EL
SACRAMENTO DEL MATRIMONIO
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"La
alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer
constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su
misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y
educación de la prole, fue elevada por Cristo Nuestro Señor a la
dignidad de sacramento entre bautizados" (Catecismo Iglesia,
can. 1055,1)
El matrimonio en el plan de Dios
La
Sagrada Escritura se abre con el relato de la creación del hombre y
de la mujer a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26- 27) y se cierra
con la visión de las "bodas del Cordero" (Ap 19,7.9). De
un extremo a otro la Escritura habla del matrimonio y de su
"misterio", de su institución y del sentido que Dios le
dio, de su origen y de su fin, de sus realizaciones diversas a lo
largo de la historia de la salvación, de sus dificultades nacidas
del pecado y de su renovación "en el Señor" (1 Co 7,39)
todo ello en la perspectiva de la Nueva Alianza de Cristo y de la
Iglesia (cf Ef 5,31-32).
El matrimonio en el orden de la creación
"La
íntima comunidad de vida y amor conyugal, fundada por el Creador y
provista de leyes propias, se establece sobre la alianza del
matrimonio... un vínculo sagrado... no depende del arbitrio humano.
El mismo Dios es el autor del matrimonio" (GS 48,1). La vocación
al matrimonio se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de la
mujer, según salieron de la mano del Creador. El matrimonio no es
una institución puramente humana a pesar de las numerosas
variaciones que ha podido sufrir a lo largo de los siglos en las
diferentes culturas, estructuras sociales y actitudes espirituales.
Estas diversidades no deben hacer olvidar sus rasgos comunes y
permanente. A pesar de que la dignidad de esta institución no se
trasluzca siempre con la misma claridad (cf GS 47,2), existe en todas
las culturas un cierto sentido de la grandeza de la unión
matrimonial. "La salvación de la persona y de la sociedad
humana y cristiana está estrechamente ligada a la prosperidad de la
comunidad conyugal y familiar" (GS 47,1).
Dios
que ha creado al hombre por amor lo ha llamado también al amor,
vocación fundamental e innata de todo ser humano. Porque el hombre
fue creado a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,2), que es Amor (cf 1
Jn 4,8.16). Habiéndolos creado Dios hombre y mujer, el amor mutuo
entre ellos se convierte en imagen del amor absoluto e indefectible
con que Dios ama al hombre. Este amor es bueno, muy bueno, a los ojos
del Creador (cf Gn 1,31). Y este amor que Dios bendice es destinado a
ser fecundo y a realizarse en la obra común del cuidado de la
creación. "Y los bendijo Dios y les dijo: "Sed fecundos y
multiplicaos, y llenad la tierra y sometedla'" (Gn 1,28).
La
Sagrada escritura afirma que el hombre y la mujer fueron creados el
uno para el otro: "No es bueno que el hombre esté solo".
La mujer, "carne de su carne", su igual, la criatura más
semejante al hombre mismo, le es dada por Dios como una "auxilio",
representando así a Dios que es nuestro "auxilio" (cf Sal
121,2). "Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une
a su mujer, y se hacen una sola carne" (cf Gn 2,18-25). Que esto
significa una unión indefectible de sus dos vidas, el Señor mismo
lo muestra recordando cuál fue "en el principio", el plan
del Creador: "De manera que ya no son dos sino una sola carne"
(Mt 19,6).
El matrimonio bajo la esclavitud del pecado
Todo
hombre, tanto en su entorno como en su propio corazón, vive la
experiencia del mal. Esta experiencia se hace sentir también en las
relaciones entre el hombre y la mujer. En todo tiempo, la unión del
hombre y la mujer vive amenazada por la discordia, el espíritu de
dominio, la infidelidad, los celos y conflictos que pueden conducir
hasta el odio y la ruptura. Este desorden puede manifestarse de
manera más o menos aguda, y puede ser más o menos superado, según
las culturas, las épocas, los individuos, pero siempre aparece como
algo de carácter universal.
Según
la fe, este desorden que constatamos dolorosamente, no se origina en
la naturaleza del hombre y de la mujer, ni en la naturaleza de sus
relaciones, sino en el pecado. El primer pecado, ruptura con Dios,
tiene como consecuencia primera la ruptura de la comunión original
entre el hombre y la mujer. Sus relaciones quedan distorsionadas por
agravios recíprocos (cf Gn 3,12); su atractivo mutuo, don propio del
creador (cf Gn 2,22), se cambia en relaciones de dominio y de
concupiscencia (cf Gn 3,16b); la hermosa vocación del hombre y de la
mujer de ser fecundos, de multiplicarse y someter la tierra (cf Gn
1,28) queda sometida a los dolores del parto y los esfuerzos de ganar
el pan (cf Gn 3,16-19).
Sin
embargo, el orden de la Creación subsiste aunque gravemente
perturbado. Para sanar las heridas del pecado, el hombre y la mujer
necesitan la ayuda de la gracia que Dios, en su misericordia
infinita, jamás les ha negado (cf Gn 3,21). Sin esta ayuda, el
hombre y la mujer no pueden llegar a realizar la unión de sus vidas
en orden a la cual Dios los creó "al comienzo".
El
matrimonio en el Señor
La
alianza nupcial entre Dios y su pueblo Israel había preparado la
nueva y eterna alianza mediante la que el Hijo de Dios, encarnándose
y dando su vida, se unió en cierta manera con toda la humanidad
salvada por él (cf. GS 22), preparando así "las bodas del
cordero" (Ap 19,7.9).
En
el umbral de su vida pública, Jesús realiza su primer signo -a
petición de su Madre- con ocasión de un banquete de boda (cf Jn
2,1-11). La Iglesia concede una gran importancia a la presencia de
Jesús en las bodas de Caná. Ve en ella la confirmación de la
bondad del matrimonio y el anuncio de que en adelante el matrimonio
será un signo eficaz de la presencia de Cristo.
En
su predicación, Jesús enseñó sin ambigüedad el sentido original
de la unión del hombre y la mujer, tal como el Creador la quiso al
comienzo: la autorización, dada por Moisés, de repudiar a su mujer
era una concesión a la dureza del corazón (cf Mt 19,8); la unión
matrimonial del hombre y la mujer es indisoluble: Dios mismo la
estableció: "lo que Dios unió, que no lo separe el hombre"
(Mt 19,6).
Esta
insistencia, inequívoca, en la indisolubilidad del vínculo
matrimonial pudo causar perplejidad y aparecer como una exigencia
irrealizable (cf Mt 19,10). Sin embargo, Jesús no impuso a los
esposos una carga imposible de llevar y demasiado pesada (cf Mt
11,29-30), más pesada que la Ley de Moisés. Viniendo para
restablecer el orden inicial de la creación perturbado por el
pecado, da la fuerza y la gracia para vivir el matrimonio en la
dimensión nueva del Reino de Dios. Siguiendo a Cristo, renunciando a
s í mismos, tomando sobre s í sus cruces (cf Mt 8,34), los esposos
podrán "comprender" (cf Mt 19,11) el sentido original del
matrimonio y vivirlo con la ayuda de Cristo. Esta gracia del
Matrimonio cristiano es un fruto de la Cruz de Cristo, fuente de toda
la vida cristiana.
Es
lo que el apóstol Pablo da a entender diciendo: "Maridos, amad
a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí
mismo por ella, para santificarla" (Ef 5,25-26), y añadiendo
enseguida: "`Por es o dejará el hombre a su padre y a su madre
y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne'. Gran
misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y a la Iglesia" (Ef
5,31-32).
Toda
la vida cristiana está marcada por el amor esponsal de Cristo y de
la Iglesia. Ya el Bautismo, entrada en el Pueblo de Dios, es un
misterio nupcial. Es, por así decirlo, como el baño de bodas (cf Ef
5,26-27) que precede al banquete de bodas, la Eucaristía. El
Matrimonio cristiano viene a ser por su parte signo eficaz,
sacramento de la alianza de Cristo y de la Iglesia. Puesto que es
signo y comunicación de la gracia, el matrimonio entre bautizados es
un verdadero sacramento de la Nueva Alianza (cf DS 1800; CIC, can.
1055,2).
Los efectos del sacramento del Matrimonio
"Del
matrimonio válido se origina entre los cónyuges un vínculo
perpetuo y exclusivo por su misma naturaleza; además, en el
matrimonio cristiano los cónyuges son fortalecidos y quedan como
consagrados por un sacramento peculiar para los deberes y la dignidad
de su estado" (CIC, can. 1134).
El vínculo matrimonial
El
consentimiento por el que los esposos se dan y se reciben mutuamente
es sellado por el mismo Dios (cf Mc 10,9). De su alianza "nace
una institución estable por ordenación divina, también ante la
sociedad" (GS 48,1). La alianza de los esposos está integrada
en la alianza de Dios con los hombres: "el auténtico amor
conyugal es asumido en el amor divino" (GS 48,2).
Por
tanto, el vínculo matrimonial es establecido por Dios mismo, de modo
que el matrimonio celebrado y consumado entre bautizados no puede ser
disuelto jamás. Este vínculo que resulta del acto humano libre de
los esposos y de la consumación del matrimonio es una realidad ya
irrevocable y da origen a una alianza garantizada por la fidelidad de
Dios. La Iglesia no tiene poder para pronunciarse contra esta
disposición de la sabiduría divina (cf CIC, can. 1141).
La gracia del sacramento del matrimonio
La
gracia propia del sacramento del matrimonio está destinada a
perfeccionar el amor de los cónyuges, a fortalecer su unidad
indisoluble. Por medio de esta gracia "se ayudan mutuamente a
santificarse con la vida matrimonial conyugal y en la acogida y
educación de los hijos" (LG 11; cf LG 41).
Cristo
es la fuente de esta gracia. "Pues de la misma manera que Dios
en otro tiempo salió al encuentro de su pueblo por una alianza de
amor y fidelidad, ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la
Iglesia, mediante el sacramento del matrimonio, sale al encuentro de
los esposos cristianos" (GS 48,2). Permanece con ellos, les da
la fuerza de segu irle tomando su cruz, de levantarse después de sus
caídas, de perdonarse mutuamente, de llevar unos las cargas de los
otros (cf Ga 6,2), de estar "sometidos unos a otros en el temor
de Cristo" (Ef 5,21) y de amarse con un amor sobrenatural,
delicado y fecundo.
La fidelidad del amor conyugal
El
amor conyugal exige de los esposos, por su misma naturaleza, una
fidelidad inviolable. Esto es consecuencia del don de sí mismos que
se hacen mutuamente los esposos. El auténtico amor tiende por sí
mismo a ser algo definitivo, no algo pasajero. "Esta íntima
unión, en cuanto donación mutua de dos personas, como el bien de
los hijos exigen la fidelidad de los cónyuges y urgen su indisoluble
unidad" (GS 48,1).
Su
motivo más profundo consiste en la fidelidad de Dios a su alianza,
de Cristo a su Iglesia. Por el sacramento del matrimonio los esposos
son capacitados para representar y testimoniar esta fidelidad. Por el
sacramento, la indisolubilidad del matrimonio adquiere un sentido
nuevo y más profundo.
Puede
parecer difícil, incluso imposible, atarse para toda la vida a un
ser humano. Por ello es tanto más importante anunciar la buena nueva
de que Dios nos ama con un amor definitivo e irrevocable, de que los
esposos participan de este amor, que les conforta y mantiene, y de
que por su fidelidad se convierten en testigos del amor fiel de Dios.
Los esposos que, con la gracia de Dios, dan este testimonio, con
frecuencia en condiciones muy difíciles, merecen la gratitud y el
apoyo de la comunidad eclesial (cf FC 20).
Existen,
sin embargo, situaciones en que la convivencia matrimonial se hace
prácticamente imposible por razones muy diversas. En tales casos, la
Iglesia admite la separación física de los esposos y el fin de la
cohabitación. Los esposos no cesan de ser marido y mujer delante de
Dios; ni son libres para contraer una nueva unión. En esta situación
difícil, la mejor solución sería, si es posible, la
reconciliación. La comunidad cristiana está llamada a ayudar a
estas personas a vivir cristianamente su situación en la fidelidad
al vínculo de su matrimonio que permanece indisoluble (cf FC; 83;
CIC, can. 1151-1155).
La iglesia doméstica
Cristo
quiso nacer y crecer en el seno de la Sagrada Familia de José y de
María. La Iglesia no es otra cosa que la "familia de Dios".
Desde sus orígenes, el núcleo de la Iglesia estaba a menudo
constituido por los que, "con toda su casa", habían
llegado a ser creyentes (cf Hch 18,8). Cuando se convertían deseaban
también que se salvase "toda su casa" (cf Hch 16,31 y
11,14). Estas familias convertidas eran islotes de vida cristiana en
un mundo no creyente.
En
nuestros días, en un mundo frecuentemente extraño e incluso hostil
a la fe, las familias creyentes tienen una importancia primordial en
cuanto faros de una fe viva e irradiadora. Por eso el Concilio
Vaticano II llama a la familia, con una antigua expresión, "Ecclesia
domestica" (LG 11; cf. FC 21). En el seno de la familia, "los
padres han de ser para sus hijos los primeros anunciadores de la fe
con su palabra y con su ejemplo, y han de fomentar la vocación
personal de cada uno y, con especial cuidado, la vocación a la vida
consagrada" (LG 11).
Aquí
es donde se ejercita de manera privilegiada el sacerdocio bautismal
del padre de familia, de la madre, de los hijos, de todos los
miembros de la familia, "en la recepción de los sacramentos, en
la oración y en la acción de gracias, con el testimonio de una vida
santa, con la renuncia y el amor que se traduce en obras" (LG
10). El hogar es así la primera escuela de vida cristiana y "escuela
del más rico humanismo" (GS 52,1). Aquí se aprende la
paciencia y el gozo del trabajo, el amor fraterno, el perdón
generoso, incluso reiterado, y sobre todo el culto divino por medio
de la oración y la ofrenda de su vida.
Es
preciso recordar asimismo a un gran número de personas que
permanecen solteras a causa de las concretas condiciones en que deben
vivir, a menudo sin haberlo querido ellas mismas. Estas personas se
encuentran particularmente cercanas al corazón de Jesús; y, por
ello, merecen afecto y solicitud diligentes de la Iglesia,
particularmente de sus pastores. Muchas de ellas viven sin familia
humana, con frecuencia a causa de condiciones de pobreza. Hay quienes
viven su situación según el espíritu de las bienaventuranzas
sirviendo a Dios y al prójimo de manera ejemplar. A todas ellas es
preciso abrirles las puertas de los hogares, "iglesias
domésticas" y las puertas de la gran familia que es la Iglesia.
"Nadie se sienta sin familia en este mundo: la Iglesia es casa y
familia de todos, especialmente para cuantos están `fatigados y
agobiados' (Mt 11,28)" (FC 85).
Resumen
-
S. Pablo dice: "Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia...Gran misterio es éste, lo digo con respecto a Cristo y la Iglesia" (Ef 5,25.32).
-
La alianza matrimonial, por la que un hombre y una mujer constituyen una íntima comunidad de vida y de amor, fue fundada y dotada de sus leyes propias por el Creador. Por su naturaleza está ordenada al bien de los cónyuges así como a la generación y educación de los hijos. Entre bautizados, el matrimonio ha sido elevado por Cristo Señor a la dignidad de sacramento (cf. GS 48,1; CIC, can. 1055,1).
-
El sacramento del matrimonio significa la unión de Cristo con la Iglesia. Da a los esposos la gracia de amarse con el amor con que Cristo amó a su Iglesia; la gracia del sacramento perfecciona así el amor humano de los esposos, reafirma su unidad indisoluble y los santifica en el camino de la vida eterna (cf. Cc. de Trento: DS 1799).
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El matrimonio se funda en el consentimiento de los contrayentes, es decir, en la voluntad de darse mutua y definitivamente con el fin de vivir una alianza de amor fiel y fecundo.
-
Dado que el matrimonio establece a los cónyuges en un estado público de vida en la Iglesia, la celebración del mismo se hace ordinariamente de modo público, en el marco de una celebración litúrgica, ante el sacerdote (o el testigo cualificado de la Iglesia), los testigos y la asamblea de los fieles.
-
La unidad, la indisolubilidad, y la apertura a la fecundidad son esenciales al matrimonio. La poligamia es incompatible con la unidad del matrimonio; el divorcio separa lo que Dios ha unido; el rechazo de la fecundidad priva la vida conyugal de su "don más excelente", el hijo (GS 50,1).
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Contraer un nuevo matrimonio por parte de los divorciados mientras viven sus cónyuges legítimos contradice el plan y la ley de Dios enseñados por Cristo. Los que viven en esta situación no están separados de la Iglesia pero no pueden acceder a la comunión eucarística. Pueden vivir su vida cristiana sobre todo educando a sus hijos en la fe.
-
El hogar cristiano es el lugar en que los hijos reciben el primer anuncio de la fe. Por eso la casa familiar es llamada justamente "Iglesia doméstica", comunidad de gracia y de oración, escuela de virtudes humanas y de caridad cristiana.