La Santa Misa
La Santísima Virgen apareció a Catalina Rivas, vidente y estigmatizada Boliviana, y le dijo “quiero que sepas lo es la Santa Misa… hoy va a ser un día de enseñanzas, hoy vas a aprender muchas cosas, y quiero que las digas a todos mis hijos” La Virgen y Jesús acompañaron a Catalina a una misa [...]
En la maravillosa
catequesis con la que el Señor y la Virgen María nos han ido instruyendo -en
primer lugar enseñándonos la forma de rezar el Sto. Rosario, de orar con el
corazón, de meditar y disfrutar de los momentos de encuentro con Dios y con
nuestra Madre bendita; la manera de confesarse bien- está la del
conocimiento de lo que sucede en la Santa Misa y la forma de vivirla con el
corazón.

Era la vigilia del
día de la Anunciación y los componentes del grupo nuestro habíamos ido a
confesarnos. Algunas de las señoras del grupo de oración no alcanzaron a
hacerlo y dejaron su confesión para el día siguiente antes de la Santa Misa.
Cuando llegué al día
siguiente a la Iglesia un poco atrasada, el señor Arzobispo y los sacerdotes ya
estaban saliendo al presbiterio. Dijo la Virgen con aquella voz tan suave y
femenina que a una le endulza el alma.
“Hoy es un día de
aprendizaje para ti y quiero que prestes mucha atención, porque de lo que seas
testigo hoy, todo lo que vivas en este día, tendrás que participarlo a la
humanidad”.
Me quedé sobrecogida
sin entender pero procurando estar muy atenta. Lo primero que percibí es que
había un coro de voces muy hermosas que cantaban como si estuviesen lejos, a
momentos se acercaba y luego se alejaba la música como con el sonido del
viento.
El señor Arzobispo empezó
la Santa Misa, y al llegar a la Oración Penitencial, dijo la Santísima Virgen:
“Desde el
fondo de tu corazón, pide perdón al Señor por todas tus culpas, por haberlo
ofendido, así podrás participar dignamente de este privilegio que es asistir a
la Santa Misa.” Seguramente que por una fracción de segundo pensé:
“Pero si estoy en Gracia de Dios, me acabo de confesar anoche”.
Ella contestó:
“¿Y tú crees que desde anoche no has ofendido al Señor? Déjame que Yo te
recuerde algunas cosas. Cuando salías para venir aquí, la muchacha que te ayuda
se acercó para pedirte algo y como estabas con retraso, a la apurada, le
contestaste no de muy buena forma. Eso ha sido una falta de caridad de tu parte
y dices no haber ofendido a Dios...?”
“De camino hacia acá un
autobús se atravesó en tu camino, casi te choca y te expresaste en forma poco
conveniente contra ese pobre hombre, en lugar de venir haciendo tus oraciones,
preparándote para la Santa Misa. Has faltado a la caridad y has perdido la paz,
la paciencia. ¿Y dices no haber lastimado al Señor...?”
“En el último momento
llegas, cuando ya la procesión de los celebrantes está saliendo para celebrar
la Misa...y vas a participar de ella sin una previa preparación....”
-Ya, Madre Mía, ya no
me digas más, no me recuerdes más cosas porque me voy a morir de pesar y
vergüenza- contesté. “¿Por qué tienen que llegar en el último momento?
Ustedes deberían estar antes para poder hacer una oración y pedir al Señor que
envíe Su Santo Espíritu, que les otorgue un espíritu de paz que eche fuera el
espíritu del mundo, las preocupaciones, los problemas y las distracciones para
ser capaces de vivir este momento tan sagrado. Pero llegan casi al comenzar la
celebración, y participan como si participaran de un evento cualquiera, sin
ninguna preparación espiritual. ¿Por qué? Es el Milagro más grande, van a vivir
el momento de regalo más grande de parte del Altísimo y no lo saben apreciar.”
Era bastante. Me
sentía tan mal que tuve más que suficiente para pedir perdón a Dios, no
solamente por las faltas de ese día, sino por todas las veces que, como
muchísimas otras personas, esperé a que termine la homilía del sacerdote para
entrar en la Iglesia. Por las veces que no supe o me negué a comprender lo que
significaba estar allí, por las veces que tal vez habiendo estado mi alma llena
de pecados más graves, me había atrevido a participar de la Santa Misa.
Era día de Fiesta y
debía recitarse el Gloria. Dijo nuestra Señora: “Glorifica y bendice
con todo tu amor a la Santísima Trinidad en tu reconocimiento como criatura
Suya”. Qué distinto fue aquel Gloria. De pronto me veía en un lugar lejano,
lleno de luz ante la Presencia Majestuosa del Trono de Dios, y con cuánto amor
fui agradeciendo al repetir: “...Por tu inmensa Gloria Te alabamos, Te bendecimos,
Te adoramos, Te glorificamos, Te damos gracias, Señor, Dios Rey celestial, Dios
Padre Todopoderoso y evoqué el rostro paternal del Padre lleno de bondad...
Señor, Hijo único Jesucristo, Señor Dios, Cordero de Dios, Hijo del Padre, Tú
que quitas el pecado del mundo...”
Y Jesús estaba
delante de mí, con ese rostro lleno de ternura y Misericordia: “...porque sólo
Tú eres Dios, sólo Tú, Altísimo Jesucristo, con el Espíritu Santo...” el Dios
del Amor hermoso, Aquel que en ese momento estremecía todo mi ser... Y pedí:
“Señor, libérame de todo espíritu malo, mi corazón te pertenece, Señor mío
envíame tu paz para conseguir el mejor provecho de esta Eucaristía y que mi
vida dé sus mejores frutos. Espíritu Santo de Dios, transfórmame, actúa en mí,
guíame ¡Oh Dios, dame los dones que necesito para servirte mejor...!”
Llegó el momento de
la Liturgia de la Palabra y la Virgen me hizo repetir: “Señor, hoy quiero
escuchar Tu Palabra y producir fruto abundante, que Tu Santo Espíritu limpie el
terreno de mi corazón, para que Tu Palabra crezca y se desarrolle, purifica mi
corazón para que esté bien dispuesto.”
“Quiero que estés atenta a
las lecturas y a toda la homilía del sacerdote. Recuerda que la Biblia dice que
la Palabra de Dios no vuelve sin haber dado fruto. Si tú estás atenta, va a
quedar algo en ti de todo lo que escuches. Debes tratar de recordar todo el día
esas Palabras que dejaron huella en ti. Serán dos frases unas veces, luego será
la lectura del Evangelio entera, tal vez solo una palabra, paladear el resto
del día y eso hará carne en ti porque esa es la forma de transformar la vida,
haciendo que la Palabra de Dios lo transforme a uno”.
“Y ahora, dile al
Señor que estás aquí para escuchar lo que quieres que El diga hoy a tu
corazón”. Nuevamente agradecí a Dios por darme la oportunidad de escuchar
Su Palabra y le pedí perdón por haber tenido el corazón tan duro por tantos
años y haber enseñado a mis hijos que debían ir a Misa los domingos, porque así
lo mandaba la Iglesia, no por amor, por necesidad de llenarse de Dios...
Yo que había
asistido a tantas Eucaristías, más por compromiso; y con ello creía estar
salvada. De vivirla, ni soñar, de poner atención en las lecturas y la homilía
del sacerdote, menos. ¡Cuánto dolor sentí por tantos años de pérdida inútil,
por mi ignorancia!... ¡Cuánta superficialidad en las Misas a las que asistimos
porque es una boda, una Misa de difunto o porque tenemos que hacernos ver con
la sociedad! ¡Cuánta ignorancia sobre nuestra Iglesia y sobre los Sacramentos!
¡Cuánto desperdicio en querer instruirnos y culturizarnos en las cosas del
mundo, que en un momento pueden desaparecer sin quedarnos nada, y que al final
de la vida no nos sirven ni para alargar un minuto a nuestra existencia! Y sin
embargo, de aquello que va a ganarnos un poco del cielo en la tierra y luego la
vida eterna, no sabemos nada, ¡Y nos llamamos hombres y mujeres cultos…!
Un momento después
llegó el Ofertorio y la Santísima Virgen dijo “Reza así: ( y yo la seguía)
Señor, te ofrezco todo lo que soy, lo que tengo, lo que puedo, todo lo pongo en
Tus manos. Edifica Tú, Señor con lo poco que soy. Por los méritos de Tu Hijo,
transfórmame, Dios Altísimo. Te pido por mi familia, por mis bienhechores, por
cada miembro de nuestro Apostolado, por todas las personas que nos combaten,
por aquellos que se encomiendan a mis pobres oraciones... Enséñame a poner mi
corazón en el suelo para que su caminar sea menos duro. Así oraban los santos,
así quiero que lo hagan”.
Y es que así lo pide
Jesús, que pongamos el corazón en el suelo para que ellos no sientan la dureza,
sino que los aliviemos con el dolor de aquel pisotón. Años después leí un
librito de oraciones de un Santo al que quiero mucho: José María Escrivá de
Balaguer y allá pude encontrar una oración parecida a la que me enseñaba la
Virgen. Tal vez este Santo a quien me encomiendo, agradaba a la Virgen
Santísima con aquellas oraciones.
De pronto empezaron a
ponerse de pie unas figuras que no había visto antes. Era como si del lado de
cada persona que estaba en la Catedral, saliera otra persona y aquello se llenó
de unos personajes jóvenes, hermosos. Iban vestidos con túnicas muy blancas y
fueron saliendo hasta el pasillo central dirigiéndose hacia el Altar.
Dijo nuestra Madre: “Observa,
son los Ángeles de la Guarda de cada una de las personas que está aquí. Es el
momento en que su Ángel de la Guarda lleva sus ofrendas y peticiones ante el
Altar del Señor.”
En aquel momento,
estaba completamente asombrada, porque esos seres tenían rostros tan hermosos,
tan radiantes como no puede uno imaginarse. Lucían unos rostros muy bellos,
casi femeninos, sin embargo la complexión de su cuerpo, sus manos, su estatura
era de hombre. Los pies desnudos no pisaban el suelo, sino que iban como
deslizándose, como resbalando. Aquella procesión era muy hermosa.
Algunos de ellos
tenían como una fuente de oro con algo que brillaba mucho con una luz
blanca-dorada, dijo la Virgen: -“Son los Ángeles de la Guarda de las
personas que están ofreciendo esta Santa Misa por muchas intenciones, aquellas
personas que están conscientes de lo que significa esta celebración, aquellas
que tienen algo que ofrecer al Señor...”
“Ofrezcan en este
momento..., ofrezcan sus penas, sus dolores, sus ilusiones, sus tristezas, sus alegrías,
sus peticiones. Recuerden que la Misa tiene un valor infinito por lo tanto,
sean generosos en ofrecer y en pedir.”
Detrás de los
primeros Ángeles venían otros que no tenían nada en las manos, las llevaban
vacías. Dijo la Virgen: -“Son los Ángeles de las personas que estando aquí,
no ofrecen nunca nada, que no tienen interés en vivir cada momento litúrgico de
la Misa y no tienen ofrecimientos que llevar ante el Altar del Señor.”
En último lugar iban
otros Ángeles que estaban medio tristones, con las manos juntas en
oración pero con la mirada baja. -“Son los Ángeles de la Guarda de las
personas que estando aquí, no están, es decir de las personas que han venido
forzadas, que han venido por compromiso, pero sin ningún deseo de participar de
la Santa Misa y los Ángeles van tristes porque no tienen qué llevar ante el
Altar, salvo sus propias oraciones.”
“No entristezcan a su Ángel
de la Guarda... Pidan mucho, pidan por la conversión de los pecadores, por la
paz del mundo, por sus familiares, sus vecinos, por quienes se encomiendan a
sus oraciones. Pidan, pidan mucho, pero no sólo por ustedes, sino por los
demás.”
“Recuerden que el
ofrecimiento que más agrada al Señor es cuando se ofrecen ustedes mismos como
holocausto, para que Jesús, al bajar, los transforme por Sus propios méritos.
¿Qué tienen que ofrecer al Padre por sí mismos? La nada y el pecado, pero al
ofrecerse unidos a los méritos de Jesús, aquel ofrecimiento es grato al Padre.”
Aquel espectáculo,
aquella procesión era tan hermosa que difícilmente podría compararse a otra.
Todas aquellas criaturas celestiales haciendo una reverencia ante el Altar,
unas dejando su ofrenda en el suelo, otras postrándose de rodillas con la
frente casi en el suelo y luego que llegaban allá desaparecían a mi vista.
Llegó el momento
final del Prefacio y cuando la asamblea decía: “Santo, Santo, Santo” de pronto,
todo lo que estaba detrás de los celebrantes desapareció. Del lado izquierdo
del señor Arzobispo hacia atrás en forma diagonal aparecieron miles de Ángeles,
pequeños, Ángeles grandes, Ángeles con alas inmensas, Ángeles con alas
pequeñas, Ángeles sin alas, como los anteriores; todos vestidos con unas
túnicas como las albas blancas de los sacerdotes o los monaguillos.
Todos se
arrodillaban con las manos unidas en oración y en reverencia inclinaban la
cabeza. Se escuchaba una música preciosa, como si fueran muchísimos coros con
distintas voces y todos decían al unísono junto con el pueblo: Santo, Santo,
Santo…
Había llegado el
momento de la Consagración, el momento del más maravilloso de los Milagros...
Del lado derecho del Arzobispo hacia atrás en forma también diagonal, una
multitud de personas, iban vestidas con la misma túnica pero en colores pastel:
rosa, verde, celeste, lila, amarillo; en fin, de distintos colores muy suaves.
Sus rostros también eran brillantes, llenos de gozo, parecían tener todos la
misma edad. Se podía apreciar (y no puedo decirlo por qué) que había gente de
distintas edades, pero todos parecían igual en las caras, sin arrugas, felices.
Todos se arrodillaban también ante el canto de “Santo, Santo, Santo, es el
Señor...”
Dijo nuestra Señora:
-“Son todos los Santos y Bienaventurados del cielo y entre ellos, también
están las almas de los familiares de ustedes que gozan ya de la Presencia de
Dios.” Entonces la vi.
Allá justamente a la
derecha del señor Arzobispo... un paso detrás del celebrante, estaba un poco
suspendida del suelo, arrodillada sobre unas telas muy finas, transparentes
pero a la vez luminosas, como agua cristalina, la Santísima Virgen, con las
manos unidas, mirando atenta y respetuosamente al celebrante. Me hablaba desde
allá, pero silenciosamente, directamente al corazón, sin mirarme.
-“¿Te llama la atención
verme un poco más atrás de Monseñor, verdad?. Así debe ser... Con todo lo que
Me ama Mi Hijo, no Me Ha dado la dignidad que da a un sacerdote de poder
traerlo entre Mis manos diariamente, como lo hacen las manos sacerdotales.
Por ello siento tan
profundo respeto por un sacerdote y por todo el milagro que Dios realiza a
través suyo, que me obliga a arrodillarme aquí.”
¡Dios mío, cuánta
dignidad, cuánta gracia derrama el Señor sobre las almas sacerdotales y ni
nosotros, ni tal vez muchos de ellos estamos conscientes!
Delante del altar,
empezaron a salir unas sombras de personas en color gris que levantaban las
manos hacia arriba. Dijo la Virgen Santísima: - “Son las almas benditas del
Purgatorio que están a la espera de las oraciones de ustedes para refrescarse.
No dejen de rezar por ellas. Piden por ustedes, pero no pueden pedir por ellas
mismas, son ustedes quienes tienen que pedir por ellas para ayudarlas a salir
para encontrarse con Dios y gozar de Él eternamente.”
-“Ya lo ves, aquí
Estoy todo el tiempo... La gente hace peregrinaciones y busca los lugares de
Mis apariciones, y está bien por todas las gracias que allá se reciben, pero en
ninguna aparición, en ninguna parte Estoy más tiempo presente que en la Santa Misa.
Al pie del Altar donde se celebra la Eucaristía, siempre Me van a encontrar; al
pie del Sagrario permanezco Yo con los Ángeles, porque Estoy siempre con Él.”
Ver ese rostro
hermoso de la Madre en aquel momento del “Santo”, al igual que todos ellos, con
el rostro resplandeciente, con las manos juntas en espera de aquel milagro que
se repite continuamente, era estar en el mismo cielo. Y pensar que hay gente,
habemos personas que podemos estar en ese momento distraídas, hablando... Con
dolor lo digo, muchos varones más que mujeres, que de pie cruzan los brazos,
como rindiéndole un homenaje de pie al Señor, de igual a igual.
Dijo la Virgen: “Dile
al ser humano, que nunca un hombre es más hombre que cuando dobla las rodillas
ante Dios.”
El celebrante dijo
las palabras de la “Consagración”. Era una persona de estatura normal, pero de
pronto empezó a crecer, a volverse lleno de luz, una luz sobrenatural entre
blanca y dorada lo envolvía y se hacía muy fuerte en la parte del rostro, de
modo que no podía ver sus rasgos. Cuando levantaba la forma vi sus manos y
tenían unas marcas en el dorso de las cuales salía mucha luz. ¡Era Jesús!...
Era Él que con Su Cuerpo envolvía el del celebrante como si rodeara
amorosamente las manos del señor Arzobispo. En ese momento la Hostia comenzó a
crecer y crecer enorme y en ella, el Rostro maravilloso de Jesús mirando hacia
Su pueblo.
Por instinto quise
bajar la cabeza y dijo nuestra Señora: “No agaches la mirada, levanta la
vista, contémplalo, cruza tu mirada con la Suya y repite la oración de Fátima:
Señor, yo creo, adoro, espero y Te amo, Te pido perdón por aquellos que no
creen, no adoran, no esperan y no Te aman. Perdón y Misericordia... Ahora dile
cuánto lo amas, rinde tu homenaje al Rey de Reyes.”
Se lo dije, parecía
que sólo a mí me miraba desde la enorme Hostia, pero supe que así contemplaba a
cada persona, lleno de amor... Luego bajé la cabeza hasta tener la frente en el
suelo, como hacían todos los Ángeles y bienaventurados del Cielo. Por fracción
de un segundo tal vez, pensé qué era aquello que Jesús tomaba el cuerpo del
celebrante y al mismo tiempo estaba en la Hostia que al bajarla el celebrante
se volvía nuevamente pequeña. Tenía yo las mejillas llenas de lágrimas, no
podía salir de mi asombro.
Inmediatamente
Monseñor dijo las palabras consagratorias del vino y junto a sus palabras,
empezaron unos relámpagos en el cielo y en el fondo. No había techo de la
Iglesia ni paredes, estaba todo oscuro solamente aquella luz brillante en el
Altar.
De pronto suspendido
en el aire, vi a Jesús, crucificado, de la cabeza a la parte baja del pecho. El
tronco transversal de la cruz estaba sostenido por unas manos grandes, fuertes.
De en medio de aquel resplandor se desprendió una lucecita como de una paloma
muy pequeña muy brillante, dio una vuelta velozmente toda la Iglesia y se fue a
posar en el hombro izquierdo del señor Arzobispo que seguía siendo Jesús,
porque podía distinguir Su melena y Sus llagas luminosas, Su cuerpo grande,
pero no veía Su Rostro.
Arriba, Jesús
crucificado, estaba con el rostro caído sobre el lado derecho del hombro Podía
contemplar el rostro y los brazos golpeados y descarnados. En el costado
derecho tenía una herida en el pecho y salía a borbotones, hacia la izquierda
sangre y hacia la derecha, pienso que agua pero muy brillante; más bien eran
chorros de luz que iban dirigiéndose hacia los fieles moviéndose a derecha e
izquierda. ¡Me asombraba la cantidad de sangre que fluía hacia del Cáliz. Pensé
que iba a rebalsar y manchar todo el Altar, pero no cayó una sola gota!
Dijo la Virgen en
ese momento: “-Este es el milagro de los milagros, te lo He repetido, para
el Señor no existe ni tiempo ni distancia y en el momento de la consagración,
toda la asamblea es trasladada al pie del Calvario en el instante de la
crucifixión de Jesús.
¿Puede alguien
imaginarse eso? Nuestros ojos no lo pueden ver, pero todos estamos allá, en el
momento en que a Él lo están crucificando y está pidiendo perdón al Padre, no
solamente por quienes lo matan, sino por cada uno de nuestros pecados: “¡Padre,
perdónalos porque no saben lo que hacen!”
A partir de aquel
día, no me importa si me toman como a loca, pero pido a todos que se
arrodillen, que traten de vivir con el corazón y toda la sensibilidad de que
son capaces aquel privilegio que el Señor nos concede.
Cuando íbamos a rezar
el Padrenuestro, habló el Señor por primera vez durante la celebración y dijo: “Aguarda,
quiero que ores con la mayor profundidad que seas capaz y que en este momento,
traigas a tu memoria a la persona o a las personas que más daño te hayan
ocasionado durante tu vida, para que las abraces junto a tu pecho y les digas
de todo corazón: “En el Nombre de Jesús yo te perdono y te deseo la paz. En el
Nombre de Jesús te pido perdón y deseo mi paz. Si esa persona merece la paz, la
va a recibir y le hará mucho bien; si esa persona no es capaz de abrirse a la
paz, esa paz volverá a tu corazón. Pero no quiero que recibas y des la paz a
otras personas cuando no eres capaz de perdonar y sentir esa paz primero en tu
corazón.”
“Cuidado con lo que hacen” – continuó el Señor - “Ustedes repiten en el Padrenuestro:
perdónanos así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Si ustedes son
capaces de perdonar y no olvidar, como dicen algunos, están condicionando el
perdón de Dios. Están diciendo perdóname únicamente como yo soy capaz de
perdonar, no más allá.”
No sé cómo explicar
mi dolor, al comprender cuánto podemos herir al Señor y cuánto podemos
lastimarnos nosotros mismos con tantos rencores, sentimientos malos y cosas
feas que nacen de los complejos y de las susceptibilidades. Perdoné, perdoné de
corazón y pedí perdón a todos los que me habían lastimado alguna vez, para
sentir la paz del Señor.
El celebrante decía:
“....concédenos la paz y la unidad... y luego: “la paz del Señor esté con todos
ustedes...” De pronto vi que en medio de algunas personas que se abrazaban (no
todos), se colocaba en medio una luz muy intensa, supe que era Jesús y me
abalancé prácticamente a abrazar a la persona que estaba a mi lado.
Pude sentir
verdaderamente el abrazo del Señor en esa luz, era Él que me abrazaba para
darme Su paz, porque en ese momento había sido yo capaz de perdonar y de sacar
de mi corazón todo dolor contra otras personas. Eso es lo que Jesús quiere,
compartir ese momento de alegría abrazándonos para desearnos Su Paz.
Llegó el momento de
la comunión de los celebrantes, ahí volví a notar la presencia de todos los
sacerdotes junto a Monseñor. Cuando él comulgaba, dijo la Virgen:
“Este es el momento
de pedir por el celebrante y los sacerdotes que lo acompañan, repite
junto a Mí: Señor, bendícelos, santifícalos, ayúdalos, purifícalos, ámalos,
cuídalos, sostenlos con Tu Amor... Recuerden a todos los sacerdotes del mundo,
oren por todas las almas consagradas...”
Hermanos queridos,
ese es el momento en que debemos pedir porque ellos son Iglesia, como también
lo somos nosotros los laicos. Muchas veces los laicos exigimos mucho de los
sacerdotes, pero somos incapaces de rezar por ellos, de entender que son
personas humanas, de comprender y valorar la soledad que muchas veces puede
rodear a un sacerdote.
Debemos comprender
que los sacerdotes son personas como nosotros y que necesitan comprensión,
cuidado, que necesitan afecto, atención de parte de nosotros, porque están
dando su vida por cada uno de nosotros, como Jesús, consagrándose a él.
El Señor quiere que
la gente del rebaño que le ha encomendado Dios ore y ayude en la santificación
de su Pastor. Algún día, cuando estemos al otro lado, comprenderemos la
maravilla que el Señor ha hecho al darnos sacerdotes que nos ayuden a salvar
nuestra alma.
Empezó la gente a
salir de sus bancas para ir a comulgar. Había llegado el gran momento del
encuentro, de la “Comunión”, el Señor me dijo: - “Espera un momento, quiero
que observes algo...” por un impulso interior levanté la vista hacia la
persona que iba a recibir la comunión en la lengua de manos del sacerdote.
Debo aclarar que
esta persona era una de las señoras de nuestro grupo que la noche anterior no
había alcanzado a confesarse, y lo hizo recién esa mañana, antes de la Santa
Misa. Cuando el sacerdote colocaba la Sagrada Forma sobre su lengua, como un
flash de luz, aquella luz muy dorada-blanca atravesó a esta persona por la
espalda primero y luego fue bordeándola en la espalda, los hombros y la cabeza.
Dijo el Señor:
“¡Así es como Yo Me
complazco en abrazar a un alma que viene con el corazón limpio a recibirme!”
El matiz de la voz
de Jesús era de una persona contenta. Yo estaba atónita mirando a esa amiga
volver hacia su asiento rodeada de luz, abrazada por el Señor, y pensé en la
maravilla que nos perdemos tantas veces por ir con nuestras pequeñas o
grandes faltas a recibir a Jesús, cuando tiene que ser una fiesta.
Muchas veces decimos
que no hay sacerdotes para confesarse a cada momento y el problema no está en
confesarse a cada momento, el problema radica en nuestra facilidad para volver
a caer en el mal. Por otro lado, así como nos esforzamos por ir a buscar un
salón de belleza o los señores un peluquero cuando tenemos una fiesta, tenemos
que esforzarnos también en ir a buscar un sacerdote cuando necesitamos que
saque todas esas cosas sucias de nosotros, pero no tener la desfachatez de
recibir a Jesús en cualquier momento con el corazón lleno de cosas feas.
Cuando me dirigía a
recibir la comunión Jesús repetía: - “La última cena fue el momento de mayor
intimidad con los Míos. En esa hora del amor, instauré lo que ante los ojos de
los hombres podría ser la mayor locura, hacerme prisionero del Amor.
Instauré la Eucaristía.
Quise permanecer con ustedes hasta la consumación de los siglos, porque Mi Amor
no podía soportar que quedaran huérfanos aquellos a quienes amaba más que a Mi
vida...”
Recibí aquella
Hostia, que tenía un sabor distinto, era una mezcla de sangre e incienso que me
inundó entera. Sentía tanto amor que las lágrimas me corrían sin poder detenerlas...
Cuando llegué a mi
asiento, al arrodillarme dijo el Señor: -“Escucha...” Y en un momento
comencé a escuchar dentro de mí las oraciones de una señora que estaba sentada
delante de mí y que acababa de comulgar. Lo que ella decía sin abrir la boca
era más o menos así: “Señor, acuérdate que estamos a fin de mes y que no tengo
el dinero para pagar la renta, la cuota del auto, los colegios de los chicos,
tienes que hacer algo para ayudarme... Por favor, haz que mi marido deje de
beber tanto, no puedo soportar más sus borracheras y mi hijo menor, va a perder
el año otra vez si no lo ayudas, tiene exámenes esta semana....... Y no te
olvides de la vecina que debe mudarse de casa, que lo haga de una vez porque ya
no la puedo aguantar... etc., etc.
De pronto el señor
Arzobispo dijo: “Oremos” y obviamente toda la asamblea se puso de pie para la
oración final. Jesús dijo con un tono triste: -“¿Te has dado cuenta? Ni una
sola vez Me ha dicho que Me ama, ni una sola vez ha agradecido el don que Yo le
He hecho de bajar Mi Divinidad hasta su pobre humanidad, para elevarla hacia
Mí. Ni una sola vez ha dicho: gracias, Señor. Ha sido una letanía de pedidos...
y así son casi todos los que vienen a recibirme.”
“Yo He muerto por amor y
Estoy resucitado. Por amor espero a cada uno de ustedes y por amor permanezco
con ustedes..., pero ustedes no se dan cuenta que necesito de su amor. Recuerda
que Soy el Mendigo del Amor en esta hora sublime para el alma.”
¿Se dan cuenta ustedes de
que Él, el Amor, está pidiendo nuestro amor y no se lo damos? Es más, evitamos
ir a ese encuentro con el Amor de los Amores, con el único amor que se da en
oblación permanente.
Cuando el celebrante
iba a impartir la bendición, la Santísima Virgen dijo: “Atenta, cuidado...
Ustedes hacen un garabato en lugar de la señal de la Cruz. Recuerda que esta
bendición puede ser la última que recibas en tu vida, de manos de un sacerdote.
Tú no sabes si saliendo de aquí vas a morir o no y no sabes si vas a tener la
oportunidad de que otro sacerdote te de una bendición.
Esas manos consagradas te
están dando la bendición en el Nombre de la Santísima Trinidad, por lo tanto,
haz la señal de la Cruz con respeto y como si fuera la última de tu vida.”
¡Cuántas cosas nos
perdemos al no entender y al no participar todos los días de la Santa Misa!
¿Por qué no hacer un esfuerzo de empezar el día media hora antes para correr a
la Santa Misa y recibir todas las bendiciones que el Señor quiere derramar
sobre nosotros?
Estoy consciente de
que no todos, por sus obligaciones pueden hacerlo diariamente, pero al menos
dos o tres veces por semana, sí y sin embargo tantos esquivan la Misa del
domingo con el pequeño pretexto de que tienen un niño chico o dos o diez y por
lo tanto no pueden asistir a Misa... ¿Cómo hacen cuando tienen otro tipo de
compromisos importantes? Cargan con todos los niños o se turnan y el esposo va
a una hora y la esposa a otra hora, pero cumplen con Dios.
Tenemos tiempo para
estudiar, para trabajar, para divertirnos, para descansar, pero NO TENEMOS
TIEMPO PARA IR AL MENOS EL DOMINGO A LA SANTA MISA.
Jesús me pidió que
me quedara con Él unos minutos más luego de terminada la Misa. Dijo: “No
salgan a la carrera terminada la Misa, quédense un momento en Mi Compañía,
disfruten de ella y déjenme disfrutar de la de ustedes...”
Había oído a alguien
de niña decir que el Señor permanecía en nosotros como 5 o 10 minutos luego de
la comunión. Se lo pregunté en ese momento:
- Señor, verdaderamente,
¿cuánto tiempo te quedas luego de la comunión con nosotros?
Supongo que el Señor
se debió reír de mi tontera porque contestó: “Todo el tiempo que tú quieras
tenerme contigo. Si me hablas todo el día, dedicándome unas palabras durante
tus quehaceres, te escucharé. Yo estoy siempre con ustedes, son ustedes los que
Me dejan a Mí. Salen de la Misa y se acabó el día de guardar, cumplieron con el
día del Señor y se acabó, no piensan que Me gustaría compartir su vida familiar
con ustedes, al menos ese día.”
“Ustedes en sus casas
tienen un lugar para todo y una habitación para cada actividad: un cuarto para
dormir, otro para cocinar, otro para comer, etc. etc. ¿Cuál es el lugar que han
hecho para Mí? Debe ser un lugar no solamente donde tengan una imagen que está
empolvada todo el tiempo, sino un lugar donde al menos 5 minutos al día la
familia se reúna para agradecer por el día, por el don de la vida, para pedir
por sus necesidades del día, pedir bendiciones, protección, salud... Todo tiene
un lugar en sus casas, menos Yo”.
“Los hombres programan su
día, su semana, su semestre, sus vacaciones, etc. Saben qué día van a
descansar, qué día ir al cine o a una fiesta, a visitar a la abuela o los
nietos, los hijos, a los amigos, a sus diversiones. ¿Cuántas familias dicen una
vez al mes al menos: “Este es el día en que nos toca ir a visitar a Jesús en el
Sagrario” y viene toda la familia a conversar Conmigo, a sentarse frente a Mí y
conversarme, contarme cómo les fue durante el último tiempo, contarme los
problemas, las dificultades que tienen, pedirme lo que necesitan... ¡Hacerme
partícipe de sus cosas!?. ¿Cuántas veces?”
“Yo lo sé todo, leo hasta
en lo más profundo de sus corazones y sus mentes, pero me gusta que me cuenten
ustedes sus cosas, que Me hagan partícipe como a un familiar, como al más
íntimo amigo” ¡Cuántas gracias se pierde el hombre por no darme un lugar en su
vida!”
Cuando me quedé
aquel día con Él y en muchos otros días, fue dándonos enseñanzas y hoy quiero
compartir con ustedes en esta misión que me han encomendado. Dice Jesús: “Quise
salvar a mi criatura, porque el momento de abrirles la puerta del cielo ha sido
preñado con demasiado dolor...” “Recuerda que ninguna madre ha alimentado a su
hijo con su carne, Yo He llegado a ese extremo de Amor para comunicarles mis méritos.”
“La Santa Misa Soy Yo mismo
prolongando Mi vida y Mi sacrificio en la Cruz entre ustedes. Sin los méritos
de Mi vida y de Mi Sangre, ¿qué tienen para presentarse ante el Padre? La nada,
la miseria y el pecado...”
“Ustedes deberían
exceder en virtud a los Ángeles y Arcángeles, porque ellos no tienen la dicha
de recibirme como alimento, ustedes sí. Ellos beben una gota del manantial,
pero ustedes que tienen la gracia de recibirme, tienen todo el océano para
beberlo.”
La otra cosa de la
que habló con dolor el Señor fue de las personas que hacen un hábito de su
encuentro con Él. De aquellas que han perdido el asombro de cada encuentro con
Él. Que la rutina vuelve a ciertas personas tan tibias que no tienen nada nuevo
que decirle a Jesús al recibirlo. De no pocas almas consagradas que pierden el
entusiasmo de enamorarse del Señor y hacen de su vocación un oficio, una
profesión a la que no se le entrega más que lo que exige de uno, pero sin
sentimiento...
Luego el Señor me
habló de los frutos que debe dar cada comunión en nosotros. Es que sucede que
hay gente que recibe al Señor a diario y que no cambia su vida. Que tienen
muchas horas de oración y que hace muchas obras, etc. etc. Pero su vida no se
va transformando y una vida que no se va transformando, no puede dar frutos
verdaderos para el Señor. Los méritos que recibimos en la Eucaristía deben dar
frutos de conversión en nosotros y frutos de caridad para con nuestros
hermanos.
Los laicos tenemos
un papel muy importante dentro de nuestra Iglesia, no tenemos ningún derecho a
callarnos ante el envío que nos hace el Señor como a todo bautizado, de ir a
anunciar la Buena Nueva. No tenemos ningún derecho de absorber todos estos
conocimientos y no darlos a los demás y permitir que nuestros hermanos se
mueran de hambre teniendo nosotros tanto pan en nuestras manos.
No podemos mirar que
se esté desmoronando nuestra Iglesia, porque estamos cómodos en nuestras
Parroquias, en nuestras casas, recibiendo y recibiendo tanto del Señor: Su
Palabra, las homilías del sacerdote, las peregrinaciones, la Misericordia de
Dios en el Sacramento de la confesión, la unión maravillosa con el alimento de
la comunión, las charlas de tales o cuales predicadores.
En otras palabras,
estamos recibiendo tanto y no tenemos el valor de salir de nuestras comodidad,
de ir a una cárcel, a un instituto correccional, hablarle al más necesitado,
decirle que no se entregue, que ha nacido católico y que su Iglesia lo
necesita, ahí, sufriente, porque ese su dolor va a servir para redimir a otros,
porque ese sacrificio le va a ganar la vida eterna.
No somos capaces de
ir donde los enfermos terminales en los hospitales y rezando la coronilla a la
Divina Misericordia, ayudarlos con nuestra oración en ese momento de lucha
entre el bien y el mal, para librarlos de las trampas y tentaciones del
demonio. Todo moribundo tiene temor y el solo tomar la mano de uno de ellos y
hablarle del amor de Dios y de la maravilla que lo espera en el Cielo junto a
Jesús y María, junto a sus seres que partieron, los reconforta.
La hora que estamos
viviendo, no admite filiaciones con la indiferencia. Tenemos que ser la mano
larga de nuestros sacerdotes para ir donde ellos no pueden llegar. Pero para
ello, para tener el valor, debemos recibir a Jesús, vivir con Jesús,
alimentarnos de Jesús.
Tenemos miedo a
comprometernos un poco más y cuando el Señor dice: “Busca primero el Reino de
Dios y lo demás se te dará por añadidura”, es el todo hermanos. Es el buscar el
Reino de Dios por todos los medios y con todos los medios y... ¡abrir las manos
para recibir TODO por añadidura; porque es el Patrón que mejor paga, el único
que está atento a tus menores necesidades!
Hermano, hermana,
gracias por haberme permitido cumplir con la misión que se me ha encomendado:
hacerte llegar estas páginas. La próxima vez que asistas a la Santa Misa,
vívela. Sé que el Señor cumplirá contigo la promesa de que “Nunca más tu Misa
volverá a ser la de antes”, y cuando lo recibas: ¡Ámalo!
Experimenta la
dulzura de sentirte reposando entre los pliegues de Su costado abierto por ti,
para dejarte Su Iglesia y Su Madre, para abrirte las puertas de la Casa de Su
Padre, para que seas capaz de comprobar Su Amor Misericordioso a través de este
testimonio y trates de corresponderle con tu pequeño amor.
Que Dios te bendiga en esta
Pascua de Resurrección.
Tu hermana en Jesucristo
Vivo,
Catalina
Misionera laica del Corazón
Eucarístico de Jesús
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LA SANTA MISA EXPLICADA POR SAN PÍO DE PIETRELCINA
(Testimonio del P. Derobert,
hijo espiritual del Padre Pío)
Desde la señal de la cruz inicial hasta el ofertorio es necesario reunirse con Jesús en Getsemaní, hay que seguir a Jesús en su agonía, sufriendo ante esta "marea negra" de pecado. Hay que unirse a él en el dolor de ver que la Palabra del Padre, que él había venido a traernos, no sería recibida o sería recibida muy mal por los hombres. Y desde esta óptica había que escuchar las lecturas de la misa como estando dirigidas personalmente a nosotros.
El Ofertorio, es el arresto. La Hora ha llegado...
El Prefacio, es el canto de alabanza y de agradecimiento que Jesús dirige al Padre que le ha permitido llegar por fin a esta "Hora".
Desde el comienzo de la Plegaria Eucarística hasta la Consagración nos encontramos ¡rápidamente! con Jesús en la prisión, en su atroz flagelación, su coronación de espinas y su camino de la cruz por las callejuelas de Jerusalén teniendo presente en el "momento" a todos los que están allí y a todos aquellos por los que pedimos especialmente.
La Consagración nos da el Cuerpo entregado ahora, la Sangre derramada ahora. Es místicamente, la crucifixión del Señor. Y por eso el Padre Pío de Pietrelcina sufría atrozmente en este momento de la Misa.
El "Por él, con él y en él" corresponde al grito de Jesús: "Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu". Desde ese momento, el Sacrificio es consumado y aceptado por el Padre. Los hombres, en adelante, ya no están separados de Dios y se vuelven a encontrar unidos. Es la razón por la que, en este momento, se recita la oración de todos los hijos: "Padre Nuestro....."
La fracción del Pan marca la muerte de Jesús.....
La intinción, el instante en el que el Padre, habiendo quebrado la Hostia (símbolo de la muerte...) deja caer una partícula del Cuerpo de Cristo en el Cáliz de la preciosa Sangre, marca el momento de la Resurrección, pues el Cuerpo y la Sangre se reúnen de nuevo y es a Cristo vivo a quien vamos a recibir en la comunión.
La bendición del Sacerdote marca a los fieles con la cruz, como signo distintivo y a la vez como escudo protector contra las astucias del Maligno....
Se comprenderá que después de haber oído de la boca del P. Pío tal explicación, sabiendo bien que él vivía dolorosamente esto, me haya pedido seguirle por este camino...lo que hago cada día...¡y con cuánta alegría!.