Las Siete Palabras de Jesús en la Cruz
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Jesús, nuestro Mesías, dijo
7 palabras mientras estaba colgado en la cruz, aún en su agonía, aun
cuando el dolor lo consumía, tomó tiempo para regalarnos estas siete palabras.
PRIMERA PALABRA:
"Cuando
llegaron al lugar llamado Calvario, le crucificaron allí, y a los dos
malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen. Dividiendo sus vestidos, echaron
suerte sobre ellos. El pueblo estaba allí mirando, y los príncipes mismos se
burlaban, diciendo: A otros salvó; sálvese a sí mismo si es el Mesías de Dios,
el Elegido. Y le escarnecían también los soldados, que se acercaban a Él
ofreciéndole vinagre y diciendo: Si eres el rey de los judíos, sálvate a ti
mismo. Había también una inscripción sobre Él: Este es el rey de los judíos (Lc
23, 33-38)".
Reflexión:
«¡Padre»! ¡Qué palabra en boca de un hijo moribundo!
Al reo condenado a muerte no se le niega nada en la última hora. A
un hijo que va a morir... ¿qué se le podrá negar? Jesucristo quiere conmover a
su Eterno Padre. Y dirigiéndose a Él le dice con inefable ternura: «Padre,
perdónalos». Jesucristo les reconoce culpables. Si no lo fueron no pediría
perdón por ellos. El mundo no conocía el perdón. «Sé implacable con tus
enemigos», decían los romanos. El perdón era una cobardía: «Ojo por ojo y
diente por diente». Era la ley del talión que todo el mundo practicaba. Y sin
embargo el perdón es el amor en su máxima tensión. Es fácil amar; es heroico
perdonar. Pero hay un heroísmo superior todavía al mismo perdón. Escuchad. «Que
no saben lo que hacen». Jesucristo: eres la verdad eterna. Se lo dijiste anoche
a tus discípulos: «Yo soy el camino, la verdad y la vida». Eres la verdad
infinita y eterna. Tenemos que creer lo que nos dices. Pero qué difícil de
entender nos resulta. ¡Señor, lo que acabas de decir! ¿Que no saben lo que
hacen? Pero si en aquella mañana de primavera, cuando te presentaste delante de
Juan el Bautista y te bautizó en el río Jordán se abrieron los cielos sobre ti
y apareció el Espíritu Santo en forma de paloma y el pueblo entero oyó la voz
augusta de tu Eterno Padre, que decía: «Este es mi Hijo muy amado en el que
tengo puestas todas mis complacencias. Escuchadle». ¿Que no saben lo que hacen?
¡Pero si te han visto caminar sobre el mar como sobre una alfombra azul
festoneada de espumas! ¿Que no saben lo que hacen? ¡Pero si fueron cinco mil
hombres, sin contar las mujeres ni los niños, los que alimentaste en el
desierto con unos pocos panes y peces que se multiplicaban milagrosamente entre
tus manos! ¿Que no saben lo que hacen?
¡Pero si hasta tus discípulos se estremecieron de espanto cuando te pusiste de
pie en la barca, azotada por furiosa tempestad e increpando al viento y a las olas
pronunciaste una sola palabra: ¡Calla!,., y al instante el mar alborotado se
transformó en un lago tranquilo, suavemente acariciado por la brisa! ¿Que no
saben lo que hacen? ¡Pero si en todas las aldeas y ciudades de Galilea, de
Samaria y de Judea has devuelto la vista a los ciegos y el oído a los sordos y
el movimiento a los paralíticos, delante de todo el pueblo que te aclamaba y
quería proclamarte rey! ¿Que no saben lo que hacen? ¡Pero si en medio de ellos
están aquellos diez leprosos —carne cancerosa, bacilo de Hansen...— y una sola
palabra tuya: «¡Quiero, sed limpios!» bastó para transformar su carne podrida en
la fresca y sonrosada de un niño que acaba de nacer! ¿Que no saben lo que
hacen? ¡Pero si la muerte te devolvía sin resistencia sus presas! ¡Si te han
visto resucitar a la hija de Jairo, todavía en su lecho de muerte, y al hijo de
la viuda de Naím cuando le llevaban al cementerio! Y hace unos pocos días, a
cinco kilómetros de Jerusalén, te acercaste al sepulcro de tu amigo Lázaro, que
llevaba cuatro días enterrado y putrefacto. Y no invocando a Dios, sino con tu
propia y exclusiva autoridad, le diste la orden soberana: «Lázaro, yo te lo
mando, ¡sal fuera!», y como un muchacho obediente cuando se le da una orden,
inmediatamente el cadáver corrompido se presenta delante de todos lleno de
salud y de vida. ¡Y lo vieron los judíos, y lo vieron igualmente los príncipes
de los sacerdotes, de tal manera que pensaron quitar también la vida a Lázaro,
porque muchos creían en Ti por haberle resucitado de entre los muertos! ¿Cómo
dices ahora que no saben lo que hacen? ¡Señor! Eres la suprema Verdad, tenemos
que creer lo que nos dices, pero esto nos resulta muy difícil de entender.
¡Vaya si sabían lo que hacían! ¡Vaya si sabían lo que hacían!... Anoche tuviste
la osadía y el atrevimiento inaudito de decirle al príncipe de los sacerdotes
que eras el Hijo de Dios; pero mucho antes habías tenido la osadía y el
atrevimiento infinitamente mayor de demostrarlo plenamente. Eres el Hijo de
Dios: lo habías demostrado hasta la evidencia. ¿Cómo dices, Señor, que no saben
lo que hacen? Y, sin embargo, tienes razón. Señor. En realidad, en el fondo, no
sabían lo que hacían aquellos desgraciados. No sabían lo que hacían, como no lo
sabemos tampoco nosotros. Porque tened en cuenta que Nuestro Señor Jesucristo,
con su ciencia infinita, ciencia de Dios para la cual no hay futuros, ni
pretéritos, sino un presente siempre actual, delante de la cruz nos tuvo
presente a cada uno de nosotros. Con tanto lujo de detalles, con tanta
precisión en los matices como si no tuviese delante más que a uno solo de
nosotros. Y el Señor levantó su mirada al cielo y pidió perdón no sólo por
aquellos escribas y fariseos, sino por cada uno de nosotros en particular: uno
por uno, en particular. Teología, no afirmaciones gratuitas, señores, teología;
con su ciencia infinita Jesucristo, en lo alto de la era, nos tuvo presentes a
cada uno de nosotros en particular. Pensó sin duda alguna en mí y pensó
concretamente en ti cuando repetía muchas veces, según el Evangelio: «Padre,
perdónalos que no saben lo que hacen».
SEGUNDA PALABRA
"Uno
de los malhechores crucificados le insultaba, diciendo: ¿No eres tú el Mesías?
Sálvate, pues, a ti mismo y a nosotros. Pero el otro, tomando la palabra, le
reprendía, diciendo: ¿Ni tú temes a Dios? En nosotros se cumple la justicia,
pues recibimos el digno castigo de nuestras obras; pero este nada malo ha
hecho. Y decía: Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino. Él le dijo: En verdad te digo, hoy estarás conmigo en
el paraíso." (Lc 23, 39-43).
Reflexión:
Aún resonaba dulcemente en lo alto de la colina del Calvario el eco
del perdón de Jesús cuando ocurrió otra escena de inmensa emoción y llena de
fecundas enseñanzas para nuestra vida cristiana. Dice el Evangelio que a la
derecha y a la izquierda de Jesucristo fueron crucificados dos ladrones. Dos
facinerosos: el que luego resultó el buen ladrón, que era precisamente el que
estaba a la derecha de Jesucristo, y el que resultó el mal ladrón, que era
precisamente el que estaba a la izquierda del Señor. Tal vez no les correspondía
aquel día ser crucificados. Estaban condenados a muerte, pero seguramente
hubieran sido ajusticiados después de los días solemnes de la Pascua de los
judíos. Pero acaso para dar más brillantez al espectáculo de la crucifixión de
Nuestro Señor Jesucristo fueron crucificados juntamente con Él, uno a su
derecha y otro a su izquierda. Al principio quizá comenzaron a blasfemar los
dos ladrones; así lo insinúan San Mateo y San Marcos. San Lucas parece dar a
entender que solamente uno de ellos comenzó a blasfemar del Señor. Sea de ello
lo que fuere, al menos el ladrón que tenía a la izquierda comenzó a increpar a
Jesucristo, repitiendo lo que estaba oyendo a los escribas y fariseos, a los
jefes de la Sinagoga: «¡Si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz, sálvate a ti
mismo y sálvanos a nosotros, y entonces creeremos en ti». Jesucristo escuchó en
silencio esas blasfemias. Estaba crucificado escasamente a dos metros de
distancia. Acaso dirigió una suave mirada, llena de amor y misericordia hacia
aquel desgraciado, volviendo la cabeza hacia la izquierda, y... calló. Tal vez
—es muy probable— repitió, para él solo, la palabra de perdón que acababa de
pronunciar; porque ya os he dicho antes que el Evangelio emplea la expresión
decía, lo cual quiere decir que la iba repitiendo, la dijo muchas veces, Y
acaso una de las veces, levantando sus ojos al cielo, dijo; «Padre, perdónale,
porque no sabe lo que hace ni lo que dice». En realidad, no tenía él toda la
culpa. Lo estaba oyendo a sus jefes en aquellos mismos momentos. No tenía él
toda la culpa. Siempre el inductor es más culpable que el ejecutor material de
un crimen. El otro ladrón, el colocado a la derecha, tal vez al principio
comenzó a blasfemar también, como insinúan San Mateo y San Marcos; aunque San
Lucas afirma que fue solamente el de la izquierda. Lo cierto es que al
contemplar el heroísmo sublime de Nuestro Señor Jesucristo, al escuchar el eco
dulcísimo de su palabra de amor y de perdón, al ver de qué manera recibía
aquella tempestad de insultos y de risotadas y blasfemias... con aquella paz y
aquella mansedumbre, y aquella humildad tan profunda... y, sobre todo, bajo el
influjo de la gracia de Dios, que se iba insinuando poco a poco en su corazón
para irlo reblandeciendo y en su inteligencia para iluminarla, se verificó en
el buen ladrón una profunda transformación psicológica. Y de pronto, en medio
de aquella espantosa tortura, devorado ya por la fiebre —a los ajusticiados les
subía en seguida la temperatura a treinta y nueve o cuarenta grados—, haciendo
un esfuerzo para volverse hacia su compañero y encontrándose con la mirada de
Jesucristo en el centro, atravesó la cruz del Señor para poner sus ojos en su
compañero, y le dijo: «¿Ni siquiera a la hora de la muerte temes a Dios?». Se
siente apóstol y quiere conquistar el alma de su compañero. Quiere también que
arrodille su alma ante Cristo: «¿Ni siquiera a la hora de la muerte temes a
Dios? Tú y yo estamos muy bien crucificados, porque hemos sido unos criminales,
pero este que está en medio de los dos nada malo ha hecho, éste es inocente».
Confesión humilde de sus culpas. Se reconoce culpable: «Tú y yo somos
criminales, estamos muy bien crucificados, pero éste es inocente». ¡Qué
maravillas obra la gracia de Dios cuando cae de lleno sobre un corazón que no
le pone obstáculos! ¡Dios mío! Y esto no es más que el preludio de una obra de
arte, el pórtico de una maravillosa catedral. Vamos a penetrar en el santuario.
Sigamos escuchando al buen ladrón. Acaba de hablar con su compañero. Ha querido
enternecerle, ha querido comunicarle sus propios pensamientos; pero en la
mirada llena de odio de aquel malvado, en su gesto torvo, en su manifiesta
obstinación, comprendió que estaba perdiendo el tiempo. Y dirigiéndose a
Nuestro Señor Jesucristo le dice sencillamente: «Señor...». ¡Pobrecito ladrón!,
estás delirando, no sabes lo que dices; cuarenta grados de fiebre, estás
delirando. ¿Señor un ajusticiado desnudo, abandonado de todos, colgado de una
cruz y escarnecido de la plebe y de los jefes? ¡Pobrecito, estás delirando, no
sabes lo que dices! Pero el ladrón continúa impertérrito: «Acuérdate de mí...».
¡Qué soberana invocación! ¡ Qué plegaria!: «Acuérdate de mí». No le pide un
lugar en su reino, no le pide un trono; no cree merecerlo. El sabe que no lo
merece: es un criminal. Simplemente le dice: «Acuérdate de mí». Un recuerdo
nada más. ¡Qué bien había comprendido el Corazón de Cristo!, ¡qué de cosas le
había revelado la gracia de Dios en unos instantes!, ¡qué maravilla de la
gracia! «Señor, acuérdate de mí». Imitando a los grandes santos, las
disposiciones de las almas perfectísimas, que nunca piden a Dios nada concreto,
sino que cumpla en ellas su divina voluntad. Alargando su mano de mendigo y
pordiosero dice sencillamente: «Señor, acuérdate de mí». Y todavía añade:
«Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». A tu reino, fijaos bien.
¡Pobrecito! No cabe duda, está delirando, no sabe lo que dice: «Acuérdate de mí
cuando llegues a tu reino». Y no lo dice dudando: sí llegas a tu reino; no dice
eso, sino: cuando llegues a tu reino. Está seguro de que llegará; y está seguro
de que su reino no es de este mundo, puesto que aquel ajusticiado que tiene a
su izquierda ha de morir dentro de unos instantes. Sabe muy bien que su reino
no es de este mundo. ¿Quién se lo ha dicho? ¿Quién se lo ha revelado? ¡Qué
maravilla de la gracia! Una inundación de luz en !a inteligencia, una
inundación de gracia en su corazón. Y en aquel instante —vuelvo a repetir— se
planta de un salto en las disposiciones de las almas más perfectas, de los
amigos íntimos de Jesús: «Señor, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Y
Jesucristo, que no respondía a las blasfemias y a los insultos más que para
perdonarlos; Jesucristo, que calló cuando el mal ladrón le estaba insultando;
Jesucristo, desde lo alto de la cruz, contestó en el acto al buen ladrón y le
contestó divinamente, a lo Dios. Le pedía un recuerdo y le dice: «Hoy estarás
conmigo en el paraíso». Hoy mismo, esta misma tarde, antes de que el sol se
ponga. ¡Señores! Estas palabras, según San Agustín, constituían un verdadero
juramento. La palabra de Jesús se tenía que cumplir. El cielo y la tierra
pasarán, pero las palabras del Hijo del hombre no pasarán jamás. Aquella misma
tarde se cumplieron en el buen ladrón. Santo Tomás de Aquino, príncipe de la
teología católica, dice que aquella tarde comunicó Cristo al buen ladrón la
visión beatífica. No tuvo que esperar en el limbo o seno de Abraham a que se
realizara la redención del mundo, como los Patriarcas y Profetas del Antiguo
Testamento; porque, como explica Santo Tomás, aquella misma tarde comunicó Cristo
la visión beatífica a todos los justos del Antiguo Testamento que estaban
esperando la redención. «Hoy, hoy mismo estarás conmigo en el paraíso». Y una
vida de crímenes, una vida de excesos, una vida de pecados monstruosos,
desembocó en el cielo sin purgatorio alguno. Su humildad, su fervor, su
arrepentimiento, su fe en el divino Maestro, los tormentos de la crucifixión,
equivalieron a las pruebas purificadoras y aquella misma tarde ¡la visión
beatífica! Señores» ¿quién podrá explicar el amor y la misericordia de
Jesucristo, Redentor de la humanidad? Basta decir: ¡perdón! Para que en el acto
se nos cierren las puertas del infierno y se nos abran de par en par las
puertas de la gloria.
TERCERA PALABRA:
"Estaban
junto a la cruz de Jesús su Madre y la hermana de su Madre, María de Cleofás y
María Magdalena. Jesús, viendo a su Madre y al discípulo que amaba, que estaba
allí, dijo a la Madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dijo al
discípulo: He ahí a tu Madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió
en su casa" (Jn 19, 25-27).
Reflexión:
No es una escena sentimental inventada por algún poeta cristiano
para conmover a los hombres. Lo dice expresamente el Evangelio: «Stabat iuxta
crucem Iesu Mater eius»: «Estaba junto a la cruz de Jesús, su Madre». Lo dice
expresamente el Evangelio. ¡Pobrecita! Lo ha contemplado todo. Ha visto cómo
desnudaban a su divino Hijo. Ha sentido en su carne virginal el dolor profundo
del divino Mártir cuando le taladraban las manos y los pies para coserlos al
madero de la cruz- Ha escuchado su primera y segunda palabras llenas de perdón,
de amor y de misericordia. Ve que se está muriendo de sed en medio de
espantosos tormentos. Cuando matan a un corderuelo, apartan a la pobre ovejita
para que no lo contemple, María tiene que estar allí. ¡Tiene que estar allí!
Estaba predestinado por Dios. ¡Qué maravillosa antítesis o paralelismo
antitético: Adán-Eva, Cristo-María! Adán nos perdió a todos con la complicidad
de Eva, Cristo nos salvó a todos, iba a decir, con lá complicidad de la
Santísima Virgen María. Tenía que ser la Corredentora de la humanidad y lo fue.
Por eso permaneció de pie en lo alto de la colina del Calvario, junto a la cruz
de Jesús. Martirio inefable. Absolutamente indescriptible. ¡Pobrecita! ¡¡Cómo
hubiera querido abrazarse a la cruz, para socorrer a su divino Hijo! Pero la
apartaron brutalmente. No la dejaron acercar. La Virgen María es nuestra
Corredentora. Nos salvó juntamente con Nuestro Señor Jesucristo. Pero ¡a precio
de qué dolor! El martirio de la Santísima Virgen María es incomparablemente más
trágico que el sacrificio que se le pidió al Patriarca Abraham cuando Dios le
ordenó inmolar a su hijo Isaac. Porque el Patriarca Abraham era el padre, no la
madre; y porque el sacrificio que se le pidió fue solamente intencional: no
llegó a consumarse. En el Calvario no es el padre, sino la Madre, y el
sacrificio se está consumando trágicamente. Y no de un golpe, sino gota a gota.
¡Martirio inefable! «Oh, vosotros los que cruzáis por los caminos de la vida,
mirad y ved si hay dolor semejante a mi dolor». No pudo abrazarse a la cruz de
Jesús. Estaba prohibido terminantemente acercarse a la cruz de los
ajusticiados, y la soldadesca seguramente apartaría con un gesto brutal a la
Santísima Virgen si en algún momento quiso intentarlo. Pero estaba cerquita, y
Jesús podía dirigirle la palabra sin levantar demasiado la voz. Imaginemos la
escena, señores. Sería mejor que callásemos, que rompiésemos a llorar, que nos
pusiéramos de rodillas... Pero yo tengo que reproducir la escena en la forma
que pueda, con mi palabra torpe y vacilante. Jesús estaría contemplando desde
lo alto de la cruz, a través de sus ojos cargados de sangre, a la Virgen María,
imagen viviente del dolor en su máxima expresión. Allí estaba la Corredentora
del mundo. ¡Cómo se aumentarían los dolores internos de Jesucristo viendo
sufrir a su Madre santísima de manera tan espantosa! Pero El tenía que permitir
aquello. Tenía que permitirlo, porque estaba decretado por Dios: una primera
pareja, Adán y Eva, perdieron al mundo; una segunda pareja. Cristo y María,
tenían que salvarlo. Tenían que estar allí los dos, y El, obediente a la
voluntad de su Eterno Padre, consentía en el martirio de su Madre santísima; y
la Santísima Virgen María tenía que consentir y aceptar el martirio de Jesús,
su Hijo inocente, para salvarnos a nosotros, los hijos de traición. Pero Jesús
la tenía muy cerquita, la miraba con inefable dulzura. ¡Cómo sería la última
mirada que Nuestro Señor Jesucristo dirigió a su Madre queridísima! Cosas
inefables, señores. Para caer de rodillas. Para callar. ¡Cómo la miraría! Y le
dijo: «Mujer, ahí tienes a tu hijo...», Y fijándose en Juan, el discípulo amado:
«Ahí tienes a tu Madre». Sabía que iba a morir dentro de breves momentos, San José había
muerto ya. La Santísima Virgen María no tenía a nadie en este mundo. Quedaba
completamente sola. Y pensando en su Madre, pensando en el porvenir humano de
su Madre, cumpliendo maravillosamente el cuarto mandamiento de la Ley de Dios
(Honrar Padre y Madre), pensando en Ella como buen Hijo, exclama: «Mujer, ahí
tienes a tu hijo». ¿Por qué le dice «mujer» y no «madre»?.,. Ah, señores, qué
maravilloso episodio. El Evangelio es divino, no sobra ni falta una sola
palabra. ¿Por qué dijo mujer y no madre? Dos son las interpretaciones
principales que se pueden dar, y las dos son maravillosas. En primer lugar,
para no atormentarla más. Pero, además, Cristo pronunció esa palabra para
ciarnos a entender a todos que Ella era la «mujer». En la mañana del Viernes
Santo, Poncio Pilato. Procurador romano, sin saber lo que decía, pero
cumpliendo los designios de Dios, señaló a Jesucristo: «Ecce homo»: ahí tenéis
al hombre. ¡AI Hombre! Al prototipo de la humanidad noble, elevada, santa,
sobrenatural. ¡Ahí tenéis al hombre; al prototipo del hombre! Y Nuestro Señor
Jesucristo, desde lo alto de la cruz, replica: ¡Ahí tenéis a la mujer! Al
prototipo, al ideal más sublime de la mujer. María era la mujer predestinada,
la mujer por excelencia, anunciada ya en las primeras páginas del Génesis, el
primer libro de la Sagrada Escritura. Era María la mujer anunciada en el libro
del Génesis, en la aurora del mundo, en el primer día de la humanidad. ¡Ahí
tenéis a la mujer! «¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!». Juan será tu hijo. Él se
encargará de tu sustento. Yo me voy a mi Padre, pero no te dejaré huérfana en
el mundo. Juan se encargará de ti. Y dirigiéndose con inefable ternura a Juan:
«Hijo, ahí tienes a tu Madre». Era como decirle: ¡Cuídamela bien..., cuídamela
bien..., es mi Madre y también la tuya! «¡Hijo, ahí tienes a tu Madre!». ¡Cómo
la recibiría San Juan! Aquel joven apóstol, que ya la adoraba por ser la Madre
de Jesús, cuando se sintió dueño de aquel tesoro que le había dejado en
testamento su divino Maestro, ¡cómo la recibiría junto a su corazón de hijo!
¡Qué perla! ¡Qué joya le dejó Nuestro Señor en testamento al evangelista San
Juan, a su discípulo amado, al discípulo virgen! La Madre Virgen, para el
discípulo virgen. La pureza encomendada a la pureza. ¡Cómo recibiría San Juan a
la Santísima Virgen María, cómo se la llevaría a su casa, con qué cariño la
trataría! ¡Cómo la mimaría, con una ternura más que filial! Todos los Santos
Padres y expositores sagrados están perfectamente de acuerdo en decirnos que
San Juan era en aquel momento el representante de toda la humanidad. Nos estaba
representando a todos y a cada uno de nosotros. Y por eso, cuando Cristo
Nuestro Señor dijo a San Juan: «¡Ahí tienes a tu Madre!», nos lo dijo a todos y
a cada uno de nosotros en particular. No es que Jesucristo en aquel momento
constituyera Madre nuestra a la Virgen María. No, Jesucristo no constituyó a la
Virgen Santísima Madre nuestra en la cumbre del Calvario. Ya lo era desde la
casita de Nazaret. Porque la razón de ser de la maternidad espiritual de la
Santísima Virgen María sobre nosotros no es el hecho de ser la Corredentora del
mundo, sino el hecho de ser la Madre de Dios, la Madre del Verbo Encarnado.
Ella es la Madre de la Cabeza del Cuerpo Místico. Está revelado por Dios,
consta expresamente en la Sagrada Escritura. Cristo es la Cabeza de un Cuerpo
Místico y todos nosotros somos sus miembros. Y como Ella es Madre de este
organismo viviente, como la cabeza no puede ser arrancada y separada de los
miembros, desde el momento en que es Madre física según la naturaleza de la
Cabeza, tiene que ser también forzosamente Madre espiritual de todos los
miembros que están espiritualmente unidos a esa Cabeza. De manera que la
maternidad de la Santísima Virgen María sobre todos nosotros arranca del hecho
colosal de ser la Madre de Jesús. Si no fuera la Madre de Cristo-Cabeza, no
sería la Madre de los miembros, que somos nosotros. Pero como es la Madre de la
Cabeza, tiene que ser también la Madre de todos los miembros. Madre física de
la Cabeza y Madre espiritual de todos sus miembros porque somos efectivamente
los miembros espirituales de Cristo. ¡Maravillosa teología! Jesucristo, en la
cumbre del Calvario, no hizo más que promulgar solemnemente ante la faz del
mundo la maternidad espiritual de María sobre nosotros. Pero no la hizo
entonces Madre nuestra. Ya lo era desde la casita de Nazaret, o si queréis
desde el portal de Belén, cuando alumbró al Hijo de Dios encarnado, y fue de
una manera completa y total la auténtica Madre de Dios. Desde entonces es
nuestra Madre espiritual. Aquí, en el Calvario, lo proclama solemnemente Cristo
para que no olvidáramos nunca que es la Madre del dolor, la Madre Corredentora
de todos los hijos de los hombres. La Santísima Virgen María es nuestra Madre,
Madre queridísima de todos nosotros.
CUARTA PALABRA
"Desde
la hora sexta se extendieron las tinieblas sobre la tierra hasta la hora de
nona. Hacia la hora de nona exclamó Jesús con voz fuerte, diciendo: ¡Eloí, Eloí, lama sabachtani! Que
quiere decir: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Algunos
de los que allí estaban, oyéndolo, decían: A Elías llama éste" (Mt 27,
45-47).
Reflexión:
¿Qué significan esas palabras? Tres son las principales soluciones
desde el punto de vista teológico. PRIMERA SOLUCIÓN. Es muy fácil y muy
sencilla. Jesucristo Nuestro Señor comenzó a recitar en voz alta él salmo 21,
que empieza precisamente con estas palabras: «Dios mío. Dios mío, por qué me
has abandonado», y continuó después recitando todo el salmo en voz baja. La
inmensa mayoría de los judíos sabían el salterio completo de memoria. Y en ese
salmo, que es netamente mesiánico, el profeta, muchos siglos antes de que
ocurriese la escena del Calvario, describe maravillosamente todo lo que estaba
ocurriendo entonces. En ese salmo se anuncian proféticamente los tormentos de
Cristo clavado en la cruz: «Todos los
que pasan delante de mí se burlan y mueven sus cabezas y dicen: ¡Sálvele Dios,
sálvele Yahvé, pues dice que le es grato..,» «Soy un gusano y no un hombre, soy
el deshecho de la plebe, me desprecian todos». «Abren sus -bocas contra mí,
cual león rapaz y rugiente». «Tengo mi lengua pegada al paladar, me rodea una
turba de facinerosos». «Han taladrado mis manos y mis pies y se pueden contar
todos mis huesos». «Se han repartido mis vestiduras y echan suertes sobre mi
túnica». Señores, todo eso se estaba cumpliendo entonces al pie de la
letra, en lo alto del Calvario. Todo estaba maravillosamente anunciado en el
salmo mesiánico. Y Nuestro Señor Jesucristo, con infinita delicadeza, después
de haber afirmado delante del pueblo y de los jefes de la Sinagoga que era Hijo
de Dios, ahora en lo alto de la cruz va recitando lentamente el salmo 21 para
decirles una vez más a los judíos: «¿Pero no veis que se está cumpliendo al pie
de la letra todo lo que dice el salino de mí? Y fue recorriendo poco a poco
todo el salmo mesiánico para que cayeran en la cuenta de que era Él el
Redentor, el Mesías anunciado por los Profetas. Una solución sencillísima que
explica perfectamente el sentido misterioso de esas palabras.
Pero hay otra segunda todavía. SEGUNDA
SOLUCIÓN. Santo Tomás de Aquino, el príncipe de la Teología católica, en
ese maravilloso alcázar de la Teología que se llama la Suma Teológica, da una
explicación también sencillísima, naturalísima, con sólo añadir una palabra a
esa expresión misteriosa de Nuestro Señor en la cruz. El sentido, según Santo
Tomás de Aquino, sería el siguiente: «Dios mío. Dios mío, ¿por qué me has
abandonado en manos de mis enemigos?, ¿por qué has permitido que me claven en
la cruz?» Nada más. No hay más misterios. Y esto no lo diría Cristo en son de
queja, sino sólo para que nosotros cayéramos en la cuenta de los sufrimientos
inefables que estaba padeciendo en la cruz. Porque sería una espantosa
blasfemia, una herejía monstruosa decir que Nuestro Señor Jesucristo, que tenía
en sus manos el poder de Dios, hizo un milagro para no sufrir sus propios
tormentos, y estaba representando una comedia y una farsa en lo alto de la
cruz. Esto sería una espantosa y satánica blasfemia. Nuestro Señor
Jesucristo sufrió con una sinceridad enorme. Hizo milagros inmensos para
socorrer las necesidades de los demás, pero jamás hizo un solo milagro en
beneficio propio. Estaba sufriendo un tormento espantoso y una terrible
tortura; y en prueba de ello y para que no nos cupiere la menor duda, lanzó
esta dolorosa exclamación: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has entregado en
manos de mis verdugos que me atormenta de esta manera?». Este sería el sentido,
según Santo Tomás de Aquino. TERCERA
SOLUCIÓN. Pero hay otra tercera solución, profundamente teológica, que voy
a exponer a continuación. No sabemos cuál de las tres soluciones es la
verdadera. Cualquiera de las tres podría serlo, ya que todas ellas resuelven
perfectamente el problema. Pero acaso la más profunda, la de más envergadura
teológica, es la tercera que os voy a explicar. Es dogma de fe católica, como
todos sabemos, que Nuestro Señor Jesucristo quiso salir, voluntariamente,
fiador y responsable ante su Eterno Padre por todos los pecados del mundo. El
fiador, cuando da su firma como garantía de una persona de quien sale
responsable no debe nada a nadie. Pero si aquel a quien respalda con su firma
resulta insolvente, tiene que pagar la deuda ajena. Tiene que pagarla él,
porque ha salido fiador, ha dado su firma. Este es el caso de Nuestro Señor
Jesucristo. La humanidad era insolvente ante la justicia infinita de Dios.
Habíamos cometido un crimen de lesa majestad divina. Y, al menos en razón de la
distancia infinita que hay de nosotros a Dios, no podíamos rellenar aquel
abismo insondable que el pecado había abierto entre Dios y los hombres. La
humanidad entera, puesta de rodillas, era insuficiente para salvar aquel
abismo. Éramos insolventes. No podíamos rescatarnos a nosotros mismos de las
garras del infierno. Pero Nuestro Señor Jesucristo, al juntar bajo una sola
personalidad divina las dos naturalezas, divina y humana, en cuanto hombre
podía representarnos a todos nosotros, y en cuanto Dios sus actos tenían un
valor infinito. Únicamente Él podía rellenar aquel abismo insondable con una
superabundancia infinita. Cristo salió voluntariamente fiador de la humanidad
caída. Y el Eterno Padre, viendo a su divino Hijo, que personalmente era la
inocencia misma y la santidad infinita, pero que quiso revestirse
voluntariamente de la lepra y los harapos del hombre pecador, descargó sobre Él
el peso infinito de su justicia vindicativa. Y, no en cuanto Hijo de Dios,
porque esto sería contradictorio —Dios no puede abandonar a Dios—; ni siquiera
en cuanto hombre, ya que la humanidad de Cristo está hipostáticamente unida a
la divinidad del Verbo formando una sola persona con Él, y, aún en cuanto
hombre. Cristo posee una santidad infinita; si no única y exclusivamente en
cuanto representante de toda la humanidad pecadora, en cuanto revestido de la
lepra de todos nuestros pecados, la justicia infinita se descargó con fiero
ímpetu sobre Él y le hizo experimentar el espantoso desamparo que merecía, no
Cristo, sino toda la humanidad pecadora. Y entonces fue cuando lanzó aquel
grito desgarrador: «¡Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado!». Fijaos
bien. No dice Padre mío, como dijo en la primera palabra y como dirá
inmediatamente después en la séptima. No dice «Padre», sino «Dios mío». No
habla ahora en plan de hijo. Ahora habla en plan de pecador, de representante
de todos los pecadores del mundo. Y por eso no emplea el dulce nombre de Padre,
sino una expresión llena de respeto y adoración: «Dios mío». Ahí tenéis la
tercera solución, profundamente teológica, de esta misteriosa palabra»
QUINTA PALABRA:
"Después
de esto, sabiendo Jesús que todo estaba ya consumado, para que se cumpliera la
Escritura dijo: Tengo sed. Había
allí un botijo lleno de vinagre. Fijaron en una rama de hisopo una esponja
empapada en vinagre y se la llevaron a la boca" (Jn 19, 28-29).
Reflexión:
Momentos después de pronunciar el divino Mártir del Calvario su
cuarta palabra, desgarradora, abrió de nuevo sus labios divinos para decir:
«Tengo sed». Era muy natural. Cuando se pierde la sangre —¡qué bien lo saben
los soldados que caen en el campo de batalla!—, cuando se pierde sangre se
experimenta en seguida el tormento de la sed. El agua, que forma parte de la
célula en proporción del sesenta al setenta por ciento, cuando se pierde sangre
pasa por osmosis al torrente circulatorio para hidratar el plasma sanguíneo.
Esto produce, naturalmente, la deshidratación de los tejidos y en seguida se
experimenta el fenómeno cenestésico de la sed. Tienen mucha sed los heridos al
perder la sangre. Era muy natural que Jesucristo tuviera una sed ardiente. Sed
de agua, sed fisiológica. El sudor de sangre en Getsemaní, las terribles
torturas y la pérdida de sangre de la flagelación, de la coronación de espinas,
de la cruz a cuestas y de la crucifixión. En lo alto de la cruz iba perdiendo
gota a gota la sangre divina de sus venas. Probablemente hacia las tres de la
tarde, tanto Nuestro Señor Jesucristo como los dos ladrones que estaban
crucificados, el uno a su derecha y el otro a su izquierda, tenían cuarenta
grados de fiebre. Sed ardiente, ¡Un poquito de agua, tengo sed! ¡Pobre Jesús!
Nadie le socorrerá. Tendrá que morir de sed. No tendrá una cariñosa monjita
enfermera que le refresque los labios ardientes en aquellos últimos momentos.
Delante de Él tenía a la Virgen Santísima, pero la pobrecita no podía hacer
absolutamente nada. Al pajarillo no le falta nunca un charquito de agua donde
apagar su sed. Hasta la florecilla en primavera, por la mañana, recibe la
caricia fresca de una gotita de rocío. Pero Nuestro Señor Jesucristo, el
Creador del mundo, el que había creado aquellos ríos del paraíso terrenal, el
que mandó a Moisés herir con su vara una roca de la que brotó una fuente de
agua clara y cristalina, no tendrá ni una sola gota de agua donde apagar su
ardiente sed. ¡Se morirá de sed! Uno de aquellos soldados, al escuchar esta
palabra, mojó una esponja en el jarro de posea —era la bebida que tenían ellos
para refrescarse: un poco de agua mezclada con vinagre, nada más— y la acercó
con su lanza a la boca del divino Mártir debió aumentarle todavía más su sed.
Pero lo gustó un poquito, con finura, con agradecimiento... Jesucristo tenía una
sed inmensa de agua natural. Pero Él, el divino Mártir, el divino Paciente, que
no se quejó absolutamente de nada en medio de aquellos tormentos inefables de
la flagelación, de la coronación de espinas y de la crucifixión; Jesucristo,
que no abrió sus labios para musitar una sola queja, no se hubiera quejado
tampoco de la sed material si no hubiera querido decirnos algo misterioso si
detrás de ese sentido literal no hubiera un sentido figurado, un sentido
alegórico, para decirnos algo más alto y más sublime todavía, con ser tan santa
y adorable la sed material de Nuestro Señor Jesucristo. Toda la tradición
católica está de acuerdo en decirnos que, además de la sed material, tenía una
sed espiritual verdaderamente devoradora. Nuestro Señor Jesucristo, en esta
palabra, alargando su mano de mendigo, nos pedía un poquito de amor, un poquito
de correspondencia a su infinita generosidad. En esta palabra se nos presenta
como divino mendigo del amor del pobre corazón humano. Jesucristo, desde lo
alto de la cruz, estaba contemplando el panorama de toda la humanidad. En
virtud de su ciencia divina, para Él no había pretérito ni futuro, sino un
presente siempre actual. Con su ciencia divina nos tenía presentes a todos, a
cada uno en particular. Y veía claramente las almas consoladoras de su divino
Corazón, las que apagarían su sed ardiente, las que se entregarían a Él como
almas víctimas para que pudiera triturarlas, para que pudiera destrozarlas y de
esa manera asociarlas al misterio redentor y salvarle muchas almas. ¡Cuántas monjitas
de clausura, cuántas almas grandes entregadas totalmente a Dios y sufriendo con
la sonrisa en los labios persecuciones, calumnias, enfermedades, maledicencias,
incomprensiones de todas clases, dolores y tormentos inefables! Son las almas
víctimas, las almas consoladoras del Corazón de Cristo. Veía a Teresa de Jesús
en éxtasis, a Santa Catalina de Sena con las llagas en los pies, en las manos y
en el corazón. Veía a San Pablo con aquel ímpetu apostólico que arrolló al
mundo entero. Veía a todos los apóstoles a través de todos los siglos. Veía a
las almas consoladoras de su Corazón, las que le daban un poquito de agua y le
consolaban en su amargura. Pero veía también a tantos millones de almas
seducidas por el mundo, el demonio y la carne corriendo desenfrenadamente tras
los placeres de este mundo, charquitos sucios de aguas pestilentes que no
sacian el corazón humano sino que le aumentan más y más su hambre devoradora de
felicidad, ¡Pobres hombres! El hombre es un sediento de felicidad. Cristo veía
a todos los hombres del mundo que han sido, son y serán hasta el fin de los
siglos. Nos veía individualmente a todos. Y a pesar de las diferencias de raza,
clima, época y educación, en todos veía un denominador común, un fondo común en
nuestras almas: un hambre y una sed devoradora de felicidad. El hombre es un
sediento de felicidad. ¡Nos la ha puesto el mismo Dios en el corazón! Somos
sedientos de felicidad, Pero ¡cuánta gente, en qué proporción tan aterradora,
equivoca el camino y va a beber esa felicidad en los charcos sucios del mundo,
del demonio y de la carne! Y lejos de apagarla sienten que les quema las
entrañas una sed inextinguible, cada vez más devoradora. Los verdaderos amantes
del Corazón de Jesús: ¡esos sí que aciertan! Van a buscar el agua de la
felicidad en la fuente limpia y cristalina de donde brota, que es el Corazón de
Cristo: ¡éstos sí que aciertan! Porque solamente en Dios está la verdadera
felicidad, y esto lo enseña la simple filosofía.
SEXTA PALABRA
"Cuando
hubo gustado el vinagre, dijo Jesús: Todo
está consumado…"
(Jn
19, 30).
Reflexión:
Con su ciencia divina, y hasta con su ciencia humana, fue
recorriendo todo el conjunto de las profecías del Antiguo Testamento y vio que
estaba todo maravillosamente cumplido. No faltaba ni un solo detalle. E1
Profeta Isaías había profetizado que nacería de una Madre Virgen. Y delante de
Él estaba la Santísima Virgen María, la Inmaculada, la Reina y Soberana de las
vírgenes. El Profeta Miqueas había dicho que nacería en Belén de Judá. Y en
Belén de Judá, en el portal de Belén, nació el Niño Jesús. En el salmo 71
estaba profetizado que los Reyes vendrían a adorarle: «Reges Tharsis et insulae
munera offerent...» y los Reyes Magos se presentaron en Belén y le adoraron y
le hicieron presentes de oro, incienso y mirra como estaba profetizado en el
salmo. El Profeta Oseas anunció que el Mesías vendría de Egipto. Y estalla la
persecución de Herodes y el Niño Jesús tiene que huir a Egipto, y la profecía
que se cumple al píe de la letra, como estaba anunciada. «Y será llamado
Nazareno», Y los primeros 30 años de su vida los vivió Jesucristo en la casita
de Nazaret: «Será llamado Nazareno». «Y saldrá la voz del que clama en el
desierto y le preparará los caminos». Y el Precursor, Juan el Bautista, se
presentó delante de todo el pueblo diciendo: «Yo soy la voz del que clama en el
desierto: preparad los caminos del Señor». Al pie de la letra. Se había cumplido.
Estaba profetizado que entraría triunfante en Jerusalén sobre un pobre
borriquillo. Y cinco días antes, el domingo de Ramos, entró triunfante en
Jerusalén, sobre un pobre borriquillo. Estaba profetizado que sería vendido por
treinta monedas de plata. Y en el pavimento del templo estaban todavía las
treinta monedas de plata, precio sacrílego de la traición, arrojadas por el
traidor Judas, Estaba profetizado en el salmo 21 que se burlarían de Él: lo
acababa de recordar el mismo Jesucristo: «Mueven sus cabezas en son de burla...
¡Sálvele Yahvé, puesto que dice que le es grato!... Mi lengua está pegada al
paladar... Han taladrado mis manos y mis pies y se puede contar todos mis
huesos... Se han repartido mis vestidos y echan suertes sobre mi túnica». Todo
se había cumplido al pie de la letra. Faltaba un detalle. El salmo 68 dice
expresamente: «Y en mi sed me dieron a beber vinagre». Y en aquel momento, el
soldado, con la lanza, le daba a beber vinagre. Y Cristo, recorriendo todas las
profecías del Antiguo Testamento y viendo que se habían cumplido
maravillosamente todas en Él, lanzó un grito de profunda, de íntima y
entrañable satisfacción: «¡Todo está consumado, todo está cumplido!». Es el
grito del triunfador que se cubre con el laurel de la victoria. Ahí está. Lleno
de heridas, pero de gloriosas heridas, ¡Ha triunfado! ¡Consummatum est: Todo está cumplido!
SÉPTIMA PALABRA
"Jesús, dando una gran voz, dijo: Padre,
en tus manos entrego mi espíritu... y diciendo esto, expiró" (Lc
23,46).
Reflexión:
Se acerca el desenlace supremo. Cristo ha pronunciado su
consummatum est. Se ha ido desangrando poco a poco: «gota a gota», dice Séneca
que morían los crucificados: per stillicida. El rostro de Nuestro Señor
Jesucristo se está transfigurando por momentos. Carne blanquecina que se vuelve
violácea. Cejas hundidas. La nariz que comienza a afilarse. Los labios que se
adelgazan... La Santísima Virgen María lo está presenciando todo y en aquellos
instantes su corazón virginal experimenta una indecible angustia: «¡Ahora!»
Pero de pronto Nuestro Señor Jesucristo se rehace. Su rostro cobra todavía
frescura y vigor. Y levantando sus ojos al cielo clamó con una grande voz:
«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». ¡Padre! Ya no dice «Dios mío»
como en la cuarta palabra. Ahora es el Hijo otra vez. El mismo que en su
primera palabra quiso conmover el corazón del Padre cuando pedía perdón por sus
verdugos: «Padre, perdónalos, que no saben lo que hacen». Ahora vuelve a
pronunciar esta dulcísima palabra: «Padre». Se acerca el desenlace
supremo. Cristo ha pronunciado su consummatum est. Se ha ido desangrando poco a
poco: «gota a gota», dice Séneca que morían los crucificados: per stillicida.
El rostro de Nuestro Señor Jesucristo se está transfigurando por momentos.
Carne blanquecina que se vuelve violácea. Cejas hundidas. La nariz que comienza
a afilarse. Los labios que se adelgazan... La Santísima Virgen María lo está
presenciando todo y en aquellos instantes su corazón virginal experimenta una
indecible angustia: «¡Ahora!» Pero de pronto Nuestro Señor Jesucristo se
rehace. Su rostro cobra todavía frescura y vigor. Y levantando sus ojos al cielo
clamó con una grande voz: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». ¡Padre!
Ya no dice «Dios mío» como en la cuarta palabra. Ahora es el Hijo otra vez. El
mismo que en su primera palabra quiso conmover el corazón del Padre cuando
pedía perdón por sus verdugos: «Padre, perdónalos, que no saben lo que hacen».
Ahora vuelve a pronunciar esta dulcísima palabra: «Padre». Se acerca el
desenlace supremo. Cristo ha pronunciado su consummatum est. Se ha ido
desangrando poco a poco: «gota a gota», dice Séneca que morían los
crucificados: per stillicida. El rostro de Nuestro Señor Jesucristo se está
transfigurando por momentos. Carne blanquecina que se vuelve violácea. Cejas
hundidas. La nariz que comienza a afilarse. Los labios que se adelgazan... La
Santísima Virgen María lo está presenciando todo y en aquellos instantes su
corazón virginal experimenta una indecible angustia: «¡Ahora!» Pero de pronto
Nuestro Señor Jesucristo se rehace. Su rostro cobra todavía frescura y vigor. Y
levantando sus ojos al cielo clamó con una grande voz: «Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu». ¡Padre! Ya no dice «Dios mío» como en la cuarta
palabra. Ahora es el Hijo otra vez. El mismo que en su primera palabra quiso
conmover el corazón del Padre cuando pedía perdón por sus verdugos: «Padre,
perdónalos, que no saben lo que hacen». Ahora vuelve a pronunciar esta
dulcísima palabra: «Padre». con mi plena libertad identificada con la tuya. En tus manos
encomiendo mi espíritu: te voy a entregar el alma. E inclinando la cabeza,
expiró. AI revés de lo que hacen los demás hombres, señores. Los hombres
inclinan la cabeza en el momento de morir, no antes. Precisamente es la muerte
quien les abate la cabeza. Bajan la cabeza por exigencia de la muerte.
Jesucristo, no. Dice el Evangelio que inclinó la cabeza y después murió.
Inclinó la cabeza como dándole su consentimiento a la muerte, como diciéndole:
«Ahora, apodérate de mí». Inclinó voluntariamente la cabeza y murió. ;Pero si
la muerte no tenía ningún dominio sobre Él! ¡Pero si era Él quien tenía dominio
absoluto sobre la muerte! Que lo digan sus resucitados, que lo diga la hija de
Jairo, que lo diga el hijo de la viuda de Naím, que lo diga Lázaro, cadáver
putrefacto de cuatro días. Jesucristo les mandó resucitar y resucitaron. La
muerte era súbdita de Jesucristo, No podía apoderarse de Él. Solamente cuando Él
le dio su permiso, la muerte se acercó con respeto a la cruz. «Et inclinato
capite —dice el Evangelio— tradidit spiritum»: y bajando la cabeza entregó su
espíritu. Y al instante un terrible terremoto sacude la roca del Calvario. La
cruz de Cristo se balancea violentamente por la tremenda sacudida. La gente
huye alocadamente. El velo del templo se rasga de arriba abajo. El Centurión se
golpea el pecho: «Verdaderamente éste era el Hijo de Dios». Los muertos
resucitan. La Virgen María contempla aterrada el espectáculo... Murió Jesucristo
como Dios que era. Con una majestad imponente. La naturaleza entera se conmovió
ante la muerte de Cristo. Y el Antiguo Testamento terminó para siempre: el velo
del templo se rasgó de arriba abajo como diciendo: se acabó para siempre. Las
figuras ya no tienen razón de ser cuando está presente la augusta realidad. Y
todavía el pueblo judío continúa en su obstinación. Esta misma tarde, en los
cultos del Viernes Santo, ha subido al cielo la oración entrañable de la Santa
Iglesia pidiendo por el pueblo judío, que está obcecado todavía, que tiene la
mayor obcecación que registra la historia de la humanidad.
Es increíble,
señores, su ceguera y obstinación. La gloria más grande del pueblo judío es
precisamente haber sido el pueblo del Hijo de Dios; el que un judío sea nada
menos que la segunda persona de la Santísima Trinidad hecha hombre. Y en su
terrible ceguera los judíos no lo comprenden. Rechazan su máxima gloria
nacional, rechazan lo que debía enorgullecerás sobre todos los pueblos de la
tierra. ¡Qué ceguera la de los judíos, señores! Se rompió el velo del templo;
el Antiguo Testamento ya no tiene nada que hacer, las sinagogas están haciendo
el ridículo en el mundo entero ¡y no abren los ojos, no se dan cuenta de que el
Mesías, el Redentor de la humanidad, es Jesucristo Nuestro Señor! Jesucristo murió.
Y murió porque quiso. Voluntariamente, ya que tenía pleno dominio sobre la
muerte.
La Santísima Virgen María en aquellos momentos pudo ya, por fin,
acercarse a la santa cruz. Yo me imagino que la pobrecita caería de rodillas para
besa* el pie de la cruz y se incorporaría un poquitín para besarle los pies a
su divino Hijo convertido ya en cadáver. La cruz era muy bajita, se levantaba
escasamente medio metro sobre el suelo; de manera que la Santísima Virgen, para
besarle los píes a su divino Hijo, tuvo que inclinarse reverentemente, acaso
hasta ponerse de rodillas. Y me imagino que incorporándose poco a poco, haciendo
un esfuerzo supremo... acaso poniéndose de puntillas... subiendo, subiendo...
llegaría a aplicar sus labios de Madre Virgen a la herida de su Corazón
abierto, del que acababa de brotar en aquel momento la Iglesia Santa de Dios.
La Virgen Santísima, modelo de dolor al pie de la cruz. Jesucristo, ya cadáver,
acababa de consumar la redención del mundo. A María le faltaba todavía el
tormento de su amarguísima soledad.
Jesucristo: Hace un rato te estaban provocando e insultando: «¿No
eres tú el Hijo de Dios? ¡Baja de la cruz y entonces creeremos en ti!».
Jesucristo; ¡qué bien hiciste en no bajar de la cruz! ¡Pobrecitos de nosotros
si llegas a bajar! Porque estaba predestinado por Dios que la redención del
género humano no se consumase sino en lo alto de la cruz. ¡Tenías que morir en
la cruz! Y en vez de mandar a la tierra que se abriese para hundir en el
infierno a aquellos infames, pediste perdón por ellos, aceptaste en silencio
aquel espantoso fracaso humano y no quisiste bajar de la cruz. Precisamente
porque querías salvarnos a nosotros. ¡Muchas gracias, Señor, porque no bajaste
de la cruz! Porque quisiste morir en ella, ¡muchas gracias. Señor! Y por ello
cada año te recordamos con amor, y cada año te queremos más. Señores Y todos
los años caemos de rodillas ante Ti, divino Crucificado. Y porque moriste por
nosotros, cada vez te queremos más, te amamos más. Lo más grande, lo más
limpio, lo más puro, lo más inmaculado del mundo ha caído siempre de . rodillas
ante Cristo.
Nosotros te adoramos porque eres el Hijo de Dios, porque eres la
segunda Persona de la Santísima Trinidad hecha hombre, porque estás sentado a
la diestra de Dios Padre y vendrás con gran poder y majestad a juzgar a los
vivos y a los muertos, Jesucristo, ¡gracias por haber muerto por nosotros en la
cruz!