La Anunciación
Se llama
"anunciación" a la visita del Arcángel Gabriel, enviado por Dios a la
Virgen María para pedirle que sea la Madre del Verbo por la gracia del Espíritu
Santo. Ella, consciente de su dignidad y al mismo tiempo su pequeñez, asintió
entregándose sin reservas a la voluntad de Dios. El "Sí" de María
Santísima abre el camino a la Encarnación que ocurre en ese momento. En ese
instante el Verbo se hizo carne. Dios eterno vino a habitar en ella asumiendo
la naturaleza humana.
Celebramos la
Anunciación el 25 de Marzo por ser 9 meses antes de la Navidad (Nacimiento del
Señor)
María Santísima un 25
de marzo le dijo a Bernardita en Lourdes: "Yo soy la Inmaculada
Concepción".
La fe de la Virgen María: La
Anunciación
Catequesis de Juan
Pablo II (3-VII-96)
1. En la narración
evangélica de la Visitación, Isabel, «llena de Espíritu Santo», acogiendo a
María en su casa, exclama: « ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las
cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1,45). Esta
bienaventuranza, la primera que refiere el evangelio de san Lucas, presenta a
María como la mujer que con su fe precede a la Iglesia en la realización del
espíritu de las bienaventuranzas.
El elogio que Isabel
hace de la fe de María se refuerza comparándolo con el anuncio del ángel a
Zacarías. Una lectura superficial de las dos anunciaciones podría considerar
semejantes las respuestas de Zacarías y de María al mensajero divino: « ¿En qué
lo conoceré? Porque yo soy viejo y mi mujer avanzada en edad», dice Zacarías; y
María: « ¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?» (Lc 1,18.34). Pero la
profunda diferencia entre las disposiciones íntimas de los protagonistas de los
dos relatos se manifiesta en las palabras del ángel, que reprocha a Zacarías su
incredulidad, mientras que da inmediatamente una respuesta a la pregunta de
María.
A diferencia del esposo de Isabel, María se adhiere plenamente al proyecto divino, sin subordinar su consentimiento a la concesión de un signo visible.
A diferencia del esposo de Isabel, María se adhiere plenamente al proyecto divino, sin subordinar su consentimiento a la concesión de un signo visible.
Al ángel que le
propone ser madre, María le hace presente su propósito de virginidad. Ella,
creyendo en la posibilidad del cumplimiento del anuncio, interpela al mensajero
divino sólo sobre la modalidad de su realización, para corresponder mejor a la
voluntad de Dios, a la que quiere adherirse y entregarse con total
disponibilidad. «Buscó el modo; no dudó de la omnipotencia de Dios», comenta
san Agustín (Sermo 291).
2. También el contexto
en el que se realizan las dos anunciaciones contribuye a exaltar la excelencia
de la fe de María. En la narración de san Lucas captamos la situación más
favorable de Zacarías y lo inadecuado de su respuesta. Recibe el anuncio del
ángel en el templo de Jerusalén, en el altar delante del «Santo de los Santos»
(cf. Ex 30,6-8); el ángel se dirige a él mientras ofrece el incienso; por
tanto, durante el cumplimiento de su función sacerdotal, en un momento
importante de su vida; se le comunica la decisión divina durante una visión.
Estas circunstancias particulares favorecen una comprensión más fácil de la
autenticidad divina del mensaje y son un motivo de aliento para aceptarlo
prontamente.
Por el contrario, el
anuncio a María tiene lugar en un contexto más simple y ordinario, sin los
elementos externos de carácter sagrado que están presentes en el anuncio a
Zacarías. San Lucas no indica el lugar preciso en el que se realiza la
anunciación del nacimiento del Señor; refiere, solamente, que María se hallaba
en Nazaret, aldea poco importante, que no parece predestinada a ese acontecimiento.
Además, el evangelista no atribuye especial importancia al momento en que el
ángel se presenta, dado que no precisa las circunstancias históricas. En el
contacto con el mensajero celestial, la atención se centra en el contenido de
sus palabras, que exigen a María una escucha intensa y una fe pura.
Esta última
consideración nos permite apreciar la grandeza de la fe de María, sobre todo si
la comparamos con la tendencia a pedir con insistencia, tanto ayer como hoy,
signos sensibles para creer. Al contrario, la aceptación de la voluntad divina
por parte de la Virgen está motivada sólo por su amor a Dios.
3. A María se le
propone que acepte una verdad mucho más alta que la anunciada a Zacarías. Éste
fue invitado a creer en un nacimiento maravilloso que se iba a realizar dentro
de una unión matrimonial estéril, que Dios quería fecundar. Se trata de una
intervención divina análoga a otras que habían recibido algunas mujeres del
Antiguo Testamento: Sara (Gn 17,15-21; 18,10-14), Raquel (Gn 30,22), la madre
de Sansón (Jc 13,1-7) y Ana, la madre de Samuel (1 S 1,11-20). En estos
episodios se subraya, sobre todo, la gratuidad del don de Dios.
María es invitada a
creer en una maternidad virginal, de la que el Antiguo Testamento no recuerda
ningún precedente. En realidad, el conocido oráculo de Isaías: «He aquí que una
doncella está encinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre
Emmanuel» (Is 7,14), aunque no excluye esta perspectiva, ha sido interpretado
explícitamente en este sentido sólo después de la venida de Cristo, y a la luz
de la revelación evangélica.
A María se le pide que
acepte una verdad jamás enunciada antes. Ella la acoge con sencillez y audacia.
Con la pregunta: « ¿Cómo será esto?», expresa su fe en el poder divino de
conciliar la virginidad con su maternidad única y excepcional.
Respondiendo: «El
Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su
sombra» (Lc 1,35), el ángel da la inefable solución de Dios a la pregunta
formulada por María. La virginidad, que parecía un obstáculo, resulta ser el
contexto concreto en que el Espíritu Santo realizará en ella la concepción del
Hijo de Dios encarnado. La respuesta del ángel abre el camino a la cooperación
de la Virgen con el Espíritu Santo en la generación de Jesús.
4. En la realización
del designio divino se da la libre colaboración de la persona humana. María,
creyendo en la palabra del Señor, coopera en el cumplimiento de la maternidad
anunciada.
Los Padres de la
Iglesia subrayan a menudo este aspecto de la concepción virginal de Jesús.
Sobre todo san Agustín, comentando el evangelio de la Anunciación, afirma: «El
ángel anuncia, la Virgen escucha, cree y concibe» (Sermo 13 in Nat. Dom.). Y
añade: «Cree la Virgen en el Cristo que se le anuncia, y la fe le trae a su
seno; desciende la fe a su corazón virginal antes que a sus entrañas la
fecundidad maternal» (Sermo 293).
El acto de fe de María
nos recuerda la fe de Abraham, que al comienzo de la antigua alianza creyó en
Dios, y se convirtió así en padre de una descendencia numerosa (cf. Gn 15,6;
Redemptoris Mater, 14). Al comienzo de la nueva alianza también María, con su
fe, ejerce un influjo decisivo en la realización del misterio de la Encarnación,
inicio y síntesis de toda la misión redentora de Jesús.
La estrecha relación
entre fe y salvación, que Jesús puso de relieve durante su vida pública (cf. Mc
5,34; 10,52; etc.), nos ayuda a comprender también el papel fundamental que la
fe de María ha desempeñado y sigue desempeñando en la salvación del género
humano.
La Anunciación
del Ángel a la Madre de Dios según las revelaciones a María Valtorta en su
libro “El Poema de El Hombre Dios”
Lo que veo.
María,
muchacha jovencísima (al máximo quince años a juzgar por su aspecto), está en
una pequeña habitación rectangular; verdaderamente, una habitación de
jovencita. Contra una de las dos paredes más largas, está el lecho: una cama
baja, sin armadura, cubierta por gruesas esteras o tapetes — diríase que éstos
están extendidos sobre una tabla o sobre un entramado de cañas porque están muy
rígidos y sin pliegues como los de nuestras camas —. Contra la otra pared, un
estante con una lámpara de aceite, unos rollos de pergamino y una labor de
costura — parece un bordado — cuidadosamente doblada.
A uno de los lados
del estante, hacia la puerta, que da al huerto, abierta ahora, aunque tapada
por una cortina que se mueve movida por un ligero vientecillo, en un taburete
bajo está sentada la Virgen. Está hilando un lino candidísimo y suave como la
seda. Sus manitas, sólo un poco más oscuras que el lino, hacen girar
rápidamente el huso. Su carita juvenil, preciosa, está ligeramente inclinada y
ligeramente sonriente, como si estuviera acariciando o siguiendo algún dulce
pensamiento.
Hay un gran silencio
en la casita y en el huerto. Y mucha paz, tanto en la cara de María como en el
espacio que la rodea. Paz y orden. Todo está limpio y ordenado. La habitación,
de humildísimo aspecto y mobiliario, casi desnuda como una celda, tiene un aire
austero y regio, debido a su gran limpieza y a la cuidadosa colocación de la
cobertura del lecho, de los rollos, de la lámpara y del jarroncito de cobre que
está cerca de ésta con un haz de ramitas floridas dentro, ramitas de
melocotonero o de peral, no lo sé; lo que sí está claro es que son de árboles
frutales, de un blanco ligeramente rosado.
María comienza a
cantar en voz baja. Luego alza ligeramente la voz. No llega al pleno canto,
pero su voz ya vibra en la habitación, sintiéndose en aquélla una vibración del
alma. No entiendo la letra, que sin duda es en hebreo, pero, dado que, de vez
en cuando repite “Yahvé”, intuyo que se trata de algún canto sagrado, acaso
un salmo. Quizás María recuerda los cantos del Templo. Debe tratarse de un
dulce recuerdo. Efectivamente, deja sobre su regazo sus manos, y con ellas el
hilo y el huso, y levanta la cabeza para apoyarla en la pared, hacia atrás. Su
rostro está encendido de un lindo rubor; los ojos, perdidos tras algún dulce
pensamiento, brillantes por un golpe de llanto, que no los rebosa pero sí los
agranda. Y, a pesar de todo, loa ojos ríen, sonríen ante ese pensamiento que ven
y que los abstrae de lo sensible. Resaltando de su vestido blanco sencillísimo,
circundado por las trenzas, que lleva recogidas como corona en torno a la
cabeza, el rostro rosado de María parece una linda flor.
El canto pasa a ser
oración:
– Señor Dios Altísimo,
no te demores más en mandar a tu Siervo para traer la paz a la tierra. Suscita
el tiempo propicio y la virgen pura y fecunda para la venida de tu Cristo.
Padre, Padre santo, concédele a tu sierva ofrecer su vida para esto. Concédeme
morir tras haber visto tu Luz y tu Justicia en la Tierra, sabiendo que la
Redención se ha cumplido. ¡Oh, Padre Santo, manda a la Tierra el Suspiro de los
Profetas! Envía el Redentor a tu sierva. Que cuando cese mi día se me abra tu
Casa por haber sido abiertas sus puertas por tu Cristo para todos aquellos que
en ti hayan esperado. Ven, ven, Espíritu del Señor. Ven a los fieles tuyos que
te esperan. ¡Ven, Príncipe de la Paz!…
María se queda así
ensimismada… La cortina late más fuerte, como si alguien la estuviera aventando
con algo o quisiera descorrerla. Y una luz blanca de perla fundida con plata
pura hace más claras las paredes tenuemente amarillentas, hace más vivos los
colores de las telas, más espiritual el rostro alzado de María. En la luz se
prosterna el Arcángel. La cortina no ha sido descorrida ante el misterio que se
está verificando; es más, ya no late: pende, rígida, pegada a las jambas,
separando, como una pared, el interior del exterior.
Virgen niñaEl
Arcángel necesariamente debe adquirir un aspecto humano; pero es un aspecto
ultra-humano. ¿De qué carne está compuesta esta figura bellísima y fulgurante?
¿Con qué sustancia la ha materializado Dios para hacerla sensible a los
sentidos de la Virgen? Sólo Dios puede poseer estas substancias y usarlas de
esa manera perfecta. Es un rostro, es un cuerpo, son ojos, boca, cabellos y
manos como las nuestras; pero no se trata de nuestra opaca materia: es una luz
que ha tomado color de carne, de ojos, de cabellera, de labios, una luz que se
mueve y sonríe y mira y habla.
-¡Salve, María,
llena de Gracia, salve! – La voz es un dulce arpegio como de perlas chocadas
contra un metal precioso. María se estremece y baja la mirada. Su
estremecimiento aumenta cuando ve a la fúlgida criatura arrodillada
aproximadamente a un metro de distancia de Ella, con las manos cruzadas sobre
el pecho, mirándola con una veneración infinita.
María,
repentinamente, se pone en pie y aprieta su cuerpo contra la pared. Palidece y
se ruboriza alternativamente. Su rostro expresa estupor y turbación. Inconscientemente
aprieta sus manos contra el pecho escondiéndolas en las anchas mangas. Se
recoge sobre sí misma como queriendo esconder lo más posible su cuerpo: un acto
de delicado pudor.
– No. No temas. ¡El
Señor está contigo! ¡Bendita tú entre todas las mujeres!.
A pesar de estas
palabras, María sigue temiendo. ¿De dónde viene ese ser extraordinario? ¿Es un
enviado de Dios, o del Engañador?
-¡No temas, María! –
insiste el Arcángel – Yo soy Gabriel, el Ángel de Dios. Mi Señor me ha enviado
a ti. No temas, porque has hallado gracia ante Dios. Tú concebirás en tu seno y
darás a luz un Hijo, y le pondrás por nombre “Jesús”. Será grande, será llamado
Hijo del Altísimo, y verdaderamente lo será. El Señor Dios le dará el trono de
David, su padre, y reinará para siempre en la casa de Jacob, y su Reino no
tendrá fin nunca. Comprende, santa Virgen amada del Señor, Hija bendita suya,
llamada a ser Madre de su Hijo, comprende qué Hijo vas a engendrar.
-¿Cómo puede suceder
esto si yo no conozco hombre? ¿Acaso el Señor ya no acoge el ofrecimiento de su
sierva? ¿Es que ya no quiere que sea virgen por amor a Él?.
– No vas a ser madre
por obra de varón, María. Tú eres la eterna Virgen, la Santa de Dios. El
Espíritu Santo descenderá sobre ti y la potencia del Altísimo te cubrirá con su
sombra. Por eso, Santo se llamará el que nacerá de ti, e Hijo de Dios. Todo lo
puede el Señor, Dios nuestro. Isabel, la estéril, en su vejez ha concebido un
hijo que será el Profeta de tu Hijo, el que preparará sus caminos. El Señor la
ha liberado de su oprobio y su memoria quedará en las gentes unida a tu nombre,
como el nombre de su hijo al de tu Hijo Santo, y hasta el final de los siglos
las gentes os llamarán bienaventuradas por la gracia del Señor que habéis
recibido, y a ti especialmente, María, porque habrán recibido la Gracia por
medio de ti. Isabel está ya en su sexto mes, y su peso, paradójicamente, la
regocija, y más aún la regocijará cuando conozca el motivo de tu gozo. Para
Dios nada es imposible, María, llena de Gracia. ¿Qué debo responderle a mi
Señor? No te turbe ningún tipo de pensamiento. Él tutelará tus intereses si te
pones en sus manos. ¡El mundo, el Cielo, Dios eterno esperan tu respuesta!.
María, cruzando a su
vez sus manos sobre el pecho e inclinándose con gesto reverente dice:
– He aquí la esclava
de Dios. Hágase de mí según Su Palabra.
El Ángel resplandece
de alegría y se pone en actitud adorante, puesto que, sin duda, ve al Espíritu
de Dios descender sobre la Virgen, inclinada en gesto de adhesión; luego
desaparece sin mover la cortina, dejándola cerrada cubriendo el Misterio santo