Devoción - Meditación
[La Meditación cotidiana en de estos bellos momentos acrecentaran tu fe y te traerán incontables gracias celestiales]
María Julia Jahenny
(1850-1941) fue una francesa estigmatizada que durante sus últimos años de vida se alimentó sólo con la
eucaristía.
Ella recibió muchas
revelaciones de Nuestro Señor y de la Santísima Virgen María, queremos hacer
énfasis en una de ellas:
La Petición hecha por Nuestro Jesucristo para que pensáramos, meditáramos,
lleváramos a nuestro corazón la Devoción a ese Momento cuando después de muerto
en la Cruz, fue desclavado, bajado de la cruz y puesto en los brazos de la
Santísima Virgen.
(Al final de la
página les dejaremos un enlace para que visiten una de las páginas donde podrán
leer todo lo que esta vidente estigmatizada nos dejó, que constituye un
portento de preparación y protección para estos tiempos)
Relata María Julia Jahenny:
Presenta la Santa
Virgen el escapulario a Nuestro Señor que dice entonces:
Me dirijo a ti,
victima mía, también a mis víctimas y a mi siervo, hijos míos de la Cruz.
Os doy una idea, un
pensamiento profundo: cuando me quitaron de la Cruz, me pusieron en los brazos
de mi Madre: este descendimiento, este pensamiento, esta devoción, son poco
conocidos. Quisiera Yo, que gracias a la reproducción de este
escapulario eso entrará en el corazón de los hijos de la Cruz, y ellos me
saludarían diciéndome:
- Te saludo, Jesús Crucificado por dejarme la vida.
- Te saludo con el júbilo de los Ángeles y de los Santos cuando
te descendieron de la Cruz.
- Te saludo con la tristeza de tu Madre cuando te descansabas
contra su Corazón y sobre sus rodillas inmaculadas.
Fin de la cita.
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Para ayudar a este conocimiento, a este discernimiento les
presentamos a continuación los siguientes textos.
(I.-) DECIMOTERCERA
ESTACIÓN DEL VIACRUCIS
Jesús es bajado de la cruz y entregado a su Madre
(Sor ELENA MARIA MANGANELLI, O.S.A. VIA CRUCIS LECCETO (SIENA) )
http://www.vatican.va/news_services/liturgy/2011/via_crucis/sp/station_13.html
V/. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R/. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Lectura del Evangelio según san Juan 19, 32-35.38
Fueron los soldados, le quebraron las piernas al primero y luego al
otro que habían crucificado con él; pero al llegar a Jesús, viendo que ya había
muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados, con la
lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua. El que lo vio da
testimonio, y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice la verdad, para
que también vosotros creáis. Después de esto, José de Arimatea, que era
discípulo de Jesús aunque oculto por miedo a los judíos, pidió a Pilato que le
dejara llevarse el cuerpo de Jesús. Y Pilato lo autorizó. Él fue entonces y se
llevó el cuerpo.
La lanzada en el costado de Jesús, de herida se convierte en
abertura, en una puerta abierta que nos deja ver el corazón de Dios. Aquí, su
infinito amor por nosotros nos deja sacar agua que vivifica y bebida que
invisiblemente sacia y nos hace renacer. También nosotros nos acercamos al
cuerpo de Jesús bajado de la cruz y puesto en brazos de la madre. Nos acercamos
«no caminando, sino creyendo, no con los pasos del cuerpo, sino con la libre
decisión del corazón». En este cuerpo exánime nos reconocemos como sus
miembros heridos y sufrientes, pero protegidos por el abrazo amoroso de la
madre.
Pero nos reconocemos también en estos brazos maternales, fuertes y
tiernos a la vez.
Los brazos abiertos de la Iglesia-Madre son como el altar que nos
ofrece el Cuerpo de Cristo y, allí, nosotros llegamos a ser Cuerpo místico de
Cristo.
Señor Jesús, entregado a la madre, figura de la Iglesia-Madre.
Ante del icono de la Piedad
Aprendemos la entrega al sí del amor, al abandono y la acogida, la
confianza y la atención concreta, la ternura que sana la vida y suscita la
alegría.
Ven, Espíritu Santo, guíanos, como has guiado a María, en la
gratuidad irradiante del amor «derramado por Dios en nuestros corazones con el
don de tu presencia»
Oración del Padre Nuestro
(En Latín):
Pater noster, qui es in cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas in tentationem;
sed libera nos a malo.
Fac me tecum pie flere,
Crucifixo condolore,
donec ego vixero
(II.-)
Jesús
desclavado de la cruz es entregado a su Madre.
(Revelación a María Valtorta.
Vidente Católica)
“Dedico unas líneas
a escenas que tienen la tendencia de ser pasadas por alto… Muchas veces se
presenta a la Virgen como si fuera impasible ante tal hecho, como si solamente
faltaba esperar y ya está. Sin embargo, su oración, su fe y su esperanza, su
caridad en todo ese mar de dolor hacia todos aquellos que creían que todo se ha
acabado, es el modelo de la fe, espera y caridad de la Iglesia.
La cabeza cae sobre
el pecho, el cuerpo hacia delante, el temblor cesa, cesa la respiración. Ha
expirado.
La Tierra responde
al grito del Sacrificado con un estampido terrorífico. Parece como si de mil
bocinas de gigantes provenga ese único sonido, y acompañando a este tremendo
acorde, óyense las notas aisladas, lacerantes, de los rayos que surcan el cielo
en todos los sentidos y caen sobre la ciudad, en el Templo, sobre la
muchedumbre… Creo que alguno habrá sido alcanzado por rayos, porque éstos
inciden directamente sobre la muchedumbre; y son la única luz, discontinua, que
permite ver.
Y luego,
inmediatamente, mientras aún continúan las descargas de los rayos, la tierra
tiembla en medio de un torbellino de viento ciclónico. El terremoto y la onda
ciclónica se funden para infligir un apocalíptico castigo a los blasfemos. Como
un plato en las manos de un loco, la cima del Gólgota ondea y baila, sacudida
por movimientos verticales y horizontales que tanto zarandean a las tres
cruces, que parece que las van a tumbar.
Longinos, Juan, los
soldados, se agarran donde pueden, como pueden, para no caer al suelo. Pero
Juan, mientras con un brazo agarra la cruz, con el otro sujeta a María, la
cual, por el dolor y el temblor de la tierra, se ha reclinado en su corazón.
Los otros soldados, especialmente los del lateral escarpado, han tenido que
refugiarse en el centro para no caer por el barranco. Los ladrones gritan de
terror. El gentío grita aún más. Quisieran huir. Pero no pueden. Enloquecidos,
caen unos encima de otros, se pisan, se hunden en las grietas del suelo, se
hieren, ruedan ladera abajo.
Tres veces se
repiten el terremoto y el huracán. Luego, la inmovilidad absoluta de un mundo
muerto. Sólo relámpagos, pero sin trueno, surcan el cielo e iluminan la escena
de los judíos que huyen en todas las direcciones, con las manos entre el pelo o
extendidas hacia delante o alzadas al cielo (ese cielo injuriado hasta este
momento y del que ahora tienen miedo). La oscuridad se atenúa con un indicio de
luz que, ayudado por el relampagueo silencioso y magnético, permite ver que
muchos han quedado en el suelo: muertos o desvanecidos, no lo sé. Una casa arde
al otro lado de las murallas y sus llamas se alzan derechas en el aire
detenido, poniendo así una pincelada de rojo fuego en la verde ceniza de la
atmósfera.
María separa la
cabeza del pecho de Juan, la alza, mira a su Jesús. Lo llama, porque mal lo ve
con la escasa luz y con sus pobres ojos llenos de llanto. Tres veces lo llama:
-¡Jesús! ¡Jesús!
¡Jesús!
Es la primera vez
que lo llama por el nombre desde que está en el Calvario. Hasta que, a la luz
de un relámpago que forma como una corona sobre la cima del Gólgota, lo ve,
inmóvil, pendiendo todo Él hacia fuera, con la cabeza tan reclinada hacia
delante y hacia la derecha, que con la mejilla toca el hombro y con el mentón
las costillas. Entonces comprende. Entonces extiende los brazos, temblorosos en
el ambiente oscuro, y grita:
-¡Hijo mío! ¡Hijo
mío! ¡Hijo mío!
Luego escucha… Tiene
la boca abierta, con la que parece querer escuchar también; e igualmente tiene
dilatados los ojos, para ver, para ver… No puede creer que su Jesús ya no esté…
Juan -también él ha
mirado y escuchado, y ha comprendido que todo ha terminado- abraza a María y
trata de alejarla de allí, mientras dice:
-Ya no sufre.
Pero antes de que el
apóstol termine la frase, María, que ha comprendido, se desata de sus brazos,
se vuelve, se pliega curvándose hasta el suelo, se lleva las manos a los ojos y
grita:
-¡No tengo ya Hijo!
Luego se tambalea. Y
se caería, si Juan no la recogiera, si no la recibiera por entero, en su
corazón. Luego él se sienta en el suelo, para sujetarla mejor en su pecho,
hasta que las Marías -que ya no tienen impedido el paso por el círculo superior
de soldados, porque, ahora que los judíos han huido, los romanos se han
agrupado en el rellano de abajo y comentan lo sucedido sustituyen al apóstol
junto a la Madre.
La Magdalena se
sienta donde estaba Juan, y casi coloca a María encima de sus rodillas,
mientras la sostiene entre sus brazos y su pecho, besándola en la cara exangüe
vuelta hacia arriba, reclinada sobre el hombro compasivo. Marta y Susana, con
la esponja y un paño empapado en el vinagre le mojan las sienes y los orificios
nasales, mientras la cuñada María le besa las manos, llamándola con gran aflicción,
y, en cuanto María vuelve a abrir los ojos y mira a su alrededor con una mirada
como atónita por el dolor, le dice:
-Hija, hija amada,
escucha… dime que me ves… soy tu María… ¡No me mires así!…
Y, puesto que el
primer sollozo abre la garganta de María y caen las primeras lágrimas, ella, la
buena María de Alfeo, dice:
-Sí, sí, llora… Aquí
conmigo como ante una mamá, pobre, santa hija mía - y cuando oye que María le
dice: « ¡Oh, María, María! ¿Has visto?», ella gime: « ¡Sí!, sí,… pero… pero…
hija… ¡oh, hija!…
No encuentra más
palabras y se echa a llorar la anciana María: es un llanto desolado al que
hacen de eco el de todas las otras (o sea, Marta y María, la madre de Juan y
Susana).
Las otras pías
mujeres ya no están. Creo que se han marchado, y con ellas los pastores, cuando
se ha oído ese grito femenino…
Los soldados
cuchichean unos con otros.
-¿Has visto los
judíos? Ahora tenían miedo.
-Y se daban golpes
de pecho.
-Los más
aterrorizados eran los sacerdotes.
-¡Qué miedo! He
sentido otros terremotos, pero como éste nunca Mira: la tierra está llena de
fisuras.
-Y allí se ha
desprendido todo un trozo del camino largo.
-Y debajo hay
cuerpos.
-¡Déjalos! Menos
serpientes.
-¡Otro incendio! En
la campiña…
-¿Pero está muerto
del todo?
-¿Pero es que no lo
ves? ¿Lo dudas?
Aparecen de tras la
roca José y Nicodemo. Está claro que se habían refugiado ahí, detrás del
parapeto del monte, para salvarse de los rayos. Se acercan a Longinos.
-Queremos el Cadáver.
-Solamente el
Procónsul lo concede. Pero id inmediatamente, porque he oído que los judíos
quieren ir al Pretorio para obtener el crucificado. No quisiera que cometieran
ultrajes.
-¿Cómo lo has
sabido?
-Me lo ha referido
el alférez. Id. Yo espero.
Los dos se dan a
caminar, raudos, hacia abajo por el camino empinado, y desaparecen.
Es entonces cuando
Longinos se acerca a Juan y le dice en voz baja unas palabras que no alcanzo a
oír. Luego pide a un soldado una lanza. Mira a las mujeres, centradas
enteramente en María, que lentamente va recuperando las fuerzas. Todas dan la
espalda a la cruz.
Longinos se pone
enfrente del Crucificado, estudia bien el golpe Y luego lo descarga. La larga
lanza penetra profundamente de abajo arriba, de derecha a izquierda.
Juan, atenazado
entre el deseo de ver y el horror de ver, aparta un momento la cara.
-Ya está, amigo -
dice Longinos, y termina:
-Mejor así. Como a
un caballero. Y sin romper huesos… ¡Era verdaderamente un Justo! De la herida
mana mucha agua y un hilito sutil de sangre que ya tiende a coagularse. Mana,
he dicho. Sale solamente filtrándose, por el tajo neto que permanece inmóvil,
mientras que si hubiera habido respiración éste se habría abierto y cerrado con
el movimiento torácico-abdominal…
… Mientras en el
Calvario todo permanece en este trágico aspecto, yo alcanzo a José y Nicodemo,
que bajan por un atajo para acortar tiempo.
Están casi en la
base cuando se encuentran con Gamaliel. Un Gamaliel despeinado, sin prenda que
cubra su cabeza, sin manto, sucia de tierra su espléndida túnica desgarrada por
las zarzas; un Gamaliel que corre, subiendo y jadeando, con las manos entre sus
cabellos ralos y entrecanos de hombre anciano. Se hablan sin detenerse.
-¡Gamaliel! ¿Tú?
-¿Tú, José? ¿Lo
dejas?
-Yo no. Pero tú,
¿cómo por aquí?, y en ese estado…
-¡Cosas terribles!
¡Estaba en el Templo! ¡La señal! ¡El Templo sacudido en su estructura! ¡El velo
de púrpura y jacinto cuelga desgarrado! ¡El Sancta Sanctorum descubierto!
¡Tenemos la maldición sobre nosotros!
Gamaliel ha dicho
esto sin detenerse, continuando su paso veloz hacia la cima, enloquecido por
esta prueba.
Los dos lo miran
mientras se aleja… se miran… dicen juntos:
-“¡Estas piedras
temblarán con mis últimas palabras!” ¡Se lo había prometido! …
Aceleran la carrera
hacia la ciudad.
Por la campiña,
entre el monte y las murallas, y más allá, vagan, en un ambiente todavía
caliginoso, personas con aspecto desquiciado… Gritos, llantos, quejidos… Dicen:
-¡Su Sangre ha hecho
llover fuego!
-¡Entre los rayos Yahveh
se ha aparecido para maldecir el Templo!
-¡Los sepulcros!
¡Los sepulcros!
José agarra a uno
que está dando cabezazos contra la muralla, y lo llama por su nombre, y tira de
él mientras entra en la ciudad:
-¡Simón! ¿Pero qué
vas diciendo?
-¡Déjame! ¡Tú
también eres un muerto! ¡Todos los muertos! ¡Todos fuera! Y me maldicen.
-Se ha vuelto loco -
dice Nicodemo. Lo dejan y trotan hacia el Pretorio.
El terror se ha
apoderado de la ciudad. Gente que vaga dándose golpes de pecho. Gente que al
oír por detrás una voz o un paso da un salto hacia atrás o se vuelve asustada.
En uno de los muchos
espacios abovedados oscuros, la aparición de Nicodemo, vestido de lana blanca
-porque para poder ganar tiempo se ha quitado en el Gólgota el manto oscuro-,
hace dar un grito de terror a un fariseo que huye. Luego éste se da cuenta de
que es Nicodemo y se lanza a su cuello con un extraño gesto efusivo, gritando:
-¡No me maldigas! Mi
madre se me ha aparecido y me ha dicho: “¡Maldito seas eternamente!” - y luego
se derrumba gimiendo:
-¡Tengo miedo!
¡Tengo miedo!
-¡Pero están todos
locos! - dicen los dos.
Llegan al Pretorio.
Y sólo aquí, mientras esperan a que el Procónsul los reciba, José y Nicodemo
logran conocer el porqué de tanto terror: muchos sepulcros se habían abierto
con la sacudida telúrica y había quien juraba que había visto salir de ellos a
los esqueletos, los cuales, en un instante, se habían recompuesto con
apariencia humana, y andaban acusando del deicidio a los culpables, y
maldiciéndolos.
Los dejo en el atrio
del Pretorio, donde los dos amigos de Jesús entran sin tantas historias de
estúpidas repulsas y estúpidos miedos a contaminaciones. Vuelvo al Calvario. Me
llego a donde Gamaliel, que está subiendo, ya derrengado, los últimos metros.
Camina dándose golpes de pecho, y al llegar al primero de los dos rellanos, se
arroja de bruces -largura blanca sobre el suelo amarillento- y gime:
-¡La señal! ¡La
señal! ¡Dime que me perdonas! Un gemido, un gemido tan sólo, para decirme que
me oyes y me perdonas.
Comprendo que cree
que todavía está vivo. Y no cambia de opinión sino cuando un soldado, dándole
con el asta de la lanza, dice
-Levántate. Calla.
¡Ya no sirve! Debías haberlo pensado antes. Está muerto. Y yo, que soy pagano,
te lo digo: ¡Éste al que habéis crucificado era realmente el Hijo de Dios!
-¿Muerto? ¿Estás muerto?
¡Oh!…
Gamaliel alza el
rostro aterrorizado, trata de alcanzar a ver la cima con esa luz crepuscular
Poco ve, pero sí lo suficiente como para comprender que Jesús está muerto. Y ve
también al grupo piadoso que consuela a María, y a Juan, en pie a la izquierda
de la cruz, llorando, y a Longinos, en pie, a la derecha, solemne con su
respetuosa postura.
Se arrodilla,
extiende los brazos y llora:
-¡Eras Tú! ¡Eras Tú!
No podemos ya ser perdonados. Hemos pedido que cayera sobre nosotros tu Sangre.
Y esa Sangre clama al Cielo y el Cielo nos maldice… ¡Oh! ¡Pero Tú eras la
Misericordia!… Yo te digo, yo, el anonadado rabí de Judá: “Venga tu Sangre
sobre nosotros, por piedad". ¡Aspérjanos con ella! Porque sólo tu Sangre
puede impetrar el perdón para nosotros… - llora. Y luego, más bajo, confiesa su
secreta tortura: -Tengo la señal que había pedido… Pero siglos y siglos de
ceguera espiritual están ante mi vista interior, y contra mi voluntad de ahora
se alza la voz de mi soberbio pensamiento de ayer… ¡Piedad de mí!
¡Luz del mundo, haz
que descienda un rayo tuyo a las tinieblas que no te han comprendido! Soy el
viejo judío fiel a lo que creía ser justicia y era error. Ahora soy una landa
yerma, ya sin ninguno de los viejos árboles de la Fe antigua, sin semilla alguna
o escapo alguno de la Fe nueva. Soy un árido desierto. Obra Tú el milagro de
hacer surgir, en este pobre corazón de viejo israelita obstinado, una flor que
lleve tu nombre. Entra Tú, Libertador, en este pobre pensamiento mío prisionero
de las fórmulas. Isaías lo dice (Isaías 53, 12): “…pagó por los pecadores y
cargó sobre sí los pecados de muchos". ¡Oh, también el mío, Jesús
Nazareno…
Se levanta. Mira a
la cruz, que aparece cada vez más nítida con luz que se va haciendo más clara,
y luego se marcha encorvado, envejecido, abatido.
Y vuelve el silencio
al Calvario, un silencio apenas roto por el llanto de María. Los dos ladrones,
exhaustos por el miedo, ya no dicen nada.
Vuelven corriendo
Nicodemo y José, diciendo que tienen el permiso de Pilatos. Pero Longinos, que
no se fía demasiado, manda un soldado a caballo donde el Procónsul para saber
cómo comportarse, incluso respecto a los dos ladrones. El soldado va y vuelve
al galope con la orden de entregar el Cuerpo de Jesús y llevar a cabo el crurifragium
(Golpe de gracia) en los otros, por deseo de los judíos.
Longinos llama a los
cuatro verdugos, que están cobardemente acurrucados al amparo de la roca,
todavía aterrorizados por lo que ha sucedido, y ordena que se ponga fin a la
vida de los ladrones a golpes de clava. Y así se lleva a cabo: sin protestas,
por parte de Dimas, al que el golpe de clava, asestado en el corazón después de
haber batido en las rodillas, quiebra en su mitad, entre los labios, con un
estertor, el nombre de Jesús; con maldiciones horrendas, por parte del otro
ladrón: el estertor de ambos es lúgubre.
Los cuatro verdugos
hacen ademán de querer desclavar de la cruz a Jesús. Pero José y Nicodemo no lo
permiten. También José se quita el manto, y dice a Juan que haga lo mismo que
sujete las escaleras mientras suben con barras (para hacer palanca) y tenazas.
María se levanta,
temblorosa, sujetada por las mujeres. Se acerca a la cruz. Mientras tanto, los
soldados, terminada su tarea, se marchan. Pero Longinos, antes de superar el
rellano inferior, se vuelve desde la silla de su caballo negro para mirar a
María y al Crucificado. Luego el ruido de los cascos suena contra las piedras y
el de las armas contra las corazas, y se aleja.
La palma izquierda
está ya desclavada. El brazo cae a lo largo del Cuerpo, que ahora pende semi-separado.
Le dicen a Juan que
deje las escaleras a las mujeres y suba también. Y Juan, subido a la escalera
en que antes estaba Nicodemo, se pasa el brazo de Jesús alrededor del cuello y
lo sostiene desmayado sobre su hombro. Luego ciñe a Jesús por la cintura
mientras sujeta la punta de los dedos de la mano izquierda -casi abierta- para
no golpear la horrenda fisura. Una vez desclavados los pies, Juan a duras penas
logra sujetar y sostener el Cuerpo de su Maestro entre 1a cruz y su cuerpo.
María se pone ya a
los pies de la cruz, sentada de espaldas a ella, preparada para recibir a su
Jesús en el regazo. Pero desclavar el brazo derecho es la operación más
difícil. A pesar de todo el esfuerzo de Juan, el Cuerpo todo pende hacia
delante y la cabeza del clavo está hundida en la carne. Y, dado que no
quisieran herirlo más, los dos compasivos deben esforzarse mucho. Por fin la
tenaza aferra el clavo y éste es extraído lentamente. Juan sigue sujetando a
Jesús, por las axilas; la cabeza reclinada y vuelta sobre su hombro.
Contemporáneamente, Nicodemo y José lo aferran: uno por los hombros, el otro
por las rodillas. Así, cautamente, bajan por las escaleras.
Llegados abajo, su
intención es colocarlo en la sábana que han extendido sobre sus mantos. Pero
María quiere tenerlo; ya ha abierto su manto dejándolo pender de un lado, y
está con las rodillas más bien abiertas para hacer cuna a su Jesús. Mientras
los discípulos dan la vuelta para darle el Hijo, la cabeza coronada cuelga
hacia atrás y los brazos penden hacia el suelo, y rozarían con la tierra con
las manos heridas si la piedad de las pías mujeres no las sujetara para
impedirlo.
Ya está en el regazo
de su Madre… Y parece un niño grande cansado durmiendo, recogido todo, en el
regazo materno. María tiene a su Hijo con el brazo derecho pasado por debajo de
sus hombros, y el izquierdo por encima del abdomen para sujetarlo también por
las caderas.
La cabeza está
reclinada en el hombro materno. Y Ella lo llama… lo llama con voz lacerada.
Luego lo separa de su hombro y lo acaricia con la mano izquierda; recoge las
manos de Jesús y las extiende y, antes de cruzarlas sobre el abdomen inmóvil,
las besa; y llora sobre las heridas. Luego acaricia las mejillas, especialmente
en el lugar del cardenal y la hinchazón. Besa los ojos hundidos; y la boca, que
ha quedado levemente torcida hacia la derecha y entreabierta. Querría poner en
orden sus cabellos -como ya ha hecho con la barba apelmazada por grumos de
sangre-, pero al intentarlo halla las espinas. Se pincha quitando esa corona, y
quiere hacerlo sólo Ella, con la única mano que tiene libre, y rechaza la ayuda
de todos diciendo:
-¡No, no! ¡Yo! ¡Yo!
Y lo va haciendo con
tanta delicadeza, que parece tener entre los dedos la tierna cabeza de un
recién nacido. Una vez que ha logrado retirar esta torturante corona, se
inclina para medicar con sus besos todos los arañazos de las espinas. Con la
mano temblorosa, separa los cabellos desordenados y los ordena. Y llora y habla
en tono muy bajo. Seca con los dedos las lágrimas que caen en las pobres carnes
heladas y ensangrentadas. Y quiere limpiarlas con el llanto y su velo, que
todavía está puesto en las caderas de Jesús. Se acerca uno de sus extremos y
con él se pone a limpiar y secar los miembros santos. Una y otra vez acaricia
la cara de Jesús y las manos y las contusas rodillas, y otra vez sube a secar
el Cuerpo sobre el que caen lágrimas y más lágrimas.
Haciendo esto es
cuando su mano encuentra el desgarro del costado. La pequeña mano, cubierta por
el lienzo sutil entra casi entera en la amplia boca de la herida. Ella se
inclina para ver en la semiluz que se ha formado. Y ve, ve el pecho abierto y
el corazón de su Hijo. Entonces grita. Es como si una espada abriera su propio
corazón. Grita y se desploma sobre su Hijo. Parece muerta Ella también.
La ayudan, la consuelan.
Quieren separarle el Muerto divino y, dado que Ella grita:
-¿Dónde, dónde te
pondré, que sea un lugar seguro y digno de ti?
José, inclinado todo
con gesto reverente, abierta la mano y apoyada en su pecho, dice:
-¡Consuélate, Mujer!
Mi sepulcro es nuevo y digno de un grande. Se lo doy a Él. Y éste, Nicodemo,
amigo, ha llevado ya los aromas al sepulcro, porque, por su parte, quiere
ofrecer eso. Pero, te lo ruego, pues el atardecer se acerca, déjanos hacer
esto… Es la Parasceve. ¡Condesciende, oh Mujer santa!
También Juan y las
mujeres hacen el mismo ruego. Entonces María se deja quitar de su regazo a su
Criatura, y, mientras lo envuelven en la sábana, se pone de pie, jadeante.
Ruega:
-¡Oh, id despacio,
con cuidado!
Nicodemo y Juan por
la parte de los hombros, José por los pies, llevan el Cadáver, envuelto en la
sábana, pero también sujetado con los mantos, que hacen de angarillas, y toman
el sendero hacia abajo. María, sujetada por su cuñada y la Magdalena, seguida
por Marta, María de Zebedeo y Susana -que han recogido los clavos, las tenazas,
la corona, la esponja y la caña- baja hacia el sepulcro.
En el Calvario
quedan las tres cruces, de las cuales la del centro está desnuda y las otras
dos tienen aún su vivo trofeo moribundo.
(III.-)
Jesús desclavado de la cruz es entregado a su Madre.
(Revelación a La Sierva de Dios Luisa Picarreta Vidente Católica)
... Nicodemo y José pusieron las escaleras detrás de la cruz, y subieron
con una sábana, a la cual estaban atadas tres correas; ataron el cuerpo de
Jesús por debajo de los brazos y de las rodillas al árbol de la cruz, y fijaron
los brazos atados por la muñeca. Entonces sacaron los clavos empujándolos por
detrás, apoyando un hierro en la punta. Las manos de Jesús no se movieron mucho
a pesar de los golpes, y los clavos salieron fácilmente de las llagas, porque
éstas se habían abierto mucho con el peso del cuerpo, y éste ahora, suspendido
con las sábanas, no cargaba sobre los clavos. La parte inferior del cuerpo, que
a la muerte del Salvador había cargado sobre las rodillas, reposaba en su posición
natural, sostenida por una sábana que estaba atada a los brazos de la cruz.
Mientras José sacaba el clavo izquierdo y dejaba el brazo envuelto caer
despacio sobre el cuerpo. Nicodemo ataba el brazo derecho a la cruz, y también
la cabeza coronada de espinas, que se había torcido sobre el hombro derecho:
entonces arrancó el clavo derecho, y dejó caer despacio
recogió religiosamente los clavos, y los puso a los pies de la Virgen.
En seguida José y Nicodemo pusieron las escaleras delante de la
cruz, casi derechas y muy cerca del cuerpo; desataron la correa de arriba, y la
colgaron a uno de los ganchos que estaban en las escaleras; hicieron lo mismo
con las otras dos correas,
y bajándolas de gancho en gancho descendieron despacio el santo
Cuerpo hasta enfrente del centurión, que, montado sobre un banco, lo recibió en
sus brazos por debajo de las rodillas, y lo bajó, mientras que José y Nicodemo,
sosteniendo lo alto del cuerpo, bajaban escalón por escalón con las mayores
precauciones, como cuando se lleva el cuerpo de un amigo gravemente herido. Así
el cuerpo del Salvador llegó hasta abajo.
Era un espectáculo muy tierno; tenían el mismo cuidado, las
mismas precauciones que si hubiesen temido causar algún daño a Jesús: guardaron
con el santo Cuerpo todo el amor y toda la veneración que habían tenido con el
Salvador durante su vida. Todos los circunstantes tenían los ojos fijos en el
cuerpo del Señor, y seguían todos sus movimientos; a cada instante levantaban
las manos al cielo, derramaban lágrimas y daban señales del más intenso duelo.
Sin embargo, todos estaban penetrados de un respeto profundo, hablando sólo en
voz baja para ayudarse o avisarse. Mientras los martillazos se oían, María,
Magdalena y todos los que estaban presentes a la crucifixión, tenían el corazón
partido. El ruido de los golpes les recordaba los padecimientos de Jesús:
temblaban al oír otra vez el grito penetrante de dolor, y al mismo tiempo se
afligían del silencio de su boca divina, prueba demasiado cierta de su muerte.
Cuando descendieron el santo Cuerpo, lo envolvieron desde las rodillas hasta la
cintura, y lo pusieron en los brazos de su Madre, que se los tendía poseída de
dolor y de amor.
El cuerpo de Jesús embalsamado La Virgen Santísima se sentó
sobre un cobertor tendido en el suelo: su rodilla derecha, un poco levantada, y
su espalda, estaban apoyadas sobre unas capas juntas. Lo habían dispuesto todo
para facilitar a esta Madre llena de dolor los tristes honores que iba a dar al
cuerpo de su Hijo. La sagrada cabeza de
EL CUERPO DE JESUS EMBALSAMADO
Jesús estaba apoyada sobre la rodilla de María; su cuerpo estaba
tendido en un sábana. La Virgen Santísima tenía por la última vez en sus brazos
el cuerpo de su querido Hijo, a quien no había podido dar ninguna prueba de
amor en todo su martirio; contemplaba sus heridas; cubría de besos su rostro
ensangrentado, mientras Magdalena reposaba el suyo sobre sus pies.
Los hombres se retiraron a una pequeña hondonada, situada al
Sudoeste del Calvario, a preparar los objetos necesarios para embalsamar el
cadáver. Casio, con algunos soldados que se habían convertido al Señor, estaba
a una distancia respetuosa.
Toda la gente mal intencionada había vuelto a la ciudad, y los soldados
formaban sólo una guardia de seguridad para impedir que alguien interrumpiese
los últimos honores rendidos a Jesús.
Algunos prestaban su ayuda cuando se la pedían. Las santas mujeres
daban vasos, esponjas, paños, ungüentos y aromas cuando se necesitaban, y el
resto del tiempo estaban atentas a corta distancia; Magdalena se hallaba
siempre a los pies de
Jesús. Juan ayudaba continuamente a la Virgen, servía de mensajero
entre los hombres y las mujeres, y ayudaba a unos y a otros. Las mujeres tenían
a su lado botas de cuero y un jarro de agua, puesto sobre lumbre de carbón.
Ellas presentaban a María y a Magdalena, conforme los necesitaban, vasos llenos
de agua pura, y esponjas que exprimían después en las botas de cuero.
La Virgen Santísima conservaba un valor admirable en su indecible
dolor. No podía dejar el cuerpo de su Hijo en el horrible estado en que lo
había puesto el suplicio, y por eso comenzó, con una actividad infatigable, a
lavarlo y a limpiarle las señales de los ultrajes que había recibido. Sacó con
la mayor precaución la corona de espinas, abriéndola por detrás y cortando una
por una las puntas clavadas en la cabeza de Jesús, para no abrir las heridas
con el movimiento. Pusieron la corona junto a los clavos; entonces María sacó
las espinas que se habían quedado en las heridas con una especie de tenazas
redondas, y las enseñó a sus amigos con tristeza. Pusieron estas espinas con la
corona: sin embargo, algunas deben de haber sido conservadas aparte.
Apenas se podía conocer la faz del Señor: tan desfigurada estaba
con las llagas que la cubrían. La barba y el cabello estaban pegados con la
sangre. María alzó la cabeza, y pasó esponjas mojadas por el pelo para
humedecer la sangre seca. Conforme la lavaba, las horribles crueldades
ejercidas contra Jesús se presentaban más distintamente, y su compasión y su
ternura se crecentaban de una herida a otra. Lavó las llagas de la cabeza, la
sangre que cubría loa ojos, la nariz y las orejas; con una esponja y un pañito
extendido sobre los dedos de su mano derecha, limpió, del mismo modo, su boca
entreabierta, su lengua, lo« dientes y los labios. Partió lo que le restaba del
pelo del Salvador en tres partes: una sobre cada sien, y la tercera sobre la
nuca; y cuando hubo limpiado y desenredado los cabellos de delante, se lo puso
detrás de ambas orejas. Habiendo limpiado la cara, la Virgen la cubrió después
de haberla besado. Luego lo hizo con el cuello, las espaldas y el pecho, los
brazos y las manos. Todos los huesos del pecho, todas las coyunturas de los miembros
estaban dislocados, y no podían doblarse. El hombro que había llevado la cruz
tenía una herida enorme; toda la parte superior del cuerpo estaba cubierta de
heridas y rasgada con los azotes. Cerca del pecho izquierdo había una pequeña
abertura por donde había salido la punta de la lanza de Casio, y en el lado
derecho estaba la abertura ancha por donde entrara la lanza que había
atravesado el corazón. María lavó todas las llagas, y Magdalena, de rodillas,
la ayudaba de cuando en cuando, sin dejar los pies de Jesús, que regaba con
lágrimas abundantes y que limpiaba con sus cabellos.
La cabeza, el pecho y los pies del Salvador estaban lavados: el
sagrado cuerpo, blanco, azulado, como carne sin sangre, lleno de cardenales y
manchas en los sitios donde se le había arrancado el pellejo, reposaba sobre
las rodillas de María, que cubrió con un velo las partes lavadas, y se ocupó en
embalsamar todas las heridas. Las santas mujeres, arrodillándose enfrente de María,
le presentaban a su vez una caja, de donde tomaba un ungüento precioso con que
untaba las heridas. Ungió también el pelo. Tomó en su mano izquierda las manos
de Jesús, las besó con respeto, y llenó de ungüento o de aromas los agujeros profundos
de los clavos. Llenó también las orejas, la nariz y la llaga del costado.
Magdalena embalsamaba los pies del Señor: regábalos muchas veces con sus
lágrimas, y los limpiaba con sus cabellos.
No tiraban el agua que habían usado, sino que la echaban en botas
de cuero, donde exprimían las esponjas. Vi muchas veces a Casio y a otros
soldados ir por agua a la fuente de Gihon, que estaba bastante cerca. Cuando la
Virgen untó todas las heridas, envolvió la cabeza en paños, mas no cubrió
todavía la cara.
Cerró ios ojos entreabiertos de Jesús, y posó la mano sobre
ellos algún tiempo. Cerró también su boca, abrazó el sagrado cuerpo de su Hijo,
y dejó caer su rostro sobre el de Jesús. José y Nicodemo hacía rato que
esperaban, cuando Juan, acercándose a la Virgen, le pidió que se separase de su
Hijo para que pudieran acabar de embalsamarlo, porque se acercaba el Sábado.
María abrazó otra vez el cuerpo de su Hijo, y se despidió de Él en los términos
más tiernos. Entonces los hombres lo tomaron de los brazos de su Madre en la
sábana donde estaba puesto, y lo llevaron a cierta distancia. María, sumergida
en su dolor, que sus tiernos cuidados habían distraído un instante, cayó, la
cabeza cubierta, en brazos de las piadosas mujeres. Magdalena, como si hubieran
querido arrancarle a su Amado, precipitóse algunos pasos hacia adelante con los
brazos abiertos, y se volvió con la Virgen Santísima.
Llevaron el cuerpo a un sitio más bajo que la cumbre del Gólgota,
sobre una roca, que presentaba un sitio cómodo para embalsamar el cuerpo. Vi
primero un paño de mallas de un trabajo parecido al encaje, que me recordó la
cortina que se pone delante del altar en la Cuaresma. Sin duda estaba trabajado
con calados para dejar pasar el agua. Vi también otragran sábana extendida.
Pusieron el cuerpo del Salvador sobre el paño calado, y algunos hombres
tuvieron el otro extendido sobre él. Nicodemo y José se arrodillaron, y debajo
de este lienzo quitaron el paño que habían atado a la cintura al bajarlo de la
cruz. Después pasaron esponjas debajo de ese paño, y lavaron la parte inferior
del cuerpo. En seguida lo alzaron con los paños atravesados debajo de las
rodillas, y lo lavaron por detrás, sin volverlo, hasta que el agua que soltaban
las esponjas salía clara. Entonces echaron agua de mirra sobre todo el cuerpo,
y, manejándolo con respeto, lo extendieron todo a lo largo, pues se había
quedado en la posición en que había muerto, con las rodillas y los riñones
encogidos. Después colocaron debajo de sus hombros un paño de una vara de ancho
y tres de largo; pusieron manojos de hierbas como las que veo en las mesas celestiales,
y echaron por encima unos polvos que Nicodemo había traído. Entonces
envolvieron la parte inferior del cuerpo, y la ataron fuertemente alrededor de
la sábana que habían puesto por debajo. Untaron las heridas de los muslos,
pusieron manojos de hierba entre las piernas en todo su largo, y las en volvieron
en los aromas de abajo a arriba.
Entonces Juan llevó cerca del cuerpo a la Virgen y a las santas
mujeres. María se arrodilló junto a la cabeza de Jesús, puso por debajo un
lienzo muy fino que le había dado la mujer
Dolorosa Madre mía, veo que ya te dispones a realizar tu último
sacrificio: tener que darle sepultura a tu hijo Jesús, muerto. Y resignadísima
a la Voluntad del Cielo, lo acompañas y con tus mismas manos lo pones en el
sepulcro. Y mientras compones sus miembros, tratas de decirle por última vez «
adiós » y de darle tu último beso, mientras que por el dolor sientes que te
arrancan el corazón del pecho. El amor te clava sobre esos miembros y por la
fuerza del amor y del dolor, tu vida está por extinguirse junto con la de tu
hijo Jesús ya muerto.
Pobre de ti, ¡oh Madre mía!, ¿qué vas a hacer sin Jesús? El es
tu Vida, tu Todo y sin embargo es la Voluntad del Eterno que así lo quiere.
Tendrás que combatir con dos potencias insuperables: el amor y la Voluntad
Divina. El amor te tiene clavada de tal manera que no puedes separarte de él;
la Voluntad Divina se impone y te pide este sacrificio. Pobre de ti, ¡oh
Madre!, ¿cómo vas a hacer? ¡Cuánto te compadezco! ¡Ah, ángeles del cielo,
vengan a ayudarla a que se levante de encima de los miembros rígidos de Jesús,
pues de lo contrario morirá!
Pero ¡qué prodigio! Mientras parecía extinguida junto con Jesús,
oigo su voz temblorosa que interrumpida por el llanto dice:
« ¡Hijo, querido Hijo mío! Este era el único consuelo que me
quedaba y que hacía que mis penas se redujeran hasta la mitad de su peso: tu
santísima humanidad; el poder desahogarme sobre estas llagas, adorarlas y
besarlas. Mas ahora también esto se me quita, porque la Divina Voluntad así lo
quiere; y yo me resigno, pero sabes, ¡oh Hijo!, quiero y no puedo; con sólo
pensar que debo hacerlo se me van las fuerzas y la vida me abandona. ¡Ah, Hijo
mío!, para poder tener la fuerza y la vida necesarias para hacer esta
separación, permíteme que me quede sepultada totalmente en ti y que para mí
tome tu vida, tus penas, tus reparaciones y todo lo que tú eres. ¡Ah!,
solamente un intercambio entre tu vida y la mía puede darme la fuerza necesaria
para cumplir el sacrificio de separarme de ti ».
Y con decisión, afligida Madre mía, veo que de nuevo vuelves a
recorrer todos los miembros de Jesús y poniendo tu cabeza sobre la suya, la
besas y encierras tus pensamientos en la cabeza de Jesús, tomando para ti sus
espinas, sus afligidos y ofendidos pensamientos y todo lo que ha sufrido en su
sacratísima cabeza. ¡Oh, cómo quisieras reanimar la inteligencia de Jesús con
la tuya, para poder darle vida por vida! Ya empiezas a sentir que vuelve la
vida a ti habiendo tomado en tu mente los pensamientos y las espinas de Jesús.
(IV.-) Nuestra
Señora de los Dolores
Es la más universal
de todas las advocaciones de la Virgen, pues no está vinculada a una aparición,
sino que recuerda los dolores que sufrió la Madre de Jesús.
Estos son: La
profecía de Simeón, la huida de Egipto, el niño Jesús perdido en el Templo, el
encuentro de Jesús y María camino al Calvario, la Crucifixión, el cuerpo de
Jesús es bajado de la cruz, el entierro de Jesús.
El Cuerpo de Jesús es bajado de la Cruz
Al tenerlo entre sus brazos, María ve de cerca la gravedad y
profundidad de todas las llagas y heridas de su amadísimo Hijo, y se reaviva el
dolor.
Ella lo sufrió todo
por nosotros para que disfrutemos de la gracia de redención, sufrió para
demostrarnos su amor.
La devoción de los
dolores de María es fuente de Gracias porque llega a lo profundo del corazón de
Cristo.
La Iglesia nos
exhorta a entregarnos sin reserva al amor de María y llevar con paciencia
nuestra Cruz acompañados de la Madre Dolorosa.
Por
este dolor te pido, Madre mía, morir entre tus brazos.
(V.-) Meditaciones Finales, Tomado del libro de la Sierva de Dios: Las Horas de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo
(Si quieres ver completa esta devoción has click (Click) )
Dolorosa Madre mía, veo que besas los ojos apagados de Jesús y
se me parte el corazón al pensar que Jesús ya no te mira. ¡Cuántas veces esos
ojos divinos al mirarte te extasiaban y te resucitaban de muerte a vida! Pero
ahora, al ver que ya no te miran, te sientes morir. Por eso veo que dejas tus
ojos en los de Jesús y tomas para ti los suyos, sus lágrimas, la amargura de
esa mirada que ha sufrido tanto al ver las ofensas de las criaturas y al ver
tantos insultos y desprecios.
Pero veo, traspasada Madre mía, que besas sus santísimos oídos y
lo llamas y lo vueles a llamar; y le dices:
« Hijo mío, pero, ¿puede ser posible que ya no me escuches, tú
que al más mínimo gesto mío siempre me escuchabas, y ahora lloro y te llamo y
ya no me escuchas? ¡Ah, el verdadero amor es el más cruel tirano! Tú eres para
mí más que mi propia vida, ¿y ahora tendré que sobrevivir a tan grande dolor?
Por eso, ¡oh Hijo!, dejo mis oídos en los tuyos y tomo para mí todo lo que han
sufrido tus santísimos oídos, el eco de todas las ofensas que resonaban en los
tuyos. Sólo esto puede darme la vida: tus penas y tus dolores ».
Y mientras dices esto, es tan intenso el dolor, la angustia de
tu Corazón, que pierdes la voz y quedas petrificada. ¡Pobre Madre mía, pobre
Madre mía, cuánto te compadezco! ¡Cuántas muertes atroces estás sufriendo!
Adolorida Madre, la Voluntad Divina se impone y te pone en
movimiento. Miras el rostro santísimo de Jesús, lo besas y exclamas:
« Hijo adorado, ¡qué desfigurado estás! ¡Ah, si el amor no me
dijera que eres mi Hijo, mi Vida, mi Todo, no sabría cómo reconocerte! ¡A tal
punto has quedado irreconocible! Tu belleza natural se ha transformado en
deformidad; tus mejillas coloradas ahora se ven pálidas; la luz, la gracia que
irradiaba tu hermoso rostro, que mirarte y quedar en éxtasis era una misma cosa,
ha tomado la palidez de la muerte, ¡oh Hijo amado! ».
« ¡Hijo mío, a qué estado has quedado reducido! ¡Qué labor tan
terrible ha realizado el pecado en tus sacratísimos miembros! ¡Oh, cómo tu
inseparable Madre quisiera devolverte tu belleza original! Quiero fundir mi
rostro en el tuyo y tomar para mí el tuyo, las bofetadas, los salivazos, los
desprecios y todo lo que has sufrido en tu rostro santísimo. ¡Ah, Hijo mío, si
me quieres viva, dame tus penas, porque de lo contrario moriré! ».
Y es tan grande tu dolor que te sofoca, te corta la palabra y
caes como muerta sobre el rostro de Jesús, ¡Pobre Madre, cuánto te compadezco!
¡Ángeles míos, vengan a sostener a mi Madre; su dolor es inmenso, la inunda, la
sofoca y ya no le queda más vida ni fuerza! Pero la Divina Voluntad, rompiendo
estas olas, le restituye la vida.
Y llegas ya a su boca y al besarla sientes que se amargan tus
labios por la amargura de la hiel que ha amargado tanto la boca de Jesús, y
sollozando continúas:
« Hijo mío, dile una última palabra a tu Madre. ¿Es posible que
no vaya a volver a escuchar tu voz? Todas tus palabras que me dijiste cuando
vivías, como si fueran flechas, hieren mi Corazón de dolor y de amor. Y ahora,
al verte mudo, estas flechas se ponen en movimiento en mi Corazón lacerado
dándome innumerables muertes, y parece como si quisieran arrancarte una última
palabra a viva fuerza, pero no pudiendo obtenerla, me desgarran y me dicen:
“Así que ya no lo vas a volver a escuchar, no volverás a oír su dulce voz, la
melodía de su palabra creadora, que por cada palabra que decía creaba un nuevo
paraíso en ti...” ¡Ah, mi paraíso se acabó, de ahora en adelante ya no tendré
más que amarguras! ¡Ah, Hijo, quiero darte mi lengua para animar la tuya! Dame
todo lo que has sufrido en tu santísima boca, la amargura de la hiel, tu sed
ardiente, tus reparaciones y tus oraciones; así, sintiendo por medio de ellas
tu voz, mi dolor podrá ser más soportable y tu Madre podrá seguir viviendo por
medio de tus penas ».
Destrozada Madre mía, veo que te apresuras porque quienes están
a tu alrededor quieren cerrar el sepulcro y casi volando pasas sobre las manos
de Jesús las tomas entre las tuyas, las besas, te las estrechas al Corazón y
dejando tus manos en las suyas, tomas todos los dolores y las heridas que han
traspasado aquellas manos santísimas. Y llegando a los pies de Jesús, al ver la
cruel destrucción que los clavos han hecho en sus pies y mientras pones en
ellos los tuyos, tomas para ti sus llagas, ofreciéndote tú a correr en lugar de
Jesús, para ir en busca de todos los pecadores para arrancárselos al infierno.
Angustiada Madre mía, ya te veo dar el último « adiós » al
Corazón traspasado de Jesús. Y aquí te detienes; es el último asalto que recibe
tu Corazón materno y sientes que la vehemencia del amor y del dolor te lo
arranca del pecho y se te escapa por sí mismo para ir a encerrarse en el
Corazón Sacratísimo de Jesús; y tú, viéndote sin Corazón, te apresuras a tomar
el suyo, su amor rechazado por tantas criaturas, tantos ardientísimos deseos
suyos no realizados a causa de la ingratitud, y los dolores y las heridas de
aquel Sagrado Corazón, que te tendrán crucificada durante toda tu vida. Al ver
esa herida tan ancha, la besas y tomas en tus labios su sangre, y sintiendo ya
en ti la vida de Jesús, sientes la fuerza necesaria para poder hacer esa amarga
separación. Así que te lo abrazas y permites que la piedra sepulcral lo
encierre.
Dolorosa Madre mía, llorando te suplico que por ahora no
permitas que nos quiten a Jesús de nuestra mirada; espera que primero me
encierre en Jesús para tomar su vida en mí. Si tú, que eres la Inmaculada, la
Santa, la Llena de Gracia, no puedes vivir sin Jesús, mucho menos podré yo, que
soy la debilidad, la miseria, la llena de pecados; ¿cómo voy a poder vivir sin
Jesús? ¡Ah, Dolorosa Madre mía!, no me dejes sola, llévame contigo; pero antes
sepúltame totalmente en Jesús, vacíame de todo para que puedas poner totalmente
a Jesús en mí, así como lo has puesto en ti. Comienza conmigo a cumplir el
oficio de Madre que Jesús te dio estando en la cruz y abriendo mi extrema
pobreza una brecha en tu Corazón materno, enciérrame totalmente en Jesús con
tus propias manos maternas. Encierra los pensamientos de Jesús en mi mente para
que no entre en mí ningún otro pensamiento; encierra los ojos de Jesús en los
míos, para que jamás pueda escapar de mi mirada; pon sus oídos en los míos,
para que siempre lo escuche y cumpla en todo su Santísima Voluntad; pon su
rostro en el mío, para que contemplando ese rostro tan desfigurado por amor a
mí, lo ame, lo compadezca y lo repare; pon su lengua en la mía para que hable,
ore y enseñe sólo con la lengua de Jesús; pon sus manos en las mías, para que
cada movimiento que yo haga y cada obra que realice, tome vida de las obras y
de los movimientos de Jesús; pon sus pies en los míos, para que cada paso que
yo dé sea vida, salvación, fuerza y celo para las demás criaturas.
Y ahora, afligida Madre mía, permíteme que bese su Corazón y que
beba de su preciosísima sangre; y encerrando tú su Corazón en el mío, haz que
yo pueda vivir de su amor, de sus deseos y de sus penas. Y ahora toma la mano
derecha de Jesús, ya rígida, para que me des su última bendición.
Finalmente permites que la piedra cierre el sepulcro; y tú,
destrozada, besas el sepulcro, y llorando le das el último adiós y te alejas
del sepulcro.
La Soledad de María Santísima
Es tanto tu dolor que quedas petrificada y helada. Traspasada
Madre mía, junto contigo doy el adiós a Jesús, y llorando quiero compadecerte y
hacerte compañía en tu amarga soledad. Quiero ponerme a tu lado para darte en
cada suspiro, de afán y de dolor, una palabra de consuelo y darte una mirada de
compasión; recogeré también tus lágrimas, y si veo que estás por desmayarte, te
sostendré con mis brazos.
Pero veo que te ves obligada a regresar a Jerusalén por el mismo
camino por el que viniste. Apenas das unos pasos y te encuentras ante la cruz
sobre la que Jesús ha sufrido tanto hasta morir sobre ella y tú corres hacia
ella, la abrazas y viéndola bañada de sangre, se renuevan en tu Corazón uno por
uno los dolores que Jesús sufrió en ella; y no pudiendo contener tu dolor,
entre sollozos exclamas:
« ¡Oh cruz! ¿Cómo es que has sido tan cruel con mi Hijo? ¡Ah, en
nada lo has perdonado! ¿Qué mal te había hecho? Ni siquiera a mí, su Dolorosa
Madre, me permitiste que le diera al menos un sorbo de agua cuando la pedía y
en cambio le diste hiel y vinagre a su boca ardiente de sed. Sentía que mi
Corazón traspasado se me derretía y hubiera querido darle a sus labios mi
Corazón derretido para calmar su sed, pero tuve el dolor de verme rechazada.
¡Oh cruz, cruel, sí, pero santa, porque has quedado divinizada y santificada
por el contacto de mi Hijo! Esa crueldad que usaste con él, transfórmala en
compasión hacia los miserables mortales y por las penas que él ha sufrido sobre
ti, impetra gracia y fortaleza a las almas que sufren, para que ninguna se
pierda a causa de las cruces y de las tribulaciones. Demasiado me cuestan las
almas, me cuestan la vida de un HijoDios; y yo, cual corredentora y Madre, ¡a
ti te las confío, oh cruz! ».
Y besándola y volviéndola a besar, te alejas de ella. ¡Pobre
Madre, cuánto te compadezco! A cada paso y encuentro surgen nuevos dolores que
creciendo en intensidad y haciéndose cada vez más amargos, como si fueran olas,
te inundan, te ahogan y te sientes morir a cada instante.
Das unos pasos más y llegas al sitio en donde esta mañana te
encontraste con él bajo el enorme peso de la cruz, agotado, chorreando sangre y
con la corona de espinas sobre la cabeza, las cuales, cada vez que la cruz
golpeaba con la cabeza penetraban más y más, dándole en cada golpe dolores de
muerte. Las miradas de Jesús cruzándose con las tuyas, buscaban piedad, pero
los soldados, para quitarles este consuelo a Jesús y a ti, empujaron a Jesús
haciendo que se cayera derramando así más sangre; y ahora, viendo la tierra
empapada de su sangre, te postras por tierra y mientras la besas te oigo decir:
« Ángeles míos, vengan a hacerle guardia a esta sangre para que
ninguna gota sea pisoteada y profanada ».
Madre Dolorosa, déjame que te dé la mano, para ayudarte a que te
levantes y sostenerte, porque veo que estás agonizando en la sangre de Jesús.
Conforme caminas te encuentras con nuevos dolores; por todos lados te tropiezas
con las huellas de su sangre y recuerdas los dolores de Jesús. Por eso,
apresuras tus pasos y te encierras en el cenáculo. También yo me encierro en el
cenáculo, pero mi cenáculo es el Corazón Sacratísimo de Jesús; y desde dentro
de su Corazón quiero ir a tus rodillas maternas para hacerte compañía en esta
hora de amarga soledad. Mi corazón no podría resistir si te dejara sola en
tanto dolor.
Desolada Madre mía, mira a tu pequeño hijo, soy demasiado
pequeño y por mí solo no puedo ni quiero vivir. Por eso, tómame sobre tus
rodillas y estréchame entre tus brazos maternos, sé mi Madre, porque tengo
necesidad de quien me guíe, me ayude y me sostenga; mira mi miseria y derrama
sobre mis llagas una lágrima tuya, y cuando me veas distraído, estréchame a tu
Corazón materno y dame de nuevo la vida de Jesús.
Pero mientras te pido esto, me veo obligado a detenerme para
poner atención a tus dolores tan amargos, y siento que se me rompe el corazón
al ver que al mover la cabeza, sientes que las espinas que has tomado de Jesús
penetran más y más en ti junto con las punzadas de todos nuestros pecados de
pensamiento, y que, penetrándote hasta en los ojos, te hacen derramar lágrimas
de sangre. Y mientras lloras, teniendo en los ojos la mirada de Jesús, desfilan
ante tu vista todas las ofensas de todas las criaturas. ¡Oh, qué amargura
sientes! ¡Qué bien comprendes todo lo que Jesús ha sufrido teniendo en ti sus
mismas penas!
Pero un dolor no espera al otro; y poniendo atención en tus
oídos, te sientes ensordecer por el eco de las voces de las criaturas. Cada especie
de voz de criatura, penetra, a través de tus oídos a tu Corazón y te lo
traspasan y repites una vez más:
« ¡Hijo, cuánto has sufrido! ».
Desolada Madre mía, ¡cuánto te compadezco! Déjame secar tu
rostro bañado de lágrimas y sangre; pero me siento retroceder al verlo
amoratado, irreconocible y pálido de una palidez mortal. ¡Ah, comprendo! Son
todos los malos tratos que Jesús ha sufrido y que tú has tomado sobre ti, los
cuales te hacen sufrir tanto, que al mover tus labios para orar o para emitir suspiros
de tu ardiente pecho, sientes tu aliento amarguísimo y tus labios consumidos
por causa de la sed de Jesús.
¡Pobre de ti, oh Madre, cuánto te compadezco! Tus dolores crecen
cada vez más, mientras parece que se dan la mano unos a otros. Y tomando tus
manos entre las mías, veo que están traspasadas por los clavos. Es precisamente
en ellas donde sientes el dolor de ver tantos homicidios, traiciones y
sacrilegios y todas las malas obras, que hace que se repitan los golpes de
martillo, agrandando tus llagas y haciéndolas cada vez más crueles.
¡Cuánto te compadezco! Tú eres la verdadera Madre crucificada,
tanto que ni siquiera tus pies quedan sin clavos; más aún, no solamente sientes
que te los clavan, sino como que te los arrancan por tantos pasos inicuos y por
las almas que se van al infierno, tras las cuales tú corres para que no se
precipiten en las llamas infernales.
Pero eso todavía no es todo, clavada Madre mía: todas tus penas,
haciéndose una sola hacen eco en tu Corazón y te lo traspasan no con siete
espadas, sino con miles y miles de espadas, y más todavía, porque teniendo el
Corazón de Jesús en ti, el cual contiene todos los corazones y envuelve en su
palpitar los latidos de cada uno de ellos, ese palpito divino conforme palpita
va diciendo: « ¡Almas, Amor! ». Y tú, del pálpito « almas » sientes que fluyen
en tu palpito todos los pecados sintiendo que te dan muerte; mientras que en el
pálpito « amor », te sientes dar vida; de manera que te encuentras en acto
continuo de morir y de vivir.
Crucificada Madre mía, mirándote, compadezco tus dolores, ¡son
indescriptibles! Quisiera transformar todo mi ser en lengua, en voz, para
compadecerte; pero ante tantos dolores, mis compasiones son nada; por eso,
llamo a los ángeles, a la Sacrosanta Trinidad y les ruego que pongan a tu
alrededor sus armonías, sus alegrías y sus bellezas, para endulzar y compadecer
tus intensos dolores, para que te sostengan en sus brazos y te devuelvan todas
tus penas convertidas en amor.
Y ahora, Desolada Madre, te doy gracias en nombre de todos por
todo lo que has sufrido y te ruego que por esta amarga soledad que has sufrido,
me vengas a asistir a la hora de mi muerte, cuando mi pobre alma se encuentre
sola y abandonada por todos, en medio de mil ansias y temores; ven tú entonces
a devolverme la compañía que tantas veces te he hecho en vida; ven a asistirme,
ponte a mi lado y ahuyenta al enemigo; lava mi alma con tus lágrimas, cúbreme
con la sangre de Jesús, revísteme con sus méritos, embelléceme con tus dolores
y con todas las penas y las obras de Jesús, y en virtud de sus penas y de tus
dolores, haz que desaparezcan de mí todos mis pecados, perdonándome totalmente.
Y al expirar mi alma, recíbeme entre tus brazos y poniéndome bajo tu manto,
ocúltame a la mirada del enemigo, llévame volando al cielo y ponme en los
brazos de Jesús. Así que quedamos en este acuerdo, ¿no es así, Madre mía?
Y ahora te ruego que les hagas la compañía que yo te he hecho
hoy a todos los moribundos presentes; sé Madre de todos; son los momentos
extremos y les hacen falta grandes ayudas. Por eso, no le niegues a nadie tu
oficio materno.
Por último, una palabra más mientras te dejo: te ruego que me
encierres en el Corazón Sacratísimo de Jesús y tú, adolorida Madre mía,
cuídame, para que Jesús no me tenga que expulsar de su Corazón y para que yo,
ni siquiera queriéndolo, pueda jamás volver a salir de él. Te beso tu mano
materna y tú dame tu bendición.
Nos cum prole pia, benedicat Virgo Maria.
Reflexiones y prácticas.
Jesús es sepultado, una piedra cierra el sepulcro y le impide a
su Madre Santísima volver a ver a su Hijo. Y nosotros, ¿tratamos de ocultarnos
a los ojos de las criaturas? ¿Nos es indiferente que todos se olviden de
nosotros? ¿En las cosas santas quedamos indiferentes con esa santa indiferencia
que hace que no faltemos en nada? Cuando Jesús nos abandona, ¿vencemos en todo
con esa santa indiferencia que nos lleva siempre a él? ¿Formamos con nuestra
constancia una dulce cadena que lo atraiga siempre hacia nosotros? ¿Está
nuestra mirada siempre sepultada en la de Jesús de manera que nada miremos sino
sólo lo que él quiere? ¿Está nuestra voz sepultada en la voz de Jesús? ¿Están
nuestros pasos sepultados de tal manera en los de Jesús, que cuando caminamos
vamos dejando la huella de Jesús y no la nuestra? ¿Está nuestro corazón
sepultado en el suyo para poder amar y desear como ama y desea su Corazón
mismo?
« Madre mía, cuando Jesús se esconda, por mi bien, dame la
gracia que tu obtuviste cuando te viste privada de él para que yo pueda darle
toda la gloria que tú misma le diste cuando lo pusiste en el sepulcro. ¡Oh
Jesús!, quiero rogarte con tu misma voz, y que así como tu voz penetraba hasta
el cielo y repercutía en las voces de todos, que también la mía, en honor de la
tuya, penetre hasta el cielo para darte la gloria y el amor de tu misma
palabra. Jesús mío, mi corazón late, pero no estaré contento si no haces que
sea tu latido el que viva en mi corazón, y así con los mismos latidos de tu
Corazón, amaré como tú amas. Te amaré por todas las criaturas y será uno sólo
nuestro grito: ¡Amor, amor! ».
« ¡Oh Jesús mío!, dale honra a tu nombre y haz que en todo lo
que yo haga se encuentre la huella de tu misma potencia, de tu amor y de tu
gloria ».
La Meditación cotidiana en de estos bellos momentos acrecentaran tu fe y te traerán incontables gracias celestiales
Página de María Julia Jahenny: Jesús y María Revelan
cómo Protegerse en los Tres Días de Oscuridad. ( click)