El sagrado día de Pentecostés.
En Visiones de la Beata Anna
C Emmerich
Toda la sala del Cenáculo estaba, la víspera de
la fiesta, adornada con plantas en cuyas ramas se colocaron vasos con flores.
Guirnaldas verdes colgaban de uno y otro lado de la sala.
Guirnaldas verdes colgaban de uno y otro lado de la sala.
Las puertas laterales estaban abiertas; sólo la entrada principal del portón estaba cerrada.
Pedro estaba revestido de sus vestiduras episcopales con capa adornada, delante de la cortina del Santísimo, debajo de la lámpara, donde había una mesa cubierta con un paño blanco y rojo con rollos escritos.
Frente a Pedro, cerca de la entrada del
vestíbulo, estaba María cubierta con el velo y, detrás de ella, las otras
santas mujeres.
Los apóstoles se hallaban en dos hileras, a
ambos lados de la sala, con el rostro vuelto hacia Pedro.
Detrás de los apóstoles, en las salas
laterales, estaban los discípulos de pie, para formar el coro en el canto y en
la oración. Cuando Pedro bendijo los panes y los distribuyó, primero a María
santísima, luego a los apóstoles y discípulos, cada uno le besaba la mano.
La Virgen santísima también lo hizo. Estaban
presentes en la sala del Cenáculo ciento veinte personas, sin contar a las
santas mujeres.
A medianoche se
sintió una conmoción extraordinaria en toda la naturaleza, que se comunicó a
los que estaban junto a las columnas y en las salas laterales, en profunda
devoción, orando con los brazos cruzados sobre el pecho. Una sobrenatural
tranquilidad y sensación de quietud se esparció por toda la casa, y en los
alrededores reinaba religioso silencio.
Hacia la mañana he visto sobre el Huerto de los Olivos una nube blanca, resplandeciente, bajando del cielo en dirección al Cenáculo. A distancia era como una bola redonda cuyo movimiento acompañaba un vientecillo suave y reconfortante.
Al acercarse se hizo como una nube
resplandeciente sobre la ciudad; luego se fue comprimiendo sobre Sión y sobre
la sala del Cenáculo.
A medida que se comprimía, la nube se volvía
más brillante y transparente. Se detuvo; luego, como impulsada por un viento
impetuoso, descendió. Al sentir esta conmoción muchos judíos que habían visto
la nube, corrieron espantados, al templo. Yo misma me sentí como una niña,
invadida de terror, y buscaba dónde esconderme para cuando estallara la
tempestad, pues todo el conjunto tenía semejanza a lo que sucede cuando se
desencadena una súbita tempestad; sólo que esta venía del cielo y no de la
tierra, en lugar de oscura era toda luz y, en vez de tronar, marchaba zumbando
como un viento. Este viento se esparció como suave y confortadora corriente de
luz. La nube luminosa descendió sobre el Cenáculo y con el zumbido del viento
se tornó más brillante. Yo veía la casa y su alrededor cada vez más
resplandecientes. Los apóstoles, los discípulos y las santas mujeres se sentían
más conmovidos y silenciosos. De pronto de la nube luminosa en movimiento
partieron rayos blancos con ímpetu sobre la casa y sus contornos, en siete
líneas que se cruzaban y se deshacían hacia abajo en rayos más delgados y en
gotas como de fuego.
El punto donde los siete rayos se cruzaban estaba rodeado
de un arco iris.
Apareció una figura luminosa y movible que tenía unas alas a modo
de rayos de luz.
En ese momento estuvieron la
casa y los contornos llenos de luz y de resplandor. La lámpara de
cinco brazos ya no daba luz. Los presentes estaban como
arrebatados; levantaron sus cabezas a lo alto, como sedientos, abriendo la
boca.
En la boca de cada uno de ellos entraron
torrentes de luz como lenguas de fuego.
Parecía que aspirasen esas llamas, sedientos, y
que sus deseos se dirigían al encuentro de esas llamas. Sobre los
discípulos y las mujeres, que estaban en el vestíbulo, también
se derramaron estas llamas, y de este modo la nube preñada de luz
se deshizo poco a poco a medida que echaba sus rayos sobre los
congregados en el Cenáculo.
He visto que estas llamas descendían sobre cada
uno de los presentes en diversas formas, colores y cantidad.
Después de esta
lluvia maravillosa estaban todos reanimados, ardorosos, como fuera de sí por el
gozo, llenos de santo arrebato.
Todos rodearon a María santísima, a la cual vi
durante este tiempo tranquila, en santo recogimiento. Los apóstoles se
abrazaron, llenos de entusiasmo; unos a otros se decían:
¿Qué éramos nosotros?... ¿Qué somos ahora?...
También las santas mujeres se sintieron
animadas y se abrazaban. Los discípulos que estaban en los alrededores se
sintieron conmovidos y los apóstoles fueron hacia ellos. En todos había una
nueva vida, llena de contento, de confianza y de santa audacia. Esta alegría se
exteriorizó en acciones de gracias. Se reunieron en oración y dieron gracias a
Dios muy conmovidos. Mientras tanto la luz había desaparecido. Pedro hizo
entonces una exhortación a los discípulos y envió a varios de ellos a diversos
albergues donde se reunían los convidados para las fiestas de Pentecostés.
Entre el Cenáculo y
la piscina de Bethesda había varios galpones y lugares abiertos que servían de
dormitorios para los muchos forasteros que acudían a las fiestas de
Pentecostés. Había recibido ellos también impresiones de la venida del Espíritu
Santo.
En toda la naturaleza había un movimiento inusitado de alegría. Personas
bien intencionadas había recibido internas ilustraciones; los malos se
asustaron más y se endurecieron en sus perversos intentos. Muchos de los
forasteros estaban desde las fiestas de Pascua, pues la distancia de sus
pueblos no les permitía ir y volver para esas fiestas. Habían oído y visto
maravillas desde la fiesta de Pascua, se mostraban muy adictos a los discípulos
y estos les decían ahora que se habían cumplido las cosas prometidas para la
fiesta de Pentecostés. Entonces comprendieron por qué se sintieron también
ellos conmovidos, y se reunieron con los discípulos en torno de la piscina de
Bethesda.
En el Cenáculo, Pedro impuso las manos sobre cinco
apóstoles, los cuales debían instruir y bautizar en la piscina de Bethesda.
Eran: Santiago el Menor, Bartolomé, Matías, Tomás y Judas Tadeo. En esta
consagración tuvo Judas una visión: le pareció que abrazaba el cuerpo de Cristo
con sus brazos cruzados sobre el pecho. Al partir para bendecir el agua y
bautizar en la piscina de Bethesda, recibieron de rodillas la bendición de
la Virgen María. Antes de la Ascensión, la solían recibir de pie. He visto
repetir este acto de obsequio a María en los días siguientes, antes de salir y
entrar en el Cenáculo.
La Virgen María llevaba en estas ocasiones, y
siempre que aparecía delante de los apóstoles, en su dignidad de madre de la
Iglesia, un gran manto blanco, un velo amarillo y dos cintas de color azul
celeste que desde la cabeza calan a ambos lados hasta el suelo: estaba adornado
de bordados y sobre la cabeza sujeto con las cintas por una corona de seda…