Bruno



San Bruno

Fundador de los Cartujos
Patrono contra poseciones diabólicas

El Maestro Bruno, alemán de nación, de la célebre ciudad de Colonia, hijo de padres ilustres. Formado tanto en las letras seculares como en las eclesiásticas



Canónigo de la Iglesia de Reims, no inferior a ninguna de entre las francesas; y maestrescuela. Abandonó el mundo y fundó el yermo de la Cartuja que presidió por seis años.
Solicitado por el papa Urbano II, antiguo discípulo suyo, se trasladó a la curia romana para ayudar al mismo Papa con sus alientos y consejos, en los negocios eclesiásticos.
Pero no pudiendo llevar la agitada vida de la curia, inflamado en amor de la soledad y quietud abandonadas, dejó la curia y renunció también al arzobispado de la Iglesia de Reggio, para la cual había sido elegido por voluntad del mismo Papa.
Se retiró al yermo de Calabria llamado la Torre, donde, con algunos laicos y clérigos vivió en soledad el resto de sus días. Allí murió y recibió sepultura, después de unos once años de su salida de Chartreuse. (Crónica Magister; S.XII)
El párrafo anterior, extraído de la Crónica Magister o Crónica de los cinco primeros priores de la Cartuja,viene a ser un resumen de la vida del Santo. Vamos ahora a recorrer con más detalle estos hechos, y veremos en ellos la mano de Dios.

Primeros años de San Bruno y llamamiento a Sèche-Fontaine
¿En qué fecha nació? Lo ignoramos; pero apoyándonos en un dato cierto, la fecha de su muerte (6 de octubre de 1101), y en los acontecimientos de su vida, podemos conjeturar sin gran peligro de error, que Bruno nació entre 1024 y 1031. Nosotros hemos optado por cifrar la fecha en 1030.
En Colonia (Alemania) vivió sus primeros años, pero no conservamos ningún documento de este período. Cuando era niño, Colonia vivía todavía de ese resurgimiento religioso que había impulsado su arzobispo Brun o I.
En aquella época, sólo los monasterios y las iglesias tenían escuelas donde se iniciaba a los niños en las letras humanas; en una de estas escuelas suponemos que habría realizado Bruno los primeros estudios. Un hecho, en cambio, parece innegable: desde sus primeros años reveló nuestro Santo unas dotes intelectuales poco comunes, por lo que fue enviado a continuar sus estudios a la escuela catedralicia de Reims (Francia). Reims dejará realmente su huella en él, hasta el punto de que, olvidando su origen alemán, se le llamará más tarde Bruno "el francés".

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No se sabe con certeza en qué se ocupó Bruno desde el fin de sus estudios personales hasta su nombramiento para maestrescuela de Reims, pero, puesto que esta ciudad era entonces uno de los focos intelectuales más célebres de Europa, y había que mantener su elevada reputación mediante una esmerada selección del profesorado, Bruno debió haber demostrado su competencia en los cargos secundarios que se le confiaron previamente, para que, a pesar de su edad (sólo contaba 26 o 28 años) le colocaran en el puesto más destacado de sus escuelas.

La elección era un gran honor y fue aceptada con gran humildad y espíritu de servicio por el nuevo maestrescuela. El hecho de que se le designase tan joven para ocupar un puesto tan delicado significaba que, Herimann, su predecesor en el cargo, había descubierto en él, no sólo excepcionales dotes para la enseñanza, sino también cualidades de trato e, incluso, de gobierno.
Durante unos veinte años fue un brillante director de la enseñanza en Reims. Al claustro de la catedral afluyeron multitud de discípulos. Algunos de ellos alcanzarían las más altas dignidades de la Iglesia, como Eudes de Chatillon que fue elegido papa con el nombre de Urbano II.

Es de destacar también que, en la época de su docencia en Reims, Bruno sobresalía a los ojos de sus discípulos en el conocimiento de los textos sagrados, sobre todo del Salterio, y suponemos que, tanto en Chartreuse como en Calabria, se gozó de tener compañeros "sabios", orientando a sus ermitaños hacia el estudio de la Biblia.
Además de maestrescuela de la catedral de Reims, ocupó así mismo el cargo de canónigo en la misma.



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El 4 de julio de 1067, el arzobispo de Reims, Gervasio, moría dejando fama de virtud. Le sucedió Manasés de Gournay con el título de Manasés I 1. Fue consagrado en octubre de 1068 o 1069 y, aunque había obtenido la sede de Reims por simonía 2 en complicidad con el rey de Francia, Felipe I, Manasés administró al principio su diócesis de una manera tranquila que permitía esperar de él un gobierno normal.
Pero enseguida salió a la luz su doble juego. Para satisfacer su codicia sin perder por ello su sede episcopal, supo mezclar hábilmente los gestos de sabia y caritativa administración, con las rapiñas más audaces.
Manasés I nombra a Bruno canciller, encargado por oficio de la composición, registro y expedición de los documentos oficiales de la curia arzobispal. Promover a Bruno era lisonjear a la opinión pública, sobre todo a la universitaria; era dar pruebas de buena voluntad, siendo tan viva y general la estima de que el Santo gozaba.
Como venimos observando, Bruno se nos revela primero como alma totalmente orientada a los estudios sagrados; luego, como un "Maestro", y, finalmente, como un hombre cuya autoridad moral se impone a todos. Había decidido consagrar su vida al estudio y a la enseñanza de la fe; las cosas de Dios habían cautivado su corazón y bastaban para llenar su alma. Era un hombre justo en el sentido bíblico de la palabra y, al igual que el abad de Saint-Arnould, Guillermo, tuvo muy pronto que habérselas con el arzobispo Manasés I…
En septiembre de 1077, los padres del Concilio de Autun depondrían a Manasés, siguiendo las directrices del papa Gregorio VII en su condena de la simonía. Pero el arzobispo conseguiría el perdón del Papa a pesar de la oposición de sus canónigos. El enfrentamiento se mantendrá hasta el año 1080 en que el Papa le destituye definitivamente.
Durante todo este tiempo, los clérigos disidentes han debido exiliarse fuera de Reims, poniendo en peligro sus nombramientos y propiedades, y situándose en una postura muy delicada en relación a la jerarquía eclesial. El conde Ebal los acogerá durante ese periodo en sus tierras.
Bruno no ignoraba la situación en que se encontraba, muy a pesar suyo, comprometido. Sufriría profundamente tanto por su caridad, justicia y honradez, como por su amor a la Iglesia.
La miseria moral de Manasés I, no podía menos de provocar en el puro y recto Bruno una de estas dos reacciones: la resistencia o la elevación hacia una vida más pura. En este ambiente, el culto a la Palabra de Dios, el amor de la más elevada amistad y la integridad que vemos en Bruno, condenan al alma humana a cierta soledad. Un ser puro es, siempre y en todas partes, un solitario. Además, a medida que se agravase la situación, se sentiría más obligado a continuar la lucha y más atraído hacia la soledad.
No es gratuito conjeturar la honda inquietud que para un corazón sumiso y bondadoso era tener que enfrentarse públicamente y hasta sus últimas consecuencias a un superior eclesiástico. Vio y aceptó su deber desde el principio del conflicto, con tanta claridad como el legado pontificio, Hugo de Die, pero sin impaciencias, ni debilidad. Conducta serena. No da un paso precipitado, va al exilio cuando debe, declara ante los concilios para ello convocados y, por lo demás, sabe callar. Conducta limpia. Él se mantiene hasta el final, sin servilismo y sin orgullo. Conducta justa y fuerte de hombre bueno en la madurez de sus cuarenta y cinco a cincuenta años, acrisolada por la tribulación.

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Es probable que la hora de la prueba constituyera para Bruno la hora de la luz. El destierro por Cristo será un paso decisivo en su camino hacia Dios. Durante aquella experiencia única, el Espíritu que lo había conducido lo llamará al desierto para hablarle al corazón.
La narración del mismo Bruno acerca de su vocación en el jardincillo de la casa de Adam, se impone por sí sola como documento histórico.
Es el recuerdo personal más íntimo que tenemos de Bruno y aunque los datos no nos permiten situar el lugar ni la fecha con exactitud, sí se puede afirmar que fue en torno al 1080, poco antes o inmediatamente después de ser depuesto Manasés. La escena descrita por él quince o veinte años más tarde -después de 1096 en que Raúl fue nombrado preboste- escapa de su pluma como una vivencia única. Es la clave de su vocación y su destino.
Se encuentran juntos Bruno, Raúl y Fulcuyo; los tres han estado vinculados por propugnar en la diócesis y para su cabeza la reforma eclesiástica. El de más categoría, Bruno. Después viene Raúl, miembro también del cabildo, posteriormente preboste y arzobispo diez años después. Lo llaman "el Verde", probablemente por el color cetrino de su piel. Indudablemente es hombre de valía. Con él conservará Bruno relación de amistad y correspondencia por mucho tiempo, y a él va dirigida la carta en recuerdo de este hecho. El tercero es Fulcuyo. La bondad que irradia Bruno une los corazones de los tres amigos.
Y bajo aquel plácido y espiritual departir de amigos en el risueño jardín, irrumpió como una llamarada el Espíritu Santo: "Entonces, ardiendo en amor divino, prometimos, hicimos voto y dispusimos abandonar en breve el mundo fugaz para captar lo eterno y recibir el hábito monástico".
La decisión, como la cuenta su protagonista, tiene algo de repentina y mucho de poderosa. El "amor", y no cualquiera, sino el "divino", les hizo literalmente "arder". Tres verbos funden y suman su acción: "prometimos", es decir, abrazamos una opción mediante la virtud de la fidelidad; "hicimos voto", nos comprometimos ante Dios en virtud de la religión; "dispusimos", determinamos cómo ejecutarlo. Triple acción unificada que recae también sobre un triple objeto: abandonar el mundo fugaz, retiro a la soledad; captar lo eterno, vida contemplativa; y recibir el hábito monástico, pasar al orden monacal.
Si cada situación concreta de la vida humana tiene un carácter singular e irrepetible, hay algunas que marcan a la persona para siempre. Así fue en este caso para Bruno.
Era una llamada fuerte e inconfundible a la conversión total a Dios, vocación a su propio destino de santidad. Entonces no podía conocer al detalle sus caracteres. Los irá descubriendo en una búsqueda perseverante. Menos podía adivinar la originalidad de esta llamada y su transmisión a futuras generaciones de monjes. Pero como una semilla que, fielmente cultivada, llega a árbol frondoso, estaban allí en germen todas las facetas de la vocación monástica, tan rica en horizontes.
Aunque no pensase en ello, estaba iniciada la vida en Dios y su servicio, la entrega radical por amor al Único siempre inagotable, el desarrollo en plenitud de la gracia bautismal, la escucha y comunión con el Espíritu, su función eclesial como miembro del Cuerpo místico, el testimonio de una vida consagrada en los consejos evangélicos, la esperanza viva de los bienes celestiales y la parusía. Y expresamente mencionados en el compromiso de los tres amigos estaban tres rasgos fundamentales: el hábito monacal, que era como decir la vida monástica; la soledad, la contemplación y el motor de ello, el amor divino.
Bruno es un hombre calmoso, mesurado, de una igualdad inalterable de carácter. Su vida interior parece haber madurado lentamente en los cargos y pruebas, con la experiencia del mundo y de los hombres. Hubiera podido, sin duda, merced a una disposición providencial, deber su llamamiento a un suceso extraordinario; pero la llamada interior a una vida más profunda, coronando una constante y excepcional fidelidad, es mucho más conforme con su carácter y con el tipo mismo de santidad que se reconoce en él. Este hombre grave y recogido, avanzado ya en las vías del espíritu, no iba a ser llamado por Dios con un golpe teatral, ni determinado a cambiar de vida por un terror súbito: después de haber caminado largos años en la presencia del Señor, recibe simplemente la gracia de una mayor dedicación a Dios.
Sería imprudente fijar con demasiada precisión la fecha en la que los tres amigos, Bruno, Raúl Le Verd y Fulcuyo Le Borgne realizaron su voto en el jardincillo de la casa de Adam. Sea como fuere, la conversión narrada por Bruno es un momento cumbre en la historia de su vocación, uno de esos momentos de altura y plenitud, una de esas horas a partir de las cuales se puede contemplar el panorama interior del alma distinguiendo los distintos niveles.
Este momento para Bruno y sus dos compañeros es un momento de fuego divino.

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Ante las distintas opciones graves de su vida, se había decidido plenamente por Dios, con una intransigencia e intensidad significativas. Había consagrado los años de su juventud y madurez al estudio personal y luego a la enseñanza de los Libros Santos. No sólo se hizo clérigo, sino que había aceptado el canonicato en la forma usual en la catedral de Reims entonces, y en este cargo había manifestado virtudes cuyo testimonio nos han llegado por los "Títulos fúnebres" 3. La llamada en el jardincillo, le marcaba un nuevo horizonte en su vida.
Tras la generosa entrega, la siguiente etapa es la búsqueda de un ambiente humano y eclesial en donde poder realizarla. Dentro del monaquismo descarta a Cluny, posición muy significativa en aquellas circunstancias, conociendo muy bien la realidad y el ideal de su observancia. Bruno indaga, tantea, pero nunca por este lado. No se sabe que visite abadía o algún monasterio cluniacense, ni hay referencia alguna que indique especial conexión.
Al otro extremo de los cenobitas estaban los "reclusos", hombres o mujeres voluntariamente encerrados en una celda murada o sellada por el obispo, o en dependencia de un monasterio cercano. Tampoco Bruno tanteó por ahí. Más que vivir, quiere convivir la soledad.
En una fecha que no podemos precisar exactamente, pero que se sitúa entre 1081 y 1083, Bruno abandonó Reims después de renunciar a la sede arzobispal para la que, según los escasos datos históricos con que contamos, habría sido propuesto. Se dirigió, junto con dos compañeros, Pedro y Lamberto, hacia el sur, en dirección a Troyes.
Cuando Bruno, Pedro y Lamberto acudieron a Roberto, abad de Molesmes, en las cercanías de Troyes, acababan de regalar a la abadía la finca de Sèche-Fontaine, que no utilizaban. Sèche-Fontaine, pues, fue el lugar donde, con la aprobación de Roberto, se instaló Bruno con sus compañeros. Allí vivieron vida eremítica.
Inevitablemente tenía que llegar el día en que Molesmes, por la expansión de su crecimiento, pondría a los ermitaños de Sèche-Fontaine ante la alternativa de elegir entre la vida cenobítica uniéndose a la abadía, o la vida eremítica, proceso frecuente en las fundaciones eremíticas que durante aquellos años poblaron los bosques y soledades de Francia. La opción no tardó en presentarse; los ermitaños, a los que se habían unido algunos discípulos, se dividieron según sus distintas vocaciones. Pedro y Lamberto escogieron Molesmes, siguiendo en Sèche-Fontaine.
Pero Bruno lleva en sí otro ideal de vida espiritual: se siente impulsado por el Espíritu de Dios al "desierto", y escoge el eremitismo. Así vemos cómo, acompañado indudablemente de algunos compañeros, deja Sèche-Fontaine y va en busca de un lugar apropiado para la realización de su proyecto. Esta separación se hizo en un clima de sinceridad y caridad.
Fuera como fuese, la nueva partida de Bruno, su salida de Sèche- Fontaine, nos da una luz especial sobre su vocación. Como monje, no se siente llamado a la vida cenobítica. Quiere la soledad, el "a solas con el Solo", a solas con Dios. Este es el auténtico llamamiento del Espíritu Santo en su alma y en su vida.
De nuevo emprendió la ruta del sur con algunos compañeros; se dirigieron hacia Grenoble, en dirección a los Alpes. Buscaban un lugar donde poder responder a la llamada de Dios, y atraídos por la santidad de Hugo, obispo de esa ciudad, acudieron a verlo.
Estamos en el año 1084 cuando Bruno y sus compañeros llegan a la presencia de Hugo de Grenoble; comienza así una maravillosa y misteriosa aventura…
La fecha en que aquella semilla de vida solitaria caía en tierra de Chartreuse es uno de esos hitos indelebles que enmarcan la historia de una institución.

El desierto de Chartreuse
Bruno, cuando llegó a Grenoble, no tenía ninguna idea preconcebida sobre el lugar donde implantaría su eremitorio. Sólo desea encontrar un sitio a propósito para ese tipo de vida.
Anda en busca; su idea de la vida eremítica es clara, pero no sabe dónde realizarla. Espera encontrar ese sitio en la diócesis de Hugo, donde abundan las montañas, pero no está seguro de ello. En cambio, está convencido de que encontrará en Hugo a un hombre verdaderamente de Dios, que comprenderá su proyecto y cuyo trato y conversación, como los de Roberto de Molesmes, estimularán su fervor.
Siete son los que forman el pequeño grupo que se presenta ante el Obispo. Desconocemos dónde y cuándo se adhirieron a Bruno sus compañeros; ningún documento nos lo revela, pero los siete estaban decididos a llevar juntos vida eremítica y desde hacía algún tiempo buscaban un lugar a propósito para realizar su proyecto.
Bruno los conduce hasta el Obispo que, inspirado por un sueño, los guiará hasta el desierto del macizo montañoso de Chartreuse. Es Guigo, el quinto prior de la Cartuja, autor de la "Vida de San Hugo", quien nos refiere y autentifica la realidad del sueño, y su probada austeridad nos lo confirma.
Si, finalmente, Bruno y sus compañeros se instalan en el desierto de Chartreuse, no es porque ellos mismos hayan escogido el lugar, Dios mismo se lo señaló por mediación de su intérprete, el obispo Hugo.
Una mañana de junio, hacia la fiesta de San Juan Bautista, un pequeño grupo de hombres, con rostros graves y pobre vestimenta, salía de la residencia episcopal de Grenoble, guiados por el joven obispo Hugo. Se dirigían hacia el norte y tomaron la ruta del Sappey. Dejando atrás las últimas casas del pueblo, penetraron en el inmenso bosque.
En este desierto penetraron audazmente nuestros viajeros por la puerta de la Cluse y, como si buscasen el punto más salvaje, subieron hasta el extremo norte, donde el desierto termina en una garganta cerrada por montañas tan altas que el sol apenas penetra allí durante la mayor parte del año. Todavía hoy los árboles se estiran hacia el cielo entre las hendidas rocas, como fantásticas lanzas, para conquistar al menos con sus copas el aire puro, la luz y el calor.

Allí se detuvo la pequeña caravana; habían llegado. El sitio escogido es un testimonio del ansia ardiente de los siete primeros cartujos por la vida solitaria. Porque …¡no se acertaría a encontrar otra cosa en el lugar donde se establecieron! La presencia de una fuente determinó probablemente el emplazamiento.
Quedaban en el desierto siete hombres: Maestro Bruno, Maestro Landuino, toscano de Luca y renombrado teólogo; Esteban de Bourg y Esteban de Die, canónigos ambos de San Rufo; Hugo, a quien llamaban el capellán por ser el único que entre ellos ejercía las funciones sacerdotales, y dos laicos, Andrés y Guerín, que serían los conversos.

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Bruno quería la vida eremítica pura, con soledad estricta, atemperada solamente por algunos actos de vida comunitaria. Una vida eremítica, por tanto, cuyos peligros e inconvenientes se vean contrarrestados por elementos de vida cenobítica.
La comunidad será poco numerosa, lo suficiente para garantizar la subsistencia, pero evitando que su aumento desproporcionado condicione necesidades imposibles de cubrir. Admirable solidaridad espiritual de un grupo de hombres, enamorados de Dios, que se organizan entre sí para que de sus vidas unidas brotara la contemplación pura.
La parte de vida comunitaria no es una simple concesión a la fragilidad de la naturaleza humana, sino que constituye un verdadero intercambio espiritual y humano. Una amistad santa une entre sí a los miembros del grupo. Amistad que se entabla entre fuertes personalidades de gran mérito, doctrina y santidad, cuyo prototipo es Bruno. Estos tres rasgos parecen caracterizar al cartujo, tal como lo quiere San Bruno.
La contemplación debe nutrirse en la fuente de la Sagrada Escritura y los santos Padres; a su vez, este conocimiento debe encontrar un estímulo en la contemplación. Conocimiento lleno de amor, y amor que lleva al conocimiento. El cartujo vive, en su espíritu y en su corazón, el misterio de Dios. Y lo vive con grandeza de alma. Nada hay de mezquino en esta vocación. Todo está marcado con ese carácter de absoluto, de exigencia, de totalidad, de plenitud, que da su verdadera talla al hombre de Dios.
De ahí la importancia del lugar escogido, porque semejante forma de vida no se puede realizar en cualquier parte. Se necesitan unas condiciones especiales: un desierto, una separación del mundo, un número reducido de ermitaños, una proporción razonable entre "padres" y "hermanos". La Chartreuse ofrecía una ocasión excepcional, quizá única, para realizar sin ningún obstáculo semejante ideal.

Escudo de los Cartujos

En estas circunstancias es difícil imaginar que Bruno y sus compañeros hubieran tenido ni la más remota idea de fundar una Orden. No, sólo formaron un grupo reducido de solitarios, con unas exigencias concretas y en unas condiciones únicas que podían esperar continuaran mucho tiempo después. Tenían una conciencia demasiado viva de la originalidad de su estilo de vida, y, sobre todo, tal amor al silencio, a la humildad, al olvido y a la abnegación que no soñaban en extenderlo a otras partes y a otras personas. La idea de multiplicar su experiencia en el espacio y, sobre todo, en el tiempo, les era totalmente extraña. Convenía que la primera generación de cartujos, y el mismo Bruno, vivieran y murieran sin otra intención que la de vivir como perfectos ermitaños contemplativos, a fin de que su ideal llevara la impronta de una pureza absoluta. Más tarde, el Señor dispondría las cosas de modo distinto al que habían pensado, pero esto sería obra de Dios…

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El 9 de diciembre de 1086 proporcionó una gran satisfacción a Bruno y a sus compañeros. Ese día, en un sínodo celebrado en Grenoble, el obispo Hugo ratificó solemnemente las donaciones que habían hecho dos años antes los propietarios de las tierras de Chartreuse. Los cartujos quedaban dueños definitivamente de aquellas posesiones y además en la carta se definía, no sin solemnidad, el fin y la razón de ser del eremitorio.


Bruno podía creer por fin que había alcanzado el puerto por el que suspiraba su alma. Durante seis años siguió esta vida que consideraba como la más pura, la más santa, la más consagrada a Dios y también la más eficaz en un mundo en el que la misma Iglesia institucional, demasiado comprometida en intereses políticos y temporales, se corrompía. En la Cartuja creía haber encontrado definitivamente ese estar a solas con Dios, que consideraba como el preludio del cara a cara eterno.

Junto al papa Urbano II
Desde su elección, Urbano II se propuso rodearse de hombres íntegros, cuya absoluta fidelidad a la Iglesia y a la obra emprendida por Gregorio VII conocía, para asociarlos al gobierno de la Iglesia; Hugo, abad de Cluny, Juan, de Monte-Casino, Bruno y hasta un total de quince monjes, fue llamando paulatinamente a su lado durante su pontificado.
Bruno recibió un día la inesperada noticia de que el Papa le llamaba a Roma, y no para pasar una temporada, sino para quedarse allí. Su obediencia fue absoluta e incondicional en cuanto conoció la orden de Urbano II; la noticia, sin embargo, provocó entre los ermitaños que vivían con Bruno una gran desmoralización.

El tiempo urgía. Como sus compañeros estaban decididos a no continuar sin él su experiencia de Chartreuse, Bruno tenía que solucionar, antes de partir, la cuestión de la propiedad. De acuerdo con el obispo de Grenoble, Hugo, que tenía jurisdicción sobre las tierras de Chartreuse, se decidió que el dominio pasase a la abadía de Chaise-Dieu, representada por su abad Seguín.
Quizá sea este el momento en que Bruno mostró mayor grandeza de alma. Se trata de renunciar a aquello por lo cual lo había sacrificado todo, y de volver a encontrarse con lo que había abandonado. Aquella soledad conquistada al precio de tanta tenacidad, de tanta paciencia y tan conscientes renuncias, aquella soledad en la que al fin había hallado respuesta a las más profundas aspiraciones de su alma, aquel puro amor de Dios, aquella experiencia espiritual que a todas luces parecía favorecida por el Señor y que prometía tan maravillosos frutos de santidad, todo aquello quedaba de pronto reducido a la nada por una orden del Papa. Y él tenía que partir hacia la corte romana donde volvería a encontrar en grado superlativo todas aquellas preocupaciones, peligros e intrigas que había tratado de evitar al salir de Reims.

Si al menos sus amigos, sus compañeros, estuvieran decididos a proseguir la experiencia cartujana o intentaran continuarla… Pero no, él se iba y ellos querían irse también. En el fondo de su sacrificio personal, el comprobar ahora de repente el vivo afecto que le tenía aquel pequeño grupo, pese a su magnífico esfuerzo de renuncia al mundo, debía de ser para Bruno una ocasión de humillación más que de consuelo. Así se encontraba ante un sacrificio total de su proyecto primitivo, por el que tanto había luchado, y esto a sus sesenta años.
Dios iba a enseñarle, y a enseñarnos por medio de su vida, que existe una soledad aún más profunda que la soledad del desierto… La soledad de la obediencia y del don de sí a aquellos que uno no ha escogido, sino que se los ha elegido el Señor: "Otro te ceñirá y te llevará adonde tú no querías ir". La frase de Jesús a San Pedro se realizará en Bruno.
Pero he aquí que sus compañeros dispersos vuelven sobre sus pasos y, reflexionando mejor sobre los consejos de Bruno, empiezan a dudar de la sensatez de su decisión. Bruno y sus hijos vuelven a examinar su situación. Él, desde Roma, les seguirá siendo fiel y les ayudará con sus consejos y su amistad.

Ahora la situación cambia por completo. Se acepta el consejo de Bruno y se reagrupa la comunidad. Bruno le da un nuevo prior en la persona de Landuino. Pero entonces surge un problema muy grave: aquel grupo de ermitaños ya no es propietario de Chartreuse. Y este derecho de propiedad, que les asegura su subsistencia e independencia, es indispensable para vivir de nuevo su vocación. Bruno solicitó de Seguín la retrocesión de las tierras, paso que no dejaba de ser humillante para él. Aunque fuera segura su estabilidad personal en el plan trazado, el hecho de que el grupo se volviera atrás, podía parecer a los ojos de quienes conocían mal la vida de los ermitaños, un signo de inconstancia y una prueba de inseguridad con respecto al futuro de la fundación.

Bruno juzgó prudente que Urbano II interviniera en este asunto. La carta del Papa a Seguín, rebasaba en su alcance la simple transferencia de un derecho de propiedad. En realidad constituía la primera aprobación pontificia de los cartujos y afirmaba algo que siempre había parecido a Bruno esencial en su proyecto: la total independencia de sus ermitaños de cualquier patronazgo, fuera el que fuera: obispo, abadía o príncipe.
En el mes de septiembre de 1090 vemos, pues, restablecido en su primer estado el eremitorio de Chartreuse. Bruno está lejos, pero no ausente…Dentro de unos diez años podremos comprobar, por el contrario, el fervor, la unidad del grupo, la fidelidad de Landuino y la intensidad de la presencia invisible de Bruno entre sus hijos de Chartreuse.

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El esfuerzo de Bruno por adaptarse al ritmo de vida de la corte pontificia parece haber sido leal. Es verdad que las circunstancias no eran muy favorables para tal adaptación; la difícil diplomacia de aquel tiempo, la guerra, el cisma, las intrigas, creaban un clima, un mundo en el que Bruno no llegaba a encajar. Y en el fondo de su corazón se dejaba sentir, tanto más vivo cuanto más lo contradecía la situación, el deseo de soledad y sosiego.
Bruno expuso a Urbano II su desasosiego y solicitó el permiso de abandonar de nuevo la corte para volver a su desierto. Pero Urbano II tenía entonces un delicado puesto que cubrir, el arzobispado de Reggio.
Debió de tener conversaciones francas e íntimas con el Papa, abriendo su alma y exponiendo sus deseos, sus aspiraciones, su camino, a aquél que tenía la misión de orientar su vida. Y Urbano, que podía mantener y confirmar su orden imponiendo a Bruno el episcopado bajo censuras eclesiásticas, reconoció al fin en su antiguo Maestro una vocación excepcional, un llamamiento particular, por lo que Rangier fue elegido para la sede de Reggio.
La decisión honraba tanto a Urbano II como a Bruno. Los dos se inclinaron ante esa realidad misteriosa, pero clara y real e imperiosa, que se llama vocación de Dios.
Hace unos meses Bruno había sacrificado su vocación de ermitaño a una llamada del Papa; ahora Urbano II sacrificaba su llamamiento ante una llamada superior descubierta en el alma de Bruno. A través de este sacrificio la Iglesia reconocía el valor eminente de la vida puramente contemplativa para su obra de Redención.
Su alma tendía a volver humildemente y con sencillez a aquel lugar donde había gustado la soledad y la paz del desierto durante seis años. Todo le llamaba hacia sus hijos de Chartreuse. Podía prever de antemano su alegría ante la noticia de su vuelta. Sin embargo, en su deseo de volver a Chartreuse, tropezó con la voluntad expresa de Urbano II: debía quedarse en Italia y, dada la conflictiva situación que existía con los normandos en el sur de la península, no es aventurado pensar que el mismo Papa dirigiera los pasos de Bruno hacia Calabria.

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Este hecho tuvo para la experiencia eremítica de Bruno una importancia considerable. La misma Chartreuse dará pruebas de estar tan profundamente impregnada del espíritu de Bruno que, el grupo de ermitaños, a pesar de su ausencia, puede vivir fervorosamente según su ideal.
Hemos visto al Santo dejar Sèche-Fontaine ansioso de una mayor soledad, hallar en la Cartuja un desierto donde se realizaba esta soledad en un grado único, permanecer allí seis años, y no salir de allí sino por obediencia. Le hemos visto renunciar al arzobispado de Reggio. Todos estos hechos hablan por sí mismos.
No cabe duda ninguna, Bruno no tiene otro deseo, una vez conseguido el permiso del Papa, que encontrar una soledad análoga a la de Chartreuse para vivir allí con Dios. Espera que la providencia le conducirá de nuevo hacia el desierto donde está su verdadera vocación. Desde su punto de vista, el problema es sencillo. Cuando "el Único necesario" se ha apoderado de un alma, todo se simplifica.

Soledad reconquistada en Calabria y muerte de San Bruno
Bruno se encuentra ahora con dificultades muy distintas de las de Chartreuse. En la primera Cartuja, la fundación le fue facilitada al máximo por Hugo de Grenoble, que comprendía su ideal hasta el punto de hacerlo suyo, apoyándole con toda su autoridad, y prodigándole sus consejos y ayuda. En cambio, en Calabria fueron los hombres más que la naturaleza los que entorpecieron su proyecto.

La decisión de Bruno de volver a la vida eremítica tuvo lugar en el momento en que Urbano II y el conde normando Rogerio procuraban darse muestras de un amistad inquebrantable. Por lo demás, la política de latinización de la vida monástica que inaugura el conde Rogerio en Calabria no es vista con malos ojos por la corte pontificia. En cuanto a Bruno, sólo le domina una idea: volver a hallar en Calabria, en la medida en que las circunstancias se lo permitan, la soledad y la paz de que había gozado en Chartreuse.
El lugar donde Bruno instaló su nuevo eremitorio se llamaba Santa María de la Torre y, aunque solitario, no ofrecía a la soledad de los ermitaños las mismas defensas naturales que el macizo montañoso de Chartreuse. Es allí, sin embargo, donde se levanta el nuevo eremitorio y donde el Santo, con otros compañeros laicos y clérigos, vuelve a dedicarse a la vida puramente contemplativa.
No nos cabe la menor duda de que Bruno vivió y ayudó a vivir a los demás en Santa María de la Torre esta vida contemplativa ideal y concreta, apasionante y existencial. A pesar de la diferencia de lugares y circunstancias políticas, todo nos inclina a creer que, los diez años de Calabria fueron para él muy parecidos a los seis de Chartreuse: el mismo silencio, el mismo gusto por la soledad, el mismo celo por la vida contemplativa, la misma influencia espiritual en su comunidad, la misma sencillez y bondad, la misma caridad…
Pero Bruno guarda el recuerdo de la Cartuja lejana y vela por ella. Dios le reserva un gozo del cual se conservará para los cartujos un precioso testimonio: la visita, sobre el año 1099, del prior de Chartreuse, Landuino, y con esta ocasión, la carta "ad fratres Cartusiae".

El viaje de Landuino nos atestigua que la comunidad de Chartreuse ha conservado un profundo afecto hacia Bruno y continúa viendo en él a su verdadero Padre.

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Llega el año 1101 y los días del Santo se acaban. En la semana que precedió a su muerte, Bruno quiso hacer su profesión de fe, según costumbre muy extendida en aquella época.
Más que una profesión de fe, sus palabras son una profesión de amor. Bruno quiso morir en la Luz que había iluminado toda su vida.
El 6 de octubre, domingo, su alma santa se separó de su cuerpo; era el 6 de octubre del año del Señor 1101. Tenía algo más de 70 años, y hacía 17 que había fundado el eremitorio de Chartreuse.

La tranquila serenidad de esta muerte nos la atestigua la Carta encíclica que sus hijos de Calabria escribieron encabezando el Rollo de difuntos. Allí se ve también la unión profunda de todos los corazones en un mismo afecto hacia él.

Apenas se conoció la noticia de su muerte, la gente de Calabria e Italia corrió a venerar sus restos mortales. Se cuenta que los cartujos tuvieron que dejar expuesto tres días el cadáver antes de enterrarlo.
Después de su muerte Bruno recibió sepultura, como los demás ermitaños, en el cementerio de Santa María.

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Por su carisma de fundador, San Bruno ha comunicado esta riqueza de vida sobrenatural a través de un doble canal, como maestro y como padre. Ambos caracteres se diferencian y se completan. El maestro enseña, el padre engendra; el maestro transmite ciencia, el padre vida, algo sustancial semejante a sí mismo; el maestro puede originar una tradición, el padre establece una herencia. El fundador influye de varios modos: por poseer las virtudes propias de la vocación que inicia, o por impulsar al seguimiento de Cristo, o por desarrollar en sí el carisma de la vocación.

Sus discípulos vieron en él a un hombre sabio, bondadoso, ejemplar, profundamente sencillo, lanzado él y arrastrando a los demás a la búsqueda de Dios. Auténtico formador que enseñaba lo que vivía. Así lo vio Guigo: "Famoso por su religión y piedad, modelo de honradez, gravedad y total madurez". Y en la misma línea lo vieron sus sucesores, como dom Le Masson: "Aunque no dejó forma escrita de vida…, fue modelo de solitarios…, suministró medios para avanzar en la caridad…y acelerar el seguimiento de Cristo sin mirar nunca atrás".

Pero también descubrían en él al padre, apelativo que con las nuevas generaciones de cartujos fue ganando en significación.Consecuentes con este uso monástico y reclamándolo la bondad innata deSsan Bruno, las primeras comunidades de Chartreuse y de Calabria lo llamaron Padre.

Hay que renunciar ciertamente a conocer con profundidad los sucesos de la vida de San Bruno. Pero tras estas líneas podemos sacar a la luz algunos rasgos de su fisonomía que nos aportan un conocimiento mucho más importante que el detalle de tal o cual dato de su "curriculum vitae".

Hemos podido ver a San Bruno distinguido por su ciencia, amado por sus discípulos, incorruptible en un medio trabajado por la simonía y en un tiempo en el cual, aun los hombres rectos, se dejaban inducir a ciertos compromisos. Tranquilo, constante, de voluntad firme, sabiendo asumir sus responsabilidades llegada la hora. En fin, renunciando a todo y deshaciéndose por consagrarse enteramente a Dios en el momento en que hubiera podido alcanzar sin intriga ninguna las más altas dignidades, de las cuales todos le juzgaban capaz.
Al seguir paso a paso las peripecias de la lucha contra el arzobispo simoníaco, se desprende como rasgo principal esta honradez a toda prueba. Así, se puede confiar en los títulos fúnebres, cuyos autores han quedado visiblemente impresionados por este aspecto de la fisonomía de Bruno. Sus contemporáneos han visto en él un hombre "justo y sincero", "un excelente varón", que fue "el honor del clero, íntegro de costumbres", "de una admirable probidad", "cuya piadosa vida iba realzada por su honradez". Fue "sencillo, puro, y lleno de amor de Dios"… Ya en 1102, en la metropolitana de Reims, los canónigos con quienes había vivido lo calificaban de "santo".


El camino cartujano

El fin : la contemplación

« …descubrir la inmensidad del amor. »

El fin principal del camino cartujano es la CONTEMPLACIÓN. Vivir tan continuamente como sea posible a la luz del amor de Dios hacia nosotros, manifestado en Cristo, por el Espíritu Santo.
Esto supone de nuestra parte la pureza de corazón, o la caridad : « Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. » (Mt 5,8)

La tradición monástica llama a este fin la oración pura y continua.
Los frutos de la contemplación son : la libertad, la paz, la alegría. O Bonitas! ¡Oh Bondad!, era la exclamación de alegría que brotaba del corazón de Bruno. Pero la unificación del corazón y la entrada en el reposo contemplativo, suponen un largo camino. Nuestros Estatutos lo describen de la manera siguiente :

« Quien persevera firme en la celda y por ella es formado, tiende a que todo el conjunto de su vida se unifique y convierta en una constante oración. Pero no podrá entrar en este reposo sin haberse ejercitado en el esfuerzo de un duro combate, ya por las austeridades en las que se mantiene por familiaridad con la cruz, ya por las visitas del Señor mediante las cuales lo prueba como oro en el crisol. Así, purificado por la paciencia, consolado y robustecido por la asidua meditación de las Escrituras, e introducido en lo profundo de su corazón por la gracia del Espíritu, podrá ya no sólo servir a Dios, sino también unirse a Él. »

Por lo tanto, toda la vida monástica consiste en esta marcha hacia el fondo del corazón y todos los valores de nuestra vida están orientados hacia ese fin. Estos valores ayudan para que el monje unifique su vida en la caridad y le introducen en lo profundo de su corazón.
Hablando con propiedad, este fin no nos distingue de los demás monjes contemplativos (Cistercienses, Benedictinos…), pero es el camino emprendido, cuyas características esenciales son las siguientes :
  • ·         la soledad
  • ·         cierta combinación de vida solitaria y de vida comunitaria
  • ·         la liturgia cartujana
  •     La soledad

Compartimos algunos valores monásticos con otros monjes contemplativos: la ascesis (vigilias y ayunos), el silencio, el trabajo, la pobreza, la castidad, la obediencia, la escucha de la Palabra, la oración, la humildad. Otros, nos son propios.
La primera característica esencial de nuestra vida, es la vocación a la soledad, a la cual somos especialmente llamados. El monje Cartujo busca a Dios en la soledad.
« El empeño y propósito nuestros son principalmente vacar al silencio y soledad de la celda. Esta es, pues, la tierra santa y el lugar donde el Señor y su siervo conversan a menudo como entre amigos; donde el alma fiel se une frecuentemente a la Palabra de Dios y la esposa vive en compañía del Esposo; donde se unen lo terreno y lo celestial, lo humano y lo divino. »

La soledad se vive a tres niveles :
1.  la separación del mundo
2.  la guarda de la celda
3.  la soledad interior, o la soledad del corazón
1.  La separación del mundo se lleva a cabo por la clausura. No salimos del monasterio sino más que para un paseo semanal(espaciamiento). No recibimos visitas ni ejercemos apostolado exterior alguno. En el monasterio no tenemos radio ni televisión. El Prior es quien recibe las noticias y transmite a los monjes lo que no deben ignorar. Así se encuentran reunidas las condiciones necesarias para que se desarrolle el silencio interior que permite al alma permanecer atenta a la presencia de Dios.
2.  La Celda Celda es una vivienda acondicionada para proporcionar al Cartujo la soledad tan completa como sea posible, asegurándole lo necesario para la vida. Cada celda consiste en un apartamento con planta alta, rodeado de un pequeño jardín, donde el monje permanece en soledad la mayor parte del día durante toda su vida.
Debido a esta soledad cada una de nuestras casas se llama desierto o yermo.
Sin embargo, la clausura y la guarda de la celda no aseguran más que una soledad exterior. Es el primer paso que favorece la soledad interior, o pureza del corazón: mantener su corazón alejado de cuanto no es Dios o no conduce a Dios. A este nivel es donde el Cartujo se enfrenta con las veleidades de su imaginación y las fluctuaciones de su sensibilidad. Mientras el monje dispute con su "yo", sus sensibilidades, sus pensamientos inútiles, sus deseos irreales, aún no está centrado en Dios. Aquí es donde experimenta realmente su fragilidad y el poder del Espíritu Santo y donde aprende poco a poco « …la costumbre de la tranquila escucha del corazón, que deja entrar a Dios por todas sus puertas y sendas. » (Estatutos 4,2)
Acogida

En la Cartuja, las celebraciones litúrgicas no incluyen un fin pastoral. Así se explica por qué no se admiten a participar en la Misa o en los oficios celebrados en la iglesia de nuestros monasterios a las personas que no pertenecen a la Orden. Por vocación a la soledad, la acogida se limita a la familia de los monjes (2 días al año) y a los aspirantes a nuestro género de vida, ejercitantes.

Vida solitaria y vida comunitaria

Una comunión de solitarios

« La gracia del Espíritu Santo congrega a los solitarios para formar una comunión en el amor, a imagen de la Iglesia, que es una y se extiende por todas partes. »
Lo característico de la Cartuja se debe, en segundo lugar, a la parte de vida común que está indisolublemente ligada al aspecto solitario. Este fue el rasgo genial de S. Bruno, inspirado por el Espíritu Santo, haber sabido combinar desde el principio una proporción equilibrada de vida solitaria y de vida común, de forma que la Cartuja llegará a ser una comunión de solitarios para Dios. Soledad y vida fraterna se equilibran mutuamente.

La vida comunitaria tiene cada día su manifestación concreta en la liturgia cantada en la iglesia. Y todas las semanas, por reuniones de la comunidad : el domingo, en el momento de la comida del mediodía tomada en silencio en el refectorio y, después de la comida, durante la recreación semanal. Además, el primer día de la semana, un paseo largo, de alrededor de cuatro horas (el espaciamiento) durante el cual hablamos, nos permite conocernos mejor. Estas recreaciones y paseos tienen como fin cultivar el mutuo afecto y favorecer la unión de los corazones, al mismo tiempo que aseguran el equilibrio físico.

Padres y Hermanos
Una comunidad cartujana está formada por monjes del claustro, sacerdotes o destinados a serlo (Padres) y por monjes conversos o donados (Hermanos). Los monjes del claustro viven una soledad más estricta. No salen de su celda fuera de las ocasiones previstas por la Regla (ordinariamente tres veces al día para la liturgia; algo más frecuentemente el domingo). Allí se ocupan en la oración, la lectura y el trabajo (serrar madera para calentarse en invierno, cultivar el jardín, mecanografía, carpintería…). Los Hermanos aseguran por su trabajo fuera de la celda los diferentes servicios de la comunidad (cocina, carpintería, lavado de ropa, explotación del bosque…). Se trata de un mismo ideal, vivido de dos maneras diferentes. Los Hermanos, en cuanto es posible, también trabajan en silencio y soledad. Tienen su parte de vida en la celda, pero no tanto como los Padres. Las dos fórmulas se completan para formar la única Cartuja y corresponden a aptitudes diferentes de quienes desean entrar en la vida cartujana.
En la forma de vida de los Hermanos, todavía existen dos opciones posibles, la de los religiosos llamados Conversos (monjes que emiten exactamente los mismo votos que los Padres) y la de los Donados.
Éstos son monjes que no pronuncian votos pero, por amor a Cristo, se entregan a la Orden por un compromiso (contrato recíproco). Tienen costumbres propias que difieren de la de los conversos: su asistencia a los Oficios, sobre todo al Oficio de la noche, es menos estricta, están menos obligados a oraciones vocales, etc. Viven sin tener nada como propio, conservan, sin embargo, la propiedad y disposición de sus bienes. Al cabo de siete años pueden comprometerse definitivamente o entrar en un régimen de renovación trienal de su donación. Su ofrenda no es menos sincera que la de los demás monjes, siendo así que cumplen trabajos difícilmente compatibles con las observancias de los conversos.
Las monjas admiten los mismos tipos de vocación con los nombres de monjas de coro, monjas conversas y monjas donadas.