En Honor al Castísimo Corazón de San José
Fiesta que en la tradición celebramos el Miércoles siguiente a la Solemnidades del Sagrado Corazón de Jesús y del Inmaculado Corazón de María
CARTA ENCÍCLICA QUAMQUAM PLURIES
DEL SUMO PONTÍFICE
LEÓN XIII
SOBRE LA DEVOCIÓN A SAN JOSÉ
Papa León XIII |
A
nuestros Venerables Hermanos los Patriarcas,
Primados, Arzobispos y otros Ordinarios, en paz y unión con la Sede Apostólica.
1.
Aunque muchas veces antes Nos hemos dispuesto que se ofrezcan oraciones
especiales en el mundo entero, para que las intenciones del Catolicismo puedan
ser insistentemente encomendadas a Dios, nadie considerará como motivo de
sorpresa que Nos consideremos el momento presente como oportuno para inculcar
nuevamente el mismo deber. Durante periodos de tensión y de prueba —sobre todo
cuando parece en los hechos que toda ausencia de ley es permitida a los poderes
de la oscuridad— ha sido costumbre en la Iglesia suplicar con especial fervor y
perseverancia a Dios, su autor y protector, recurriendo a la intercesión de los
santos —y sobre todo de la Santísima Virgen María, Madre de Dios— cuya tutela
ha sido siempre muy eficaz. El fruto de esas piadosas oraciones y de la
confianza puesta en la bondad divina, ha sido siempre, tarde o temprano, hecha
patente. Ahora, Venerables Hermanos, ustedes conocen los tiempos en los que
vivimos; son poco menos deplorables para la religión cristiana que los peores
días, que en el pasado estuvieron llenos de miseria para la Iglesia. Vemos la
fe, raíz de todas las virtudes cristianas, disminuir en muchas almas; vemos la
caridad enfriarse; la joven generación diariamente con costumbres y puntos de
vista más depravados; la Iglesia de Jesucristo atacada por todo flanco
abiertamente o con astucia; una implacable guerra contra el Soberano Pontífice;
y los fundamentos mismos de la religión socavados con una osadía que crece
diariamente en intensidad. Estas cosas son, en efecto, tan notorias que no hace
falta que nos extendamos acerca de las profundidades en las que se ha hundido
la sociedad contemporánea, o acerca de los proyectos que hoy agitan las mentes
de los hombres. Ante circunstancias tan infaustas y problemáticas, los remedios
humanos son insuficientes, y se hace necesario, como único recurso, suplicar la
asistencia del poder divino.
2.
Este es el motivo por el que Nos hemos considerado necesario dirigirnos al
pueblo cristiano y exhortarlo a implorar, con mayor celo y constancia, el auxilio
de Dios Todopoderoso. Estando próximos al mes de octubre, que hemos consagrado
a la Virgen María, bajo la advocación de Nuestra Señora del Rosario, Nos
exhortamos encarecidamente a los fieles a que participen de las actividades de
este mes, si es posible, con aún mayor piedad y constancia que hasta ahora.
Sabemos que tenemos una ayuda segura en la maternal bondad de la Virgen, y
estamos seguros de que jamás pondremos en vano nuestra confianza en ella. Si,
en innumerables ocasiones, ella ha mostrado su poder en auxilio del mundo
cristiano, ¿por qué habríamos de dudar de que ahora renueve la asistencia de su
poder y favor, si en todas partes se le ofrecen humildes y constantes
plegarias? No, por el contrario creemos en que su intervención será de lo más
extraordinaria, al habernos permitido elevarle nuestras plegarias, por tan
largo tiempo, con súplicas tan especiales. Pero Nos tenemos en mente otro
objeto, en el cual, de acuerdo con lo acostumbrado en ustedes, Venerables
Hermanos, avanzarán con fervor. Para que Dios sea más favorable a nuestras
oraciones, y para que Él venga con misericordia y prontitud en auxilio de Su
Iglesia, Nos juzgamos de profunda utilidad para el pueblo cristiano, invocar
continuamente con gran piedad y confianza, junto con la Virgen-Madre de Dios,
su casta Esposa, a San José; y tenemos plena seguridad de que esto será del
mayor agrado de la Virgen misma. Con respecto a esta devoción, de la cual Nos
hablamos públicamente por primera vez el día de hoy, sabemos sin duda que no
sólo el pueblo se inclina a ella, sino que de hecho ya se encuentra
establecida, y que avanza hacia su pleno desarrollo. Hemos visto la devoción a
San José, que en el pasado han desarrollado y gradualmente incrementado los
Romanos Pontífices, crecer a mayores proporciones en nuestro tiempo,
particularmente después que Pío IX, de feliz memoria, nuestro predecesor,
proclamase, dando su consentimiento a la solicitud de un gran número de
obispos, a este santo patriarca como el Patrono de la Iglesia Católica. Y puesto
que, más aún, es de gran importancia que la devoción a San José se introduzca
en las prácticas diarias de piedad de los católicos, Nos deseamos exhortar a
ello al pueblo cristiano por medio de nuestras palabras y nuestra autoridad.
3.
Las razones por las que el bienaventurado José debe ser considerado especial
patrono de la Iglesia, y por las que a su vez, la Iglesia espera muchísimo de
su tutela y patrocinio, nacen principalmente del hecho de que él es el esposo
de María y padre putativo de Jesús. De estas fuentes ha manado su dignidad, su
santidad, su gloria. Es cierto que la dignidad de Madre de Dios llega tan alto
que nada puede existir más sublime; mas, porque entre la santísima Virgen y
José se estrechó un lazo conyugal, no hay duda de que a aquella altísima
dignidad, por la que la Madre de Dios supera con mucho a todas las criaturas,
él se acercó más que ningún otro. Ya que el matrimonio es el máximo consorcio y
amistad —al que de por sí va unida la comunión de bienes— se sigue que, si Dios
ha dado a José como esposo a la Virgen, se lo ha dado no sólo como compañero de
vida, testigo de la virginidad y tutor de la honestidad, sino también para que
participase, por medio del pacto conyugal, en la excelsa grandeza de ella. El
se impone entre todos por su augusta dignidad, dado que por disposición divina
fue custodio y, en la creencia de los hombres, padre del Hijo de Dios. De donde
se seguía que el Verbo de Dios se sometiera a José, le obedeciera y le diera
aquel honor y aquella reverencia que los hijos deben a sus propio padres. De
esta doble dignidad se siguió la obligación que la naturaleza pone en la cabeza
de las familias, de modo que José, en su momento, fue el custodio legítimo y
natural, cabeza y defensor de la Sagrada Familia. Y durante el curso entero de
su vida él cumplió plenamente con esos cargos y esas responsabilidades. El se
dedicó con gran amor y diaria solicitud a proteger a su esposa y al Divino
Niño; regularmente por medio de su trabajo consiguió lo que era necesario para
la alimentación y el vestido de ambos; cuidó al Niño de la muerte cuando era
amenazado por los celos de un monarca, y le encontró un refugio; en las
miserias del viaje y en la amargura del exilio fue siempre la compañía, la
ayuda y el apoyo de la Virgen y de Jesús. Ahora bien, el divino hogar que José
dirigía con la autoridad de un padre, contenía dentro de sí a la apenas
naciente Iglesia. Por el mismo hecho de que la Santísima Virgen es la Madre de
Jesucristo, ella es la Madre de todos los cristianos a quienes dio a luz en el
Monte Calvario en medio de los supremos dolores de la Redención; Jesucristo es,
de alguna manera, el primogénito de los cristianos, quienes por la adopción y
la Redención son sus hermanos. Y por estas razones el Santo Patriarca contempla
a la multitud de cristianos que conformamos la Iglesia como confiados
especialmente a su cuidado, a esta ilimitada familia, extendida por toda la
tierra, sobre la cual, puesto que es el esposo de María y el padre de
Jesucristo, conserva cierta paternal autoridad. Es, por tanto, conveniente y
sumamente digno del bienaventurado José que, lo mismo que entonces solía
tutelar santamente en todo momento a la familia de Nazaret, así proteja ahora y
defienda con su celeste patrocinio a la Iglesia de Cristo.
4.
Ustedes comprenden bien, Venerables Hermanos, que estas consideraciones se
encuentran confirmadas por la opinión sostenida por un gran número de los
Padres, y que la sagrada liturgia reafirma, que el José de los tiempos
antiguos, hijo del patriarca Jacob, era tipo de San José, y el primero por su
gloria prefiguró la grandeza del futuro custodio de la Sagrada Familia. Y
ciertamente, más allá del hecho de haber recibido el mismo nombre —un punto
cuya relevancia no ha sido jamás negada— , ustedes conocen bien las semejanzas que
existen entre ellos; principalmente, que el primer José se ganó el favor y la
especial benevolencia de su maestro, y que gracias a la administración de José
su familia alcanzó la prosperidad y la riqueza; que —todavía más importante—
presidió sobre el reino con gran poder, y, en un momento en que las cosechas
fracasaron, proveyó por todas las necesidades de los egipcios con tanta
sabiduría que el Rey decretó para él el título de "Salvador del
mundo". Por esto es que Nos podemos prefigurar al nuevo en el antiguo
patriarca. Y así como el primero fue causa de la prosperidad de los intereses
domésticos de su amo y a la vez brindó grandes servicios al reino entero, así
también el segundo, destinado a ser el custodio de la religión cristiana, debe
ser tenido como el protector y el defensor de la Iglesia, que es verdaderamente
la casa del Señor y el reino de Dios en la tierra. Estas son las razones por
las que hombres de todo tipo y nación han de acercarse a la confianza y tutela
del bienaventurado José. Los padres de familia encuentran en José la mejor
personificación de la paternal solicitud y vigilancia; los esposos, un perfecto
de amor, de paz, de fidelidad conyugal; las vírgenes a la vez encuentran en él
el modelo y protector de la integridad virginal. Los nobles de nacimiento
aprenderán de José como custodiar su dignidad incluso en las desgracias; los
ricos entenderán, por sus lecciones, cuáles son los bienes que han de ser
deseados y obtenidos con el precio de su trabajo. En cuanto a los trabajadores,
artesanos y personas de menor grado, su recurso a San José es un derecho
especial, y su ejemplo está para su particular imitación. Pues José, de sangre
real, unido en matrimonio a la más grande y santa de las mujeres, considerado
el padre del Hijo de Dios, pasó su vida trabajando, y ganó con la fatiga del
artesano el necesario sostén para su familia. Es, entonces, cierto que la
condición de los más humildes no tiene en sí nada de vergonzoso, y el trabajo
del obrero no sólo no es deshonroso, sino que, si lleva unida a sí la virtud,
puede ser singularmente ennoblecido. José, contento con sus pocas posesiones,
pasó las pruebas que acompañan a una fortuna tan escasa, con magnanimidad,
imitando a su Hijo, quien habiendo tomado la forma de siervo, siendo el Señor
de la vida, se sometió a sí mismo por su propia libre voluntad al despojo y la
pérdida de todo.
5.
Por medio de estas consideraciones, los pobres y aquellos que viven con el
trabajo de sus manos han de ser de buen corazón y aprender a ser justos. Si
ganan el derecho de dejar la pobreza y adquirir un mejor nivel por medios
legítimos, que la razón y la justicia los sostengan para cambiar el orden
establecido, en primer instancia, para ellos por la Providencia de Dios. Pero
el recurso a la fuerza y a las querellas por caminos de sedición para obtener
tales fines son locuras que sólo agravan el mal que intentan suprimir. Que los
pobres, entonces, si han de ser sabios, no confíen en las promesas de los
hombres sediciosos, sino más bien en el ejemplo y patrocinio del bienaventurado
José, y en la maternal caridad de la Iglesia, que cada día tiene mayor
compasión de ellos.
7.
Como prenda de celestiales favores, y en testimonio de nuestra buena voluntad,
impartimos muy afectuosamente en el Señor, a ustedes, Venerables Hermanos, a su
clero y a su pueblo, la bendición apostólica.
Dado
en el Vaticano, el 15 de agosto de 1889, undécimo año de nuestro pontificado.
LEÓN
PP. XIII
EXHORTACIÓN APOSTÓLICA
REDEMPTORIS CUSTOS
DEL SUMO PONTÍFICE
REDEMPTORIS CUSTOS
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
SOBRE LA FIGURA Y LA MISIÓN DE SAN JOSÉ
EN LA VIDA DE CRISTO Y DE LA IGLESIA
INTRODUCCIÓN
1. Llamado a ser el Custodio del Redentor, «José... hizo como el ángel del Señor le había mandado, y tomó consigo a su mujer» (Mt 1, 24).
Desde los primeros siglos, los Padres de la Iglesia, inspirándose
en el Evangelio, han subrayado que san José, al igual que cuidó amorosamente a
María y se dedicó con gozoso empeño a la educación de Jesucristo[1],
también custodia y protege su cuerpo místico, la Iglesia, de la que la Virgen
Santa es figura y modelo.
En el centenario de la publicación de la Carta Encíclica Quamquam pluries del Papa León XIII[2],
y siguiendo la huella de la secular veneración a san José, deseo presentar a la
consideración de vosotros, queridos hermanos y hermanas, algunas reflexiones
sobre aquél al cual Dios «confió la custodia de sus tesoros más preciosos»[3],
Con profunda alegría cumplo este deber pastoral, para que en todos crezca la
devoción al Patrono de la Iglesia universal y el amor al Redentor, al que él
sirvió ejemplarmente.
De este modo, todo el pueblo cristiano no sólo recurrirá con mayor
fervor a san José e invocará confiado su patrocinio, sino que tendrá siempre
presente ante sus ojos su humilde y maduro modo de servir, así como de
«participar» en la economía de la salvación[4].
Considero, en efecto, que el volver a reflexionar sobre la
participación del Esposo de María en el misterio divino consentirá a la
Iglesia, en camino hacia el futuro junto con toda la humanidad, encontrar
continuamente su identidad en el ámbito del designio redentor, que tiene su fundamento en el
misterio de la Encarnación.
Precisamente José de Nazaret «participó» en este misterio como
ninguna otra persona, a excepción de María, la Madre del Verbo Encarnado. El
participó en este misterio junto con ella, comprometido en la realidad del
mismo hecho salvífico, siendo depositario del mismo amor, por cuyo poder el
eterno Padre «nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo» (Ef1,
5).
I. EL MARCO EVANGÉLICO
El matrimonio con María
2. «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer,
porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le
pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1, 20-21).
El Evangelista Mateo explica el significado de este momento,
delineando también como José lo ha vivido. Sin embargo, para comprender
plenamente el contenido y el contexto, es importante tener presente el texto
paralelo del Evangelio de
Lucas. En efecto, en relación con el versículo que dice: «La generación de
Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María, estaba desposada con José y,
antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del
Espíritu Santo» (Mt 1,
18), el origen de la gestación de María «por obra del Espíritu Santo» encuentra
una descripción más amplia y explícita en
el versículo que se lee en Lucas sobre la anunciación del nacimiento de Jesús: «Fue enviado por Dios el ángel Gabriel
a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre
llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María» (Lc 1, 26-27). Las palabras del ángel:
«Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1, 28), provocaron una turbación
interior en María y, a la vez, le llevaron a la reflexión. Entonces el
mensajero tranquiliza a la Virgen y, al mismo tiempo, le revela el designio
especial de Dios referente a ella misma: «No temas, María, porque has
hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un
hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El será grande y será llamado Hijo
del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre» (Lc 1, 30-32).
El evangelista había afirmado poco antes que, en el momento de la
anunciación, María estaba «desposada con un hombre llamado José, de la casa de
David». La naturaleza de este «desposorio» es explicada indirectamente, cuando
María, después de haber escuchado lo que el mensajero había dicho sobre el
nacimiento del hijo, pregunta: «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?» (Lc 1, 34). Entonces le llega esta
respuesta: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te
cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado
Hijo de Dios» (Lc 1, 35).
María, si bien ya estaba «desposada» con José, permanecerá virgen, porque el
niño, concebido en su seno desde la anunciación, había sido concebido por obra
del Espíritu Santo.
En este punto el texto de Lucas coincide con el de Mateo 1, 18 y
sirve para explicar lo que en él se lee. Si María, después del desposorio con
José, se halló «encinta por obra del Espíritu Santo», este hecho corresponde a
todo el contenido de la anunciación y, de modo particular, a las últimas
palabras pronunciadas por María: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). Respondiendo al claro designio
de Dios, María con el paso de los días y de las semanas se manifiesta ante la
gente y ante José «encinta», como aquella que debe dar a luz y lleva consigo el
misterio de la maternidad.
3. A la vista de esto «su marido José, como era justo y no quería
ponerla en evidencia, resolvió
repudiarla en secreto» (Mt 1,
19), pues no sabía cómo comportarse ante la «sorprendente» maternidad de María.
Ciertamente buscaba una respuesta a la inquietante pregunta, pero, sobre todo,
buscaba una salida a aquella situación tan difícil para él. Por tanto, cuando «reflexionaba
sobre esto, he aquí que se le apareció en sueños un ángel del Señor y le
dijo: "José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu
esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un
hijo, a quien pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus
pecados"» (Mt 1,
20-21).
Existe una profunda analogía entre la «anunciación» del texto de
Mateo y la del texto de Lucas. El
mensajero divino introduce a José en el misterio de la maternidad de María.
La que según la ley es su «esposa», permaneciendo virgen, se ha convertido en
madre por obra del Espíritu Santo. Y cuando el Hijo, llevado en el seno por
María, venga al mundo, recibirá el nombre de Jesús. Era éste un nombre conocido
entre los israelitas y, a veces, se ponía a los hijos. En este caso, sin
embargo, se trata del Hijo que, según la promesa divina, cumplirá
plenamente el significado de este nombre: Jesús-Yehošua',
que significa, Dios salva.
El mensajero se dirige a José
como al «esposo de María», aquel que, a su debido tiempo, tendrá que imponer
ese nombre al Hijo que nacerá de la Virgen de Nazaret, desposada con él. El
mensajero se dirige, por
tanto, a José confiándole la
tarea de un padre terreno respecto al Hijo de María.
«Despertado José del sueño, hizo como el ángel del Señor le había
mandado, y tomó consigo a su mujer» (Mt 1, 24). El la tomó en todo el misterio
de su maternidad; la tomó junto con el Hijo que llegaría al mundo por obra del
Espíritu Santo,demostrando de
tal modo una disponibilidad de
voluntad, semejante a la de María, en orden a lo que Dios le pedía por
medio de su mensajero.
II. EL DEPOSITARIO DEL MISTERIO DE DIOS
4. Cuando María, poco después de la anunciación, se dirigió a la
casa de Zacarías para visitar a su pariente Isabel, mientras la saludaba oyó
las palabras pronunciadas por Isabel «llena de Espíritu Santo» (Lc 1, 41). Además de las palabras
relacionadas con el saludo del ángel en la anunciación, Isabel dijo: «¡Feliz
la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del
Señor!» (Lc 1, 45).
Estas palabras han sido el pensamiento-guía de la encíclica Redemptoris Mater,
con la cual he pretendido profundizar en las enseñanzas del Concilio Vaticano
II que afirma: «La Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su
Hijo hasta la cruz» [5] y «precedió»[6] a todos los que, mediante la fe,
siguen a Cristo.
Ahora, al comienzo de esta peregrinación, la fe de María se encuentra con la
fe de José. Si Isabel dijo de la Madre del Redentor: «Feliz la que ha
creído», en cierto sentido se puede aplicar esta bienaventuranza a José, porque
él respondió afirmativamente a la Palabra de Dios, cuando le fue transmitida en
aquel momento decisivo. En honor a la verdad, José no respondió al «anuncio»
del ángel como María; pero hizo como le había ordenado el ángel del Señor y tomó
consigo a su esposa. Lo que él
hizo es genuina "obediencia de la fe" (cf. Rom 1, 5; 16, 26; 2 Cor 10, 5-6).
Se puede decir que lo
que hizo José le unió en modo
particularísimo a la fe de María. Aceptó como verdad proveniente de Dioslo
que ella ya había aceptado en
la anunciación. El Concilio dice al respecto: «Cuando Dios revela hay que
prestarle "la obediencia de la fe", por la que el hombre se confía
libre y totalmente a Dios, prestando a Dios revelador el homenaje del
entendimiento y de la voluntad y asintiendo voluntariamente a la revelación
hecha por él»[7]. La frase anteriormente citada,
que concierne a la esencia misma de la fe, se
refiere plenamente a José de Nazaret.
5. El, por tanto, se convirtió en el depositario singular del misterio «escondido desde siglos en Dios» (cf. Ef 3, 9), lo mismo que se convirtió María
en aquel momento decisivo que el Apóstol llama «la plenitud de los tiempos»,
cuando «envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» para «rescatar a los que se
hallaban bajo la ley», «para que recibieran la filiación adoptiva» (cf. Gál 4, 4-5). «Dispuso Dios —afirma el
Concilio— en su sabiduría revelarse a sí mismo y dar a conocer el misterio de
su voluntad (cf. Ef 1, 9), mediante el cual los hombres,
por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu
Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina (cf. Ef 2, 18; 2 Pe 1, 4)»[8].
De este misterio divino José es, junto con María, el primer
depositario. Con María —y también en
relación con María— él
participa en esta fase culminante de la autorrevelación de Dios en Cristo,
y participa desde el primer instante. Teniendo a la vista el texto de ambos
evangelistas Mateo y Lucas, se puede decir también que José es el primero en participar de la fe de la Madre
de Dios, y que, haciéndolo así, sostiene a su esposa en la fe de la divina
anunciación. El es asimismo el que ha sido puesto en primer lugar por Dios en
la vía de la «peregrinación de la fe», a través de la cual, María, sobre todo
en el Calvario y en Pentecostés, precedió de forma eminente y singular[9].
6. La vía propia de José, su
peregrinación de la fe, se concluirá antes, es decir, antes de que María se
detenga ante la Cruz en el Gólgota y antes de que Ella, una vez vuelto Cristo
al Padre, se encuentre en el Cenáculo de Pentecostés el día de la manifestación
de la Iglesia al mundo, nacida mediante el poder del Espíritu de verdad. Sin
embargo, la vía de la fe de
José sigue la misma dirección, queda totalmente determinada por el mismo
misterio del que él junto con María se había convertido en el primer
depositario. La encarnación y la redención constituyen una unidad orgánica e
indisoluble, donde el «plan de la revelación se realiza con palabras y gestos
intrínsecamente conexos entre sí»[10].
Precisamente por esta unidad el Papa Juan XXIII, que tenía una gran devoción a
san José, estableció que en el Canon romano de la Misa, memorial perpetuo de la
redención, se incluyera su nombre junto al de María, y antes del de los
Apóstoles, de los Sumos Pontífices y de los Mártires[11].
El servicio de la paternidad
7. Como se deduce de los textos evangélicos, el matrimonio con
María es el fundamento jurídico de la paternidad de José. Es para asegurar la
protección paterna a Jesús por lo que Dios elige a José como esposo de María.
Se sigue de esto que la paternidad de José —una relación que lo sitúa lo más
cerca posible de Jesús, término de toda elección y predestinación (cf.Rom 8, 28 s.)— pasa a través del
matrimonio con María, es decir, a través de la familia.

Y también para la Iglesia, si es importante profesar la concepción virginal de Jesús,
no lo es menos defender el
matrimonio de María con José, porque jurídicamente depende de este
matrimonio la paternidad de José. De aquí se comprende por qué las generaciones
han sido enumeradas según la genealogía de José. «¿Por qué —se pregunta san
Agustín— no debían serlo a través de José? ¿No era tal vez José el marido de
María? (...) La Escritura afirma, por medio de la autoridad angélica, que él
era el marido. No temas,
dice, recibir en tu casa a
María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Se
le ordena poner el nombre del niño, aunque no fuera fruto suyo. Ella, añade, dará a luz un hijo, a quien pondrás
por nombre Jesús. La Escritura sabe que Jesús no ha nacido de la semilla de
José, porque a él, preocupado por el origen de la gravidez de ella, se le ha
dicho: es obra del Espíritu
Santo. Y, no obstante, no se le quita la autoridad paterna, visto que se le
ordena poner el nombre al niño. Finalmente, aun la misma Virgen María,
plenamente consciente de no haber concebido a Cristo por medio de la unión
conyugal con él, le llama sin embargo padre
de Cristo»[12].
El hijo de María es también hijo de José en virtud del vínculo matrimonial que
les une: «A raíz de aquel matrimonio fiel ambosmerecieron
ser llamados padres de Cristo; no sólo aquella madre, sino también aquel padre,
del mismo modo que era esposo de su madre, ambos
por medio de la mente, no de la carne»[13].
En este matrimonio no faltaron los requisitos necesarios para su constitución:
«En los padres de Cristo se han cumplido todos los bienes del matrimonio: la
prole, la fidelidad y el sacramento. Conocemos la prole, que es el mismo Señor
Jesús; la fidelidad,
porque no existe adulterio; el sacramento,
porque no hay divorcio»[14].
Analizando la naturaleza del matrimonio, tanto san Agustín como
santo Tomás la ponen siempre en la «indivisible unión espiritual», en la «unión
de los corazones», en el «consentimiento»[15],
elementos que en aquel matrimonio se han manifestado de modo ejemplar. En el
momento culminante de la historia de la salvación, cuando Dios revela su amor a
la humanidad mediante el don del Verbo, es precisamente el matrimonio de María y José el que realiza en plena «libertad» el
«don esponsal de sí» al acoger y expresar tal amor[16].
«En esta grande obra de renovación de todas las cosas en Cristo, el matrimonio,
purificado y renovado, se convierte en una realidad nueva, en un sacramento de
la nueva Alianza. Y he aquí que en el umbral del Nuevo Testamento, como ya al
comienzo del Antiguo, hay una pareja. Pero, mientras la de Adán y Eva había
sido fuente del mal que ha inundado al mundo, la de José y María constituye el
vértice, por medio del cual la santidad se esparce por toda la tierra. El
Salvador ha iniciado la obra de la salvación con esta unión virginal y santa,
en la que se manifiesta su omnipotente voluntad de purificar y santificar la familia,
santuario de amor y cuna de la vida»[17].
¡Cuántas enseñanzas se derivan de todo esto para la familia! Porque
«la esencia y el cometido de la familia son definidos en última instancia por
el amor» y «la familia recibe la misión de custodiar, revelar y comunicar el
amor, como reflejo vivo y participación real del amor de Dios por la
humanidad y del amor de Cristo Señor por la Iglesia su esposa»[18];
es en la sagrada Familia, en esta originaria «iglesia doméstica»[19],
donde todas las familias cristianas deben mirarse. En efecto, «por un
misterioso designio de Dios, en ella vivió escondido largos años el Hijo de
Dios: es pues el prototipo y ejemplo de todas las familias cristianas»[20].
8. San José ha sido llamado por Dios para servir directamente a la
persona y a la misión de Jesús mediante
el ejercicio de su paternidad; de este modo él coopera en la plenitud de
los tiempos en el gran misterio de la redención y es verdaderamente «ministro
de la salvación»[21].
Su paternidad se ha expresado concretamente «al haber hecho de su vida un
servicio, un sacrificio, al misterio de la encarnación y a la misión redentora
que está unida a él; al haber hecho uso de la autoridad legal, que le
correspondía sobre la Sagrada Familia, para hacerle don total de sí, de su vida
y de su trabajo; al haber convertido su vocación humana al amor doméstico con
la oblación sobrehumana de sí, de su corazón y de toda capacidad, en el amor puesto
al servicio del Mesías, que crece en su casa»[22].
La liturgia, al recordar que han sido confiados «a la fiel custodia
de san José los primeros misterios de la salvación de los hombres»[23],
precisa también que «Dios le ha puesto al cuidado de su familia, como siervo
fiel y prudente, para que custodiara como padre a su Hijo unigénito»[24].
León XIII subraya la sublimidad de esta misión: «El se impone entre todos por
su augusta dignidad, dado que por disposición divina fue custodio y, en la
creencia de los hombres, padre del Hijo de Dios. De donde se seguía que el
Verbo de Dios se sometiera a José, le obedeciera y le diera aquel honor y
aquella reverencia que los hijos deben a su propio padre»[25].
Al no ser concebible que a una misión tan sublime no correspondan
las cualidades exigidas para llevarla a cabo de forma adecuada, es necesario
reconocer que José tuvo hacia Jesús «por don especial del cielo, todo aquel
amor natural, toda aquella afectuosa solicitud que el corazón de un padre pueda
conocer»[26].
Con la potestad paterna sobre Jesús, Dios ha otorgado también a
José el amor correspondiente, aquel amor que tiene su fuente en el Padre, «de
quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra» (Ef 3, 15).
En los Evangelios se expone claramente la tarea paterna de José
respecto a Jesús. De hecho, la salvación, que pasa a través de la humanidad de
Jesús, se realiza en los gestos que forman parte diariamente de la vida
familiar, respetando aquella «condescendencia» inherente a la economía de la encarnación.
Los Evangelistas están muy atentos en mostrar cómo en la vida de Jesús nada se
deja a la casualidad y todo se desarrolla según un plan divinamente
preestablecido. La fórmula repetida a menudo: «Así sucedió, para que se
cumplieran...» y la referencia del acontecimiento descrito a un texto del
Antiguo Testamento, tienden a subrayar la unidad y la continuidad del proyecto,
que alcanza en Cristo su cumplimiento.
Con la encarnación las «promesas» y las «figuras» del Antiguo
Testamento se hacen «realidad»: lugares, personas, hechos y ritos se
entremezclan según precisas órdenes divinas, transmitidas mediante el
ministerio angélico y recibidos por criaturas particularmente sensibles a la
voz de Dios. María es la humilde sierva del Señor, preparada desde la eternidad
para la misión de ser Madre de Dios; José es aquel que Dios ha elegido para ser
«el coordinador del nacimiento del Señor»[27],
aquél que tiene el encargo de proveer a la inserción «ordenada» del Hijo de
Dios en el mundo, en el respeto de las disposiciones divinas y de las leyes
humanas. Toda la vida, tanto «privada» como «escondida» de Jesús ha sido
confiada a su custodia.
El censo
9. Dirigiéndose a Belén para el censo, de acuerdo con las
disposiciones emanadas por la autoridad legítima, José, respecto al niño,
cumplió la tarea importante y significativa de inscribir oficialmente el nombre
«Jesús, hijo de José de Nazaret» (cf. Jn 1, 45) en el registro del Imperio.
Esta inscripción manifiesta de modo evidente la pertenencia de Jesús al género
humano, hombre entre los hombres, ciudadano de este mundo, sujeto a las leyes e
instituciones civiles, pero también «salvador del mundo». Orígenes
describe acertadamente el significado teológico inherente a este hecho
histórico, ciertamente nada marginal: «Dado que el primer censo de toda la
tierra acaeció bajo César Augusto y, como todos los demás, también José se hizo
registrar junto con María su esposa, que estaba encinta, Jesús nació antes de
que el censo se hubiera llevado a cabo; a quien considere esto con profunda
atención, le parecerá ver una especie de misterio en el hecho de que en la
declaración de toda la tierra debiera ser censado Cristo. De este modo,
registrado con todos, podía santificar a todos; inscrito en el censo con toda
la tierra, a la tierra ofrecía la comunión consigo; y después de esta
declaración escribía a todos los hombres de la tierra en el libro de los vivos,
de modo que cuantos hubieran creído en él, fueran luego registrados en el cielo
con los Santos de Aquel a quien se debe la gloria y el poder por los siglos de
los siglos. Amén»[28].
El nacimiento en Belén
10. Como depositarios del misterio «escondido desde siglos en Dios»
y que empieza a realizarse ante sus ojos «en la plenitud de los tiempos», José es con María, en la noche de
Belén, testigo privilegiado de la venida del Hijo de Dios al mundo. Así lo
narra Lucas: «Y sucedió que, mientras ellos estaban allí, se le cumplieron los
días del alumbramiento, y dio a luz su hijo primogénito, le envolvió en pañales
y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el alojamiento» (Lc 2, 6-7).
José fue testigo ocular de este nacimiento, acaecido en condiciones humanamente
humillantes, primer anuncio de aquel «anonadamiento» (Flp 2, 5-8), al que Cristo libremente
consintió para redimir los pecados. Al mismo tiempo José fue testigo de la adoración de los
pastores, llegados al lugar del nacimiento de Jesús después de que el ángel
les había traído esta grande y gozosa nueva (cf. Lc 2, 15-16); más tarde fue también testigo de la adoración de los
Magos, venidos de Oriente (cf.Mt 2, 11).
La circuncisión
11. Siendo la circuncisión del hijo el primer deber religioso del
padre, José con este rito (cf. Lc 2, 21) ejercita su derecho-deber
respecto a Jesús.
El principio según el cual todos los ritos del Antiguo Testamento
son una sombra de la realidad (cf. Heb 9, 9 s.; 10, 1), explica el por qué
Jesús los acepta. Como para los otros ritos, también el de la circuncisión
halla en Jesús el «cumplimiento». La Alianza de Dios con Abraham, de la cual la
circuncisión era signo (cf. Jn 17, 13), alcanza en Jesús su pleno
efecto y su perfecta realización, siendo Jesús el «sí» de todas las antiguas
promesas (cf. 2 Cor 1, 20).
La imposición del nombre
12. En la circuncisión, José impone al niño el nombre de Jesús.
Este nombre es el único en el que se halla la salvación (cf. Act4, 12); y a José le había
sido revelado el significado en el instante de su «anunciación»: «Y tú le
pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1, 21). Al imponer el nombre, José
declara su paternidad legal sobre Jesús y, al proclamar el nombre, proclama
también su misión salvadora.
La presentación de Jesús en el templo
13. Este rito, narrado por Lucas (2, 2 ss.), incluye el rescate del
primogénito e ilumina la posterior permanencia de Jesús a los doce años de edad
en el templo.
El rescate del
primogénito es otro deber del
padre, que es cumplido por José. En el primogénito estaba representado el
pueblo de la Alianza, rescatado de la esclavitud para pertenecer a Dios.
También en esto, Jesús, que es el verdadero «precio» del rescate (cf. 1 Cor 6, 20; 7, 23; 1 Ped 1, 19), no sólo «cumple» el rito del
Antiguo Testamento, sino que, al mismo tiempo, lo supera, al no ser él mismo un
sujeto de rescate, sino el autor mismo del rescate.
El Evangelista pone de manifiesto que «su padre y su madre estaban
admirados de lo que se decía de él» (Lc 2, 33), y, de modo particular, de lo dicho por Simeón, en su
canto dirigido a Dios, al indicar a Jesús como la «salvación preparada por Dios
a la vista de todos los pueblos» y «luz para iluminar a los gentiles y gloria
de su pueblo Israel» y, más adelante, también «señal de contradicción» (cf. Lc 2, 30-34).
La huida a Egipto
Pero, según el
texto de Mateo, antes de este regreso a Galilea, hay que situar un
acontecimiento muy importante, para el que la Providencia divina recurre
nuevamente a José. Leemos: «Después que ellos (los Magos) se retiraron, el
ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: "Levántate,
toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto; y estate allí hasta que
yo te diga. Porque Herodes va a buscar el niño para matarle"» (Mt 2, 13). Con ocasión de la venida de
los Magos de Oriente, Herodes supo del nacimiento del «rey de los judíos» (Mt 2, 2). Y cuando partieron los Magos él
«envió a matar a todos los niños de Belén y de toda la comarca, de dos años
para abajo» (Mt 2, 16). De
este modo, matando a todos, quería matar a aquel recién nacido «rey de los
judíos», de quien había tenido conocimiento durante la visita de los magos a su
corte. Entonces José, habiendo sido advertido en sueños, «tomó al niño y a su
madre y se retiró a Egipto;
y estuvo allí hasta la muerte
de Herodes; para que se cumpliera el oráculo del Señor por medio del
profeta: "De Egipto llamé a mi hijo"» (Mt 2, 14-15; cf. Os 11, 1).
De este modo, el camino de regreso de Jesús desde Belén a Nazaret
pasó a través de Egipto. Así como Israel había tomado la vía del éxodo «en
condición de esclavitud» para iniciar la Antigua Alianza, José, depositario y cooperador del
misterio providencial de Dios, custodia también en el exilio a aquel que
realiza la Nueva Alianza.
Jesús en el templo
15. Desde el momento de la anunciación, José, junto con María, se
encontró en cierto sentido en
la intimidad del misterioescondido desde siglos en Dios, y que se encarnó:
«Y la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros» (Jn 1, 14). El habitó entre los hombres, y
el ámbito de su morada fue la Sagrada Familia de Nazaret, una de tantas
familias de esta aldea de Galilea, una de tantas familias de Israel. Allí Jesús
«crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba
con él» (Lc 2, 40). Los
Evangelios compendian en pocas palabras el largo
período de la vida «oculta», durante el cual Jesús se preparaba a su misión
mesiánica. Un solo episodio se sustrae a este «ocultamiento», que es descrito en el Evangelio de Lucas: la Pascua
de Jerusalén, cuando Jesús tenía doce años.
Jesús participó en esta fiesta como joven peregrino junto con María
y José. Y he aquí que «pasados los días, el niño Jesús se quedó en Jerusalén,
sin saberlo sus padres» (Lc 2,
43). Pasado un día se dieron cuenta e iniciaron la búsqueda entre los parientes
y conocidos: «Al cabo de tres días, lo encontraron en el templo sentado en medio de los maestros,
escuchándoles y preguntándoles. Todos los que le oían estaban estupefactos por
su inteligencia y sus respuestas» (Lc 2,
46-47). María le pregunta: «Hijo ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados,
te andábamos buscando» (Lc 2,
48). La respuesta de Jesús fue tal que «ellos no comprendieron». El les había
dicho: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo
debía ocuparme en las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49-50).
Esta respuesta la oyó José, a quien María se había referido poco
antes llamándole «tu padre». Y así es lo que se decía y pensaba: «Jesús... era,
según se creía, hijo de José» (Lc 3,
23). No obstante, la respuesta de Jesús en el templo habría reafirmado en la
conciencia del «presunto padre» lo que éste había oído una noche doce años
antes: «José ... no temas tomar contigo a María, tu mujer, porque lo engendrado en ella es del
Espíritu Santo» (Mt 1,
20). Ya desde entonces, él sabía que era depositario del misterio de Dios, y Jesús en el templo evocó exactamente este misterio:
«Debo ocuparme en las cosas de mi Padre».
El mantenimiento y la educación de Jesús en Nazaret
16. El crecimiento de Jesús «en sabiduría, edad y gracia» (Lc 2, 52) se desarrolla en el ámbito de
la Sagrada Familia, a la vista de José, que tenía la alta misión de «criarle»,
esto es, alimentar, vestir e instruir a Jesús en la Ley y en un oficio, como
corresponde a los deberes propios del padre.
En el sacrificio eucarístico la Iglesia venera ante todo la memoria
de la gloriosa siempre Virgen María, pero también la del bienaventurado José [29] porque «alimentó a aquel que los
fieles comerían como pan de vida eterna»[30].
Por su parte, Jesús «vivía sujeto a ellos» (Lc 2, 51), correspondiendo con el respeto
a las atenciones de sus «padres». De esta manera quiso santificar los deberes
de la familia y del trabajo que desempeñaba al lado de José.
III. EL VARÓN JUSTO - EL ESPOSO
17. Durante su vida, que fue una peregrinación en la fe, José, al
igual que María, permaneció fiel a la llamada de Dios hasta el final. La vida
de ella fue el cumplimiento hasta sus últimas consecuencias de aquel primer «fiat»
pronunciado en el momento de la anunciación mientras que José —como ya se ha
dicho— en el momento de su «anunciación» no pronunció palabra alguna.
Simplemente él «hizo como
el ángel del Señor le había mandado» (Mt 1, 24). Y este primer «hizo» es el comienzo
del «camino de José». A lo largo de este camino, los Evangelios no citan
ninguna palabra dicha por él. Pero el silencio
de Joséposee una especial elocuencia: gracias a este silencio se puede leer
plenamente la verdad contenida en el juicio que de él da el Evangelio: el
«justo» (Mt 1, 19).
Hace falta saber leer esta verdad, porque ella contiene uno de los testimonios más
importantes acerca del hombre y de su vocación. En el transcurso de las
generaciones la Iglesia lee, de modo siempre atento y consciente, dicho
testimonio, casi como si sacase del tesoro de esta figura insigne «lo nuevo y
lo viejo» (Mt 13, 52).
18. El varón «justo» de Nazaret posee ante todo las características
propias del esposo. El Evangelista habla de María como de «una virgen desposada
con un hombre llamado José» (Lc 1,
27). Antes de que comience a cumplirse «el misterio escondido desde siglos» (Ef 3, 9) los Evangelios ponen ante
nuestros ojos la imagen del
esposo y de la esposa. Según la costumbre del pueblo hebreo, el matrimonio
se realizaba en dos etapas: primero se celebraba el matrimonio legal (verdadero
matrimonio) y, sólo después de un cierto período, el esposo introducía en su
casa a la esposa. Antes de vivir con María, José era, por tanto, su «esposo»; pero María conservaba en su
intimidad el deseo de entregarse a Dios de modo exclusivo. Se podría
preguntar cómo se concilia este deseo con el «matrimonio». La respuesta viene
sólo del desarrollo de los acontecimientos salvíficos, esto es, de la especial
intervención de Dios. Desde el momento de la anunciación, María sabe que debe llevar a cabo su deseo
virginal de darse a Dios de
modo exclusivo y total precisamente por el hecho de llegar a ser la madre del Hijo de
Dios. La maternidad por obra del Espíritu Santo es la forma de donación que
el mismo Dios espera de la Virgen, «esposa prometida» de José. María pronuncia
su «fiat».
El hecho de ser ella la «esposa prometida» de José está contenido en el designio mismo
de Dios.
Así lo indican los dos Evangelistas citados, pero de modo
particular Mateo. Son muy significativas las palabras dichas a José: «No temas
en tomar contigo a María, tu
mujer, porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo» (Mt 1, 20). Estas palabras explican el
misterio de la esposa de José: María es virgen en su maternidad. En ella el
«Hijo del Altísimo» asume un cuerpo humano y viene a ser «el Hijo del hombre».
Dios, dirigiéndose a José con las palabras del ángel, se dirige a él al ser el esposo de la Virgen de
Nazaret. Lo que se ha cumplido en ella por obra del Espíritu Santo expresa
al mismo tiempo una especial confirmación
del vínculo esponsal, existente ya antes entre José y María. El mensajero
dice claramente a José: «No temas tomar contigo a María tu mujer». Por tanto,
lo que había tenido lugar antes —esto es, sus desposorios con María— había
sucedido por voluntad de Dios y, consiguientemente, había que conservarlo. En
su maternidad divina María ha de continuar viviendo como «una virgen, esposa de
un esposo» (cf. Lc 1, 27).
19. En las palabras de la «anunciación» nocturna, José escucha no
sólo la verdad divina acerca de la inefable vocación de su esposa, sino que
también vuelve a escuchar la
verdad sobre su propia vocación. Este hombre «justo», que en el espíritu de
las más nobles tradiciones del pueblo elegido amaba a la virgen de Nazaret y se
había unido a ella con amor esponsal, es llamado nuevamente por Dios a este
amor.
«José hizo como el ángel del Señor le había mandado, y tomó consigo
a su mujer» (Mt 1, 24); lo
que en ella había sido engendrado «es del Espíritu Santo». A la vista de estas
expresiones, ¿no habrá que concluir que también su amor como hombre ha sido
regenerado por el Espíritu Santo? ¿No
habrá que pensar que el amor de Dios, que ha sido derramado en el corazón
humano por medio del Espíritu Santo (cf. Rom 5, 5) configura de modo perfecto el
amor humano? Este amor de Dios forma también —y de modo muy singular— el amor
esponsal de los cónyuges, profundizando en él todo lo que tiene de humanamente
digno y bello, lo que lleva el signo del abandono exclusivo, de la alianza de
las personas y de la comunión auténtica a ejemplo del Misterio trinitario.
«José ... tomó consigo a su mujer. Y no la conocía hasta que ella
dio a luz un hijo» (Mt 1,
24-25). Estas palabras indican también otra
proximidad esponsal. La profundidad de esta proximidad, es decir, la
intensidad espiritual de la unión y del contacto entre personas —entre el
hombre y la mujer— proviene en definitiva del Espíritu Santo, que da la vida
(cf. Jn 6, 63).José, obediente al Espíritu,
encontró justamente en El la fuente del amor, de su amor esponsal de
hombre, y este amor fue más grande que el que aquel «varón justo» podía
esperarse según la medida del propio corazón humano.
20. En la liturgia se celebra a María como «unida a José, el hombre
justo, por un estrechísimo y virginal vínculo de amor»[31].
Se trata, en efecto, de dos amores que representan conjuntamente el misterio de
la Iglesia, virgen y esposa, la cual encuentra en el matrimonio de María y José
su propio símbolo. «La virginidad y el celibato por el Reino de Dios no sólo no
contradicen la dignidad del matrimonio, sino que la presuponen y la confirman.
El matrimonio y la virginidad son dos modos de expresar y vivir el único
misterio de la Alianza de Dios con su pueblo»[32],
que es comunión de amor entre Dios y los hombres.
Mediante el sacrificio total de sí mismo José expresa su generoso
amor hacia la Madre de Dios, haciéndole «don esponsal de sí». Aunque decidido a
retirarse para no obstaculizar el plan de Dios que se estaba realizando en
ella, él, por expresa orden del ángel, la retiene consigo y respeta su
pertenencia exclusiva a Dios.
Por otra parte, es precisamente del matrimonio con María del que
derivan para José su singular dignidad y sus derechos sobre Jesús. «Es cierto
que la dignidad de Madre de Dios llega tan alto que nada puede existir más
sublime; mas, porque entre la beatísima Virgen y José se estrechó un lazo
conyugal, no hay duda de que a aquella altísima dignidad, por la que la Madre
de Dios supera con mucho a todas las criaturas, él se acercó más que ningún otro.
Ya que el matrimonio es el máximo consorcio y amistad —al que de por sí va
unida la comunión de bienes— se sigue que, si Dios ha dado a José como esposo a
la Virgen, se lo ha dado no sólo como compañero de vida, testigo de la
virginidad y tutor de la honestidad, sino también para queparticipase,
por medio del pacto conyugal, en la excelsa grandeza de ella»[33].
21. Este vínculo
de caridad constituyó la vida de la Sagrada Familia, primero en la pobreza
de Belén, luego en el exilio en Egipto y, sucesivamente, en Nazaret. La Iglesia
rodea de profunda veneración a esta Familia, proponiéndola como modelo para
todas las familias. La Familia de Nazaret, inserta directamente en el misterio
de la encarnación, constituye un misterio especial. Y —al igual que en la
encarnación— a este misterio pertenece también una verdadera paternidad: la forma humana de la familia del
Hijo de Dios, verdadera familia humana formada por el misterio divino. En esta familia José es el padre:
no es la suya una paternidad derivada de la generación; y, sin
embargo, no es «aparente» o solamente «sustitutiva», sino queposee plenamente
la autenticidad de la paternidad humana y
de la misión paterna en la familia. En ello está contenida una consecuencia de
la unión hipostática: la humanidad asumida en la unidad de la Persona divina
del Verbo-Hijo, Jesucristo. Junto con la asunción de la humanidad, en Cristo
está también «asumido» todo lo
que es humano, en particular, la familia, como primera dimensión de su
existencia en la tierra. En este contexto está también «asumida» la paternidad
humana de José.
En base a este principio adquieren su justo significado las
palabras de María a Jesús en el templo: «Tu padre y yo ... te buscábamos».
Esta no es una frase convencional; las palabras de la Madre de Jesús indican
toda la realidad de la encarnación, que pertenece al misterio de la Familia de
Nazaret. José, que desde
el principio aceptó mediante
la «obediencia de la fe» su
paternidad humana respecto a Jesús, siguiendo la luz del Espíritu Santo, que
mediante la fe se da al hombre, descubría ciertamente cada vez más el don inefable de su paternidad.
IV. EL TRABAJO EXPRESIÓN
DEL AMOR
22. Expresión cotidiana de este amor en la vida de la Familia de Nazaret es el trabajo. El texto evangélico precisa el tipo de trabajo con el que José trataba de asegurar el mantenimiento de la Familia: el de carpintero. Esta simple palabra abarca toda la vida de José. Para Jesús éstos son los años de la vida escondida, de la que habla el evangelista tras el episodio ocurrido en el templo: «Bajó con ellos y vino a Nazaret, y vivía sujeto a ellos» (Lc 2, 51). Esta «sumisión», es decir, la obediencia de Jesúsen la casa de Nazaret, es entendida también como participación en el trabajo de José. El que era llamado el «hijo del carpintero» había aprendido el trabajo de su «padre» putativo. Si la Familia de Nazaret en el orden de la salvación y de la santidad es ejemplo y modelo para las familias humanas, lo es también análogamente el trabajo de Jesús al lado de José, el carpintero. En nuestra época la Iglesia ha puesto también esto de relieve con la fiesta litúrgica de San José Obrero, el 1 de mayo. El trabajo humano y, en particular, el trabajo manual tienen en el Evangelio un significado especial. Junto con la humanidad del Hijo de Dios, el trabajo ha formado parte del misterio de la encarnación, y también ha sido redimido de modo particular. Gracias a su banco de trabajo sobre el que ejercía su profesión con Jesús, José acercó el trabajo humano al misterio de la redención.
23. En el crecimiento humano de Jesús «en sabiduría, edad y gracia»
representó una parte notable la
virtud de la laboriosidad, al ser «el trabajo un bien del hombre» que
«transforma la naturaleza» y que hace al hombre «en cierto sentido más hombre»[34].
La importancia del trabajo en la vida del hombre requiere que se
conozcan y asimilen aquellos contenidos «que ayuden a todos los hombres a
acercarse a través de él a Dios, Creador y Redentor, a participar en sus planes
salvíficos respecto al hombre y al mundo y a profundizar en sus vidas la
amistad con Cristo, asumiendo mediante la fe una viva participación en su
triple misión de sacerdote, profeta y rey»[35].
24. Se trata, en definitiva, de la santificación de la vida
cotidiana, que cada uno debe alcanzar según el propio estado y que puede ser fomentada
según un modelo accesible a todos: «San José es el modelo de los humildes, que
el cristianismo eleva a grandes destinos; san José es la prueba de que para ser
buenos y auténticos seguidores de Cristo no se necesitan "grandes
cosas", sino que se requieren solamente las virtudes comunes, humanas,
sencillas, pero verdaderas y auténticas»[36].
V. EL PRIMADO DE LA VIDA
INTERIOR
25. También el trabajo de carpintero en la casa de Nazaret está
envuelto por el mismo clima de silencio que acompaña todo lo relacionado con la
figura de José. Pero es un silencio
que descubre de modo especial el perfil interior de esta figura. Los Evangelios hablan
exclusivamente de lo que José «hizo»; sin embargo permiten descubrir en sus
«acciones» —ocultas por el silencio— un clima de profunda contemplación. José
estaba en contacto cotidiano con el misterio «escondido desde siglos», que
«puso su morada» bajo el techo de su casa. Esto explica, por ejemplo, por qué
Santa Teresa de Jesús, la gran reformadora del Carmelo contemplativo, se hizo
promotora de la renovación del culto a san José en la cristiandad occidental.
26. El sacrificio total, que José hizo de toda su existencia a las
exigencias de la venida del Mesías a su propia casa, encuentra una razón
adecuada «en su insondable vida interior, de la que le llegan mandatos y
consuelos singularísimos, y de donde surge para él la lógica y la fuerza
—propia de las almas sencillas y limpias— para las grandes decisiones, como la
de poner enseguida a disposición de los designios divinos su libertad, su
legítima vocación humana, su fidelidad conyugal, aceptando de la familia su
condición propia, su responsabilidad y peso, y renunciando, por un amor
virginal incomparable, al natural amor conyugal que la constituye y alimenta»[37].
Esta sumisión a Dios, que es disponibilidad de ánimo para dedicarse
a las cosas que se refieren a su servicio, no es otra cosa que el ejercicio de la devoción, la
cual constituye una de las expresiones de la virtud de la religión[38].
27. La comunión de vida entre José y Jesús nos lleva todavía a
considerar el misterio de la encarnación precisamente bajo al aspecto de la
humanidad de Cristo, instrumento eficaz de la divinidad en orden a la
santificación de los hombres: «En virtud de la divinidad, las acciones humanas
de Cristo fueron salvíficas para nosotros, produciendo en nosotros la gracia
tanto por razón del mérito, como por una cierta eficacia»[39].
Entre estas acciones los Evangelistas resaltan las relativas al
misterio pascual, pero tampoco olvidan subrayar la importancia del contacto
físico con Jesús en orden a la curación (cf., p. e., Mc 1, 41) y el influjo ejercido por él
sobre Juan Bautista, cuando ambos estaban aún en el seno materno (cf. Lc 1, 41-44).
El testimonio apostólico no ha olvidado —como hemos visto— la
narración del nacimiento de Jesús, la circuncisión, la presentación en el
templo, la huida a Egipto y la vida oculta en Nazaret, por el «misterio» de
gracia contenido en tales «gestos», todos ellos salvíficos, al ser partícipes
de la misma fuente de amor: la divinidad de Cristo. Si este amor se irradiaba a
todos los hombres, a través de la humanidad de Cristo, los beneficiados en
primer lugar eran ciertamente: María, su madre, y su padre putativo, José, a
quienes la voluntad divina había colocado en su estrecha intimidad[40].
Puesto que el amor «paterno» de José no podía dejar de influir en
el amor «filial» de Jesús y, viceversa, el amor «filial» de Jesús no podía
dejar de influir en el amor «paterno» de José, ¿cómo adentrarnos en la
profundidad de esta relación singularísima? Las almas más sensibles a los
impulsos del amor divino ven con razón en José un luminoso ejemplo de vida
interior.
Además, la aparente tensión entre la vida activa y la contemplativa
encuentra en él una superación ideal, cosa posible en quien posee la perfección
de la caridad. Según la conocida distinción entre el amor de la verdad (caritas
veritatis) y la exigencia del amor (necessitas caritatis)[41],
podemos decir que José ha experimentado tanto el amor a la verdad, esto es, el
puro amor de contemplación de la Verdad divina que irradiaba de la humanidad de
Cristo, como la exigencia del
amor, esto es, el amor igualmente puro del servicio, requerido por la
tutela y por el desarrollo de aquella misma humanidad.
VI. PATRONO DE LA IGLESIA
DE NUESTRO TIEMPO
28. En tiempos difíciles para la Iglesia, Pío IX, queriendo ponerla
bajo la especial protección del santo patriarca José, lo declaró «Patrono de la
Iglesia Católica»[42].
El Pontífice sabía que no se trataba de un gesto peregrino, pues, a causa de la
excelsa dignidad concedida por Dios a este su siervo fiel, «la Iglesia, después
de la Virgen Santa, su esposa, tuvo siempre en gran honor y colmó de alabanzas
al bienaventurado José, y a él recurrió sin cesar en las angustias»[43].
¿Cuáles son los motivos para tal confianza? León XIII los expone
así: «Las razones por las que el bienaventurado José debe ser considerado
especial Patrono de la Iglesia, y por las que a su vez, la Iglesia espera
muchísimo de su tutela y patrocinio, nacen principalmente del hecho de que él
es el esposo de María y padre putativo de Jesús (...). José, en su momento, fue
el custodio legítimo y natural, cabeza y defensor de la Sagrada Familia (...).
Es, por tanto, conveniente y sumamente digno del bienaventurado José que, lo
mismo que entonces solía tutelar santamente en todo momento a la familia de
Nazaret, así proteja ahora y defienda con su celeste patrocinio a la Iglesia de
Cristo»[44].
29. Este patrocinio debe ser invocado y todavía es necesario a la
Iglesia no sólo como defensa contra los peligros que surgen, sino también y
sobre todo como aliento en su renovado empeño de evangelización en el mundo y
de reevangelización en aquellos «países y naciones, en los que —como he escrito
en la Exhortación Apostólica Post-Sinodal Christifideles laici—
la religión y la vida cristiana fueron florecientes y» que «están ahora
sometidos a dura prueba»[45].
Para llevar el primer anuncio de Cristo y para volver a llevarlo allí donde
está descuidado u olvidado, la Iglesia tiene necesidad de un especial «poder
desde lo alto» (cf. Lc 24, 49; Act 1, 8), don ciertamente del Espíritu
del Señor, no desligado de la intercesión y del ejemplo de sus Santos.
30. Además de la certeza en su segura protección, la Iglesia confía
también en el ejemplo insigne de José; un ejemplo que supera los estados de
vida particulares y se propone a toda la Comunidad cristiana, cualesquiera que
sean las condiciones y las funciones de cada fiel.
Como se dice en la Constitución Dogmática del Concilio Vaticano II
sobre la divina Revelación, la actitud fundamental de toda la Iglesia debe ser
de «religiosa escucha de la Palabra de Dios»[46],
esto es, de disponibilidad absoluta para servir fielmente a la voluntad
salvífica de Dios revelada en Jesús. Ya al inicio de la redención humana
encontramos el modelo de obediencia —después del de María— precisamente en
José, el cual se distingue por la fiel ejecución de los mandatos de Dios.
Pablo VI invitaba a invocar este patrocinio «como la Iglesia, en
estos últimos tiempos suele hacer; ante todo, para sí, en una espontánea
reflexión teológica sobre la relación de la acción divina con la acción humana,
en la gran economía de la redención, en la que la primera, la divina, es
completamente suficiente, pero la segunda, la humana, la nuestra, aunque no
puede nada (cf. Jn 15, 5), nunca está dispensada de una
humilde, pero condicional y ennoblecedora colaboración. Además, la Iglesia lo
invoca como protector con un profundo y actualísimo deseo de hacer florecer su
terrena existencia con genuinas virtudes evangélicas, como resplandecen en san
José»[47].
31. La Iglesia transforma estas exigencias en oración. Y recordando
que Dios ha confiado los primeros misterios de la salvación de los hombres a la
fiel custodia de San José, le pide que le conceda colaborar fielmente en la
obra de la salvación, que le dé un corazón puro, como san José, que se entregó
por entero a servir al Verbo Encarnado, y que «por el ejemplo y la intercesión
de san José, servidor fiel y obediente, vivamos siempre consagrados en justicia
y santidad»[48].
Hace ya cien años el Papa León XIII exhortaba al mundo católico a
orar para obtener la protección de san José, patrono de toda la Iglesia. La
Carta Encíclica Quamquam pluries se refería a aquel «amor paterno» que
José «profesaba al niño Jesús»; a él, «próvido custodio de la Sagrada Familia»
recomendaba la «heredad que Jesucristo conquistó con su sangre». Desde
entonces, la Iglesia —como he recordado al comienzo— implora la protección de san José en virtud de «aquel sagrado vínculo
que lo une a la Inmaculada Virgen María», y le encomienda todas sus
preocupaciones y los peligros que amenazan a la familia humana.
Aún hoy tenemos muchos motivos para orar con las
mismas palabras de León XIII:
«Aleja de nosotros, oh padre amantísimo, este flagelo de errores y vicios...
Asístenos propicio desde el cielo en esta lucha contra el poder de las
tinieblas ...; y como en otro tiempo libraste de la muerte la vida amenazada
del niño Jesús, así ahora defiende a la santa Iglesia de Dios de las hostiles
insidias y de toda adversidad»[49].
Aún hoy existen suficientes motivos para encomendar
a todos los hombres a san José.
32. Deseo vivamente que el presente recuerdo de la figura de san
José renueve también en nosotros la intensidad de la oración que hace un siglo
mi Predecesor recomendó dirigirle. Esta plegaria y la misma figura de José
adquieren una renovada actualidad para la Iglesia de nuestro tiempo, en
relación con el nuevo Milenio cristiano.
El Concilio Vaticano II ha sensibilizado de nuevo a todos hacia «las grandes cosas de Dios», hacia la «economía de la salvación» de la que José fue ministro
particular. Encomendándonos, por tanto, a la protección de aquel a quien Dios
mismo «confió la custodia de sus tesoros más preciosos y más grandes»[50] aprendamos al mismo tiempo de él a
servir a la «economía de la salvación». Que san José sea para todos un
maestro singular en el servir a la
misión salvífica de Cristo, tarea que en la Iglesia compete a todos y a
cada uno: a los esposos y a los padres, a quienes viven del trabajo de sus
manos o de cualquier otro trabajo, a las personas llamadas a la vida
contemplativa, así como a las llamadas al apostolado.
El varón justo, que llevaba
consigo todo el patrimonio de la Antigua Alianza, ha sido también introducido en el «comienzo» de la
nueva y eterna Alianza en Jesucristo. Que él nos indique el camino de esta
Alianza salvífica, ya a las puertas del próximo Milenio, durante el cual debe
perdurar y desarrollarse ulteriormente la «plenitud de los tiempos», que es
propia del misterio inefable de la encarnación del Verbo.
Que san José obtenga para la Iglesia y para el mundo, así como para
cada uno de nosotros, la bendición del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 15 de agosto, solemnidad de
la Asunción de la Virgen María, del año 1989, undécimo de mi Pontificado.
JOANNES PAULUS PP. II
Oración a San José
A ti, bienaventurado san José, acudimos en nuestra
tribulación, y después de implorar el auxilio de tu santísima esposa,
solicitamos también confiadamente tu patrocinio.
Con aquella caridad que te tuvo unido con la
Inmaculada Virgen María, Madre de Dios, y por el paterno amor con que abrazaste
al Niño Jesús, humildemente te suplicamos que vuelvas benigno los ojos a la
herencia que con su Sangre adquirió Jesucristo, y con tu poder y auxilio
socorras nuestras necesidades.
Protege, oh providentísimo Custodio de la divina
Familia, la escogida descendencia de Jesucristo; aleja de nosotros, oh padre
amantísimo, este flagelo de errores y vicios. Asístenos propicio desde el
cielo, en esta lucha contra el poder de las tinieblas; y como en otro tiempo
libraste de la muerte la vida amenazada del Niño Jesús, así ahora defiende a la
santa Iglesia de Dios de las hostiles insidias y de toda adversidad.
Y a cada uno de nosotros protégenos con tu
constante patrocinio, para que, a ejemplo tuyo, y sostenidos por tu auxilio,
podamos vivir y morir santamente y alcanzar en los cielos la eterna
bienaventuranza. Amén