Jesús en el monte de los Olivos
Cuando Jesús, después de instituido el Santísimo Sacramento del
altar, salió del Cenáculo con los once Apóstoles, su alma estaba turbada, y su
tristeza iba aumentando. Condujo a los once por un sendero apartado en el valle
de Josafat. El Señor, andando con ellos, les dijo que volvería a este sitio a juzgar
al mundo; que entonces los hombres temblarían y gritarían:
"¡Montes, cubridnos!". Les dijo también: "Esta noche
seréis escandalizados por causa mía; pues está escrito: Yo heriré al Pastor, y las ovejas
serán dispersadas. Pero cuando resucite, os precederé en Galilea".
Los Apóstoles conservaban aún algo del entusiasmo y del
recogimiento que les había comunicado la santa comunión y los discursos
solemnes y afectuosos de Jesús. Lo rodeaban, pues, y le expresaban su amor de diversos
modos, protestando que jamás lo abandonarían; pero Jesús continuó hablándoles
en el mismo sentido, y entonces dijo Pedro: "Aunque todos se
escandalizaren por vuestra causa, yo jamás me escandalizaré". El Señor le
predijo que antes que el gallo cantare le negaría tres veces, y Pedro insistió
de nuevo, y le dijo: "Aunque tenga
que morir con Vos, nunca os negaré". Así hablaron también los demás.
Andaban y se paseaban alternativamente, y la tristeza de Jesús se aumentaba
cada vez más.
Querían ellos consolarlo de un modo puramente humano, asegurándole
que
lo que preveía no sucedería. Se cansaron en esta vana tentativa, comenzaron
a sudar, y vino sobre ellos la tentación.
Atravesaron el torrente de Cedrón, no por el puente donde fue
conducido preso Jesús más tarde, sino por otro, pues habían dado un rodeo.
... El jardín de los Olivos estaba separado del de Getsemaní por un
camino; estaba abierto, cercado sólo por una tapia baja, y era más pequeño que
el jardín de Getsemaní. Había en él grutas, terraplenes y muchos olivos, y
fácilmente se encontraban sitios a propósito para la oración y para la
meditación. Jesús fue a orar al más retirado de todos.
Eran cerca de las nueve cuando Jesús llegó a Getsemaní con sus
discípulos.
La tierra estaba todavía oscura; pero la luna esparcía ya su luz en
el cielo.
El Señor estaba triste y anunciaba la proximidad del peligro. Los
discípulos estaban sobrecogidos, y Jesús dijo a ocho de los que le acompañaban
que se quedasen en el jardín de Getsemaní, mientras él iba a orar. Llevó consigo
a Pedro, Juan y Santiago, y entró en el jardín de los Olivos. Estaba sumamente
triste, pues el tiempo de la prueba se acercaba. Juan le preguntó cómo Él, que
siempre los había consolado, podía estar tan abatido. "Mi alma está triste
hasta la muerte", respondió Jesús; y veía por todos lados la angustia y la
tentación acercarse como nubes cargadas de figuras terribles. Entonces dijo a
los tres Apóstoles: "Quedaos ahí: velad y orad conmigo para no caer en
tentación".

Cuando Jesús se separó de los discípulos, yo vi a su alrededor un
círculo de
figuras horrendas, que lo estrechaban cada vez más. Su tristeza y
su angustia se aumentaban; penetró temblando en la gruta para orar, como un hombre
que busca un abrigo contra la tempestad; pero las visiones amenazadoras le
seguían, y cada vez eran más fuertes. Esta estrecha caverna parecía presentar
el horrible espectáculo de todos los pecados cometidos desde la caída del
primer hombre hasta el fin del mundo, y su castigo. A este mismo sitio, al
monte de los Olivos, habían venido Adán y Eva, expulsados del Paraíso, sobre
una tierra ingrata; en esta misma gruta habían gemido y llorado. Me pareció que
Jesús, al entregarse a la divina justicia en satisfacción de nuestros pecados,
hacía volver su Divinidad al seno de la Trinidad Santísima; así, concentrado en
su pura, amante e inocente humanidad, y armado sólo de su amor inefable, la
sacrificaba a las angustias y a los padecimientos.
Postrado en tierra, inclinado su rostro ya anegado en un mar de tristeza, todos los pecados del mundo se le aparecieron bajo infinitas formas en toda su fealdad interior; los tomó todos sobre sí, y se ofreció en la oración, a la justicia de su Padre celestial para pagar esta terrible deuda. Pero Satanás, que se agitaba en medio de todos estos horrores con una sonrisa infernal, se enfurecía contra Jesús; y haciendo pasar ante sus ojos pinturas cada vez más horribles, gritaba a su santa humanidad: "¡Cómo!, ¿tomarás tú éste también sobre ti?, ¿sufrirás su castigo?, ¿quieres satisfacer por todo esto?".
Entre los pecados del mundo que pesaban sobre el Salvador, yo vi
también los míos; y del círculo de tentaciones que lo rodeaban vi salir hacia
mí como un río en donde todas mis culpas me fueron presentadas. Al principio
Jesús estaba arrodillado, y oraba con serenidad; pero después su alma se horrorizó
al aspecto de los crímenes innumerables de los hombres y de su ingratitud para
con Dios: sintió un dolor tan vehemente, que exclamó diciendo: "¡Padre
mío, todo os es posible: alejad este cáliz!". Después se recogió y dijo:
"Que vuestra voluntad se haga y no la mía". Su voluntad era la de su
Padre; pero abandonado por su amor a las debilidades de la humanidad temblaba
al aspecto de la muerte.
Yo vi la caverna llena de formas espantosas; vi todos los pecados,
toda la malicia, todos los vicios, todos los tormentos, todas las ingratitudes
que le oprimían: el espanto de la muerte, el terror que sentía como hombre
al aspecto de los padecimientos expiatorios, le asaltaban bajo la figura de espectros
horrendos. Sus rodillas vacilaban; juntaba las manos; inundábalo el sudor, y se
estremecía de horror.
Por fin se levantó, temblaban sus rodillas, apenas podían
sostenerlo; tenía la fisonomía descompuesta, y estaba desconocido, pálido y
erizados los cabellos sobre la cabeza. Eran cerca de las diez cuando se
levantó, y cayendo a cada paso, bañado de sudor frío, fue donde estaban los
tres Apóstoles, subió a la izquierda de la gruta, al sitio donde esto se habían
dormido, rendidos, fatigados de tristeza y de inquietud. Jesús vino a ellos
como un hombre cercado de angustias que el terror le hace recurrir a sus
amigos, y semejante a un buen pastor que, avisado de un peligro próximo, viene
a visitar a su rebaño amenazado, pues no ignoraba que ellos también estaban en
la angustia y en la tentación. Las terribles visiones le rodeaban también en
este corto camino.
Hallándolos dormidos, juntó las manos, cayó junto a ellos lleno de
tristeza y de inquietud, y dijo: "Simón, ¿duermes?". Despertáronse al
punto; se levantaron y díjoles en su abandono: "¿No podíais velar una hora
conmigo?". Cuando le vieron descompuesto, pálido, temblando, empapado en
sudor; cuando oyeron su voz alterada y casi extinguida, no supieron qué pensar;
y si no se les hubiera aparecido rodeado de una luz radiante, lo hubiesen
desconocido. Juan le dijo: "Maestro, ¿qué tenéis? ¿Debo llamar a los otros
discípulos? ¿Debemos huir?". Jesús respondió: "Si viviera, enseñara y
curara todavía treinta y tres años, no bastaría para cumplir lo que tengo que
hacer de aquí a mañana. No llames a los otros ocho; helos dejados allí, porque
no podrían verme en esta miseria sin escandalizarse: caerían en tentación,
olvidarían mucho, y dudarían de Mí, porque verían al Hijo del hombre
transfigurado, y también en su oscuridad y abandono; pero vela y ora para no
caer en la tentación, porque el espíritu es pronto, pero la carne es
débil".
Quería así excitarlos a la perseverancia, y anunciarles la lucha de
su naturaleza humana contra la muerte, y la causa de su debilidad. Les habló todavía
de su tristeza, y estuvo cerca de un cuarto de hora con ellos. Se volvió a la
gruta, creciendo siempre su angustia: ellos extendían las manos hacia Él,
lloraban, se echaban en los brazos los unos a los otros, y se preguntaban:
"¿Qué tiene?, ¿qué le ha sucedido?, ¿está en un abandono completo?".
Comenzaron a orar con la cabeza cubierta, llenos de ansiedad y de tristeza.
Todo lo que acabo de decir ocupó el espacio de hora y media, desde que Jesús
entró en el jardín de los Olivos. En efecto, dice en la Escritura: "¿No
habéis podido velar una hora conmigo?". Pero esto no debe entenderse a la
letra y según nuestro modo de contar. Los tres Apóstoles que estaban con Jesús
habían orado primero, después se habían dormido, porque habían caído en
tentación por falta de confianza. Los otros ocho, que se habían quedado a la
entrada, no dormían: la tristeza que encerraban los últimos discursos de Jesús
los había dejado muy inquietos; erraban por el monte de los Olivos para buscar
algún refugio en caso de peligro.
…
Cuando Jesús volvió a la gruta y con Él todos sus dolores, se
prosternó con el rostro contra la tierra y los brazos extendidos, y en esta
actitud rogó a su
Padre celestial; pero hubo una nueva lucha en su alma, que duró
tres cuartos de hora. Vinieron ángeles a mostrarle en una serie de visiones todos
los dolores que había de padecer para expiar el pecado. Mostráronle cuál era la
belleza del hombre antes de su caída, y cuánto lo había desfigurado y alterado
ésta. Vio el origen de todos los pecados en el primer pecado; la significación
y la esencia de la concupiscencia; sus terribles efectos sobre las fuerzas del
alma humana, y también la esencia y la significación de todas las penas correspondientes
a la concupiscencia. Le mostraron, en la satisfacción que debía de dar a la
divina Justicia, un padecimiento de cuerpo y alma que comprendía todas las
penas debidas a la concupiscencia de toda la humanidad; la deuda del género
humano debía ser satisfecha por la naturaleza humana, exenta de pecado, del
Hijo de Dios. Los ángeles le presentaban todo esto bajo diversas formas, y yo percibía
lo que decían, a pesar de que no oía su voz. Ningún lenguaje puede expresar el
dolor y el espanto que sobresaltaron el alma de Jesús a la vista de estas
terribles expiaciones; el dolor de esta visión fue tal, que un sudor de sangre
salió de todo su cuerpo.
Mientras la humanidad de Jesucristo estaba sumergida en esta
inmensidad de padecimientos, yo noté en los ángeles un movimiento de compasión;
hubo un momento de silencio; me pareció que deseaban ardientemente consolarle,
y que por eso oraban ante el trono de Dios. Hubo como una lucha de un instante
entre la misericordia y la justicia de Dios, y el amor que se sacrificaba. Me
pareció que la voluntad divina del Hijo se retiraba al Padre, para dejar caer
sobre su humanidad todos los padecimientos que la voluntad humana de Jesús
pedía a su Padre que alejara de Él. Vi esto en el momento de consolar a Jesús,
y en efecto, recibió en ese instante algún alivio. Entonces todo desapareció, y
los ángeles abandonaron al Señor cuya alma iba a sufrir nuevos ataques.
Vio los escándalos de todos los siglos hasta nuestro tiempo y hasta
el fin del undo, todas las formas del error, del fanatismo furioso y de la
malicia; todos los apóstatas, los herejes, los reformadores con la
apariencia de Santos; los corruptores y los corrompidos lo ultrajaban y lo
atormentaban como si a sus ojos no hubiera sido bien crucificado, no habiendo
sufrido como ellos lo entendían o se lo imaginaban, y todos rasgaban el
vestido sin costura de la Iglesia; muchos lo maltrataban, lo insultaban, lo
renegaban:muchos al oír su nombre alzaban los hombros y meneaban la cabeza en señal de desprecio; evitaban la mano que les tendía, y se volvían
al abismo donde estaban sumergidos. Vio una infinidad de otros que no se
atrevían a dejarlo abiertamente, pero que se alejaban con disgusto de las
llagas de su Iglesia, como el levita se alejó del pobre asesinado por los
ladrones.
Se alejaban de su esposa herida, como hijos cobardes y sin fe
abandonan a su madre cuando llega la noche, cuando vienen los ladrones, a los
cuales, la
negligencia o la malicia ha abierto la puerta. El Salvador vio con
amargo dolor toda la ingratitud, toda la corrupción de los cristianos de
todos los tiempos; juntaba las manos, caía como abrumado sobre sus rodillas,
y su voluntad humana libraba un combate tan terrible contra la
repugnancia de sufrir tanto por una raza tan ingrata, que el sudor de sangre caía
de su cuerpo a gotas sobre el suelo. En medio de su abandono, miraba
alrededor como para hallar socorro, y parecía tomar el cielo, la tierra y los
astros del firmamento por testigos de sus padecimientos. Como elevaba la voz
los tres Apóstoles se despertaron, escucharon y quisieron ir hacia Él; pero Pedro detuvo a los otros dos, y dijo: "Estad quietos: yo voy a
Él". Lo vi correr y entrar en la gruta, exclamando: "Maestro, ¿qué tenéis?" .
Y se quedó temblando a la vista de Jesús ensangrentado y aterrorizado. Jesús
no le
respondió. Pedro se volvió a los otros, y les dijo que el Señor no
le había respondido, y que no hacía más que gemir y suspirar. Su tristeza se aumentó, cubriéronse la cabeza, y lloraron orando. Muchas veces le
oí gritar: "Padre mío, ¿es posible que he de sufrir por esos
ingratos? ¡Oh Padre mío! ¡Si este cáliz no se puede alejar de mí, que vuestra voluntad
se haga y no la mía!".
En medio de todas esas apariciones, yo veía a Satanás moverse bajo diversas formas horribles, que representaban diferentes especies de pecados. Estas figuras diabólicas arrastraban, a los ojos de Jesús,
una multitud de hombres, por cuya redención entraba en el camino
doloroso de la cruz. Al principio vi rara vez la serpiente, después la vi
aparecer con una corona en la cabeza: su estatura era gigantesca, su fuerza parecía desmedida, y llevaba contra Jesús innumerables legiones de todos
los tiempos, de todas las razas. En medio de esas legiones furiosas, de
las cuales algunas me parecían compuestas de ciegos, Jesús estaba
herido como si realmente hubiera sentido sus golpes; en extremo vacilante,
tan
pronto se levantaba como se caía, y la serpiente, en medio de esa
multitud que gritaba sin cesar contra Jesús, batía acá y allá con su cola, y
desollaba a todos lo que derribaba.
Entonces me fue revelado que estos enemigos del Salvador eran los que maltrataban a Jesucristo realmente presente en el Santísimo
Sacramento.
Reconocí entre ellos todas las especies de profanadores de la
Sagrada Eucaristía. Yo vi con horror todos esos ultrajes desde la
irreverencia, la negligencia, la omisión, hasta el desprecio, el abuso y el
sacrilegio; desde la adhesión a los ídolos del mundo, a las tinieblas y a la falsa
ciencia, hasta el error, la incredulidad, el fanatismo y la persecución. Vi entre esos
hombres, ciegos, paralíticos, sordos, mudos y aun niños. Ciegos que no
querían ver la verdad, paralíticos que no querían andar con ella, sordos que no
querían oír sus avisos y amenazas; mudos que no querían combatir por ella con
la espada de la palabra, niños perdidos por causa de padres o maestros mundanos y olvidados de Dios, mantenidos con deseos terrestres,
llenos de una vana sabiduría y alejados de las cosas divinas. Vi con espanto
muchos sacerdotes, algunos mirándose como llenos de piedad y de fe,
maltratar también a Jesucristo en el Santísimo Sacramento. Yo vi a muchos que
creían y enseñaban la presencia de Dios vivo en el Santísimo
Sacramento, pero olvidaban y descuidaban el Palacio, el Trono, lugar de Dios
vivo, es decir, la Iglesia, el altar, la custodia, los ornamentos, en fin,
todo lo que sirve al uso y a la decoración de la Iglesia de Dios. Todo se
perdía en el polvo y el culto divino estaba si no profanado interiormente, a lo
menos deshonrado en el exterior. Todo eso no era el fruto de una pobreza verdadera, sino de la indiferencia, de la pereza, de la
preocupación de vanos intereses terrestres, y algunas veces del egoísmo y de la
muerte interior.
Aunque hablara un año entero, no podría contar todas las afrentas
hechas a Jesús en el Santísimo Sacramento, que supe de esta manera. Vi a los autores de ellas asaltar al Señor, herirle con diversas armas,
según la diversidad de sus ofensas. Vi cristianos irreverentes de todos los
siglos, sacerdotes ligeros o sacrílegos, una multitud de comuniones tibias
o indignas. ¡Qué espectáculo tan doloroso! Yo veía la Iglesia, como
el cuerpo de Jesús, y una multitud de hombres que se separaban de la Iglesia, rasgaban y arrancaban pedazos enteros de su carne viva. Jesús los
miraba con ternura, y gemía de verlos perderse.
Vi las gotas de sangre caer sobre la pálida cara del Salvador.
Después de la visión que acabo de hablar, huyó fuera de la caverna. Cuando vino
hacia los Apóstoles, tenían la cabeza cubierta, y se habían sentado sobre las
rodillas en la misma posición que tiene la gente de ese país cuando está de
luto o quiere orar. Jesús, temblando y gimiendo, se acercó a ellos, y
despertaron.
Pero cuando a la luz de la luna le vieron de pie delante de ellos,
con la cara pálida y ensangrentada, no lo conocieron de pronto, pues estaba muy desfigurado. Al verle juntar las manos, se levantaron, y tomándole
por los brazos, le sostuvieron con amor, y Él les dijo con tristeza que lo
matarían al día siguiente, que lo prenderían dentro de una hora, que lo
llevarían ante un tribunal, que sería maltratado, azotado y entregado a la muerte más
cruel.
No le respondieron, pues no sabían qué decir; tal sorpresa les
había causado su presencia y sus palabras. Cuando quiso volver a la
gruta, no tuvo fuerza para andar. Juan y Santiago lo condujeron y volvieron
cuando entró en ella; eran las once y cuarto, poco más o menos.
…
Vi a Jesús orando todavía en la gruta, luchando contra la
repugnancia de su
naturaleza humana, y abandonándose a la voluntad de su Padre. Aquí
el abismo se abrió delante de Él, y los primeros grados del limbo se
le presentaron. Vi a Adán y a Eva, los Patriarcas, los Profetas, los
justos, los parientes de su Madre y Juan Bautista, esperando su llegada al
mundo inferior, con un deseo tan violento, que esta vista fortificó y
animó su corazón lleno de amor. Su muerte debía abrir el Cielo a estos cautivos.
Cuando Jesús hubo mirado con una emoción profunda estos Santos del antiguo mundo, los ángeles le presentaron todas las legiones de los bienaventurados futuros que, juntando sus combates a los méritos de
su Pasión, debían unirse por medio de Él al Padre celestial. Era esta
una visión bella y consoladora. Vio la salvación y la santificación saliendo
como un río inagotable del manantial de redención abierto después de su muerte.
Los Apóstoles, los discípulos, las vírgenes y las mujeres, todos
los mártires, los confesores y los ermitaños, los Papas y los Obispos, una
multitud de religiosos, en fin, todo el ejército de los bienaventurados se
presentó a su vista. Todos llevaban una corona sobre la cabeza, y las flores de
la corona diferían de forma, de color, de olor y de virtud, según la
diferencia de los padecimientos, de los combates, de las victorias con que habían
adquirido la gloria eterna. Toda su vida y todos sus actos, todos sus méritos y
toda su fuerza, como toda la gloria de su triunfo, venían únicamente de su
unión con los méritos de Jesucristo. Pero estas visiones consoladoras desaparecieron, y los ángeles le presentaron su Pasión, que se
acercaba. Vi todas las escenas presentarse delante de Él, desde el beso de Judas
hasta las últimas palabras sobre la Cruz. Vi allí todo lo que veo en mis meditaciones de la Pasión. La traición de Judas, la huida de los
discípulos, los insultos delante de Anás y de Caifás, la apostasía de Pedro, el
tribunal de Pilatos, los insultos de Herodes, los azotes, la corona de
espinas, la condenación a muerte, el camino de la Cruz, el sudario de la
Verónica, la crucifixión, los ultrajes de los fariseos, los dolores de María, la
Magdalena y de Juan, la abertura del costado; en fin, todo le fue presentado
con las más pequeñas circunstancias. Lo aceptó todo voluntariamente, y a todo
se sometió por amor de los hombres.
Al fin de las visiones sobre la Pasión, Jesús cayó sobre su cara
como un moribundo; los ángeles desaparecieron; el sudor de la sangre corrió
con más abundancia y atravesó sus vestidos. La más profunda oscuridad reinaba en la caverna. Vi bajar un ángel hacia Jesús. Estaba
vestido como un sacerdote, y traía delante de él, en sus manos, un pequeño
cáliz, semejante al de la Cena. En la boca de este cáliz se veía una cosa
ovalada del grueso de una haba, que esparcía una luz rojiza. El ángel, sin
bajar hasta el suelo, extendió la mano derecha hacia Jesús, que se
enderezó, le metió en la boca este alimento misterioso y le dio de beber en el
pequeño cáliz luminoso. Después desapareció.
Habiendo Jesús aceptado libremente el cáliz de sus padecimientos y
recibido una nueva fuerza, estuvo todavía algunos minutos en la gruta, en
una meditación tranquila, dando gracias a su Padre celestial. Estaba
todavía afligido, pero confortado naturalmente hasta el punto de poder ir
al sitio donde estaban los discípulos sin caerse y sin sucumbir bajo el peso
de su dolor.
Cuando Jesús llegó a sus discípulos, estaban éstos acostados como
la primera vez; tenían la cabeza cubierta, y dormían. El Señor les
dijo que no era tiempo de dormir, que debían despertarse y orar. "Ved aquí
a hora en que el Hijo del hombre será entregado en manos de los pecadores,
les dijo; levantaos y andemos: el traidor está cerca: más le valdría no haber
nacido".
Los Apóstoles se levantaron asustados, mirando alrededor con
inquietud.
Cuando se serenaron un poco, Pedro dijo con animación:
"Maestro, voy a llamar a los otros para que os defendamos". Pero Jesús le
mostró a cierta distancia del valle, del lado opuesto del torrente del Cedrón, una
tropa de hombres armados que se acercaban con faroles, y le dijo que uno de
ellos le había denunciado. Les habló todavía con serenidad, les recomendó
que consolaran a su Madre, y les dijo: "Vamos a su encuentro: me
entregaré sin resistencia