La muerte de Jesús
en la Cruz
Extractos del libro de Ana Catalina Emmerick :La Dolorosa Pasión de Nuestro Señor Jesucristo
Jesús sobre el Gólgota
Se pusieron en marcha. Jesús, doblando bajo su carga y bajo los
golpes de los verdugos, subió con mucho trabajo el rudo camino que se dirigía
al norte, entre las murallas de la ciudad y el monte Calvario. En el sitio en
donde el camino tuerce al mediodía se cayó por sexta vez, y esta caída fue muy
dolorosa. Los malos tratamientos que aquí le dieron llegaron a su colmo. El
Salvador llegó a la roca del Calvario, donde cayó por séptima vez. Simón
Cirineo, maltratado también y agobiado por el cansancio, estaba lleno de
indignación: hubiera querido aliviar todavía a Jesús, pero los alguaciles lo
echaron, llenándole de injurias. Se reunió poco después a los discípulos.
Echaron también a toda la gente que había venido por mera curiosidad. Los
fariseos a caballo habían seguido caminos cómodos, situados al lado occidental
del Calvario. El llano que hay en la elevación, el sitio del suplicio, es de
forma circular y está rodeado de un terraplén cortado por cinco caminos. Estos
cinco caminos se hallan en muchos sitios del país, en los cuales se baña, se
bautiza, en la piscina de Betesda: muchos pueblos tienen también cinco puertas.
Hay en esto una profunda significación profética, a causa de la abertura de los
cinco medios de salvación en las cinco llagas del Salvador. Los fariseos a
caballo se pararon delante de la llanura al lado occidental, donde la cuesta es
suave: el lado por donde conducen a los condenados, es áspero y rápido. Cien
soldados romanos se hallaban alrededor del llano. Mucha gente, la mayor parte
de baja clase, extranjeros, esclavos, paganos, sobre todo mujeres, rodeaban el
llano y las alturas circunvecinas, no temiendo contaminarse. Eran las doce
menos cuarto cuando el Señor dio la última caída y echaron a Simón. Los
alguaciles insultando a Jesús, le decían: "Rey de los judíos, vamos a
componer tu trono". Pero Él mismo se acostó sobre la cruz y lo extendieron
para tomar su medida; en seguida lo condujeron setenta pasos al norte, a una
especie de hoyo abierto en la roca, que parecía una cisterna: lo empujaron tan
brutalmente, que se hubiera roto las rodillas contra la piedra, si los ángeles
no lo hubiesen socorrido. Le oí gemir de un modo que partía el corazón.
Cerraron la entrada y dejaron centinelas. Entonces comenzaron sus preparativos.
En medio del llano circular estaba el punto más elevado de la roca del
Calvario; era una eminencia redonda, de dos pies de altura, a la cual se subía
por escalones. Abrieron en ella tres hoyos, adonde debían plantarse las tres
cruces, e hicieron otros preparativos para la crucifixión.
Jesús despojado de sus
vestiduras y clavado en la cruz
Cuatro alguaciles fueron a sacar a Jesús del sitio en donde le
habían encerrado. Le dieron golpes llenándole de ultrajes en estos últimos
pasos que le quedaban por andar, y arrastráronle sobre le elevación. Cuando las
santas mujeres vieron al Salvador dieron dinero a un hombre para que le
procurase el permiso de dar a Jesús el vino aromatizado de Verónica. Mas los
alguaciles las engañaron y se quedaron con el vino, ofreciendo al Señor una
mezcla de vino y mirra. Jesús mojó sus labios, pero no bebió. En seguida los
alguaciles quitaron a Nuestro Señor su capa, y como no podían sacarle la túnica
sin costuras que su Madre le había hecho, a causa de la corona de espinas,
arrancaron con violencia esta corona de la cabeza, abriendo todas sus heridas.
No le quedaba más que un lienzo alrededor de los riñones. El Hijo del hombre
estaba temblando, cubierto de llagas y despedazados sus hombros hasta los
huesos. Habiéndole hecho sentar sobre una piedra le pusieron la corona sobre la
cabeza, y le presentaron un vaso con hiel y vinagre; mas Jesús volvió la cabeza
sin decir palabra.
Después que los alguaciles extendieron al divino Salvador sobre la cruz,
y habiendo estirado su brazo derecho sobre el brazo derecho de la cruz, lo
ataron fuertemente; uno de ellos puso la rodilla sobre su pecho sagrado, otro
le abrió la mano, y el tercero apoyó sobre la carne un clavo grueso y largo, y
lo clavó con un martillo de hierro. Un gemido dulce y claro salió del pecho de
Jesús y su sangre saltó sobre los brazos de sus verdugos. Los clavos era muy
largos, la cabeza chata y del diámetro de una moneda mediana, tenían tres
esquinas y eran del grueso de un dedo pulgar a la cabeza: la punta salía detrás
de la cruz. Habiendo clavado la mano derecha del Salvador, los verdugos vieron
que la mano izquierda no llegaba al agujero que habían abierto; entonces ataron
una cuerda a su brazo izquierdo, y tiraron de él con toda su fuerza, hasta que
la mano llegó al agujero. Esta dislocación violenta de sus brazos lo atormentó
horriblemente, su pecho se levantaba y sus rodillas se estiraban. Se
arrodillaron de nuevo sobre su cuerpo, le ataron el brazo para hundir el
segundo clavo en la mano izquierda; otra vez se oían los quejidos del Señor en
medio de los martillazos. Los brazos de Jesús quedaban extendidos
horizontalmente, de modo que no cubrían los brazos de la cruz. La Virgen
Santísima sentía todos los dolores de su Hijo: Estaba cubierta de una palidez
mortal y exhalaba gemidos de su pecho. Los fariseos la llenaban de insultos y
de burlas. Habían clavado a la cruz un pedazo de madera para sostener los pies
de Jesús, a fin de que todo el peso del cuerpo no pendiera de las manos, y para
que los huesos de los pies no se rompieran cuando los clavaran. Ya se había
hecho el clavo que debía traspasar los pies y una excavación para los talones.
El cuerpo de Jesús se hallaba contraído a causa de la violenta extensión de los
brazos. Los verdugos extendieron también sus rodillas atándolas con cuerdas;
pero como los pies no llegaban al pedazo de madera, puesto para sostenerlos,
unos querían taladrar nuevos agujeros para los clavos de las manos; otros
vomitando imprecaciones contra el Hijo de Dios, decían: "No quiere
estirarse, pero vamos a ayudarle". En seguida ataron cuerdas a su pierna
derecha, y lo tendieron violentamente, hasta que el pie llegó al pedazo de
madera. Fue una dislocación tan horrible, que se oyó crujir el pecho de Jesús,
quien, sumergido en un mar de dolores, exclamó: "¡Oh Dios mío! ¡Oh Dios
mío!". Después ataron el pie izquierdo sobre el derecho, y habiéndolo
abierto con una especie de taladro, tomaron un clavo de mayor dimensión para
atravesar sus sagrados pies. Esta operación fue la más dolorosa de todas. Conté
hasta treinta martillazos. Los gemidos de Jesús eran una continua oración, que
contenía ciertos pasajes de los salmos que se estaban cumpliendo en aquellos
momentos. Durante toda su larga Pasión el divino Redentor no ha cesado de orar.
He oído y repetido con Él estos pasajes, y los recuerdo algunas veces al rezar
los salmos; pero actualmente estoy tan abatida de dolor, que no puedo
coordinarlos. El jefe de la tropa romana había hecho clavar encima de la cruz
la inscripción de Pilatos. Como los romanos se burlaban del título de Rey de
los judíos, algunos fariseos volvieron a la ciudad para pedir a Pilatos otra
inscripción. Eran las doce y cuarto cuando Jesús fue crucificado, y en el mismo
momento en que elevaban la cruz, el templo resonaba con el ruido de las
trompetas que celebraban la inmolación del cordero pascual.
Exaltación de la Cruz
Los verdugos, habiendo crucificado a Nuestro Señor, alzaron la cruz
dejándola caer con todo su peso en el hueco de una peña con un estremecimiento
espantoso. Jesús dio un grito doloroso, sus heridas se abrieron, su sangre
corrió abundantemente. Los verdugos, para asegurar la cruz, la alzaron
nuevamente, clavando cinco cuñas a su alrededor. Fue un espectáculo horrible y
doloroso el ver, en medio de los gritos e insultos de los verdugos, la cruz
vacilar un instante sobre su base y hundirse temblando en la tierra; mas
también se elevaron hacia ella voces piadosas y compasivas. Las voces más
santas del mundo, las de las santas mujeres y de todos aquellos que tenían el
corazón puro, saludaron con acento doloroso al Verbo humanado elevado sobre la
cruz. Sus manos vacilantes se elevaron para socorrerlo; pero cuando la cruz se
hundió en el hoyo de la roca con grande estruendo, hubo un momento de silencio
solemne; todo el mundo parecía penetrado de una sensación nueva y desconocida
hasta entonces. El infierno mismo se estremeció de terror al sentir el golpe de
la cruz que se hundió, y redobló sus esfuerzos contra ella. Las almas
encerradas en el limbo lo oyeron con una alegría llena de esperanza: para ellas
era el anuncio del Triunfador que se acercaba a las puertas de la Redención. La
sagrada cruz se elevaba por primera vez en medio de la tierra, cual otro árbol
de vida en el Paraíso, y de las llagas de Jesús salían cuatro arroyos sagrados
para fertilizar la tierra, y hacer de ella el nuevo Paraíso. El sitio donde estaba
clavada la cruz era más elevado que el terreno circunvecino; los pies del
Salvador bastante bajos para que sus amigos pudieran besarlos. El rostro del
Señor miraba al noroeste.
Crucifixión de los ladrones
Mientras crucificaban a Jesús, los dos ladrones estaban tendidos de
espaldas a poca distancia de los guardas que lo vigilaban. Los acusaban de
haber asesinado a una mujer con sus hijos, en el camino de Jerusalén a Jopé.
Habían estado mucho tiempo en la cárcel antes de su condenación. El ladrón de
la izquierda tenía más edad, era un gran criminal, el maestro y el corruptor
del otro; los llamaban ordinariamente Dimas y Gesmas. Formaban parte de una
compañía de ladrones de la frontera de Egipto, los cuales en años anteriores,
habían hospedado una noche a la Sagrada Familia, en la huida a Egipto. Dimas
era aquel niño leproso, que en aquella ocasión fue lavado en el agua que había
servido de baño al niño Jesús, curando milagrosamente de su enfermedad. Los
cuidados de su madre para con la Sagrada Familia fueron recompensados con este
milagro. Dimas no conocía a Jesús; pero como su corazón no era malo, se
conmovía al ver su paciencia más que humana. Entretanto los verdugos ya habían
plantado la cruz del Salvador, y se daban prisa para crucificar a los dos
ladrones; pues el sol se oscurecía ya, y en toda la naturaleza había un
movimiento como cuando se acerca una tormenta. Arrimaron escaleras a las dos
cruces ya plantadas y clavaron las piezas transversales. Sujetados los brazos
de los ladrones a los de las cruces, les ataron los puños, las rodillas y los
pies, apretando las cuerdas con tal vehemencia que se dislocaron las
coyunturas. Dieron gritos terribles, y el buen ladrón dijo cuando lo subían:
"Si nos hubieseis tratado como al pobre Galileo, no tendríais el trabajo
de levantarnos así en el aire". Mientras tanto los ejecutores habían hecho
partes de los vestidos de Jesús para repartírselos. No pudiendo saber a quién
le tocaría su túnica inconsútil trajeron una mesa con números, sacaron unos
dados que tenían figura de habas, y la sortearon. Pero un criado de Nicodemus y
de José de Arimatea vino a decirles que hallarían compradores de los vestidos
de Jesús; consintieron en venderlos y así conservaron los cristianos estos
preciosos despojos.
Jesús crucificado y los dos
ladrones
Los verdugos, habiendo plantado las cruces de los ladrones,
aplicaron escaleras a la cruz del Salvador, para cortar las cuerdas que tenían
atado su Sagrado Cuerpo. La sangre, cuya circulación había sido interceptada
por la posición horizontal y compresión de los cordeles, corrió con ímpetu de
las heridas, y fue tal el padecimiento, que Jesús inclinó la cabeza sobre su
pecho y se quedó como muerto durante unos siete minutos. Entonces hubo un rato
de silencio: se oía otra vez el sonido de las trompetas del templo de
Jerusalén. Jesús tenía el pecho ancho, los brazos robustos; sus manos bellas,
y, sin ser delicadas, no se parecían a las de un hombre que las emplea en
penosos trabajos. Su cabeza era de una hermosa proporción, su frente alta y
ancha; su cara formaba un lindo óvalo; sus cabellos, de un color de cobre
oscuro, no eran muy espesos. Entre las cruces de los ladrones y la de Jesús
había bastante espacio para que un hombre a caballo pudiese pasar. Los dos
ladrones sobre sus cruces ofrecían un espectáculo muy repugnante y terrible,
especialmente el de la izquierda, que no cesaba de proferir injurias y
blasfemias contra el Hijo de Dios.
Primera palabra de Jesús en
la Cruz
Acabada la crucifixión de los ladrones, los verdugos se retiraron,
y los cien soldados romanos fueron relevados por otros cincuenta, bajo el mando
de Abenadar, árabe de nacimiento, bautizado después con el nombre de Ctesifón;
el segundo jefe se llamaba Casio, y recibió después el nombre de Longinos. En
estos momentos llegaron doce fariseos, doce saduceos, doce escribas y algunos
ancianos, que habían pedido inútilmente a Pilatos que mudase la inscripción de
la cruz, y cuya rabia se había aumentado por la negativa del gobernador.
pasando por delante de Jesús, menearon desdeñosamente la cabeza, diciendo:
"¡Y bien, embustero; destruye el templo y levántalo en tres días! - ¡Ha
salvado a otros, y no se puede salvar a sí mismo! - ¡Si eres el Hijo de Dios,
baja de la cruz! – Si es el Rey de Israel, que baje de la cruz, y creeremos en
Él". Los soldados se burlaban también de Él. Cuando Jesús se desmayó,
Gesmas, el ladrón de la izquierda, dijo: "Su demonio lo ha
abandonado". Entonces un soldado puso en la punta de un palo una esponja
con vinagre, y la arrimó a los labios de Jesús, que pareció probarlo. El
soldado le dijo: "Si eres el Rey de los judíos, sálvate tú mismo".
Todo esto pasó mientras que la primera tropa dejaba el puesto a la de Abenadar.
Jesús levantó un poco la cabeza, y dijo: "¡Padre mío, perdonadlos, pues no
saben lo que hacen!". Gesmas gritó: "Si tú eres Cristo, sálvate y
sálvanos". Dimas, el buen ladrón, estaba conmovido al ver que Jesús pedía
por sus enemigos. La Santísima Virgen, al oír la voz de su Hijo, se precipitó
hacia la cruz con Juan, Salomé y María Cleofás. El centurión no los rechazó.
Dimas, el buen ladrón, obtuvo en este momento, por la oración de Jesús, una
iluminación interior: reconoció que Jesús y su Madre le habían curado en su
niñez, y dijo en vos distinta y fuerte: "¿Cómo podéis injuriarlo cuando
pide por vosotros? Se ha callado, ha sufrido paciente todas vuestras afrentas,
es un Profeta, es nuestro Rey, es el Hijo de Dios". Al oír esta reprensión
de la boca de un miserable asesino sobre la cruz, se elevó un gran tumulto en medio
de los circunstantes: tomaron piedras para tirárselas; mas el centurión
Abenadar no lo permitió. Mientras tanto la Virgen se sintió fortificada con la
oración de su Hijo, y Dimas dijo a su compañero, que continuaba injuriándolo:
"¿No tienes temor de Dios, tú que estás condenado al mismo suplicio?
Nosostros lo merecemos justamente, recibimos el castigo de nuestros crímenes;
pero éste no ha hecho ningún mal. Piensa en tu última hora, y
conviértete". Estaba iluminado y tocado: confesó sus culpas a Jesús, diciendo:
"Señor, si me condenáis, será con justicia; pero tened misericordia de
mí". Jesús le dijo: "Tú sentirás mi misericordia". Dimas recibió
en este momento la gracia de un profundo arrepentimiento. Todo lo que acabo de
contar sucedió entre las doce y las doce y media, y pocos minutos después de la
Exaltación de la cruz; pero pronto hubo un gran cambio en el alma de los
espectadores, a causa de la mudanza de la naturaleza.
Eclipse de sol – Segunda y
tercera palabras de Jesús
Cuando Pilatos pronunció la inicua sentencia, cayó un poco de
granizo; después el Cielo se aclaró hasta las doce, en que vino una niebla
colorada que oscureció el sol: a la sexta hora, según el modo de contar de los
judíos, que corresponde a las doce y media, hubo un eclipse milagroso del sol.
Yo vi cómo sucedió, mas no encuentro palabras para expresarlo. Primero fui
transportada como fuera de la tierra: veía las divisiones del cielo y el camino
de los astros, que se cruzaban de un modo maravilloso; vi la luna a un lado de
la tierra, huyendo con rapidez, como un globo de fuego. En seguida me hallé en
Jerusalén, y vi otra vez la luna aparecer llena y pálida sobre el monte de los
Olivos; vino del Oriente con gran rapidez, y se puso delante del sol oscurecido
con la niebla. Al lado occidental del sol vi un cuerpo oscuro que parecía una
montaña y que lo cubrió enteramente. El disco de este cuerpo era de un amarillo
oscuro, y estaba rodeado de un círculo de fuego, semejante a un anillo de
hierro hecho ascua. El cielo se oscureció, y las estrellas aparecieron
despidiendo una luz ensangrentada. Un terror general se apoderó de los hombres
y de los animales: los que injuriaban a Jesús bajaron la voz. Muchos se daban
golpes de pecho, diciendo: "¡Que la sangre caiga sobre sus verdugos!".
Otros de cerca y de lejos, se arrodillaron pidiendo perdón, y Jesús, en medio
de sus dolores, volvió los ojos hacia ellos. Las tinieblas se aumentaban, y la
cruz fue abandonada de todos, excepto de María y de los caros amigos del
Salvador. Dimas levantó la cabeza hacia Jesús, y con una humilde esperanza, le
dijo: "¡Señor, acordaos de mí cuando estéis en vuestro reino!". Jesús
le respondió: "En verdad te lo digo; hoy estarás conmigo en el
Paraíso". María pedía interiormente que Jesús la dejara morir con Él. El Salvador
la miró con una ternura inefable, y volviendo los ojos hacia Juan, dijo a
María: "Mujer, este es tu hijo". Después dijo a Juan: "Esta es
tu Madre". Juan besó respetuosamente el pie de la cruz del Redentor. La
Virgen Santísima se sintió acabada de dolor, pensando que el momento se
acercaba en que su divino Hijo debía separarse de ella. No sé si Jesús
pronunció expresamente todas estas palabras; pero yo sentí interiormente que
daba a María por Madre a Juan, y a Juan por hijo a María. En tales visiones se
perciben muchas cosas, y con gran claridad que no se hallan escritas en los
Santos Evangelios. Entonces no parece extraño que Jesús, dirigiéndose a la
Virgen, no la llame Madre mía, sino Mujer; porque aparece como la mujer por
excelencia, que debe pisar la cabeza de la serpiente, sobre todo, en este
momento en el que se cumple esta promesa por la muerte de su Hijo. También se
comprende muy claramente que, dándola por Madre a Juan, la da por Madre a todos
los que creen en su nombre y se hacen hijos de Dios. Se comprende también que
la más pura, la más humilde, la más obediente de las mujeres, que habiendo
dicho al ángel: "Ved aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu
palabra", se hizo Madre del Verbo hecho hombre: oyendo la voz de su Hijo
moribundo obedece y consiente en ser la Madre espiritual de otro hijo,
repitiendo en su corazón estas mismas palabras con una humilde obediencia, y
adopta por hijos suyos a todos los hijos de Dios, a todos los hermanos de
Jesucristo. Es más fácil sentir todo esto por la gracia de Dios, que expresarlo
con palabras, y entonces me acuerdo de lo que me había dicho una vez el Padre
celestial: "Todo está revelado a los hijos de la Iglesia que creen, que
esperan y que aman".
Estado de la ciudad y del
templo - Cuarta palabra de Jesús
Era poco más o menos la una y media; fue transportada la ciudad
para ver lo que pasaba. La hallé llena de agitación y de inquietud; las calles
estaban oscurecidas por una niebla espesa; los hombres, tendidos por el suelo
con la cabeza cubierta; unos se daban golpes de pecho, y otros subían a los
tejados, mirando al cielo y se lamentaban. Los animales aullaban y se
escondían; las aves volaban bajo y se caían. Pilatos mandó venir a su palacio a
los judíos más ancianos, y les preguntó qué significaban aquellas tinieblas;
les dijo que él las miraba como un signo espantoso, que su Dios estaba irritado
contra ellos, porque habían perseguido de muerte al Galileo, que era
ciertamente su Profeta y su Rey; que él se había lavado las manos; que era
inocente de esa muerte; mas ellos persistieron en su endurecimiento,
atribuyendo todo lo que pasaba a causas que no tenían nada de sobrenatural. Sin
embargo, mucha gente se convirtió, y todos aquellos soldados que presenciaron
la prisión de Jesús en el monte de los Olivos, que entonces cayeron y se
levantaron. La multitud se reunía delante de la casa de Pilatos, y en el mismo
sitio en que por la mañana habían gritado: "¡Que muera! ¡que sea
crucificado!", ahora gritaba: "¡Muera el juez inicuo! ¡que su sangre
recaiga sobre sus verdugos!". El terror y la angustia llegaban a su como
en el templo. Se ocupaban en la inmolación del cordero pascual, cuando de
pronto anocheció. Los príncipes de los sacerdotes se esforzaron en mantener el
orden y la tranquilidad, encendieron todas las lámparas; pero el desorden
aumentaba cada vez más. Yo vi a Anás, aterrorizado, correr de un rincón a otro
para esconderse. Cuando me encaminé para salir de la ciudad, los enrejados de
las ventanas temblaban, y sin embargo no había tormenta. Entretanto la
tranquilidad reinaba alrededor de la cruz. El Salvador estaba absorto en el
sentimiento de un profundo abandono; se dirigió a su Padre celestial,
pidiéndole con amor por sus enemigos. Sufría todo lo que sufre un hombre
afligido, lleno de angustias, abandonado de toda consolación divina y humana,
cuando la fe, la esperanza y la caridad se hallan privadas de toda luz y de
toda asistencia sensible en el desierto de la tentación, y solas en medio de un
padecimiento infinito. Este dolor no se puede expresar. Entonces fue cuando
Jesús nos alcanzó la fuerza de resistir a los mayores terrores del abandono,
cuando todas las afecciones que nos unen a este mundo y a esta vida terrestre
se rompen, y que al mismo tiempo el sentimiento de la otra vida se oscurece y
se apaga: nosotros no podemos salir victoriosos de esta prueba sino uniendo
nuestro abandono a los méritos del suyo sobre la cruz. Jesús ofreció por
nosotros su misericordia, su pobreza, sus padecimientos y su abandono: por eso
el hombre, unido a Él en el seno de la Iglesia, no debe desesperar en la hora
suprema, cuando todo se oscurece, cuando toda luz y toda consolación
desaparecen. Jesús hizo su testamento delante de Dios, y dio todos sus méritos
a la Iglesia y a los pecadores. No olvidó a nadie; pidió aún por esos herejes
que dicen que Jesús, siendo Dios, no sintió los dolores de su Pasión; y que no
sufrió lo que hubiera padecido un hombre en el mismo caso. En su dolor nos
mostró su abandono con un grito, y permitió a todos los afligidos que reconocen
a Dios por su Padre un quejido filial y de confianza. A las tres, Jesús gritó
en alta voz: "¡Eli, Eli, lamma sabactani!". Lo que significa:
"¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?". El grito de
Nuestro Señor interrumpió el profundo silencio que reinaba alrededor de la
cruz: los fariseos se volvieron hacia Él y uno de ellos le dijo: "Llama a
Elías". Otro dijo: "Veremos si Elías vendrá a socorrerlo".
Cuando María oyó la voz de su Hijo, nada pudo detenerla. Vino al pie de la cruz
con Juan, María, hija de Cleofás, Magdalena y Salomé. Mientras el pueblo
temblaba y gemía, un grupo de treinta hombres de la Judea y de los contornos de
Jopé pasaban por allí para ir a la fiesta, y cuando vieron a Jesús crucificado,
y los signos amenazadores que presentaba la naturaleza, exclamaron llenos de
horror: "¡Mal haya esta ciudad! Si el templo de Dios no estuviera en ella,
merecería que la quemasen por haber tomado sobre sí tal iniquidad". Estas
palabras fueron como un punto de apoyo para el pueblo, y todos los que tenían
los mismos sentimiento se reunían. Los circunstantes se dividieron en dos
partidos: los unos lloraban y murmuraban, los otros pronunciaban injurias e
imprecaciones. Sin embargo, los fariseos ya no ostentaban la misma arrogancia
que antes, y más bien temiendo una insurrección popular, se entendieron con el
centurión Abenadar. Dieron órdenes para cerrar la puerta más cercana de la
ciudad y cortar toda comunicación. Al mismo tiempo enviaron un expreso a
Pilatos y Herodes, para pedir al primero quinientos hombres, y al segundo sus
guardias para impedir una insurrección. Mientras tanto, el centurión Abenadar
mantenía el orden e impedía los insultos contra Jesús, para no irritar al
pueblo. Poco después de las tres, paulatinamente desaparecieron las tinieblas.
Los enemigos de Jesús recobraron su arrogancia conforma la luz volvía. Entonces
fue cuando dijeron: "¡Llama a Elías!".
Quinta, sexta y séptima
palabras. Muerte de Jesús
Por la pérdida de sangre el sagrado cuerpo de Jesús estaba pálido,
y sintiendo una sed abrasadora, dijo: "Tengo sed". Uno de los
soldados mojó una esponja en vinagre, y habiéndola rociado de hiel, la puso en
la punta de su lanza para presentarla a la boca del Señor. De estas palabras
que dijo recuerdo solamente las siguientes: "Cuando mi voz no se oiga más,
la boca de los muertos hablará". Entonces algunos gritaron: "Blasfema
todavía". Mas Abenadar les mandó estarse quietos. La hora del Señor había
llegado: un sudor frío corrió sus miembros, Juan limpiaba los pies de Jesús con
su sudario. Magdalena, partida de dolor, se apoyaba detrás de la cruz. La
Virgen Santísima de pie entre Jesús y el buen ladrón, miraba el rostro de su
Hijo moribundo. Entonces Jesús dijo: "¡Todo está consumado!". Después
alzó la cabeza y gritó en alta voz: "Padre mío, en tus manos encomiendo mi
espíritu". Fue un grito dulce y fuerte, que penetró el cielo y la tierra:
en seguida inclinó la cabeza, y rindió el espíritu.
Juan y las santas mujeres cayeron de cara sobre el suelo. El
centurión Abenadar tenía los ojos fijos en la cara ensangrentada de Jesús,
sintiendo una emoción muy profunda. cuando el Señor murió, la tierra tembló,
abriéndose el peñasco entre la cruz de Jesús y la del mal ladrón. El último
grito del Redentor hizo temblar a todos los que le oyeron. Entonces fue cuando
la gracia iluminó a Abenadar. Su corazón, orgulloso y duro, se partió como la
roca del Calvario; tiró su lanza, se dio golpes en el pecho gritando con el
acento de un hombre nuevo: "¡Bendito sea el Dios Todopoderoso, el Dios de
Abraham, de Isaac y de Jacob; éste era justo; es verdaderamente el Hijo de
Dios!". Muchos soldados, pasmados al oír las palabras de su jefe, hicieron
como él. Abenadar, convertido del todo, habiendo rendido homenaje al Hijo de
Dios, no quería estar más al servicio de sus enemigos. Dio su caballo y su
lanza a Casio, el segundo oficial, quien tomó el mando, y habiendo dirigido
algunas palabras a los soldados, se fue en busca de los discípulos del Señor,
que se mantenían ocultos en las grutas de Hinnón. Les anunció la muerte del
Salvador, y se volvió a la ciudad a casa de Pilatos. Cuando Abenadar dio
testimonio de la divinidad de Jesús, muchos soldados hicieron como él: lo mismo
hicieron algunos de los que estaban presentes, y aún algunos fariseos de los
que habían venido últimamente. Mucha gente se volvía a su casa dándose golpes
de pecho y llorando. Otros rasgaron sus vestidos, y se cubrieron con tierra la
cabeza. Era poco más de las tres cuando Jesús rindió el último suspiro. Los
soldados romanos vinieron a guardar la puerta de la ciudad y a ocupar algunas
posiciones para evitar todo movimiento tumultuoso. Casio y cincuenta soldados
se quedaron en el Calvario.
Temblor de tierra –
Aparición de los muertos en Jerusalén
Cuando Jesús expiró, vi a su alma, rodeada de mucha luz, entrar en
la tierra, al pie de la cruz; muchos ángeles, entre ellos Gabriel, la
acompañaron. Estos ángeles arrojaron de la tierra al abismo una multitud de
malos espíritus. Jesús envió desde el limbo muchas almas a sus cuerpos para que
atemorizaran a los impenitentes y dieran testimonio de Él. En el templo, los
príncipes de los sacerdotes habían continuado el sacrificio, interrumpido por
el espanto que les causaron las tinieblas, y creían triunfar con la vuelta de
la luz; mas de pronto la tierra tembló, el ruido de las paredes que se caían y
del velo del templo que se rasgaba les infundió un terror espantoso. Se vio de
repente aparecer en el santuario al sumo sacerdote Zacarías, muerto entre el
templo y el altar, pronunciar palabras amenazadoras; habló de la muerte del
otro Zacarías, padre de Juan Bautista, de la de Juan Bautista, y en general de
la muerte de los profetas. Dos hijos del piadoso sumo sacerdote Simón el Justo
se presentaron cerca del gran púlpito, y hablaron igualmente de la muerte de
los profetas y del sacrificio que iba a cesar. Jeremías se apareció cerca del
altar, y proclamó con voz amenazadora el fin del antiguo sacrificio y el principio
del nuevo. Estas apariciones, habiendo tenido lugar en los sitios en donde sólo
los sacerdotes podían tener conocimiento de ellas, fueron negadas o calladas, y
prohibieron hablar de ellas bajo severísimas penas. Pero pronto se oyó un gran
ruido: las puertas del santuario se abrieron, y una voz gritó: "Salgamos
de aquí". Nicodemus, José de Arimatea y otros muchos abandonaron el
templo. Muertos resucitados se veían asimismo que andaban por el pueblo. Anás
que era uno de los enemigos más acérrimos de Jesús, estaba así loco de terror:
huía de un rincón a otro, en las piezas más retiradas del templo. Caifás quiso
animarlo, pero fue en vano: la aparición de los muertos lo había consternado.
Dominado Caifás por el orgullo y la obstinación, aunque sobrecogido por el
terror, no dejó traslucir nada de lo que sentía, oponiendo su férrea frente a
los signos amenazadores de la ira divina. No pudo, a pesar de sus esfuerzos,
hacer continuar la ceremonia. Dijo y mandó decir a los otros sacerdotes que
estos signos de la ira del cielo habían sido ocasionados por los secuaces del
Galileo, que muchas cosas provenían de los sortilegios de ese hombre que en su
muerte como en su vida había agitado el reposo del templo. Mientras todo esto
pasaba en el templo, el mismo sobresalto reinaba en muchos sitios de Jerusalén.
No sólo en el Templo hubo apariciones de muertos: también ocurrieron en la
ciudad y sus alrededores. Entraron en las casas de sus descendientes, y dieron
testimonio de Jesús con palabras severas contra los que habían tomado parte en
su muerte. Pálidos o amarillos, su voz dotada de un sonido extraño e inaudito,
iban amortajados según la usanza del tiempo en que vivían: al llegar a los
sitios en donde la sentencia de muerte de Jesús fue proclamada, se detuvieron
un momento, y gritaron: "¡Gloria a Jesús, y maldición a sus
verdugos!". El terror y el pánico producidos por estas apariciones fue
grande: el pueblo se retiró por fin a sus moradas, siendo muy pocos los que
comieron por la noche el Cordero pascual.
José de Arimatea pide a
Pilatos el cuerpo de Jesús
Apenas se restableció un poco la tranquilidad en la ciudad, el gran
consejo de los judíos pidió a Pilatos que mandara romper las piernas a los
crucificados, para que no estuvieran en la cruz el sábado. Pilatos dio las
órdenes necesarias. En seguida José de Arimatea vino a verle; pues con
Nicodemus habían formado el proyecto de enterrar a Jesús en un sepulcro nuevo,
que había hecho construir a poca distancia del Calvario. Habló a Pilatos,
pidiéndole el cuerpo de Jesús. Pilatos se extrañó que un hombre tan honorable
pidiese con tanta instancia el permiso de rendir los últimos honores al que
había hecho morir tan ignominiosamente. Hizo llamar al centurión Abenadar,
vuelto ya después de haber conversado con los discípulos, y le preguntó si el
Rey de los judíos había expirado. Abenadar le contó la muerte del Salvador, sus
últimas palabras, el temblor de tierra y la roca abierta por el terremoto.
Pilatos pareció extrañar sólo que Jesús hubiera muerto tan pronto, porque
ordinariamente los crucificados vivían más tiempo; pero interiormente estaba
lleno de angustia y de terror, por la coincidencia de esas señales con la
muerte de Jesús. Quizá quiso en algo reparar su crueldad dando a José de
Arimatea el permiso de tomar el cuerpo de Jesús. También tuvo la mira de dar un
desaire a los sacerdotes, que hubiesen visto gustosos a Jesús enterrado
ignominiosamente entre dos ladrones. Envió un agente al Calvario para ejecutar
sus órdenes, que fue Abenadar. Le vi asistir al descendimiento de la cruz.
Abertura del costado de
Jesús – Muerte de los ladrones
Mientras tanto el silencio y el duelo reinaban sobre el Gólgota. El
pueblo atemorizado se había dispersado; María, Juan, Magdalena, María hija de
Cleofás, y Salomé, estaban de pie o sentadas en frente de la cruz, la cabeza
cubierta y llorando. Se notaban algunos soldados recostados sobre el terraplén
que rodeaba la llanura; Casio, a caballo, iba de un lado a otro. El cielo
estaba oscuro, y la naturaleza parecía enlutada. Pronto llegaron seis
alguaciles con escalas, azadas, cuerdas y barras de hierro para romper las
piernas a los crucificados. Cuando se acercaron a la cruz, los amigos de Jesús
se apartaron un poco, y la Virgen Santísima temía que ultrajasen aún el cuerpo de
su Hijo. Aplicaron las escalas a la cruz para asegurarse de que Jesús estaba
muerto. Habiendo visto que el cuerpo estaba frío y rígido lo dejaron, y
subieron a las cruces de los ladrones. Dos alguaciles les quebraron los brazos
por encima y por debajo de los codos con sus martillos. Gesmas daba gritos
horribles, y le pegaron tres golpes sobre el pecho para acabarlo de matar.
Dimas lanzó un gemido, y expiró, siendo el primero de los mortales que volvió a
ver a su Redentor. Los verdugos dudaban todavía de la muerte de Jesús. El modo
horrible como habían fracturado los miembros de los ladrones hacía temblar a
las santas mujeres por el cuerpo del Salvador. Mas el subalterno Casio, hombre
de veinticinco años, cuyos ojos bizcos excitaban la befa de sus compañeros,
tuvo una inspiración súbita. La ferocidad bárbara de los verdugos, la angustia
de las santas mujeres, y el ardor grande que excitó en él la Divina gracia, le
hicieron cumplir una profecía. Empuñó la lanza, y dirigiendo su caballo hacia
la elevación donde estaba la cruz, se puso entre la del buen ladrón y la de
Jesús. Tomó su lanza con las dos manos, y la clavó con tanta fuerza en el
costado derecho del Señor, que la punta atravesó el corazón, un poco más abajo
del pulmón izquierdo. Cuando la retiró salió de la herida una cantidad de
sangre y agua que llenó su cara, que fue para él baño de salvación y de gracia.
Se apeó, y de rodillas, en tierra, se dio golpes de pecho, confesando a Jesús
en alta voz. La Virgen Santísima y sus amigas, cuyos ojos estaban siempre fijos
en Jesús, vieron con inquietud la acción de ese hombre, y se precipitaron hacia
la cruz dando gritos. María cayó en los brazos de las santas mujeres, como si
la lanza hubiese atravesado su propio corazón, mientras Casio, de rodillas,
alababa a Dios; pues los ojos de su cuerpo y de su alma se habían curado y
abierto a la luz. Todos estaban conmovidos profundamente a la vista de la
sangre del Salvador, que había caído en un hoyo de la peña, al pie de la cruz.
Casio, María, las santas mujeres y Juan recogieron la sangre y el agua en
frascos, y limpiaron el suelo con paños. Casio, que había recobrado toda la
plenitud de su vista, estaba en una humilde contemplación. Los soldados,
sorprendidos del milagro que había obrado en él, se hincaron de rodillas,
dándose golpes de pecho, y confesaron a Jesús. Casio, bautizado con el nombre
de Longinos, predicó la fe como diácono, y llevó siempre sangre de Jesús sorbe
sí. Esta se había secado, y se halló en su sepulcro, en Italia, en una ciudad a
poca distancia del sitio donde vivió Santa Clara. Hay un lago con una isla
cerca de esta ciudad. El cuerpo de Longinos debe haber sido transportado a
ella. Los alguaciles, que mientras tanto habían recibido orden de Pilatos de no
tocar el cuerpo de Jesús, no volvieron.
El descendimiento
El cielo estaba todavía oscuro y nebuloso cuando José y Nicodemus
se fueron al Calvario: allí se encontraron con sus criados y las santas mujeres
que lloraban sentadas en frente de la cruz. Casio y muchos soldados, que se
habían convertido, estaban a cierta distancia, tímidos y respetuosos. José y
Nicodemus contaron a la Virgen y a Juan todo lo que habían hecho para librar a
Jesús de una muerte ignominiosa, y cómo habían obtenido que no rompiesen los
huesos al Señor. Entre tanto llegó el centurión Abenadar, y luego comenzaron la
piadosa obra del descendimiento de la cruz, para embalsamar el sagrado cuerpo
del Señor. Casio se acercó también, y contó a Abenadar la milagrosa curación de
la vista. Todos se sentían muy conmovidos, llenos de tristeza y de amor.
Nicodemus y José pusieron las escaleras detrás de la cruz, subieron y
arrancaron los clavos. En seguida descendieron despacio el santo Cuerpo,
bajando escalón por escalón con las mayores precauciones. Fue un espectáculo
muy tierno; tenían el mismo cuidado, las mismas precauciones como si hubiesen
temido causar algún dolor a Jesús. Todos los circunstantes tenían los ojos
fijos en el cuerpo del Señor y seguían sus movimientos, levantaban las manos al
cielo, derramaban lágrimas y daban señales del más profundo dolor. Todos
estaban penetrados de un respeto profundo, hablando sólo en voz baja para
ayudarse unos a otros. Mientras los martillazos se oían, María, Magdalena y
todos los que estaban presentes a la crucifixión, tenían el corazón partido. El
ruido de esos golpes les recordaba los padecimientos de Jesús; temían oír otra
vez el grito penetrante de sus sufrimientos. Habiendo descendido el santo
Cuerpo, lo envolvieron y lo pusieron en los brazos de su Madre, que se los
tendía poseída de dolor y de amor. Así la Virgen Santísima sostenía por última
vez en sus brazos el cuerpo de su querido Hijo, a quien no había podido dar
ninguna prueba de su amor en todo su martirio; contempló sus heridas, cubrió de
ósculos su cara ensangrentada, mientras Magdalena reposaba la suya sobre sus
pies. Después de un rato, Juan, acercándose a la Virgen, le suplicó que se
separase de su Hijo para que le pudieran embalsamar, porque se acercaba el
sábado. María se despidió de Él en los términos más tiernos. Entonces los
hombres lo tomaron de los brazos de su madre y lo llevaron a un sitio más bajo
que la cumbre del Gólgota, que ofrecía gran comodidad para hacer el
embalsamamiento. Lo hicieron en seguida y envolvieron después el santo Cuerpo
en un gran lienzo blanco. Cuando todos se arrodillaron para despedirse de Él,
se operó delante de sus ojos un gran milagro: el sagrado cuerpo de Jesús, con
sus heridas, apareció representado sobre el lienzo que lo cubría, como si
hubiese querido recompensar su celo y su amor, y dejarles un retrato a través
de los velos que lo cubrían. Era un retrato sobrenatural, un testimonio de la
divinidad creadora, que residía siempre en el cuerpo de Jesús.