Cuándo la debilidad de un mortal se
atrevería a llamar a Dios Padre suyo, sino solamente cuando lo íntimo del
hombre está animado del poder de lo Alto?"
Cuando los Apóstoles
vieron a Jesús orar con su Padre le pidieron: "Enséñanos a orar" (Lc.
11, 1) y fue cuando Jesucristo nos entregó el Padre Nuestro, llamada la
"Oración Dominical", ya que Jesús es el Señor, (Dominus en latín),
como la perfecta oración a su Padre y nuestro Padre.
En nuestro Bautismo
recibimos al Espíritu Santo que es Espíritu de adopción filial: "Ha
enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama Abbá,
Padre" (Gál.4,6) y eso nos da el derecho inaudito de llamar al Dios
Creador del Universo entero, "Padre, papá, papito". La oración del
Padre Nuestro es pues, dentro de su sencillez, la Oración Perfecta.
Padre Nuestro:
Jesús no quiso que
hiciéramos una oración individualista y privada, de modo que cada quien rogara
sólo por sí mismo. No decimos: "Padre mío que estás en el cielo" ni
"Dame hoy mi pan de cada día", sino que oramos unidos en la hermandad
a nuestro Padre común.
Que estás en el cielo:
Esta expresión bíblica,
no significa un lugar en el espacio, sino una manera de ser; no el alejamiento
de Dios sino su Majestad infinita. Dios no está lejos, no está fuera, sino más
allá de todo lo que el hombre puede concebir y como es Padre de Misericordia
está totalmente en el corazón humilde y contrito. San Agustín nos dice:
"estas palabras hay que entenderlas en relación al corazón de los justos,
en el que Dios habita como en su templo". El cielo, la Casa del Padre,
constituye la verdadera Patria hacia donde tendemos y a la que ya pertenecemos.
Santificado sea tu
nombre:
Evidentemente no en el
sentido de que Dios pueda ser santificado por nuestras oraciones, sino en el
sentido de que pedirnos a Dios que su Nombre sea santificado en nosotros.
¿Quién podría santificar a Dios si es Él quien santifica todas las cosas?
Estamos en realidad pidiendo que perseveremos en la santificación inicial que
recibimos en nuestro Bautismo.
Venga a nosotros tu
Reino:
Pedimos que se haga
presente en nosotros el reino de Dios, del mismo modo que suplicamos que su
nombre sea santificado en nosotros; necesitamos que Dios reine en nuestras
vidas, que sea El quien gobierne en todos nuestros pensamientos, palabras y
acciones.
También la Iglesia ora
principalmente por la venida final del Reino de Dios por medio del retorno de
Cristo (Tit.2,13). Esta petición equivale al "Marana Tha", el grito
del Espíritu y de la Esposa que dicen: "Ven, Señor Jesús".
Hágase tu voluntad en la
tierra como en el Cielo:
No en el sentido de que
Dios haga lo que quiera, sino de que nosotros seamos capaces de hacer lo que
Dios quiere. ¿Quién puede en efecto, impedir que Dios haga lo que quiere? Pero
a nosotros sí que el diablo puede impedirnos nuestra total sumisión a Dios en
sentimientos y acciones. Pedimos pues, que se haga en nosotros la voluntad de
Dios, para lo cual necesitamos de la ayuda divina.
Por la oración podremos
"discernir cuál es la voluntad de Dios" (Rrn.12,2) y obtener
"constancia para cumplirla" (Hb. 10,36). Jesús nos enseña que no
entraremos en el Reino de los cielos con puras palabras, sino "haciéndola
voluntad de mi Padre que está en los cielos" (Mt.7,21).
Danos hoy nuestro pan de
cada día:
Podemos entender esta
petición en el sentido espiritual o material, ya que ambas maneras aprovechan a
nuestra salvación. Lo cierto es que Jesucristo es el Pan de Vida Eterna.
Pedimos que se nos dé este Pan a fin de que los que vivimos en Cristo y
recibimos cada día la Sagrada Comunión como alimento saludable, no nos veamos
privados, por alguna falta grave, del Pan Celestial y quedemos separados del
Cuerpo de Cristo.
Jesús prometió
solemnemente que a los que coman de este Pan que es su Cuerpo y beban de este
Cáliz que es su Sangre, los resucitará el último día, pero también advierte
gravemente que los que no lo hagan "no tendrán la vida eterna"
(Jn.6,48-58). Por eso San Cipriano escribe: "Es de temer, y hay que rogar
que no suceda así, que aquellos que se privan de la unión con el cuerpo de Cristo
queden también privados de la salvación, pues el mismo Salvador nos conmina con
estas palabras: "Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y no bebéis su
Sangre, no tendréis vida eterna".
En otras palabras, la
Comunión frecuente, si no cotidiana, no es opcional como muchos lo consideran,
es cuestión de vida o muerte eterna. Muchas personas comulgan o van a Misa
"cuando les nace" y eso es un intento de poner nosotros las reglas
del juego, siendo que el Señor es quien tiene el poder absoluto. Un católico
normal, debería comulgar todos los Domingos, ya que la asistencia a Misa es de
rigor y estar ahí sin comulgar denota un problema espiritual.
Perdona nuestras
ofensas:
Sabiendo que somos hijos
amados por el Padre, deseando que su Nombre sea santificado y que su Reino
venga a nosotros, reconocemos nuestra tremenda debilidad: somos pecadores,
ofendemos a Dios de mil maneras y necesitamos urgentemente su perdón generoso.
Pero Nuestro Señor, lleno de piedad por los pecadores, condiciona su perdón al
perdón que nosotros otorguemos a los que nos hayan ofendido. "Quede bien
claro que si ustedes perdonan las ofensas de los hombres, también el Padre
Celestial los Perdonará. En cambio, si no perdonan las ofensas de los hombres,
tampoco el Padre los perdonará a ustedes" (Mt.6,14-15).
El perdón es asunto de
la voluntad, no del sentimiento. No importando lo que sintamos, podemos y
debemos actuar con el ofensor como Dios actúa con nosotros. Debemos procurar el
bien de aquellos, a pesar de que el sentimiento nos quiera impulsar a la
venganza.
No nos dejes caer en la
tentación:
Nuestros pecados son los
frutos del consentimiento a la tentación. Pedimos al Padre que no nos deje
caer, entrar, sucumbir a la tentación. Le pedimos que no nos deje tomar el
camino que conduce al pecado, pues estamos empeñados en el combate "entre la
carne y el espíritu" según nos dice San Pablo. No entrar en tentación
implica una decisión del corazón, de la fuerza de voluntad. Iluminada nuestra
inteligencia por la simple ley natural y por Espíritu Santo, sabemos de cierto
en dónde está el peligro para nuestras almas, pero nos gusta jugar con las
malas inclinaciones y en muchas ocasiones somos nosotros los que
conscientemente entramos en la tentación sin querer reaccionar. "El que
ama el peligro en él perece" dice el refrán. Y eso es exactamente lo que
hacemos.
En el Padre Nuestro
estamos pidiendo a Dios, la capacidad para evitar las ocasiones de pecar, para
no entrar por nuestro propio pie en las arenas movedizas que nos llevan a la
pérdida de la Gracia de Dios.
Y líbranos del mal:
La última petición a nuestro
Padre está también contenida en la oración de Jesús: "No te pido que los
retires del mundo, sino que los guardes del maligno" (Jn.l7,15). En esta
petición, el mal no es una abstracción, sino que designa a una persona,
Satanás, el Maligno por excelencia, el padre de la mentira, homicida desde el
principio, el tentador, que se opone a los designios de Dios sobre nosotros.
Error horrendo es no
solamente dejarnos seducir mansamente por el Maligno, sino todavía peor,
invitarlo a nuestras vidas con la ouija, supersticiones o cultos satánicos.
¡Con el diablo no se juega!
Al pedir ser liberados
del Maligno, oramos también para ser liberados de todos los males, pasados,
presentes y futuros de los que él es el autor o instigador.
Toda nuestra vida está,
por así decirlo, rodeada de la Trinidad Santísima: desde que en el Bautismo
fuimos santificados "En el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo", fuimos hijos del Padre Eterno, hermanos de Jesucristo y templos
del Espíritu Santo. Dios se mete en nuestras vidas, o mejor dicho nos mete en
la suya totalmente. Es nuestra más grande dignidad, por los méritos de Nuestro
Señor Jesucristo, en el Espíritu Santo, ser hijos de Dios.
Nuestra existencia
entera, aquí en la tierra y después en la Gloria, debe ser una alabanza
continua al Padre, por el Hijo en el Espíritu. Para eso fuimos creados y para
eso fuimos redimidos. Así nos ama el Padre y así quiere que le amemos. El nos
eligió y predestinó desde toda la eternidad, como nos dice San Pablo en la
carta a los Efesios, para ser santos e inmaculados por el amor en su presencia.
No escatimó ni a su propio Hijo para lograr hacernos hijos suyos. Es el colmo
de la locura de amor de Dios para el hombre. Y el colmo de la ingratitud del
hombre es no comprender tanto amor y rechazar a Dios por una vida de pecado.
San Juan nos dice
alborozado: "¡Vean qué amor singular nos ha dado el Padre: que no
solamente nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos!" (1 Jn.3,1)
¡GLORIA SEA DADA AL
PADRE, POR EL HIJO EN EL ESPÍRITU SANTO. AMEN!
"Lo que realmente
quiero que comprendáis es esto: que Dios cuenta con vosotros; que Él hace sus
planes, en cierto modo, dependiendo de vuestra libre colaboración, de la
formación de vuestras vidas y de la generosidad con que sigáis las
inspiraciones que el Espíritu Santo os hace en el fondo de vuestros
corazones".
Juan Pablo II
SEÑOR SANTO, PADRE
OMNIPOTENTE
San Buenaventura
San Buenaventura
Señor santo, Padre
omnipotente, Dios eterno, por tu generosidad y la de tu Hijo quien por mí
padeció pasión y muerte, y por la excelentísima santidad de su Madre, y por los
méritos de todos los santos, concédeme a mí, pecador e indigno de cualquier
beneficio tuyo, que sólo a ti ame, que siempre tenga sed de tu amor, que
continuamente tenga en el corazón el beneficio de la pasión, que reconozca mi
miseria, que desee ser pisado y despreciado de todos; que sólo la culpa me entristezca.
Amén.
PADRE NUESTRO
Padre nuestro, que
estás en el cielo, santificado sea tu Nombre; venga a nosotros tu reino; hágase
tu voluntad, en la tierra como en el cielo.
Danos hoy nuestro
pan de cada día; perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a
los que nos ofenden; no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal.
Amén.