San Ambrosio
"Doctor
de la Iglesia"
San Ambrosio, un destacado orador y uno de los
más ilustres Padres y Doctores de la Iglesia Latina junto a San Agustín, San
Juan Crisóstomo y San Atanasio.
El aporte de San Ambrosio a la Iglesia está
lleno de obras de carácter ascético, moral, dogmático
y exegético.
Entre sus escritos se encuentran los
comentarios a los Salmos y Tratados sobre Los Misterios y otros “de los Sacramentos” que
son catequesis del
Bautismo, la Confirmación, la Eucaristía y la Penitencia dedicadas a los recién
bautizados.
El nombre del santo significa “inmortal” y
vivió entre los años 340 y 397. Fue Obispo de Milán en Italia y mentor de San
Agustín, también Doctor de la Iglesia y Obispo de Hipona.
Probablemente nació en 340, en Tréveris,
Arles, o Lyon. Cuando apenas tenía 30 años fue nombrado gobernador de todo el
norte de Italia, con residencia en Milán, y posteriormente, fue elegido Obispo
de esta ciudad por clamor popular.
San Ambrosio se negó a aceptar el cargo pues
no era sacerdote, pero el emperador mandó un decreto señalando que el santo
debía aceptar el cargo. Desde entonces se dedicó por horas y días a estudiar
las Sagradas Escrituras hasta llegar a comprenderla maravillosamente.
San Ambrosio componía hermosos cantos y los
enseñaba al pueblo; además, escribió muy bellos libros explicando la Biblia y
aconsejando métodos prácticos para progresar en la santidad.
Especialmente famoso se hizo un tratado que
compuso acerca de la virginidad y la pureza. Además de su sabiduría para
escribir, tenía el don de la diplomacia, por lo que fue llamado muchas veces
por el alto gobierno como embajador del país para obtener tratados de paz
cuando se suscitaba algún conflicto.
San Ambrosio falleció el Viernes Santo del año
397 a la edad de 57 años.
El 27 de abril del 2004, después de 16 siglos de
permanecer separados y solo por unos días, los restos de San Agustín de Hipona
y San Ambrosio fueron reunidos en Milán, en una ceremonia que congregó a
cientos de feligreses en el atrio de la Catedral.
Probablemente nació en 340, en Tréveris, Arles, o
Lyon. Murió el 4 de abril de 397. Es uno de los más ilustres Padres y Doctores
de la Iglesia, y fue escogido, muy apropiadamente, a una con San Agustín, San
Juan Crisóstomo y San Atanasio, para ocupar la venerable Cátedra del Príncipe
de los Apóstoles en la tribuna de San Pedro en Roma. Los datos que nos pueden
servir para hacer su biografía están mayormente dispersos entre sus escritos,
dado que su “Vida”, escrita luego de su muerte por su secretario, Paulino, a
sugerencia de San Agustín, es extremadamente frustrante. Ambrosio descendía de
una antigua familia romana que había abrazado el cristianismo años antes y que
contaba entre sus miembros tanto mártires cristianos como altos funcionarios
del Estado. En la época de su nacimiento, su padre, que también se llamaba
Ambrosio, era prefecto en la Galia, y en ese carácter gobernaba los actuales
territorios de Francia, Bretaña y España, además de Tingitana, en África. Era
una de las grandes prefecturas del Imperio y se trataba del puesto más alto que
podía ocupar cualquier súbdito. Las tres principales ciudades de la provincia,
Tréveris, Arles y Lyon, se disputan el honor de haber sido el lugar de
nacimiento del Santo, quien era el menor de tres hijos. Su hermana, Marcelina,
se hizo monja, y su hermano, Sátiro, al ser electo Ambrosio al episcopado,
renunció a la prefectura para vivir con él y relevarlo de las tareas
temporales. El padre, Ambrosio, murió alrededor del año 354. A raíz de ello la
familia se mudó a Roma. La santa y virtuosa viuda fue grandemente ayudada en la
educación religiosa de los hijos por su hija, Marcelina, quien tenía diez años
más que Ambrosio. Para ese entonces Marcelina ya había recibido el velo de las
vírgenes de manos de Liberio, el Pontífice Romano, y vivía en casa de su madre
en compañía de otras vírgenes. Fue de ella que el Santo aprendió a mostrar ese
amor por la virginidad que luego se convirtió en su característica. Su progreso
en conocimientos seculares iba a la par de su crecimiento en la piedad. Fue una
bendición especial para Ambrosio mismo y para la Iglesia el que él hubiese
adquirido tan gran dominio del idioma y literatura griegos, cuya carencia es
tan dolorosamente patente en San Agustín y, en la generación posterior, en San
León Magno. Muy probablemente no hubiese acaecido el cisma griego si las
iglesias de Oriente y Occidente hubiesen podido continuar dialogando tan
íntimamente como lo hacían San Ambrosio y san Basilio. Una vez terminada su
educación liberal, el Santo dedicó su atención al estudio y práctica del
derecho, y muy pronto se distinguió por la elocuencia y habilidad de sus
alegatos en la corte del prefecto pretoriano, Ancius Probus. Fue por ello que
este último lo incorporó a su consejo y más tarde obtuvo para él del emperador
Valentiniano el puesto de gobernador consular de Liguria y Emilia, con
residencia en Milán. “Ve- le dijo el prefecto, profetizando involuntariamente-
y condúcete no como juez sino como obispo”. No hay forma de saber cuánto tiempo
gobernó esa provincia. Lo único que sabemos es que su honesta y humanitaria
administración le ganó el afecto y la estimación de todos sus gobernados,
pavimentando así el camino para la revolución que iba a tener lugar en su vida
poco después. Esto fue algo por demás notable, si tomamos en cuenta que en esa
época Milán estaba en medio de un caos religioso causado por las continuas
maquinaciones de la facción arriana.
Obispo de Milán
Desde que el heroico obispo Dionisio, en el año
355, había sido arrastrado en cadenas al exilio en el lejano Oriente, la
antiquísima sede de San Bernabé había estado ocupada por el intruso capadocio,
Auxencio, un arriano lleno de odio hacia la fe católica. Este tal, no sólo no
conocía la lengua latina, sino que era un perseguidor astuto y violento de sus
súbditos ortodoxos. Para alivio de los católicos, la muerte le sobrevino al
tiranuelo en 347 y con ello terminó una servidumbre que había durado casi 20
años. Los obispos de la región, temiendo que una elección popular diera pie a
tumultos populares, solicitaron al emperador Valentiniano que designara al
sucesor por medio de un edicto imperial. El Emperador, sin embargo, ordenó que
se llevara la elección según se acostumbraba. Le correspondió entonces a
Ambrosio la tarea de mantener el orden ciudadano en tan peligrosa coyuntura. Se
dirigió a la basílica en la que se encontraban reunidos el desunido clero y el
pueblo. Ya ahí, inició un discurso que buscaba motivar a la moderación y la
paz, pero fue interrumpido por una voz (la de un niño, según Paulino) que
clamaba: “Ambrosio, Obispo”. La multitud inmediatamente comenzó a repetir el
grito aquel y, para sorpresa y angustia de Ambrosio, él resultó electo por
unanimidad. Aparte de la intervención sobrenatural, él era el único candidato
viable: conocido por los católicos como firme creyente en el Credo de Nicea,
aceptable para los arrianos y reconocido por todos como alguien que se había
mantenido alejado de las controversias teológicas. Sólo había un problema:
convencer al azorado cónsul de que aceptara un puesto para el que no había sido
educado. Y además- aunque nos parezca extraño-, como muchos otros creyentes de
esa época, quizás guiados por una reverencia equivocada hacia la santidad del
bautismo, Ambrosio aún era catecúmeno y, consecuentemente, las sabias
providencias de la ley canónica lo hacían inelegible para el episcopado. Los
únicos que han dudado acerca de la sinceridad del terror que sintió él ante las
responsabilidades de ese oficio sagrado son aquellos que quieren juzgar a un
gran hombre según los criterios de su propia insignificancia. Si Ambrosio
hubiese sido una persona como la que dichas personas quieren hacernos ver:
mundano, ambicioso y intrigante, le hubiera bastado apoyarse en su reconocida
capacidad y en su noble sangre para proseguir esa carrera consular que tan
brillante futuro le deparaba. Es muy difícil aceptar que recurrió a la
estratagema de fingir terror, como dicen algunos biógrafos, para minar su propia
popularidad entre el pueblo. Mas Valentiniano, orgulloso de que la favorable
opinión que él tenía de Ambrosio hubiera sido aceptada tan entusiastamente por
el pueblo y por el clero, confirmó la elección y estipuló severas penas para
quienes quisieran ayudarlo a evadirse. Finalmente, el Santo aceptó. Recibió el
bautismo de manos de un obispo católico y ocho días después, el 7 de diciembre
de 374, día en el que Oriente y Occidente celebran su memoria, habiendo pasado
por las etapas preliminares, fue consagrado obispo. Tenía treinta y cinco años
de edad. Pero estaba destinado a edificar la Iglesia durante el espacio
comparativamente prolongado de 23 años. Desde el principio dio testimonio de
ser lo que siempre ha sido a los ojos del mundo cristiano: el modelo perfecto
del obispo cristiano. Hay algo de verdad en el eulogio de Teodosio, según lo
informa Teodoreto (V,18): “No conozco a otro obispo que más merezca tal nombre,
sino Ambrosio”. En él la magnanimidad del patricio romano se temperó con la
mansedumbre y la caridad del santo cristiano. Su primer acto como obispo, y que
luego imitaron muchos santos sucesores, fue el de deshacerse de todas sus
posesiones terrenas. Dio a los pobres su propiedad personal; cedió a la Iglesia
las tierras que poseía, dejando aparte una provisión para mantener a su amada
hermana. La generosidad de su hermano Sátiro le quitó el peso de la
administración de las cosas temporales y le permitió dedicarse totalmente a las
espirituales. Para sobreponerse a su deficiencia de preparación en cuestiones
teologales, se dedicó asiduamente al estudio de las Escrituras y de los Padres,
mostrando preferencia por Orígenes y San Basilio, cuya influencia se percibe en
sus obras. Dotado de un verdadero ingenio romano, Ambrosio, como Cicerón,
Virgilio y otros autores clásicos, se dedicó a digerir y a meter en moldes
latinos los mejores frutos del pensamiento griego. Sus estudios tenían una
naturaleza eminentemente práctica. Aprendió, además, que podía enseñar. En el
exordio de su tratado “De officiis”, se queja de que, a causa de su inesperado
paso del tribunal al púlpito se vio forzado a enseñar y aprender
simultáneamente. Su piedad, su juicio prudente y su genuino instinto católico
lo protegieron del error. Su fama como elocuente expositor de la doctrina
católica pronto llegó a los confines de la tierra. La fuerza de su oratoria
está testimoniada no sólo por las repetidas alabanzas de que era objeto, sino,
más aún, por la conversión de un retórico de la talla de Agustín. Su estilo es
el de una persona que está más atenta a las ideas que a las palabras. No nos lo
podemos imaginar gastando su tiempo en pronunciar una frase elegante. “Era una
de esas personas- dice de él San Agustín- que dice la verdad, la dice bien,
juiciosamente, agudamente, y con belleza y fuerza de expresión” (De doct.
christ., IV,21).
Su vida diaria
Podemos tener una breve visión de su vida diaria si
echamos una mirada a través de la puerta de su habitación, abierta todo el día
y cruzada sin cita previa por toda clase de personas, cualquiera que tuviera
algo que tratar con él. Entre la variada multitud de sus visitantes no faltaba
algún alto funcionario que buscaba su consejo sobre algún problema de Estado,
ni aquél que buscaba una respuesta a alguna duda, ni el pecador arrepentido que
estaba ahí para confesar sus pecados, seguro de que el Santo “no revelaría sus
pecados a nadie sino solamente a Dios” (Paulinus, Vita, XXXIX). Comía
frugalmente y únicamente cenaba los sábados, domingos y las fiestas de los
mártires más célebres. Sus largas vigilias nocturnas transcurrían en oración,
en atender su vasta correspondencia y en anotar los pensamientos que se le
ocurrían durante el día acerca de sus lecturas, tan frecuentemente
interrumpidas. Su laboriosidad incansable y sus hábitos disciplinados explican
cómo un hombre tan ocupado pudo escribir tantos y tan valiosos libros. Él nos
narra que cada día ofrecía el Santo Sacrificio por su pueblo (pro quibus ego
quotidie instauro sacrificium). Cada domingo acudían inmensas multitudes a la
basílica, atraídas por sus elocuentes discursos. Uno de sus temas favoritos era
la excelencia de la virginidad, y tuvo tanto éxito en convencer a las doncellas
de que adoptaran la vida religiosa que más de una madre prohibió a sus hijas ir
a escuchar sus palabras. Ante la acusación de que estaba despoblando el
imperio, el Santo se vio forzado a refutarla a base de interrogar amenamente a
los jóvenes acerca de si tenían dificultad en encontrar esposas. El afirma, y
la experiencia de los siglos sostiene su afirmación (De Virginibus, VII), que
la población aumenta en proporción directa al grado de estima en que la
población tenga la virginidad. Como es de esperarse, sus sermones eran
eminentemente prácticos, repletos de sentenciosas normas de conducta que han
permanecido como palabras de uso corriente entre los cristianos. En su método
de interpretación bíblica, todos los personajes de la Escritura, de Adán en
adelante, aparecen como personas vivas, portando cada una un mensaje distinto
de Dios para instruir a la generación actual. Nunca escribía sus sermones, sino
que los pronunciaba a partir de lo que tenía en el corazón. De las notas que se
tomaban durante sus sermones él compiló casi todos los tratados suyos de los
que tenemos conocimiento.
Ambrosio y los arrianos
Era natural que un prelado de tan altas miras, tan
afable, tan caritativo con los pobres, tan dispuesto a entregar sus grandes
capacidades al servicio de Cristo y de la humanidad, pronto gozara del amor
entusiasta de su pueblo. Rara vez ha habido, si es que lo ha habido, un obispo
cristiano tan popular, en el buen sentido de ese término tan abusado, como
Ambrosio de Milán. Y esa misma popularidad, unida a su intrepidez, fue la clave
para destronar la iniquidad. La hereje emperatriz Justina y sus consejeros bárbaros
con frecuencia hubieran querido callarlo con el destierro o el asesinato, pero
como en el caso de Herodes y Juan Bautista, ellos “temían a la multitud”. Sus
heroicas luchas en contra de las agresiones del poder secular lo han
inmortalizado como el modelo y pionero de todos los Hildebrandos, Beckets y
otros paladines de la libertad religiosa. El anciano Valentiniano I murió
súbitamente en 375, el año siguiente a la consagración de Ambrosio, dejando a
su hermano Valente, arriano, para que hiciera de las suyas en el Este, y a su
hijo mayor, Graciano, para que se hiciera cargo de los territorios antes
gobernados por Ambrosio, pero sin definir nada sobre el gobierno de Italia. En
esa circunstancia, el ejército tomó el mando y proclamó emperador al hijo de Valentiniano
y su segunda esposa, Justina, un niño de cuatro años de edad. Graciano aceptó
gustosamente y asignó a su medio hermano la soberanía de Italia, Ilírico (la
actual región adriática de Montenegro y Albania, N.T.) y África. Mientras aún
vivía su ortodoxo esposo, Justina prudentemente le ocultó sus creencias
arrianas, pero en ese momento, apoyada en la corte por una poderosa facción
gótica, hizo pública su decisión de educar a su hijo en la herejía y una vez
más intentó arrianizar el Occidente. Esto la colocó en confrontación abierta
con el obispo de Milán, quien había ya apagado los últimos rescoldos de
arrianismo en su diócesis. Esa herejía nunca había sido aceptada por el pueblo
ordinario; debía su vitalidad artificial a las intrigas de reyes y cortesanos.
Como paso preliminar para la inevitable contienda, Ambrosio, a solicitud de
Graciano, quien estaba por conducir un ejército para auxiliar a Valente y
deseaba tener a su lado un antídoto contra los sofismas orientales, escribió su
obra “De fide ad Gratianum Augustum”, que luego sería ampliado y aún subsiste
en cinco libros. El primer choque entre Ambrosio y la Emperatriz aconteció con
ocasión de la elección episcopal en la sede de Sirmio, capital del Ilírico, que
por entonces era la residencia de Justina. A pesar de los esfuerzos de la
Emperatriz, Ambrosio logró que quedara electo un obispo católico. Esa victoria
fue repetida en el Concilio de Aquilea (381), el cual él presidió, cuando logró
derrocar a los únicos prelados arrianos que quedaban en el Occidente, Paladio y
Secundiano, ambos ilirios. La batalla campal entre Ambrosio y la Emperatriz, en
los años 385-386, ha sido gráficamente descrita por el cardenal Newman en sus
“Historical Sketches”. El asunto en cuestión era la cesión de una de las basílicas
a los arrianos para que celebrasen allí su culto público. A lo largo de la
prolongada batalla Ambrosio demostró en grado eminente las cualidades de un
gran líder. Su valor en los momentos de mayor peligro sólo era igualado por su
admirable moderación. En ciertos momentos críticos del drama una sola palabra
suya podría haber derribado del trono a la Emperatriz y a su hijo. Pero nunca
fue pronunciada esa palabra. Un resultado perdurable de esa lucha contra el
despotismo fue el rápido desarrollo del canto eclesiástico, del que Ambrosio
había colocado los cimientos. Incapaz de vencer la fortaleza del obispo y el
espíritu del pueblo, finalmente la corte desistió de su esfuerzo. No sólo eso,
sino que debió acudir a Ambrosio para que hiciera lo posible para salvar el
trono del peligro.
Ya había él enviado una embajada a la corte del
usurpador, Máximo, que en el 383 había derrotado y dado muerte a Graciano y
ahora reinaba en su lugar. Gracias en gran parte a sus esfuerzos, se había
logrado un entendimiento entre Máximo y Teodosio, a quien Graciano había
designado como gobernante del Oriente. El acuerdo decía que Máximo debería
contentarse con sus posesiones presentes y respetar los territorios de
Valentiniano II. Tres años después Máximo decidió cruzar los Alpes. El tirano
recibió a Ambrosio desfavorablemente y con la excusa, muy honorable al Santo,
de que rechazaba mantener comunión con los obispos que habían apoyado la muerte
de Prisciliano (primer caso de pena capital por herejía ordenada por un
príncipe cristiano), lo echó de la corte. Poco después Máximo invadió Italia.
Valentiniano y su madre buscaron la protección de Teodosio, quien aceptó
defenderlos, derrocó al usurpador y ordenó darle muerte. Por ese tiempo murió
Justina y Valentiniano, por consejo de Teodosio, abjuró del arrianismo y se
colocó bajo la protección de Ambrosio, con el cual entabló una sincera amistad.
Fue durante la prolongada estancia de Teodosio en el Occidente que tuvo lugar
el episodio más notable de la Iglesia: la penitencia pública ordenada por el
obispo y cumplida por el emperador. La narración tradicional del
acontecimiento, transmitida por Teodoreto a muchos años de distancia, que
exalta la firmeza del Santo a costa de su mansedumbre y prudencia, afirma que
Ambrosio detuvo al Emperador a la entrada de la Iglesia y lo regañó y humilló
públicamente. El criticismo moderno demuestra que eso es una grave exageración.
La emergencia demandaba que el obispo pusiera en práctica todas sus virtudes.
Cuando las noticias de que los sediciosos tesalonicenses habían asesinado a los
funcionarios del Emperador, Ambrosio y el colegio episcopal, el cual él
presidía en ese momento, hicieron un llamado de clemencia a Teodosio,
aparentemente con éxito. ¿Cuál no sería su horror al enterarse poco después que
Teodosio, cediendo a los consejos de Rufinoso y otros cortesanos, había
ordenado una mascare indiscriminada de ciudadanos en la que perdieron la vida
7,000 personas?. Para evitar encontrarse con el monarca asesino u ofrecer el
Santo Sacricio en su presencia, y, sobre todo, para darle tiempo de ponderar la
atrocidad de una acción tan ajena a su carácter, el Santo se excusó alegando
una enfermedad y, sabiendo que ello propiciaría que lo llamaran cobarde, se
retiró al campo desde donde envió una carta “escrita por mi propia mano, que
sólo usted debe leer”, en la que exhortaba al Emperador a reparar su crimen con
una penitencia ejemplar. San Agustín narra (De civitate Dei, V, XXVI), que con
“humildad religiosa” Teodosio obedeció y “según la disciplina de la Iglesia,
hizo penitencia de tal manera que la vista de su postrada majestad imperial
llevó a las personas que intercedían por él a llorar más grandemente que el
temor que les había causado la conciencia de la ofensa que él les había
inflingido cuando ésta los había enojado”. “Despojándose de todos sus emblemas
de realeza- dice San Ambrosio en su oración fúnebre (c. 34)-, lloró en la
Iglesia sus pecados públicamente. No se avergonzó el Emperador de realizar una
penitencia pública que muchos individuos evitarían. Ni hubo después día en su
vida en que él no llorara su error”. Esta sencilla narración, sin ningún adorno
histriónico, tanto honra al obispo como a su soberano.
Los últimos días de Ambrosio
El asesinato de su joven pupilo, Valentiniano II,
que tuvo lugar en la Galia en mayo del 393, mientras Ambrosio cruzaba los Alpes
para ir a bautizarlo, causó al Santo una gran aflicción. La eulogía que
pronunció en Milán es singularmente tierna: describe al fallecido rey como un
mártir, bautizado con su propia sangre. En realidad el usurpador, Eugenio, sí
era un infiel en lo hondo de su corazón y abiertamente anunció su intención de
restablecer el paganismo. Reabrió los templos paganos y determinó que se
instalara de nuevo en el Senado Romano el altar de la Victoria, respecto al
cual Ambrosio y Símaco habían sostenido un largo y decidido debate literario.
Este triunfo del paganismo tuvo una corta vida. En la primavera del 391
Teodosio de nuevo condujo sus legiones al Occidente y, en una breve campaña,
derrotó y mató al tirano. El paganismo romano pereció con él. El Emperador
reconoció los méritos del gran obispo de Milán anunciando su victoria la misma
tarde de la batalla y pidiéndole que celebrara un solemne sacrificio de acción
de gracias. No vivió Teodosio mucho tiempo después de su triunfo. Murió en
Milán pocos meses después (enero del 395) teniendo a Ambrosio junto a su lecho
y el nombre de Ambrosio en sus labios. “Incluso cuando la muerte estaba
desmoronando su cuerpo- dice el Santo- él estaba más preocupado por el bienestar
de las iglesias que por el peligro propio”. “Yo lo amaba y estoy seguro que el
Señor escuchará la oración que yo le dirijo a favor de su alma piadosa” (In
obitu Theodosii, c. 35). Sólo pasaron dos años para que estas dos almas
generosas fueran reunidas por la muerte. Ningún cuerpo humano puede soportar
por mucho tiempo la actividad incansable de un Ambrosio. Es significativa una
escena, narrada por su secretario, de su extraordinaria capacidad de trabajo.
Él murió un Viernes Santo. Al día siguiente, cinco obispos tuvieron dificultad
para administrar el bautismo a una multitud igual a la que él acostumbraba
bautizar sin ayuda. Cuando se corrió el rumor de que estaba seriamente enfermo,
el conde Stilico, “temeroso de que su muerte pudiera significar la destrucción
de Italia”, despachó unos emisarios, entre los que estaban los principales
ciudadanos, para suplicarle que le rogara a Dios que prolongara sus días. La
respuesta del Santo impresionó profundamente a san Agustín: “No he vivido entre
ustedes de modo que me avergüence de vivir, ni temo morir porque tenemos a un
Señor de bondad”. Durante horas antes de su muerte él permaneció con los brazos
extendidos a imitación de su Maestro al agonizar, quien también se le apareció
en persona. El obispo de Vercelli le llevó el Cuerpo de Cristo. “Terminando de
consumirlo, exhaló pacíficamente su último aliento”. Era el 4 de abril de 397.
Fue enterrado en su amada basílica, tal como él había deseado, al lado de los
santos mártires Gervasio y Protasio, cuyas reliquias habían sido descubiertas
durante su lucha con Justina, evento que les proporcionó un gran consuelo a él
y a sus seguidores. En el año 835 las reliquias de los tres santos fueron
colocadas por uno de sus sucesores, Angilberto II, en un sarcófago bajo el altar,
donde fueron descubiertos en 1864. La primera edición de los trabajos de
Ambrosio salió de la imprenta de Froben en Basilea, en 1527, bajo la
supervisión de Erasmo de Rotterdam. En el año 1580 comenzó a salir a la luz en
Roma una edición más elaborada, que continuó apareciendo durante algunos años
más. El editor en jefe fue el Cardenal Montalto hasta que fue elevado al papado
como Sixto V. Fueron cinco volúmenes que conservan su valor gracias a la “Vida”
del Santo, compuesta por Baronio, con que comienza la obra. Posteriormente
apareció la excelente edición de Maurist, publicada en dos volúmenes en Paris,
en 1686 y 1690, respectivamente. Esta fue reimpresa por Migne en cuatro
volúmenes. La carrera de San Ambrosio ocupa un lugar prominente en todas las
historias, eclesiásticas y seculares, del siglo IV. Es de particular valor la
narración de Tillemont, en el cuarto volumen de sus “Memoirs”. Es de menor
importancia la discusión sobre la autenticidad de los así llamados 18 himnos
ambrosianos. El gran mérito del Santo en el campo de la himnología consiste en
que él puso sus cimientos y mostró a la posteridad hasta dónde había
oportunidad en el futuro para desarrollarla.
Escritos de San Ambrosio
El carácter especial y el valor de los escritos de
San Ambrosio quedan patentes ya en el título de Doctor de la Iglesia que, desde
tiempo inmemorial, ha compartido en Occidente con San Agustín, San Jerónimo y
San Gregorio. Él es testigo oficial de la enseñanza de la Iglesia Católica en
su propio tiempo y en las generaciones precedentes. Como tal, sus escritos
siempre han sido citados por papas, concilios y teólogos. Ya desde su época se
sabía que pocos podían dar voz tan claramente al verdadero sentido de las
escrituras y a las enseñanzas de la Iglesia (San Agustín, De Doctrina
Christiana, IV, 46,48,50). Ambrosio es preeminentemente un maestro eclesiástico
que puso a la luz en forma sólida y edificante, y con consciente regularidad,
el depósito de la fe que se le había confiado. No es de modo alguno un filósofo
académico que meditaba en el silencio de la soledad sobre las verdades de la fe
cristiana, sino un esforzado administrador, obispo y estadista cuyos escritos
constituyen la expresión madura de su vida y trabajo oficiales. La mayor parte
de sus escritos son en realidad homilías, comentarios orales sobre el Antiguo y
Nuevo Testamentos, que fueron puestos por escrito por sus oyentes y,
posteriormente, redactados en su forma actual. Pocos, claro, de esos discursos
nos han llegado tal y como salieron de los labios del gran obispo. En Ambrosio
brilla con distinto resplandor su nativo genio romano; es claro, sobrio,
práctico y siempre busca persuadir a sus oyentes de que actúen inmediatamente
de acuerdo a los principios y argumentos que él expone y que abarcan prácticamente
todas las facetas de la vida religiosa y moral. “Es un verdadero romano en el
que siempre domina el acento ético-práctico. No tenía ni tiempo ni gusto por
las especulaciones filosófico-dogmáticas. En todas sus obras persigue un
objetivo práctico. Es por ello que con frecuencia repite lo que ya ha sido
tratado, preparar para otra cosecha los campos que ya han sido arados. No
desprecia aprovechar las ideas de algún escritor anterior, cristiano o pagano,
con tal de apoyar sus reflexiones, y adapta sus pensamientos con prudencia al
público de su tiempo y nación. Visto desde el aspecto formalmente literario, su
estilo deja algo que desear, pero no nos debe extrañar, dadas las exigencias de
tiempo que tienen los hombres públicos como él. Su dicción abunda en remembranzas
inconscientes de los escritores clásicos, tanto griegos como romanos. Está
particularmente familiarizado con los escritos de Virgilio. Pero su estilo
siempre conserva una peculiaridad personal. Nunca le falta cierta reserva
digna. Cuando parece que su escrito es más estudiado de lo que acostumbra, sus
características son una enérgica brevedad y una audaz originalidad. De entre
sus escritos, los que tienen origen y estilo homilético dejan patente las
grandes dotes de oratoria de Ambrosio; a veces, incluso, llega a alcanzar
elevados niveles de inspiración poética. Sus himnos son prueba suficiente del
dominio que tenía de la lengua latina” (Bardenhewer, Les pères de l'église,
París, 1898, 736 -737; cf. Pruner, Die Theologie des heil. Ambrosius, Eichstadt,
1864). Las obras que han llegado a nosotros pueden dividirse, en aras de la
conveniencia, en cuatro clases: exegéticas, dogmáticas, ascético-morales y
ocasionales. Las obras exegéticas, o comentarios a las Sagradas Escrituras,
tratan sobre la gloria de la creación, las figuras vetero-testamentarias de
Caín y Abel, Noé, Abraham y los patriarcas, Elías, Tobías, David y los salmos y
otros temas. De sus discursos sobre el Nuevo Testamento sólo ha sobrevivido el
largo comentario sobre San Lucas (Expositio in Lucam). Definitivamente él no es
el autor del maravilloso comentario sobre las trece epístolas de San Pablo
conocido como “Ambrosiater”. Todos esos comentarios escriturísticos juntos
conforman más de la mitad de los escritos de Ambrosio. Demuestra un gusto
especial por las interpretaciones alegórico-místicas de la Escritura. O sea,
aunque admite un significado natural o literal, siempre encuentra un
significado más profundo, místico, que él convierte en enseñanzas prácticas
para la vida cristiana. En esto, dice San Jerónimo (Ep. XLI), “él era discípulo
de Orígenes, pero bajo las modificaciones que habían hecho del estilo de ese
maestro San Hipólito de Roma y San Basilio Magno”. También recibió influencia
en ese sentido del escritor judío Filón. Dicha influencia fue tal que el texto
de este último, que se encuentra en estado de descomposición, puede a veces ser
corregido exitosamente gracias a los ecos y recuerdos que de dicha obra se
hayan en las obras de Ambrosio. Debe dejarse en claro, sin embargo, que al
citar a los autores no cristianos, el gran Doctor nunca abandona una actitud
estrictamente cristiana (cf. Kellner, Der heilige Ambrosius als Erklärer das
Alten Testamentes, Ratisbona, 1893). La más influyente de sus obras
ascético-morales es la que escribió acerca de los deberes de los eclesiásticos
cristianos (De officiis ministrorum). Es un manual de moralidad cristiana que
sigue de cerca, en su orden y disposición, un trabajo homónimo de Cicerón.
“Empero, dice el Doctor Bardenhewer, es muy notable y aguda la antítesis entre
la moralidad filosófica del pagano y la moralidad del eclesiástico cristiano”.
En sus exhortaciones, particularmente, Ambrosio deja ver una irresistible
fuerza espiritual” (cf. R. Thamin, Saint Ambroise et la morale chrétienne at quatrième
siècle, París, 1895). Escribió varios textos sobre la virginidad. O mejor
dicho, publicó varios de sus discursos acerca de dicha virtud, de los cuales el
más importante es el tratado “Sobre las vírgenes”, dirigido a su hermana
Marcelina, consagrada ella misma al servicio divino. San Jerónimo (Ep. XXII)
afirma que él es el más elocuente y exhaustivo de todos los exponentes de la
virginidad, y que su juicio coincide totalmente con el de la Iglesia. Su
impresionante obrita “Sobre la caída de una virgen consagrada” (De lapsu
virginis consecratæ) ha sido debatida, pero sin razones suficientes. Dom
Germain Morin sostiene que sí se trata de una homilía de Ambrosio que, como
muchos otros de sus así llamados “libros”, debe su forma actual a alguno de sus
oyentes. La mayor parte de sus trabajos dogmáticos versan sobre la divinidad de
Jesucristo y del Espíritu Santo; también sobre los sacramentos cristianos. A
petición del joven emperador Graciano (375-383) elaboró una defensa, contra los
arrianos, de la verdadera divinidad de Jesucristo, y otra sobre la divinidad
del Espíritu Santo, contra los macedonios.
También, una obra sobre la Encarnación de Nuestro
Señor. Escribió su trabajo “Sobre la penitencia” para refutar los postulados
rigoristas de los novacianos y en él profundiza sobre las evidencias útiles del
poder de la Iglesia para perdonar los pecados, la necesidad de la confesión y
el carácter meritorio de las buenas obras. Ha desaparecido una obra especial
sobre el bautismo (De sacramento regenerationis), frecuentemente citada por San
Agustín. Sí poseemos, afortunadamente, el excelente tratado (De mysteriis)
sobre el bautismo, la confirmación y la Sagrada Eucaristía (P.L. XVI, 417-462),
que dirigió a los recién bautizados. Algunos opositores a la enseñanza católica
sobre la Eucaristía han puesto en duda su autenticidad, pero sin razón alguna.
Es altamente probable que la obra sobre los sacramentos (De sacramentis, ibid)
sea idéntica a la precedente, sólo que, como explica Bardenhewer, “fue
publicada indiscretamente por algún oyente de Ambrosio”. Sus evidencias
respecto al carácter sacrificial de la Misa, y a la antigüedad del Canon Romano
de la Misa son demasiado bien conocidas como para requerir mayores pruebas.
Algunas de ellas son fácilmente localizables en cualquier edición del Breviario
Romano (cf. Probst, Die Liturgie des vierten Jahrhunderts und deren Reform,
Münster, 1893, 232-239). La correspondencia de Ambrosio incluye pocas cartas
confidenciales o personales. La mayor parte son documentos oficiales, registros
de asuntos públicos, reportes sobre los concilios que se realizaron y cosas
parecidas. Sin embargo su valor histórico es incalculable, además de mostrarlo
como un administrador romano y estadista inigualable en cualquier nación o en
la Iglesia. Pero aunque sus cartas fueran materia de poca monta, no se puede
decir lo mismo de sus discursos. Su discurso ante la muerte de su hermano
Sátiro (378) (De excessu fratris sui Satyri) contiene el sermón funerario del
mismo y constituye uno de los panegíricos cristianos más antiguos y un modelo
de los discursos de consolación que desde entonces habrían de ocupar el lugar
de las declamaciones frías e inefectivas de los estoicos. Su discurso funerario
sobre Valentiniano II (392) y sobre Teodosio el Grande (395) son considerados
clásicos de la composición retórica (cf. Villemain, De l'éloquence chrétienne, París,
ed. 1891). También deben ser considerados como documentos históricos de gran
importancia. Y lo mismo se puede afirmar de su discurso contra el intruso
arriano, Auxencio (Contra Auxentium de basilicis tradendis), y los dos
discursos referentes al hallazgo de los cuerpos de los mártires milaneses
Gervasio y Protasio.
No faltan, claro, obras atribuidas falsamente a
Ambrosio. Casi todas ellas se encuentran en la edición benedictina de sus obras
(reimpresas en Migne) y se discuten en los manuales de Patrología (eg.
Bardenhewer). También se han extraviado algunas de sus obras auténticas, como,
por ejemplo, la obra citada arriba sobre el bautismo. San Agustín (Ep. 31, 8)
alaba encarecidamente una obra (actualmente extraviada) de Ambrosio escrita
contra aquellos que afirmaban una dependencia intelectual de Jesucristo
respecto a Platón. No es improbable que Ambrosio sea el autor de la traducción
latina y paráfrasis de Josefo (De Bello Judaico), conocido en la Edad Media
como Hegesippus o Egesippus, una distorsión del nombre griego del autor
original (Iosepos). Mommsen (1890) rechaza la autoría ambrosiana del renombrado
texto legal conocido como “Lex dei sive Mosaicorum et Romanorum Legum
Collatio”, un intento de presentar la ley de Moisés como la fuente de la que
bebió sus principales preceptos la jurisprudencia criminal romana.
Ediciones de sus escritos
La historia literaria de las ediciones de sus
escritos es una muy larga y puede seguirse en las biografías de Ambrosio.
Erasmo los editó en cuatro tomos en Basilea (1527). Una edición romana muy
valiosa fue sacada a la luz en 1580, en cinco volúmenes, y fue el resultado del
trabajo de muchos años, comenzado por Sixto V cuando éste aún era el monje
Felice Peretti. Como prefacio de esa obra está una vida de San Ambrosio
compuesta por Baronio para sus Anuarios Eclesiásticos. La excelente edición
benedictina apareció en París (1686-90) en dos volúmenes en folio. Esa edición
fue reimpresa dos veces en Venecia (1748-51 y 1781-82). La última edición de
las obras de San Ambrosio realizada en el siglo XIX fue la P.A.Ballerini
(Milán, 1878) en seis volúmenes. Esta no volvió obsoleta la edición benedictina
de du Frische y de Le Nourry. Algunos textos de San Ambrosio han aparecido en
la serie vienesa conocida como “Corpus Scriptorum Classicorum Latinorum”
(Viena, 1897-1907). Existe también una versión inglesa de las obras selectas de
San Ambrosio elaborada por H. De Romestin en el volumen 10 de la segunda serie
de la “Select Library of Nicene and Postnicene Fathers” (Nueva York, 1896). Una
versión alemana de textos selectos, en dos volúmenes, realizada por el P. X.
Schulte, se encuentra en la “Bibliothek der Kirchenväter” (Kempten, 1871-77).