Juan Evangelista

SAN JUAN EL EVANGELISTA, 

APÓSTOL


Hijo del Zebedeo, hermano del Apóstol Santiago
El discípulo amado





El águila la figura asociada a San Juan, ya que su Evangelio 

es el más abstracto y teológico de los cuatro

SAN JUAN el Evangelista, a quien se distingue como "el discípulo amado de Jesús" y a quien a menudo le llaman "el divino" (es decir, el "Teólogo") sobre todo entre los griegos y en Inglaterra, era un judío de Galilea, hijo de Zebedeo y hermano de Santiago el Mayor, con quien desempeñaba el oficio de pescador.

Junto con su hermano Santiago, se hallaba Juan remendando las redes a la orilla del lago de Galilea, cuando Jesús, que acababa de llamar a su servicio a Pedro y a Andrés, los llamó también a ellos para que fuesen sus Apóstoles. El propio Jesucristo les puso a Juan y a Santiago el sobrenombre de Boanerges, o sea "hijos del trueno" (Lucas 9, 54), aunque no está aclarado si lo hizo como una recomendación o bien a causa de la violencia de su temperamento.
 
Se dice que San Juan era el más joven de los doce Apóstoles y que sobrevivió a todos los demás. Es el único de los Apóstoles que no murió martirizado.
En el Evangelio que escribió se refiere a sí mismo, como "el discípulo a quien Jesús amaba", y es evidente que era de los más íntimos de Jesús. El Señor quiso que estuviese, junto con Pedro y Santiago, en el momento de Su transfiguración, así como durante Su agonía en el Huerto de los Olivos. En muchas otras ocasiones, Jesús demostró a Juan su predilección o su afecto especial. Por consiguiente, nada tiene de extraño desde el punto de vista humano, que la esposa de Zebedeo pidiese al Señor que sus dos hijos llegasen a sentarse junto a Él, uno a la derecha y el otro a la izquierda, en Su Reino.

Juan fue el elegido para acompañar a Pedro a la ciudad a fin de preparar la cena de la última Pascua y, en el curso de aquella última cena, Juan reclinó su cabeza sobre el pecho de Jesús y fue a Juan a quien el Maestro indicó, no obstante que Pedro formuló la pregunta, el nombre del discípulo que habría de traicionarle. Es creencia general la de que era Juan aquel "otro discípulo" que entró con Jesús ante el tribunal de Caifás, mientras Pedro se quedaba afuera. Juan fue el único de los Apóstoles que estuvo al pie de la cruz con la Virgen María y las otras piadosas mujeres y fue él quien recibió el sublime encargo de tomar bajo su cuidado a la Madre del Redentor. "Mujer, he ahí a tu hijo", murmuró Jesús a su Madre desde la cruz. "He ahí a tu madre", le dijo a Juan. Y desde aquel momento, el discípulo la tomó como suya. El Señor nos llamó a todos hermanos y nos encomendó el amoroso cuidado de Su propia Madre, pero entre todos los hijos adoptivos de la Virgen María, San Juan fue el primero. Tan sólo a él le fue dado el privilegio de llevar físicamente a María a su propia casa como una verdadera madre y honrarla, servirla y cuidarla en persona.

Gran testigo de la Gloria del Maestro

Cuando María Magdalena trajo la noticia de que el sepulcro de Cristo se hallaba abierto y vacío, Pedro y Juan acudieron inmediatamente y Juan, que era el más joven y el que corría más de prisa, llegó primero. Sin embargo, esperó a que llegase San Pedro y los dos juntos se acercaron al sepulcro y los dos "vieron y creyeron" que Jesús había resucitado.

A los pocos días, Jesús se les apareció por tercera vez, a orillas del lago de Galilea, y vino a su encuentro caminando por la playa. Fue entonces cuando interrogó a San Pedro sobre la sinceridad de su amor, le puso al frente de Su Iglesia y le vaticinó su martirio. San Pedro, al caer en la cuenta de que San Juan se hallaba detrás de él, preguntó a su Maestro sobre el futuro de su compañero:
«Señor, y éste, ¿qué?» (Jn 21,21)
Jesús le respondió: «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿qué te importa? Tú, sígueme.» (Jn 21,22)

Debido a aquella respuesta, no es sorprendente que entre los hermanos corriese el rumor de que Juan no iba a morir, un rumor que el mismo Juan se encargó de desmentir al indicar que el Señor nunca dijo: "No morirá". (Jn 21,23).
Después de la Ascensión de Jesucristo, volvemos a encontrarnos con Pedro y Juan que subían juntos al templo y, antes de entrar, curaron milagrosamente a un tullido. Los dos fueron hechos prisioneros, pero se les dejó en libertad con la orden de que se abstuviesen de predicar en nombre de Cristo, a lo que Pedro y Juan respondieron: «Juzgad si es justo delante de Dios obedeceros a vosotros más que a Dios. No podemos nosotros dejar de hablar de lo que hemos visto y oído.»
(Hechos 4:19-20)
Después, los Apóstoles fueron enviados a confirmar a los fieles que el diácono Felipe había convertido en Samaria. Cuando San Pablo fue a Jerusalén tras de su conversión se dirigió a aquellos que "parecían ser los pilares" de la Iglesia, es decir a Santiago, Pedro y Juan, quienes confirmaron su misión entre los gentiles y fue por entonces cuando San Juan asistió al primer Concilio de Apóstoles en Jerusalén. Tal vez concluido éste, San Juan partió de Palestina para viajar al Asia Menor.

Efeso
San Ireneo, Padre de la Iglesia, quien fue discípulo de San Policarpo, quién a su vez fue discípulo de San Juan, es una segura fuente de información sobre el Apóstol.  San Ireneo afirma que este se estableció en Efeso después del martirio de San Pedro y San Pablo, pero es imposible determinar la época precisa. De acuerdo con la Tradición, durante el reinado de Domiciano, San Juan fue llevado a Roma, donde quedó milagrosamente frustrado un intento para quitarle la vida. La misma tradición afirma que posteriormente fue desterrado a la isla de Patmos, donde recibió las revelaciones celestiales que escribió en su libro del Apocalipsis.
Maravillosas revelaciones celestiales
Después de la muerte de Domiciano, en el año 96, San Juan pudo regresar a Efeso, y es creencia general que fue entonces cuando escribió su Evangelio. El mismo nos revela el objetivo que tenía presente al escribirlo. "Todas estas cosas las escribo para que podáis creer que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios y para que, al creer, tengáis la vida en Su nombre". Su Evangelio tiene un carácter enteramente distinto al de los otros tres y es una obra teológica tan sublime que, como dice Teodoreto, "está más allá del entendimiento humano el llegar a profundizarlo y comprenderlo enteramente". La elevación de su espíritu y de su estilo y lenguaje, está debidamente representada por el águila que es el símbolo de San Juan el Evangelista. También escribió el Apóstol tres epístolas: a la primera se le llama Católica, ya que está dirigida a todos los otros cristianos, particularmente a los que él convirtió, a quienes insta a la pureza y santidad de vida y a la precaución contra las artimañas de los seductores. Las otras dos son breves y están dirigidas a determinadas personas: una probablemente a la Iglesia local, y la otra a un tal Gayo, un comedido instructor de cristianos. A lo largo de todos sus escritos, impera el mismo inimitable espíritu de caridad. No es éste el lugar para hacer referencias a las objeciones que se han hecho a la afirmación de que San Juan sea el autor del cuarto Evangelio.

Predicando la Verdad y el amor

Los más antiguos escritores hablan de la decidida oposición de San Juan a las herejías de los ebionitas y a los seguidores del gnóstico Cerinto. En cierta ocasión, según San Ireneo, cuando Juan iba a los baños públicos, se enteró de que Cerinto estaba en ellos y entonces se devolvió y comentó con algunos amigos que le acompañaban: "¡Vámonos hermanos y a toda prisa, no sea que los baños en donde está Cerinto, el enemigo de la verdad, caigan sobre su cabeza y nos aplasten!".
Dice San Ireneo que fue informado de este incidente por el propio San Policarpio el discípulo personal de San Juan. Por su parte, Clemente de Alejandría relata que en cierta ciudad cuyo nombre omite, San Juan vio a un apuesto joven en la congregación y, con el íntimo sentimiento de que mucho de bueno podría sacarse de él, lo llevó a presentar al obispo a quien él mismo había consagrado. "En presencia de Cristo y ante esta congregación, recomiendo este joven a tus cuidados". De acuerdo con las recomendaciones de San Juan, el joven se hospedó en la casa del obispo, quien le dio instrucciones, le mantuvo dentro de la disciplina y a la larga lo bautizó y lo confirmó. Pero desde entonces, las atenciones del obispo se enfriaron, el neófito frecuentó las malas compañías y acabó por convertirse en un asaltante de caminos. Transcurrió algún tiempo, y San Juan volvió a aquella ciudad y pidió al obispo: "Devuélveme ahora el cargo que Jesucristo y yo encomendamos a tus cuidados en presencia de tu iglesia". El obispo se sorprendió creyendo que se trataba de algún dinero que se le había confiado, pero San Juan explicó que se refería al joven que le había presentado y entonces el obispo exclamó: "¡Pobre joven! Ha muerto". "¿De qué murió, preguntó San Juan. "Ha muerto para Dios, puesto que es un ladrón" , fue la respuesta. Al oír estas palabras, el anciano Apóstol pidió un caballo y un guía para dirigirse hacia las montañas donde los asaltantes de caminos tenían su guarida. Tan pronto como se adentró por los tortuosos senderos de los montes, los ladrones le rodearon y le apresaron. "¡Para esto he venido!", gritó San Juan. "¡Llevadme con vosotros!" Al llegar a la guarida, el joven renegado reconoció al prisionero y trató de huir, lleno de vergüenza, pero Juan le gritó para detenerle: "¡Muchacho! ¿Por qué huyes de mí, tu padre, un viejo y sin armas? Siempre hay tiempo para el arrepentimiento. Yo responderé por ti ante mi Señor Jesucristo y estoy dispuesto a dar la vida por tu salvación. Es Cristo quien me envía". El joven escuchó estas palabras inmóvil en su sitio; luego bajó la cabeza y, de pronto, se echó a llorar y se acercó a San Juan para implorarle, según dice Clemente de Alejandría, una segunda oportunidad. Por su parte, el Apóstol no quiso abandonar la guarida de los ladrones hasta que el pecador quedó reconciliado con la Iglesia.

Aquella caridad que inflamaba su alma, deseaba infundirla en los otros de una manera constante y afectuosa. Dice San Jerónimo en sus escritos que, cuando San Juan era ya muy anciano y estaba tan debilitado que no podía predicar al pueblo, se hacía llevar en una silla a las asambleas de los fieles de Efeso y siempre les decía estas mismas palabras: "Hijitos míos, amaos entre vosotros . . ." Alguna vez le preguntaron por qué repetía siempre la frase, respondió San Juan: "Porque ése es el mandamiento del Señor y si lo cumplís ya habréis hecho bastante".
San Juan murió pacíficamente en Efeso hacia el tercer año del reinado de Trajano, es decir hacia el año cien de la era cristiana, cuando tenía la edad de noventa y cuatro años, de acuerdo con San Epifanio.

Según los datos que nos proporcionan San Gregorio de Nissa, el Breviarium sirio de principios del siglo quinto y el Calendario de Cartago, la práctica de celebrar la fiesta de San Juan el Evangelista inmediatamente después de la de San Esteban, es antiquísima. En el texto original del Hieronymianum, (alrededor del año 600 P.C.), la conmemoración parece haber sido anotada de esta manera: "La Asunción de San Juan el Evangelista en Efeso y la ordenación al episcopado de Santo Santiago, el hermano de Nuestro Señor y el primer judío que fue ordenado obispo de Jerusalén por los Apóstoles y que obtuvo la corona del martirio en el tiempo de la Pascua". Era de esperarse que en una nota como la anterior, se mencionaran juntos a Juan y a Santiago, los hijos de Zebedeo; sin embargo, es evidente que el Santiago a quien se hace referencia, es el otro, el hijo de Alfeo.

La frase "Asunción de San Juan", resulta interesante puesto que se refiere claramente a la última parte de las apócrifas "Actas de San Juan". La errónea creencia de que San Juan, durante los últimos días de su vida en Efeso, desapareció sencillamente, como si hubiese ascendido al cielo en cuerpo y alma puesto que nunca se encontró su cadáver, una idea que surgió sin duda de la afirmación de que aquel discípulo de Cristo "no moriría", tuvo gran difusión aceptación a fines del siglo II. Por otra parte, de acuerdo con los griegos, el lugar de su sepultura en Efeso era bien conocida y aun famosa por los milagros que se obraban allí.

El "Acta Johannis", que ha llegado hasta nosotros en forma imperfecta y que ha sido condenada a causa de sus tendencias heréticas, por autoridades en la materia tan antiguas como Eusebio, Epifanio, Agustín y Toribio de Astorga, contribuyó grandemente a crear una leyenda. De estas fuentes o, en todo caso, del pseudo Abdías, procede la historia en base a la cual se representa con frecuencia a San Juan con un cáliz y una víbora. Se cuenta que Aristodemus, el sumo sacerdote de Diana en Efeso, lanzó un reto a San Juan para que bebiese de una copa que contenía un líquido envenenado. El Apóstol tomó el veneno sin sufrir daño alguno y, a raíz de aquel milagro, convirtió a muchos, incluso al sumo sacerdote. En ese incidente se funda también sin duda la costumbre popular que prevalece sobre todo en Alemania, de beber la Johannis-Minne, la copa amable o poculum charitatis, con la que se brinda en honor de San Juan. En la ritualia medieval hay numerosas fórmulas para ese brindis y para que, al beber la Johannis-Minne, se evitaran los peligros, se recuperara la salud y se llegara al cielo.

San Juan es sin duda un hombre de extraordinaria y al mismo tiempo de profundidad mística. Al amarlo tanto, Jesús nos enseña que esta combinación de virtudes debe ser el ideal del hombre, es decir el requisito para un hombre plenamente hombre.  Esto choca contra el modelo de hombre machista que es objeto de falsa adulación en la cultura, un hombre preso de sus instintos bajos. Por eso el arte tiende a representar a San Juan como una persona suave, y, a diferencia de los demás Apóstoles, sin barba.  Es necesario recuperar a San Juan como modelo: El hombre capaz de recostar su cabeza sobre el corazón de Jesús, y precisamente por eso ser valiente para estar al pie de la cruz como ningún otro.   Por algo Jesús le llamaba "hijo del trueno". Quizás antes para mal, pero una vez transformado en Cristo, para mayor gloria de Dios.

Revelaciones a Ana Catalanina Emerch

El apóstol San Juan Evangelista en Roma y en Asia Menor

Aunque en Éfeso podían vivir en paz los cristianos, con todo San Juan era tenido como prisionero. Podía salir en compañía de dos soldados, y así visitaba con frecuencia a las buenas gentes del lugar. En una de esas visitas se encontró con unos estudiantes, cuyo maestro había hablado en contra de Juan y de su doctrina. Porque el santo había hablado en contra de las riquezas, había estos comprados lingotes de oro y piedras preciosas, los habían roto en trocitos y los habían arrojado a su paso en señal de desprecio. Querían decir que ellos también, aunque eran paganos, sabían despreciar las riquezas sin por eso tener necesidad de hacerse cristianos. Juan, sin embargo, les dijo que su proceder era malbaratar el dinero y no era virtud de pobreza ni de renunciamiento. Uno de los estudiantes le propuso al santo que probase a juntar los pedazos de oro y piedras preciosas, como antes estaban; que entonces creerían en su Dios y en su doctrina. El santo les dijo que juntasen ellos mismos los pedazos y se los trajesen. Lo hicieron así y el santo les devolvió el oro y las piedras preciosas como habían estado antes. Entonces se echaron a sus pies, dieron las riquezas a los pobres y se hicieron cristianos. Dos de éstos, que habían regalado sus riquezas y seguido a Juan, se arrepintieron, al ver a sus esclavos bien vestidos, de haberse hecho cristianos. He visto que Juan convirtió hierbas del bosque y piedras de la orilla del mar en pedazos de oro y piedras preciosas, por medio de su oración, y se los dio a los dos, diciéndoles que volvieran a comprarse las riquezas que habían dejado. Mientras el apóstol amonestaba a los jóvenes caídos, le trajeron el cadáver de un joven, pidiéndole que lo resucitase. Eran muchos los que hacían este pedido al apóstol. Juan oró y resucitó al joven y le mandó contase a los jóvenes lo que sabía del otro mundo. El resucitado les habló de tal manera de las cosas del otro mundo, que los jóvenes hicieron penitencia y se convirtieron. El apóstol les impuso ayunos y los recibió de nuevo entre los fieles. El oro y las piedras preciosas volvieron a ser paja y piedras, que arrojaron al mar.

Vi luego que muchos se convirtieron y que Juan fue reducido a prisión. Un sacerdote idólatra dijo que si Juan tomaba un veneno sin sentir daño, creerían en Jesús y lo dejarían libre. Lo hicieron marchar, acompañado de dos soldados, atadas las manos con cuerdas, delante del juez, donde se había reunido mucha gente. He visto que dos condenados a muerte bebieron el veneno y cayeron muertos al instante. Juan rezó sobre el vaso, y vi salir de él un vapor negro, acercándose, en cambio, una luz sobre él. Juan bebió el contenido del vaso, y el veneno no le hizo daño alguno. El sacerdote idolatra pidió más pruebas: exigió que Juan resucitase a los dos muertos. Juan le alargó su manto, diciéndole que lo echase sobre los muertos, repitiendo las palabras que el apóstol le enseñó. Cuando así lo hizo, se levantaron los dos muertos, y se convirtió casi toda la ciudad. Juan quedó libre de sus cadenas. Otra vez he visto derrumbarse un templo delante de Juan, porque le querían obligar a sacrificar a los ídolos. Vino como una tempestad sobre el templo: el techo se desplomó sobre el edificio; una nube de polvo y de escombros salió de puertas y ventanas, y también humo y fuego, pues los ídolos quedaron derretidos por el calor.

El judío convertido y el joven extraviado

Un judío convertido, que todavía era catecúmeno, quedó reducido, en ausencia de Juan, a la mayor pobreza y cargado de deudas que no podía pagar, y por esta causa era muy molestado. Un perverso judío le sugería la idea de que tomase veneno, ya que de otro modo lo meterían en la cárcel por las deudas y no saldría de allí en toda su vida. He visto al pobre hombre tomar veneno hasta tres veces de un vaso de bronce oscuro que
tenía: tal era el miedo que sentía de ser encarcelado. Pero Juan le había enseñado a hacer la señal de la cruz, sobre cualquier bebida o comida que tomase, y así sucedía que no se envenenó, aunque tenía voluntad de serlo. Entre tanto volvió Juan al lugar; el pobre judío confesó su falta y expuso también su extrema necesidad, prometiendo hacer penitencia de su delito. Juan bendijo el mismo recipiente de bronce que había contenido
el veneno, lo convirtió en oro y le mando fuera a pagar su deuda con ese oro. Este hombre llegó a ser mas tarde discípulo de Juan, y obispo de la ciudad donde encontró Juan a aquel joven que se extravió y rescato de entre una banda de malhechores.
Juan encontró a este joven junto a una majada, cerca de la ciudad. Al hablar con él reconoció que estaban en él mezcladas las buenas cualidades con la extrema rudeza e ignorancia. El niño llamó a sus padres que eran pobres pastores y Juan les pidió que le dejasen al niño para educarlo. Los padres consintieron. El niño era de diez años y Juan lo llevo al obispo de Berea para que lo educase, diciéndole que volvería a su tiempo para pedirle cuentas del niño. En un principio las cosas fueron bien: luego dejaron al niño hacer sus caprichos y terminó por caer en manos de una banda de malhechores.

Cuando Juan volvió reclamando al niño, supo que su protegido estaba en los montes con los asaltantes. Juan tomó un animal de carga, porque su edad y lo escabroso del camino no le permitían andar a pie. Al encontrar al joven le pidió de rodillas que volviera de su mal camino. El joven tenía entonces unos veinte años. Juan se lo llevó consigo. Cambió al obispo del lugar, y mando al joven que hiciera penitencia de su pecado. Más tarde vi que llegó a ser también obispo. Aquel obispo era por lo demás, un hombre bueno, que tuvo mucho que sufrir por los herejes; pero en el asunto del niño se hizo culpable de un descuido grave. Fue obispo sólo seis años y me pareció que más bien hacía las veces de Juan en su ausencia. Su nombre es Aquila. Murió de muerte natural. ¡Oh cómo lloraba cuando San Juan le reprochó su negligencia con el niño! Lo he visto de rodillas delante del apóstol.

El Apocalipsis y el Evangelio de San Juan

Cuando Juan fue echado en la caldera del aceite hirviente ya había enseñado en Italia, y allí fue tomado preso. Desde la isla de Pannos, donde era muy querido y había convertido a muchos, hacia viajes con sus guardianes algunas veces, y había estado en Éfeso. Las visiones del Apocalipsis no las tuvo de una vez ni las escribió tampoco de una vez, sino en diversas épocas. 


Tres años antes de su muerte escribió su evangelio, dentro del Asia.
He visto diversos cuadros de su martirio en Roma. Lo he visto en un patio redondo, rodeado de una pared. Allí fue despojado de sus vestidos y azotado. El apóstol era ya muy anciano, pero sus carnes estaban como las de un joven. He visto que luego lo sacaron afuera, a un lugar grande y redondo, donde había una gran caldera colocada sobre una base de piedra, también redonda, donde se ponía el fuego que respiraba por unos agujeros del horno. Juan era conducido vestido con un manto largo, cerrado delante del pecho, que me recordó a Cristo cuando era burlado. Había allí mucha gente mirando la escena. Se le quitó el manto y su cuerpo apareció cubierto de manchas rojas por los azotes. Dos hombres levantaron a Juan hasta la abertura de la caldera y él mismo hizo su parte. El aceite estaba hirviendo. Atizaban el fuego debajo con atados cortos de leña oscura, que traían para el caso. Después que Juan estuvo un tiempo adentro, sin dar la menor señal de dolor y de daño, lo volvieron a sacar y se vio su cuerpo curado de las heridas de los azotes y más lozano que antes. Mucha gente corrió sin miedo hasta el lugar de la caldera y llenaba pequeños recipientes del aceite, sin quemarse, lo cual me
causaba maravilla. A Juan lo sacaron de allí.

Desde Roma fue Juan de nuevo a Éfeso y se mantuvo allí unos días ocultos. Sólo de noche salía para visitar las casas de los cristianos y celebraba Misa en casa de María.

Algún tiempo después, se retiró con algunos discípulos a Cedar donde viviendo en la soledad, escribió su Evangelio, tres años antes de su muerte. Los discípulos no estaban con él cuando escribía; se mantenían a cierta distancia, y se le acercaban de tanto en tanto a traerle comida. Lo he visto escribir sentado o echado debajo de un árbol. He visto que una vez llovía y sobre él había luz y sequedad. En esos lugares estuvo bastante tiempo enseñando, y convirtió a mucha gente de la ciudad. De aquí volvió Juan a Éfeso.

La parte más numerosa de los descendientes de los Reyes Magos se había retirado a la isla de Creta, después del bautismo recibido del apóstol Tomás; los demás habían partido en diversas direcciones. En la Arabia había varios obispos constituidos por Santo Tomás, sacados de los pueblos de los Reyes Magos. Estos obispos no podían ya regir a todos estos pueblos, de los cuales algunos volvían a caer en la antigua idolatría.

Escribieron por esto a San Juan,- y éste les mandó a los dos hermanos de Fidel, que bautizaron a Macario y a Cayo. Estos discípulos, a fuerza de ruegos y de insistencia consiguieron que el mismo Juan, en edad muy avanzada, viajase al país de los Reyes Magos. La comarca de éstos estaba más lejos que el país de Mensor. He visto a Juan en el país de uno de ellos, entre los Caldeos, que tenían un jardín de María cerrado en su templo. El templo ya no existía, pero habían hecho una pequeña iglesia en la forma de la casa de María en Éfeso: por arriba plana, como he visto todas las capillas de entonces.

Llegaron los otros obispos, se juntaron aquí y le pedían a Juan que escribiera la vida de Jesús en su país, que ellos le narrarían todo lo que sabían acerca de su infancia. El apóstol les contestó que él había ya escrito la vida de Jesús, que había escrito lo que de su vida divina se puede escribir aquí en la tierra. Mientras escribía, había estado casi de continuo en el cielo, y que no podía ya escribir otra cosa. Les dijo también que lo que el discípulo, que había viajado con Jesús, llamado Eremenzear, más tarde Hermes. Había escrito, lo completasen Macario y Cayo. He sabido que el trabajo de Macario se ha perdido; pero que el de Cayo existe aún. Juan partió de allí a Jerusalén luego a Roma y de allí a Éfeso.

Muerte de San Juan Evangelista

Tuve una hermosa visión de la muerte de San Juan. Era ya muy anciano; su rostro empero se conservaba siempre fresco, hermoso y juvenil. Lo he visto en Éfeso en la iglesia, creo, durante tres días, partiendo y repartiendo el pan (expresión antigua para significar la comunión). Me pareció que Jesús se le apareció y le predijo su próxima muerte. Tengo de ello una idea algo confusa; sin embargo, recuerdo que Jesús se le
apareció: Lo he visto enseñando al aire libre, fuera de la ciudad, debajo de un árbol, rodeado de muchos discípulos. Se retiró con dos discípulos a un lugar hermoso, detrás de una pequeña colina, entre el boscaje, había allí una hermosa pradera, y se veía el reflejo del cielo en el mar en calma. Él les señalaba algo a ellos en la tierra: me pareció que les decía que debían hacer o completar su sepulcro allí; creo más bien que debían sólo completarlo, pues he visto que pronto estuvo hecho muy bien. Pienso que lo demás había sido hecho con anterioridad, tanto más que las palas ya estaban allí. Lo vi luego volver a donde estaban los demás. Él les enseñaba con amor, rezaba, y les decía que se amasen los unos a los otros. Los dos volvieron, y uno de ellos le dijo: “Ah. Padre, me parece que me quieres dejar”... Se apretaban en torno, se echaban de rodillas y lloraban.
El los amonestaba, rezaba con ellos y los bendecía. Luego les mandó permanecer donde estaban y con cinco de ellos se fue al lugar de la sepultura. Esta no era muy honda, y estaba muy bien hecha, cubierta con verdor: tenía una especie de tapa de mimbres, sobre la cual debían poner hierbas y encima una piedra. Juan rezaba con los brazos extendidos, de pie junto a la sepultura: echó luego su manto adentro, bajo a ella, se tendió y rezó nuevamente. Una gran luz descendió sobre él. Aun habló con sus discípulos. Estos estaban echados en el suelo, junto a la sepultura; lloraban y rezaban.
He visto luego algo maravilloso: mientras Juan estaba tendido y moría plácidamente, he visto en el resplandor, sobre él una figura luminosa, como él mismo, saliendo de su cuerpo, como de una envoltura y desapareciendo en la misma luz y resplandor. He visto luego acudir a los demás. Y echarse alrededor de su sepultura, que luego cubrieron. He visto también que el cuerpo de Juan no está en la tierra. Veo entre el Este y el Oeste un espacio luminoso, semejante a un sol, lo veo allí dentro, como si intercediera a favor de los demás: como si recibiera algo desde arriba y lo diera a los de abajo. Este lugar lo veo como algo perteneciente a la tierra, pero del todo elevado sobre ella: de ningún modo se puede llegar hasta allí (*).


(*) San Antonino trae los hechos narrados en la misma forma que los ve Ana Catalina (VI. Cap. 6. I, 3). La tradición confirma, lo visto por la vidente en la muerte del Santo.

San Agustín, San Gregorio  de Tours, Hilario. Epifunio. San Gregorio Nadanzeno, Alberto Magno, Tomas de Villanueva y otros son de parecer que Juan murió efectivamente, pero que su cuerpo fue sustraído de la tierra, y que ahora vive, como Enoch y Elias, para volver al fin de los tiempos a predicar a las naciones. 


El oficio de la Iglesia griega ha recibido esta tradición en su liturgia.