LA SANTIFICACIÓN DEL DOMINGO:
"DIES DOMINI"
Carta Apostólica al episcopado, al clero y a los fieles (Extractos)
S.S. Juan Pablo II
Carta Apostólica al episcopado, al clero y a los fieles (Extractos)
S.S. Juan Pablo II
PARTE I
1. El día del Señor —como ha sido llamado el domingo desde los tiempos
apostólico ha tenido siempre, en la historia de la Iglesia, una consideración
privilegiada por su estrecha relación con el núcleo mismo del misterio
cristiano. En efecto, el domingo recuerda, en la sucesión semanal del tiempo,
el día de la resurrección de Cristo. Es la Pascua de la semana, en
la que se celebra la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, la
realización en él de la primera creación y el inicio de la « nueva creación »
(cf. 2 Co 5,17).
Es una invitación a revivir, de alguna
manera, la experiencia de los dos discípulos de Emaús, que sentían « arder su
corazón » mientras el Resucitado se les acercó y caminaba con ellos, explicando
las Escrituras y revelándose « al partir el pan » (cf. Lc 24,32.35).
2. La resurrección de Jesús es el dato originario en el que se
fundamenta la fe cristiana (cf. 1 Co 15,14): una gozosa
realidad, percibida plenamente a la luz de la fe, pero históricamente
atestiguada por quienes tuvieron el privilegio de ver al Señor resucitado;
acontecimiento que no sólo emerge de manera absolutamente singular en la
historia de los hombres, sino que está en el centro del misterio del
tiempo.
DIES DOMINI
Celebración de la obra del Creador
« Por medio de la Palabra se hizo todo » (Jn 1,3)
8. En la experiencia cristiana el domingo es ante todo una fiesta
pascual, iluminada totalmente por la gloria de Cristo resucitado. Es la
celebración de la « nueva creación ». Pero precisamente este aspecto, si se
comprende profundamente, es inseparable del mensaje que la Escritura, desde sus
primeras páginas, nos ofrece sobre el designio de Dios en la creación del
mundo. En efecto, si es verdad que el Verbo se hizo carne en la « plenitud de
los tiempos » (Ga 4,4), no es menos verdad que, gracias a su mismo
misterio de Hijo eterno del Padre, es origen y fin del universo. Lo afirma Juan
en el prólogo de su Evangelio: « Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin
ella no se hizo nada de lo que se ha hecho » (1,3). Lo subraya también Pablo al
escribir a los Colosenses: « Por medio de él fueron creadas todas las cosas:
celestes y terrestres, visibles e invisibles [...]; todo fue creado por él y
para él » (1,16). Esta presencia activa del Hijo en la obra creadora de Dios se
reveló plenamente en el misterio pascual en el que Cristo, resucitando « de
entre los muertos: el primero de todos » (1 Co 15,20), inauguró la
nueva creación e inició el proceso que él mismo llevaría a término en el
momento de su retorno glorioso, « cuando devuelve a Dios Padre su reino [...],
y así Dios lo será todo para todos » (1 Co 15,24.28).
Ya en la mañana de la creación el proyecto de Dios implicaba esta «
misión cósmica » de Cristo. Esta visión cristocéntrica, proyectada
sobre todo el tiempo, estaba presente en la mirada complaciente de Dios cuando,
al terminar todo su trabajo, « bendijo Dios el día séptimo y lo santificó » (Gn 2,3).
Entonces —según el autor sacerdotal de la primera narración bíblica de la
creación— empezaba el « sábado », tan característico de la primera Alianza, el
cual en cierto modo preanunciaba el día sagrado de la nueva y definitiva
Alianza. El mismo tema del « descanso de Dios » (cf. Gn 2,2) y
del descanso ofrecido al pueblo del Éxodo con la entrada en la tierra prometida
(cf. Ex 33,14;Dt 3,20; 12,9; Jos 21,44; Sal 95
[94],11), en el Nuevo Testamento recibe una nueva luz, la del definitivo «
descanso sabático » (Hb 4,9) en el que Cristo mismo entró con su
resurrección y en el que está llamado a entrar el pueblo de Dios, perseverando
en su actitud de obediencia filial (cf. Hb 4,3-16). Es
necesario, pues, releer la gran página de la creación y profundizar en la
teología del « sábado », para entrar en la plena comprensión del domingo.
« Al principio creó Dios el cielo y la tierra » » (Gn 1,1)
9. El estilo poético de la narración genesíaca describe muy bien el
asombro que el hombre prueba ante la inmensidad de la creación y el sentimiento
de adoración que deriva de ello hacia Aquél que sacó de la nada todas las
cosas. Se trata de una página de profundo significado religioso, un himno al
Creador del universo, señalado como el único Señor ante las frecuentes
tentaciones de divinizar el mundo mismo. Es, a la vez, un himno a la bondad de
la creación, plasmada totalmente por la mano poderosa y misericordiosa de Dios.
« Vio Dios que estaba bien » (Gn 1,10.12, etc.). Este
estribillo, repetido durante la narración, proyecta una luz positiva
sobre cada elemento del universo, dejando entrever al mismo tiempo el
secreto para su comprensión apropiada y para su posible regeneración: el mundo
es bueno en la medida en que permanece vinculado a sus orígenes y llega a ser
bueno de nuevo, después que el pecado lo ha desfigurado, en la medida en que,
con la ayuda de la gracia, vuelve a quien lo ha hecho. Esta dialéctica,
obviamente, no atañe directamente a las cosas inanimadas y a los animales, sino
a los seres humanos, a los cuales se ha concedido el don incomparable, pero
también arriesgado, de la libertad. La Biblia, después de las narraciones de la
creación, pone de relieve este contraste dramático entre la grandeza del
hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, y su caída, que abre en el mundo
el ámbito oscuro del pecado y de la muerte (cf. Gn 3).
10. El cosmos, salido de las manos de Dios, lleva consigo la impronta de
su bondad. Es un mundo bello, digno de ser admirado y gozado, aunque destinado
a ser cultivado y desarrollado. La « conclusión » de la obra de Dios abre el
mundo al trabajo del hombre. « Dio por concluida Dios en el séptimo día
la labor que había hecho » (Gn 2,2). A través de este
lenguaje antropomórfico del « trabajo » divino, la Biblia no sólo nos abre una
luz sobre la misteriosa relación entre el Creador y el mundo creado, sino que
proyecta también esta luz sobre el papel que el hombre tiene hacia el cosmos.
El « trabajo » de Dios es de alguna manera ejemplar para el hombre. En efecto,
el hombre no sólo está llamado a habitar, sino también a « construir » el
mundo, haciéndose así « colaborador » de Dios. Los primeros capítulos del
Génesis, como exponía en la Encíclica Laborem exercens, constituyen
en cierto sentido el primer « evangelio del trabajo ».(10) Es una verdad
subrayada también por el Concilio Vaticano II: « El hombre, creado a imagen de
Dios, ha recibido el mandato de regir el mundo en justicia y santidad,
sometiendo la tierra con todo cuanto en ella hay, y, reconociendo a Dios como
creador de todas las cosas, de relacionarse a sí mismo y al universo entero con
Él, de modo que, con el sometimiento de todas las cosas al hombre, sea admirable
el nombre de Dios en toda la tierra ».(11)
La realidad sublime del desarrollo de la ciencia, de la técnica, de la
cultura en sus diversas expresiones —desarrollo cada vez más rápido y hoy
incluso vertiginoso— es el fruto, en la historia del mundo, de la misión con la
que Dios confió al hombre y a la mujer el cometido y la responsabilidad de
llenar la tierra y de someterla mediante el trabajo, observando su Ley.
El « shabbat »: gozoso descanso del Creador
11. Si en la primera página del Génesis es ejemplar para el hombre el «
trabajo » de Dios, lo es también su « descanso ». « Concluyó en el séptimo día
su trabajo » (Gn 2,2). Aquí tenemos también un antropomorfismo
lleno de un fecundo mensaje.
En efecto, el « descanso » de Dios no puede interpretarse banalmente
como una especie de « inactividad » de Dios. El acto creador que está en la
base del mundo es permanente por su naturaleza y Dios nunca cesa de actuar,
como Jesús mismo se preocupa de recordar precisamente con referencia al
precepto del sábado: « Mi Padre actúa siempre y también yo actuó » (Jn 5,17).
El descanso divino del séptimo día no se refiere a un Dios inactivo, sino que
subraya la plenitud de la realización llevada a término y expresa el descanso
de Dios frente a un trabajo « bien hecho » (Gn 1,31), salido de sus
manos para dirigir al mismo una mirada llena de gozosa complacencia:
una mirada « contemplativa », que ya no aspira a nuevas obras, sino más bien a
gozar de la belleza de lo realizado; una mirada sobre todas las cosas, pero de
modo particular sobre el hombre, vértice de la creación. Es una mirada en la
que de alguna manera se puede intuir la dinámica « esponsal » de la relación
que Dios quiere establecer con la criatura hecha a su imagen, llamándola a
comprometerse en un pacto de amor. Es lo que él realizará progresivamente, en
la perspectiva de la salvación ofrecida a la humanidad entera, mediante la
alianza salvífica establecida con Israel y culminada después en Cristo: será
precisamente el Verbo encarnado, mediante el don escatológico del Espíritu
Santo y la constitución de la Iglesia como su cuerpo y su esposa, quien
distribuirá el don de misericordia y la propuesta del amor del Padre a toda la
humanidad.
12. En el designio del Creador hay una distinción, pero también una
relación íntima entre el orden de la creación y el de la salvación. Ya lo
subraya el Antiguo Testamento cuando pone el mandamiento relativo al « shabbat »
respecto no sólo al misterioso « descanso » de Dios después de los días de su
acción creadora (cf. Ex 20,8-11), sino también a la salvación
ofrecida por él a Israel para liberarlo de la esclavitud de Egipto (cf. Dt 5,12-15).
El Dios que descansa el séptimo día gozando por su creación es el mismo que
manifiesta su gloria liberando a sus hijos de la opresión del faraón. En uno y
otro caso se podría decir, según una imagen querida por los profetas, que él
se manifiesta como el esposo ante su esposa (cf. Os 2,16-24; Jr 2,2; Is 54,4-8).
En efecto, para comprender el « shabbat », el «
descanso » de Dios, como sugieren algunos elementos de la tradición hebraica
misma,(12) conviene destacar la intensidad esponsal que caracteriza, desde el
Antiguo al Nuevo Testamento, la relación de Dios con su pueblo. Así lo expresa,
por ejemplo, esta maravillosa página de Oseas: « Haré en su favor un pacto el
día aquel con la bestia del campo, con el ave del cielo, con el reptil del
suelo; arco, espada y guerra los quebraré lejos de esta tierra, y haré que
ellos reposen en seguro. Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré
conmigo en justicia y en derecho, en amor y en compasión, te desposaré conmigo
en fidelidad, y tú conocerás al Señor » (2,20-22).
« Bendijo Dios el día séptimo y lo santificó » (Gn 2,3)
13. El precepto del sábado, que en la primera Alianza prepara el domingo
de la nueva y eterna Alianza, se basa pues en la profundidad del designio de
Dios. Precisamente por esto el sábado no se coloca junto a los ordenamientos
meramente cultuales, como sucede con tantos otros preceptos, sino dentro del
Decálogo, las « diez palabras » que delimitan los fundamentos de la vida moral
inscrita en el corazón de cada hombre. Al analizar este mandamiento en la
perspectiva de las estructuras fundamentales de la ética, Israel y luego la
Iglesia no lo consideran una mera disposición de disciplina religiosa
comunitaria, sino una expresión específica e irrenunciable de su
relación con Dios, anunciada y propuesta por la revelación bíblica. Con en
esta perspectiva es como se ha de descubrir hoy este precepto por parte de los
cristianos. Si este precepto tiene también una convergencia natural con la
necesidad humana del descanso, sin embargo es necesario referirse a la fe para
descubrir su sentido profundo y no correr el riesgo de banalizarlo y
traicionarlo.
14. El día del descanso es tal ante todo porque es el día « bendecido »
y « santificado » por Dios, o sea, separado de los otros días para ser, entre
todos, el « día del Señor ».
Para comprender plenamente el sentido de esta « santificación » del
sábado, en la primera narración bíblica de la creación, conviene mirar el
conjunto del texto del cual emerge claramente como cada realidad está
orientada, sin excepciones, hacia Dios. El tiempo y el espacio le pertenecen.
Él no es el Dios de un solo día, sino el Dios de todos los días del hombre.
Por tanto, si él « santifica » el séptimo día con una bendición especial
y lo hace « su día » por excelencia, esto se ha de entender precisamente en la
dinámica profunda del diálogo de alianza, es más, del diálogo « esponsal ». Es
un diálogo de amor que no conoce interrupciones y que sin embargo no es
monocorde. En efecto, se desarrolla considerando las diversas facetas del amor,
desde las manifestaciones ordinarias e indirectas a las más intensas, que las
palabras de la Escritura y los testimonios de tantos místicos no temen también
en describir como imágenes sacadas de la experiencia del amor nupcial.
15. En realidad, toda la vida del hombre y todo su tiempo deben ser
vividos como alabanza y agradecimiento al Creador. Pero la relación del hombre
con Dios necesita también momentos de oración explícita, en los que
dicha relación se convierte en diálogo intenso, que implica todas las
dimensiones de la persona. El « día del Señor » es, por excelencia, el día de
esta relación, en la que el hombre eleva a Dios su canto, haciéndose voz de
toda la creación.
Precisamente por esto es también el día del descanso. La
interrupción del ritmo a menudo avasallador de las ocupaciones expresa, con el
lenguaje plástico de la « novedad » y del « desapego », el reconocimiento de la
dependencia propia y del cosmos respecto a Dios. ¡Todo es de Dios! El
día del Señor recalca continuamente este principio. El « sábado » ha sido pues
interpretado sugestivamente como un elemento típico de aquella especie de «
arquitectura sacra » del tiempo que caracteriza la revelación bíblica.(13) El
sábado recuerda que el tiempo y la historia pertenecen a Dios y
que el hombre no puede dedicarse a su obra de colaborador del Creador en el
mundo sin tomar constantemente conciencia de esta verdad.
« Recordar » para « santificar »
16. El mandamiento del Decálogo con el que Dios impone la observancia
del sábado tiene, en el libro del Éxodo, una formulación característica: «
Recuerda el día del sábado para santificarlo » (20,8). Más adelante el texto
inspirado da su motivación refiriéndose a la obra de Dios: « Pues en seis días
hizo el Señor el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto contienen, y el
séptimo descansó; por eso bendijo el Señor el día del sábado y lo hizo sagrado
» (11). Antes de imponer algo que hacer el mandamiento señala
algo que recordar. Invita a recordar la obra grande y fundamental
de Dios como es la creación. Es un recuerdo que debe animar toda la vida
religiosa del hombre, para confluir después en el día en que el hombre es
llamado a descansar. El descanso asume así un valor
típicamente sagrado: el fiel es invitado a descansar no sólo como Dios
ha descansado, sino a descansar en el Señor, refiriendo a él
toda la creación, en la alabanza, en la acción de gracias, en la intimidad
filial y en la amistad esponsal.
17. El tema del « recuerdo » de las maravillas hechas por Dios, en
relación con el descanso sabático, se encuentra también en el texto del
Deuteronomio (5,12-15), donde el fundamento del precepto se apoya no tanto en
la obra de la creación, cuanto en la de la liberación llevada a cabo por Dios
en el Éxodo: « Recuerda que fuiste esclavo en el país de Egipto y que el Señor
tu Dios te sacó de allí con mano fuerte y tenso brazo; por eso el Señor tu Dios
te ha mandado guardar el día del sábado » (Dt 5,15).
Esta formulación parece complementaria de la anterior. Consideradas
juntas, manifiestan el sentido del « día del Señor » en una perspectiva
unitaria de teología de la creación y de la salvación. El contenido del
precepto no es pues primariamente una interrupción del
trabajo, sino la celebración de las maravillas obradas por
Dios.
En la medida en que este « recuerdo », lleno de agradecimiento y
alabanza hacia Dios, está vivo, el descanso del hombre, en el día del
Señor, asume también su pleno significado. Con el descanso el hombre entra en
la dimensión del « descanso » de Dios y participa del mismo profundamente,
haciéndose así capaz de experimentar la emoción de aquel mismo gozo que el
Creador experimentó después de la creación viendo « cuanto había hecho, y todo
estaba muy bien » (Gn 1,31).
Del sábado al domingo
18. Dado que el tercer mandamiento depende esencialmente del recuerdo de
las obras salvíficas de Dios, los cristianos, percibiendo la originalidad del
tiempo nuevo y definitivo inaugurado por Cristo, han asumido como festivo el
primer día después del sábado, porque en él tuvo lugar la resurrección del
Señor. En efecto, el misterio pascual de Cristo es la revelación plena del
misterio de los orígenes, el vértice de la historia de la salvación y la
anticipación del fin escatológico del mundo. Lo que Dios obró en la creación y
lo que hizo por su pueblo en el Éxodo encontró en la muerte y resurrección de
Cristo su cumplimiento, aunque la realización definitiva se descubrirá sólo en
laparusía con su venida gloriosa. En él se realiza plenamente el
sentido « espiritual » del sábado, como subraya san Gregorio Magno: « Nosotros
consideramos como verdadero sábado la persona de nuestro Redentor, Nuestro
Señor Jesucristo ».(14) Por esto, el gozo con el que Dios contempla la
creación, hecha de la nada en el primer sábado de la humanidad, está ya
expresado por el gozo con el que Cristo, el domingo de Pascua, se apareció a
los suyos llevándoles el don de la paz y del Espíritu (cf. Jn 20,19-23).
En efecto, en el misterio pascual la condición humana y con ella toda la
creación, « que gime y sufre hasta hoy los dolores de parto » (Rm 8,22),
ha conocido su nuevo « éxodo » hacia la libertad de los hijos de Dios que
pueden exclamar, con Cristo, « ¡Abbá, Padre! » (Rm 8,15; Ga 4,6).
A la luz de este misterio, el sentido del precepto veterotestamentario sobre el
día del Señor es recuperado, integrado y revelado plenamente en la gloria que
brilla en el rostro de Cristo resucitado (cf. 2 Co 4,6). Del «
sábado » se pasa al « primer día después del sábado »; del séptimo día al
primer día: el dies Domini se convierte en el dies
Christi!
DIES CHRISTI
El día del Señor resucitado y el don del Espíritu
La Pascua semanal
19. « Celebramos el domingo por la venerable resurrección de Nuestro
Señor Jesucristo, no sólo en Pascua, sino cada semana »: así escribía, a
principios del siglo V, el Papa Inocencio I,(15) testimoniando una práctica ya
consolidada que se había ido desarrollando desde los primeros años después de
la resurrección del Señor. San Basilio habla del « santo domingo, honrado por
la resurrección del Señor, primicia de todos los demás días ».(16) San Agustín
llama al domingo « sacramento de la Pascua ».(17)
Esta profunda relación del domingo con la resurrección del Señor es
puesta de relieve con fuerza por todas las Iglesias, tanto en Occidente como en
Oriente. En la tradición de las Iglesias orientales, en particular, cada
domingo es la anastásimos heméra, el día de la resurrección,(18) y
precisamente por ello es el centro de todo el culto.
A la luz de esta tradición ininterrumpida y universal, se ve claramente
que, aunque el día del Señor tiene sus raíces —como se ha dicho— en la obra
misma de la creación y, más directamente, en el misterio del « descanso »
bíblico de Dios, sin embargo, se debe hacer referencia específica a la
resurrección de Cristo para comprender plenamente su significado. Es lo que
sucede con el domingo cristiano, que cada semana propone a la consideración y a
la vida de los fieles el acontecimiento pascual, del que brota la salvación del
mundo.
20. Según el concorde testimonio evangélico, la resurrección de
Jesucristo de entre los muertos tuvo lugar « el primer día después del sábado »
(Mc 16,2.9; Lc 24,1; Jn 20,1).
Aquel mismo día el Resucitado se manifestó a los dos discípulos de Emaús (cf. Lc 24,
13-35) y se apareció a los once Apóstoles reunidos (cf. Lc 24,36; Jn 20,19).
Ocho días después —como testimonia el Evangelio de Juan (cf. 20,26)— los
discípulos estaban nuevamente reunidos cuando Jesús se les apareció y se hizo reconocer
por Tomás, mostrándole las señales de la pasión. Era domingo el día de
Pentecostés, primer día de la octava semana después de la pascua judía (cf. Hch 2,1),
cuando con la efusión del Espíritu Santo se cumplió la promesa hecha por Jesús
a los Apóstoles después de la resurrección (cf. Lc 24,49; Hch 1,4-5).
Fue el día del primer anuncio y de los primeros bautismos: Pedro proclamó a la
multitud reunida que Cristo había resucitado y « los que acogieron su palabra
fueron bautizados » (Hch 2,41). Fue la epifanía de la Iglesia,
manifestada como pueblo en el que se congregan en unidad, más allá de toda
diversidad, los hijos de Dios dispersos.
El primer día de la semana
21. Sobre esta base y desde los tiempos apostólicos, « el primer día
después del sábado », primero de la semana, comenzó a marcar el ritmo mismo de
la vida de los discípulos de Cristo (cf. 1 Co 16,2). « Primer
día después del sábado » era también cuando los fieles de Tróada se encontraban
reunidos « para la fracción del pan », Pablo les dirigió un discurso de
despedida y realizó un milagro para reanimar al joven Eutico (cf. Hch 20,7-12).
El libro del Apocalipsis testimonia la costumbre de llamar a este primer día de
la semana el « día del Señor » (1,10). De hecho, ésta será una de las características
que distinguirá a los cristianos respecto al mundo circundante. Lo advertía,
desde principios del siglo II, el gobernador de Bitinia, Plinio el Joven,
constatando la costumbre de los cristianos « de reunirse un día fijo antes de
salir el sol y de cantar juntos un himno a Cristo como a un dios ».(19) En
efecto, cuando los cristianos decían « día del Señor », lo hacían dando a este
término el pleno significado que deriva del mensaje pascual: « Cristo Jesús es
Señor » (Fl 2,11; cf. Hch 2,36; 1 Co12,3).
De este modo se reconocía a Cristo el mismo título con el que los Setenta
traducían, en la revelación del Antiguo Testamento, el nombre propio de Dios,
JHWH, que no era lícito pronunciar.
22. En los primeros tiempos de la Iglesia el ritmo semanal de los días
no era conocido generalmente en las regiones donde se difundía el Evangelio, y
los días festivos de los calendarios griego y romano no coincidían con el
domingo cristiano. Esto comportaba para los cristianos una notable dificultad
para observar el día del Señor con su carácter fijo semanal. Así se explica por
qué los cristianos se veían obligados a reunirse antes del amanecer.(20) Sin
embargo, se imponía la fidelidad al ritmo semanal, basada en el Nuevo
Testamento y vinculada a la revelación del Antiguo Testamento. Lo subrayan los
Apologístas y los Padres de la Iglesia en sus escritos y predicaciones. El
misterio pascual era ilustrado con aquellos textos de la Escritura que, según
el testimonio de san Lucas (cf. 24,27.44-47), Cristo resucitado debía haber
explicado a los discípulos. A la luz de esos textos, la celebración del día de
la resurrección asumía un valor doctrinal y simbólico capaz de expresar toda la
novedad del misterio cristiano.
Diferencia progresiva del sábado
23. La catequesis de los primeros siglos insiste en esta novedad,
tratando de distinguir el domingo del sábado judío. El sábado los judíos debían
reunirse en la sinagoga y practicar el descanso prescrito por la Ley. Los
Apóstoles, y en particular san Pablo, continuaron frecuentando en un primer
momento la sinagoga para anunciar a Jesucristo, comentando « las escrituras de
los profetas que se leen cada sábado » (Hch 13,27). En algunas
comunidades se podía ver como la observancia del sábado coexistía con la celebración
dominical. Sin embargo, bien pronto se empezó a distinguir los dos días de
forma cada vez más clara, sobre todo para reaccionar ante la insistencia de los
cristianos que, proviniendo del judaísmo, tendían a conservar la obligación de
la antigua Ley. San Ignacio de Antioquía escribe: « Si los que se habían criado
en el antiguo orden de cosas vinieron a una nueva esperanza, no guardando ya el
sábado, sino viviendo según el día del Señor, día en el que surgió nuestra vida
por medio de él y de su muerte [...], misterio por el cual recibimos la fe y en
el cual perseveramos para ser hallados como discípulos de Cristo, nuestro único
Maestro, ¿cómo podremos vivir sin él, a quien los profetas, discípulos suyos en
el Espíritu, esperaban como a su maestro? ».(21) A su vez, san Agustín observa:
« Por esto el Señor imprimió también su sello a su día, que es el tercero
después de la pasión. Este, sin embargo, en el ciclo semanal es el octavo
después del séptimo, es decir, después del sábado hebraico y el primer día de
la semana ».(22) La diferencia del domingo respecto al sábado judío se fue
consolidando cada vez más en la conciencia eclesial, aunque en ciertos períodos
de la historia, por el énfasis dado a la obligación del descanso festivo, se
dará una cierta tendencia de « sabatización » del día del Señor. No han faltado
sectores de la cristiandad en los que el sábado y el domingo se han observado
como « dos días hermanos ».(23)
El día de la nueva creación
24. La comparación del domingo cristiano con la concepción sabática,
propia del Antiguo Testamento, suscitó también investigaciones teológicas de
gran interés. En particular, se puso de relieve la singular conexión entre la
resurrección y la creación. En efecto, la reflexión cristiana relacionó
espontáneamente la resurrección ocurrida « el primer día de la semana » con el
primer día de aquella semana cósmica (cf. Gn 1,1-2,4), con la
que el libro del Génesis narra el hecho de la creación: el día de la creación
de la luz (cf. 1,3-5). Esta relación invita a comprender la resurrección como
inicio de una nueva creación, cuya primicia es Cristo glorioso, siendo él, «
primogénito de toda la creación » (Col 1,15), también el «
primogénito de entre los muertos » (Col 1,18).
25. El domingo es pues el día en el cual, más que en ningún otro, el
cristiano está llamado a recordar la salvación que, ofrecida en el bautismo, le
hace hombre nuevo en Cristo. « Sepultados con él en el bautismo, con él también
habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que resucitó de entre los
muertos » (Col 2,12; cf. Rm 6,4-6). La liturgia
señala esta dimensión bautismal del domingo, sea exhortando a celebrar los
bautismos, además de en la Vigilia pascual, también en este día semanal « en
que la Iglesia conmemora la resurrección del Señor »,24 sea sugiriendo, como
oportuno rito penitencial al inicio de la Misa, la aspersión con el agua
bendita, que recuerda el bautismo con el que nace toda existencia
cristiana.(25)
El octavo día, figura de la eternidad
26. Por otra parte, el hecho de que el sábado fuera el séptimo día de la
semana llevó a considerar el día del Señor a la luz de un simbolismo
complementario, muy querido por los Padres: el domingo, además de primer día,
es también el « día octavo », situado, respecto a la sucesión septenaria de los
días, en una posición única y trascendente, evocadora no sólo del inicio del
tiempo, sino también de su final en el « siglo futuro ». San Basilio explica
que el domingo significa el día verdaderamente único que seguirá al tiempo
actual, el día sin término que no conocerá ni tarde ni mañana, el siglo
imperecedero que no podrá envejecer; el domingo es el preanuncio incesante de
la vida sin fin que reanima la esperanza de los cristianos y los alienta en su
camino.(26) En la perspectiva del último día, que realiza plenamente el
simbolismo anticipador del sábado, san Agustín concluye las Confesiones
hablando del eschaton como « paz del descanso, paz del sábado,
paz sin ocaso ».(27) La celebración del domingo, día « primero » y a la vez «
octavo », proyecta al cristiano hacia la meta de la vida eterna.(28)
El día de Cristo-luz
27. En esta perspectiva cristocéntrica se comprende otro valor simbólico
que la reflexión creyente y la práctica pastoral dieron al día del Señor. En
efecto, una aguda intuición pastoral sugirió a la Iglesia cristianizar, para el
domingo, el contenido del « día del sol », expresión con la que los romanos
denominaban este día y que aún hoy aparece en algunas lenguas
contemporáneas,(29) apartando a los fieles de la seducción de los cultos que
divinizaban el sol y orientando la celebración de este día hacia Cristo,
verdadero « sol » de la humanidad. San Justino, escribiendo a los paganos,
utiliza la terminología corriente para señalar que los cristianos hacían su
reunión « en el día llamado del sol »,(30) pero la referencia a esta expresión
tiene ya para los creyentes un sentido nuevo, perfectamente evangélico.(31) En
efecto, Cristo es la luz del mundo (cf. Jn 9,5; cf. también
1,4-5.9), y el día conmemorativo de su resurrección es el reflejo perenne, en
la sucesión semanal del tiempo, de esta epifanía de su gloria. El tema del
domingo como día iluminado por el triunfo de Cristo resucitado encuentra un eco
en la Liturgia de las Horas(32) y tiene un particular énfasis en la vigilia
nocturna que en las liturgias orientales prepara e introduce el domingo. Al
reunirse en este día la Iglesia hace suyo, de generación en generación, el
asombro de Zacarías cuando dirige su mirada hacia Cristo anunciándolo como el «
sol que nace de lo alto para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras
de muerte » (Lc 1,78-79), y vibra en sintonía con la alegría
experimentada por Simeón al tomar en brazos al Niño divino venido como « luz
para alumbrar a las naciones » (Lc 2,32).
El día del don del Espíritu
28. Día de la luz, el domingo podría llamarse también, con referencia al
Espíritu Santo, día del « fuego ». En efecto, la luz de Cristo está íntimamente
vinculada al « fuego » del Espíritu y ambas imágenes indican el sentido del
domingo cristiano.(33) Apareciéndose a los Apóstoles la tarde de Pascua, Jesús
sopló sobre ellos y les dijo: « Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis
los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan
retenidos » (Jn 20,22-23). La efusión del Espíritu fue el gran don
del Resucitado a sus discípulos el domingo de Pascua. Era también domingo
cuando, cincuenta días después de la resurrección, el Espíritu, como « viento
impetuoso » y « fuego » (Hch 2,2-3), descendió con fuerza sobre los
Apóstoles reunidos con María. Pentecostés no es sólo el acontecimiento
originario, sino el misterio que anima permanentemente a la Iglesia.(34) Si
este acontecimiento tiene su tiempo litúrgico fuerte en la celebración anual
con la que se concluye el « gran domingo »,(35) éste, precisamente por su
íntima conexión con el misterio pascual, permanece también inscrito en el
sentido profundo de cada domingo. La « Pascua de la semana » se convierte así
como en el « Pentecostés de la semana », donde los cristianos reviven la
experiencia gozosa del encuentro de los Apóstoles con el Resucitado, dejándose
vivificar por el soplo de su Espíritu.
El día de la fe
29. Por todas estas dimensiones que lo caracterizan, el domingo es por
excelencia el día de la fe. En él el Espíritu Santo, « memoria »
viva de la Iglesia (cf. Jn 14, 26), hace de la primera
manifestación del Resucitado un acontecimiento que se renueva en el « hoy » de
cada discípulo de Cristo. Ante él, en la asamblea dominical, los creyentes se
sienten interpelados como el apóstol Tomás: « Acerca aquí tu dedo y mira mis
manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente »
(Jn 20, 27). Sí, el domingo es el día de la fe. Lo subraya el hecho
de que la liturgia eucarística dominical, así como la de las solemnidades
litúrgicas, prevé la profesión de fe. El « Credo », recitado o cantado, pone de
relieve el carácter bautismal y pascual del domingo, haciendo del mismo el día
en el que, por un título especial, el bautizado renueva su adhesión a Cristo y
a su Evangelio con la vivificada conciencia de las promesas bautismales.
Acogiendo la Palabra y recibiendo el Cuerpo del Señor, contempla a Jesús
resucitado, presente en los « santos signos », y confiesa con el apóstol Tomás
« Señor mío y Dios mío » (Jn 20,28).
¡ Un día irrenunciable !
30. Se comprende así por qué, incluso en el contexto de las dificultades
de nuestro tiempo, la identidad de este día debe ser salvaguardada y sobre todo
vivida profundamente. Un autor oriental de principios del siglo III refiere que
ya entonces en cada región los fieles santificaban regularmente el domingo.(36)
La práctica espontánea pasó a ser después norma establecida jurídicamente: el
día del Señor ha marcado la historia bimilenaria de la Iglesia. ¿Cómo se podría
pensar que no continúe caracterizando su futuro? Los problemas que en nuestro
tiempo pueden hacer más difícil la práctica del precepto dominical encuentran
una Iglesia sensible y maternalmente atenta a las condiciones de cada uno de
sus hijos. En particular, se siente llamada a una nueva labor catequética y pastoral,
para que ninguno, en las condiciones normales de vida, se vea privado del flujo
abundante de gracia que lleva consigo la celebración del día del Señor. En este
mismo sentido, ante una hipótesis de reforma del calendario eclesial en
relación con variaciones de los sistemas del calendario civil, el Concilio
Ecuménico Vaticano II declara que la Iglesia « no se opone a los diferentes
sistemas [...], siempre que garanticen y conserven la semana de siete días con
el domingo ».(37) A las puertas del tercer Milenio, la celebración del domingo
cristiano, por los significados que evoca y las dimensiones que implica en
relación con los fundamentos mismos de la fe, continúa siendo un elemento
característico de la identidad cristiana.
DIES ECCLESIAE
La asamblea eucarística, centro del domingo
La presencia del Resucitado
31. « Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo » (Mt 28,20).
Esta promesa de Cristo sigue siendo escuchada en la Iglesia como secreto
fecundo de su vida y fuente de su esperanza. Aunque el domingo es el día de la
resurrección, no es sólo el recuerdo de un acontecimiento pasado, sino que es
celebración de la presencia viva del Resucitado en medio de los suyos.
Para que esta presencia sea anunciada y vivida de manera adecuada no
basta que los discípulos de Cristo oren individualmente y recuerden en su
interior, en lo recóndito de su corazón, la muerte y resurrección de Cristo. En
efecto, los que han recibido la gracia del bautismo no han sido salvados sólo a
título personal, sino como miembros del Cuerpo místico, que han pasado a formar
parte del Pueblo de Dios.(38) Por eso es importante que se reúnan, para
expresar así plenamente la identidad misma de la Iglesia, la ekklesía,
asamblea convocada por el Señor resucitado, el cual ofreció su vida « para
reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos » (Jn 11,52).
Todos ellos se han hecho « uno » en Cristo (cf. Ga 3,28)
mediante el don del Espíritu. Esta unidad se manifiesta externamente cuando los
cristianos se reúnen: toman entonces plena conciencia y testimonian al mundo
que son el pueblo de los redimidos formado por « hombres de toda raza, lengua,
pueblo y nación » (Ap 5,9). En la asamblea de los discípulos de
Cristo se perpetúa en el tiempo la imagen de la primera comunidad cristiana,
descrita como modelo por Lucas en los Hechos de los Apóstoles, cuando relata
que los primeros bautizados « acudían asiduamente a la enseñanza de los
apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones » (2,42).
32. Esta realidad de la vida eclesial tiene en la Eucaristía no
sólo una fuerza expresiva especial, sino como su « fuente ».(39) La Eucaristía
nutre y modela a la Iglesia: « Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo
cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan » (1 Co 10,17).
Por esta relación vital con el sacramento del Cuerpo y Sangre del Señor, el
misterio de la Iglesia es anunciado, gustado y vivido de manera insuperable en
la Eucaristía.(40)
La dimensión intrínsecamente eclesial de la Eucaristía se realiza cada
vez que se celebra. Pero se expresa de manera particular el día en el que toda
la comunidad es convocada para conmemorar la resurrección del Señor. El
Catecismo de la Iglesia Católica enseña de manera significativa que « la
celebración dominical del día y de la Eucaristía del Señor tiene un papel
principalísimo en la vida de la Iglesia ».(41)
33. En efecto, precisamente en la Misa dominical es donde los cristianos
reviven de manera particularmente intensa la experiencia que tuvieron los
Apóstoles la tarde de Pascua, cuando el Resucitado se les manifestó estando
reunidos (cf. Jn 20,19). En aquel pequeño núcleo de
discípulos, primicia de la Iglesia, estaba en cierto modo presente el Pueblo de
Dios de todos los tiempos. A través de su testimonio llega a cada generación de
los creyentes el saludo de Cristo, lleno del don mesiánico de la paz, comprada
con su sangre y ofrecida junto con su Espíritu: « ¡Paz a vosotros! » Al volver
Cristo entre ellos « ocho días más tarde » (Jn 20,26), se ve
prefigurada en su origen la costumbre de la comunidad cristiana de reunirse
cada octavo día, en el « día del Señor » o domingo, para profesar la fe en su
resurrección y recoger los frutos de la bienaventuranza prometida por él: «
Dichosos los que no han visto y han creído » (Jn 20,29). Esta
íntima relación entre la manifestación del Resucitado y la Eucaristía es
sugerida por el Evangelio de Lucas en la narración sobre los dos discípulos de
Emaús, a los que acompañó Cristo mismo, guiándolos hacia la comprensión de la
Palabra y sentándose después a la mesa con ellos, que lo reconocieron cuando «
tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando » (24,30). Los
gestos de Jesús en este relato son los mismos que él hizo en la Última Cena,
con una clara alusión a la « fracción del pan », como se llamaba a la
Eucaristía en la primera generación cristiana.
34. Ciertamente, la Eucaristía dominical no tiene en sí misma un
estatuto diverso de la que se celebra cualquier otro día, ni es separable de
toda la vida litúrgica y sacramental. Ésta es, por su naturaleza, una epifanía
de la Iglesia,(42) que tiene su momento más significativo cuando la comunidad
diocesana se reúne en oración con su propio Pastor: « La principal
manifestación de la Iglesia tiene lugar en la participación plena y activa de
todo el Pueblo santo de Dios en las mismas celebraciones litúrgicas,
especialmente en la misma Eucaristía, en una misma oración, junto a un único
altar, que el Obispo preside rodeado de su presbiterio y sus ministros ».(43)
La vinculación con el Obispo y con toda la comunidad eclesial es propia de cada
liturgia eucarística, que se celebre en cualquier día de la semana, aunque no
sea presidida por él. Lo expresa la mención del Obispo en la oración
eucarística.
La Eucaristía dominical, sin embargo, con la obligación de la presencia
comunitaria y la especial solemnidad que la caracterizan, precisamente porque
se celebra « el día en que Cristo ha vencido a la muerte y nos ha hecho
partícipes de su vida inmortal »,(44) subraya con nuevo énfasis la propia dimensión
eclesial, quedando como paradigma para las otras celebraciones eucarísticas.
Cada comunidad, al reunir a todos sus miembros para la « fracción del pan », se
siente como el lugar en el que se realiza concretamente el misterio de la
Iglesia. En la celebración misma la comunidad se abre a la comunión con la
Iglesia universal,(45) implorando al Padre que se acuerde « de la Iglesia
extendida por toda la tierra », y la haga crecer, en la unidad de todos los
fieles con el Papa y con los Pastores de cada una de las Iglesias, hasta su
perfección en el amor.
El día de la Iglesia
35. El dies Domini se manifiesta así también como dies
Ecclesiae. Se comprende entonces por qué la dimensión comunitaria de la
celebración dominical deba ser particularmente destacada a nivel pastoral. Como
he tenido oportunidad de recordar en otra ocasión, entre las numerosas
actividades que desarrolla una parroquia « ninguna es tan vital o formativa
para la comunidad como la celebración dominical del día del Señor y de su
Eucaristía ».(46) En este sentido, el Concilio Vaticano II ha recordado la
necesidad de « trabajar para que florezca el sentido de comunidad parroquial,
sobre todo en la celebración común de la misa dominical ».(47) En la misma
línea se sitúan las orientaciones litúrgicas sucesivas, pidiendo que las
celebraciones eucarísticas que normalmente tienen lugar en otras iglesias y
capillas estén coordinadas con la celebración de la iglesia parroquial,
precisamente para « fomentar el sentido de la comunidad eclesial, que se
manifiesta y alimenta especialmente en la celebración comunitaria del domingo,
sea en torno al Obispo, especialmente en la catedral, sea en la asamblea
parroquial, cuyo pastor hace las veces del Obispo ».(48)
36. La asamblea dominical es un lugar privilegiado de unidad. En efecto,
en ella se celebra el sacramentum unitatis que caracteriza
profundamente a la Iglesia, pueblo reunido « por » y « en » la unidad del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.(49) En dicha asamblea las familias
cristianas viven una de las manifestaciones más cualificadas de su identidad y
de su « ministerio » de « iglesias domésticas », cuando los padres participan
con sus hijos en la única mesa de la Palabra y del Pan de vida.(50) A este
respecto, se ha de recordar que corresponde ante todo a los padres educar a sus
hijos para la participación en la Misa dominical, ayudados por los catequistas,
los cuales se han de preocupar de incluir en el proceso formativo de los
muchachos que les han sido confiados la iniciación a la Misa, ilustrando el
motivo profundo de la obligatoriedad del precepto. A ello contribuirá también,
cuando las circunstancias lo aconsejen, la celebración de Misas para niños,
según las varias modalidades previstas por las normas litúrgicas.(51)
En las Misas dominicales de la parroquia, como « comunidad eucarística
»,(52) es normal que se encuentren los grupos, movimientos, asociaciones y las
pequeñas comunidades religiosas presentes en ella. Esto les permite
experimentar lo que es más profundamente común para ellos, más allá de las
orientaciones espirituales específicas que legítimamente les caracterizan, con
obediencia al discernimiento de la autoridad eclesial.(53) Por esto en domingo,
día de la asamblea, no se han de fomentar las Misas de los grupos pequeños: no
se trata únicamente de evitar que a las asambleas parroquiales les falte el
necesario ministerio de los sacerdotes, sino que se ha de procurar salvaguardar
y promover plenamente la unidad de la comunidad eclesial.(54) Corresponde al
prudente discernimiento de los Pastores de las Iglesias particulares autorizar
una eventual y muy concreta derogación de esta norma, en consideración de
particulares exigencias formativas y pastorales, teniendo en cuenta el bien de
las personas y de los grupos, y especialmente los frutos que pueden beneficiar
a toda la comunidad cristiana.
Día de la esperanza
38. Desde este punto de vista, si el domingo es el día de la fe, no es
menos el día de la esperanza cristiana. En efecto, la participación
en la « cena del Señor » es anticipación del banquete escatológico por las «
bodas del Cordero » (Ap 19,9). Al celebrar el memorial de Cristo,
que resucitó y ascendió al cielo, la comunidad cristiana está a la espera de «
la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo ».(57) Vivida y alimentada
con este intenso ritmo semanal, la esperanza cristiana es fermento y luz de la
esperanza humana misma. Por este motivo, en la oración « universal » se
recuerdan no sólo las necesidades de la comunidad cristiana, sino las de toda
la humanidad; la Iglesia, reunida para la celebración de la Eucaristía,
atestigua así al mundo que hace suyos « el gozo y la esperanza, la tristeza y
la angustia de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de
todos los afligidos ».(58) Finalmente, la Iglesia, —al culminar con el
ofrecimiento eucarístico dominical el testimonio que sus hijos, inmersos en el
trabajo y los diversos cometidos de la vida, se esfuerzan en dar todos los días
de la semana con el anuncio del Evangelio y la práctica de la caridad—,
manifiesta de manera más evidente que es « como un sacramento o signo e
instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano
».(59)
De la Misa a la « misión »
45. Al recibir el Pan de vida, los discípulos de Cristo se disponen a
afrontar, con la fuerza del Resucitado y de su Espíritu, los cometidos
que les esperan en su vida ordinaria. En efecto, para el fiel que ha
comprendido el sentido de lo realizado, la celebración eucarística no termina
sólo dentro del templo. Como los primeros testigos de la resurrección, los
cristianos convocados cada domingo para vivir y confesar la presencia del
Resucitado están llamados a ser evangelizadores y testigos en
su vida cotidiana. La oración después de la comunión y el rito de conclusión
—bendición y despedida— han de ser entendidos y valorados mejor, desde este
punto de vista, para que quienes han participado en la Eucaristía sientan más
profundamente la responsabilidad que se les confía. Después de despedirse la
asamblea, el discípulo de Cristo vuelve a su ambiente habitual con el compromiso
de hacer de toda su vida un don, un sacrificio espiritual agradable a Dios (cf. Rm 12,1).
Se siente deudor para con los hermanos de lo que ha recibido en la celebración,
como los discípulos de Emaús que, tras haber reconocido a Cristo resucitado «
en la fracción del pan » (cf. Lc 24,30-32), experimentaron la
exigencia de ir inmediatamente a compartir con sus hermanos la alegría del
encuentro con el Señor (cf. Lc 24,33-35).
El precepto dominical
46. Al ser la Eucaristía el verdadero centro del domingo, se comprende
por qué, desde los primeros siglos, los Pastores no han dejado de recordar a
sus fieles la necesidad de participar en la asamblea litúrgica. «
Dejad todo en el día del Señor —dice, por ejemplo, el tratado del siglo III
titulado Didascalia de los Apóstoles— y corred con diligencia a
vuestras asambleas, porque es vuestra alabanza a Dios. Pues, ¿qué disculpa
tendrán ante Dios aquellos que no se reúnen en el día del Señor para escuchar
la palabra de vida y nutrirse con el alimento divino que es eterno? ».(75) La
llamada de los Pastores ha encontrado generalmente una adhesión firme en el
ánimo de los fieles y, aunque no hayan faltado épocas y situaciones en las que
ha disminuido el cumplimiento de este deber, se ha de recordar el auténtico
heroísmo con que sacerdotes y fieles han observado esta obligación en tantas
situaciones de peligro y de restricción de la libertad religiosa, como se puede
constatar desde los primeros siglos de la Iglesia hasta nuestros días.
San Justino, en su primera Apología dirigida al emperador Antonino y al
Senado, describía con orgullo la práctica cristiana de la asamblea dominical,
que reunía en el mismo lugar a los cristianos del campo y de las ciudades.(76)
Cuando, durante la persecución de Diocleciano, sus asambleas fueron prohibidas
con gran severidad, fueron muchos los cristianos valerosos que desafiaron el
edicto imperial y aceptaron la muerte con tal de no faltar a la Eucaristía
dominical. Es el caso de los mártires de Abitinia, en Africa proconsular, que
respondieron a sus acusadores: « Sin temor alguno hemos celebrado la cena del
Señor, porque no se puede aplazar; es nuestra ley »; « nosotros no podemos
vivir sin la cena del Señor ». Y una de las mártires confesó: « Sí, he ido a la
asamblea y he celebrado la cena del Señor con mis hermanos, porque soy
cristiana ».(77)
47. La Iglesia no ha cesado de afirmar esta obligación de conciencia,
basada en una exigencia interior que los cristianos de los primeros siglos sentían
con tanta fuerza, aunque al principio no se consideró necesario prescribirla.
Sólo más tarde, ante la tibieza o negligencia de algunos, ha debido explicitar
el deber de participar en la Misa dominical. La mayor parte de las veces lo ha
hecho en forma de exhortación, pero en ocasiones ha recurrido también a
disposiciones canónicas precisas. Es lo que ha hecho en diversos Concilios
particulares a partir del siglo IV (como en el Concilio de Elvira del 300, que
no habla de obligación sino de consecuencias penales después de tres ausencias)
(78) y, sobre todo, desde el siglo VI en adelante (como sucedió en el Concilio
de Agde, del 506).(79) Estos decretos de Concilios particulares han desembocado
en una costumbre universal de carácter obligatorio, como cosa del todo
obvia.(80)
El Código de Derecho Canónigo de 1917 recogía por vez primera la
tradición en una ley universal.(81) El Código actual la confirma diciendo que «
el domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación de
participar en la Misa ».(82) Esta ley se ha entendido normalmente como una
obligación grave: es lo que enseña también el Catecismo de la Iglesia
Católica.(83) Se comprende fácilmente el motivo si se considera la importancia
que el domingo tiene para la vida cristiana.
48. Hoy, como en los tiempos heroicos del principio, en tantas regiones
del mundo se presentan situaciones difíciles para muchos que desean vivir con
coherencia la propia fe. El ambiente es a veces declaradamente hostil y, otras
veces —y más a menudo— indiferente y reacio al mensaje evangélico. El creyente,
si no quiere verse avasallado por este ambiente, ha de poder contar con el
apoyo de la comunidad cristiana. Por eso es necesario que se convenza de la
importancia decisiva que, para su vida de fe, tiene reunirse el domingo con los
otros hermanos para celebrar la Pascua del Señor con el sacramento de la Nueva
Alianza. Corresponde de manera particular a los Obispos preocuparse « de que el
domingo sea reconocido por todos los fieles, santificado y celebrado como
verdadero "día del Señor", en el que la Iglesia se reúne para renovar
el recuerdo de su misterio pascual con la escucha de la Palabra de Dios, la
ofrenda del sacrificio del Señor, la santificación del día mediante la oración,
las obras de caridad y la abstención del trabajo ».(84)
49. Desde el momento en que participar en la Misa es una obligación para
los fieles, si no hay un impedimento grave, los Pastores tienen el
correspondiente deber de ofrecer a todos la posibilidad efectiva de cumplir el
precepto. En esta línea están las disposiciones del derecho eclesiástico, como
por ejemplo la facultad para el sacerdote, previa autorización del Obispo
diocesano, de celebrar más de una Misa el domingo y los días festivos,(85) la
institución de las Misas vespertinas(86) y, finalmente, la indicación de que el
tiempo válido para la observancia de la obligación comienza ya el sábado por la
tarde, coincidiendo con las primeras Vísperas del domingo.(87) En efecto, con
ellas comienza el día festivo desde el punto de vista litúrgico.(88) Por
consiguiente, la liturgia de la Misa llamada a veces « prefestiva », pero que
en realidad es « festiva » a todos los efectos, es la del domingo, con el
compromiso para el celebrante de hacer la homilía y recitar con los fieles la oración
universal.
Además, los pastores recordarán a los fieles que, al ausentarse de su
residencia habitual en domingo, deben preocuparse por participar en la Misa
donde se encuentren, enriqueciendo así la comunidad local con su testimonio
personal. Al mismo tiempo, convendrá que estas comunidades expresen una
calurosa acogida a los hermanos que vienen de fuera, particularmente en los
lugares que atraen a numerosos turistas y peregrinos, para los cuales será a
menudo necesario prever iniciativas particulares de asistencia religiosa.(89)
54. Finalmente, los fieles que, por enfermedad, incapacidad o cualquier
otra causa grave, se ven impedidos, procuren unirse de lejos y del mejor modo
posible a la celebración de la Misa dominical, preferiblemente con las lecturas
y oraciones previstas en el Misal para aquel día, así como con el deseo de la
Eucaristía.(97) En muchos Países, la televisión y la radio ofrecen la
posibilidad de unirse a una celebración eucarística cuando ésta se desarrolla
en un lugar sagrado.(98) Obviamente este tipo de transmisiones no permite de
por sí satisfacer el precepto dominical, que exige la participación en la
asamblea de los hermanos mediante la reunión en un mismo lugar y la
consiguiente posibilidad de la comunión eucarística. Pero para quienes se ven
impedidos de participar en la Eucaristía y están por tanto excusados de cumplir
el precepto, la transmisión televisiva o radiofónica es una preciosa ayuda,
sobre todo si se completa con el generoso servicio de los ministros
extraordinarios que llevan la Eucaristía a los enfermos, transmitiéndoles el
saludo y la solidaridad de toda la comunidad. De este modo, para estos
cristianos la Misa dominical produce también abundantes frutos y ellos pueden
vivir el domingo como verdadero « día del Señor » y « día de la Iglesia ».