San Pedro Julián Eymard
Apóstol de la Eucaristía
Fundador de los Sacerdotes del Santísimo Sacramento, Las Siervas del Santísimo Sacramento, Archicofradía del Santísimo Sacramento y otras obras.
Apóstol de la Eucaristía
Fundador de los Sacerdotes del Santísimo Sacramento, Las Siervas del Santísimo Sacramento, Archicofradía del Santísimo Sacramento y otras obras.
Pedro Julián nació en un pueblito de
la diócesis francesa de Grénoble, llamado Mure d'Isére, en el año 1811. En
la misma diócesis ocurrieron las apariciones de la Virgen en La Salette.
Trabajó con su padre en su fábrica de
cuchillos y mas tarde en una prensa de aceite, hasta que cumplió 18 años. En
sus horas libres estudiaba latín y recibía clases de un sacerdote de Grénoble,
con quien también trabajo por un tiempo.
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En la iglesia de un pueblecito
francés, cerca de Grenoble, se encontraba un niño de cinco años subido sobre
una pequeña tarima, detrás del altar, con el cuerpo inclinado y con la
frente casi tocando el sagrario. Allí es donde le encontraría su hermana,
después de haberle estado buscando afligida por todas partes.
- ¿Qué haces aquí?, le preguntó al
verle.
- Pues nada —respondió con candidez—;
hablar con Jesús.
- ¿Y por qué de esa manera tan
singular?
- Estoy escuchando, y desde aquí le
oigo mejor.
Aún no sabía este prematuro devoto
del Santísimo Sacramento la gran misión que la Providencia le había reservado,
ni tampoco como la vida que tenía por delante estaría llena de luchas, aunque
también de glorias. Su precoz atracción por Jesucristo Eucaristía no era sino
una incipiente preparación para ella.
En la iglesia parroquial de la ciudad
existía la piadosa costumbre de dar la bendición con el Santísimo Sacramento
después de la Misa diaria. Su madre no faltaba ni un solo día y devotamente
ofrecía su hijo a Jesús en ese momento. Así, la presencia de Cristo en la
custodia y en el sagrario ya le era familiar desde muy temprano.
Su padre, una vez establecido en La Mure
d'Isère, construyó una prensa de aceite de nueces. El muchacho le ayudaba
entregando el producto a los clientes. Pero se sentía tan atraído por Jesús en
el tabernáculo que cuando pasaba por delante de la iglesia, siempre entraba
para hacerle una visita. Y cuando su hermana volvía del Sagrado Banquete,
intentaba quedarse bien juntito a ella para experimentar la presencia
eucarística en su alma.
Cuando tuvo ya los doce años, por
fin, se dio el momento tan esperado de su Primera Comunión. ¡Cuántas gracias
recibió ese día! Una de ellas fue la de sentir en su espíritu la llamada al
sacerdocio. Pero cuando le dijo a su padre su firme deseo de seguir esa
vocación, obtuvo por respuesta una rotunda negativa. Su madre, por su parte,
callaba y rezaba, sin perder las esperanzas de ver a su hijo ante el altar.
Era inteligente y de carácter
resuelto. Continuó ayudando a su padre en las batallas de su empresa doméstica,
aunque —a escondidas— se puso a aprender latín. Con dieciséis años consiguió el
permiso para proseguir esos estudios, primero en La Mure y más tarde en
Grenoble. Aquí fue donde recibió la noticia del fallecimiento repentino de su
madre. En medio de lágrimas, a los pies de una imagen de la Virgen, le pidió:
“Por favor, a partir de ahora sé mi única Madre. Pero ante todo te pido esta
gracia: que llegue un día a ser sacerdote”.
Este amor a Nuestra Señora no hizo
sino aumentar hasta el fin de su vida.
Sólo después de haber cumplido los
dieciocho años y no sin dificultades, a pesar de contar con la ayuda del P.
José Guibert —en aquella época joven sacerdote de los Misioneros Oblatos de
María Inmaculada y más tarde Cardenal y Arzobispo de París—, consiguió
convencer a su padre para que le dejara ingresar en el noviciado de la
mencionada Congregación, en Marsella. Por primera vez daba pasos firmes rumbo
al cumplimiento de su vocación.
Párroco y religioso
Sin embargo, cuando todo parecía que
caminaba a la realización de la gran aspiración de su vida, una grave
enfermedad le obligó a regresar a su casa, dejándolo al borde de la muerte.
Cuando le llevaron el Viático, le pidió a Jesús Sacramentado que le concediese
la gracia de recuperar la salud para poder ser sacerdote y celebrar por lo
menos una Misa.
Su plegaria fue atendida. Se curó y
entró en el Seminario Mayor de Grenoble, siendo presentado al rector por el
propio fundador de los oblatos, San Eugenio de Mazenod, por aquel entonces
Obispo de Marsella. El 20 de julio de 1834, fiesta de San Elías, recibía la
ordenación sacerdotal, con 23 años de edad.
Durante sus primeros cinco años de
ministerio fue coadjutor en Chatte y después párroco en Monteynard. Como
auténtico pastor, tenía por meta santificarse y santificar a “sus ovejas”,
siguiendo los métodos de otro santo párroco, el Cura de Ars, de quien era gran
amigo: diariamente rezaba el Oficio Divino en la iglesia y después salía al
atrio para conversar con los fieles. Estaba dotado de un fuerte carisma de
atracción e instruía y animaba a todos, obteniendo notables conversiones.
Con todo, la vida de párroco no
llegaba a satisfacerle por completo: deseaba ser religioso. A pesar de las
protestas de su grey y de las lágrimas de su hermana María Ana, obtuvo la
autorización del ordinario para dejar el cargo y, en 1839, entraba en el noviciado
de los Padres Maristas, en Lyon.
Los miembros de este Instituto,
fundado tres años antes por el P. Jean Claude Colin, recibieron como misión
evangelizar a los pueblos del Pacífico y, en consecuencia, el P. Eymard se
preparaba para ser enviado como apóstol a la lejana Oceanía. No obstante, otros
serían los designios reservados para él: fue nombrado director espiritual del
Colegio Marista de Belley, superior provincial, visitador apostólico y, más
tarde, director de la Orden Tercera de María, en Lyon.
En esta ciudad, ejerció un intenso
apostolado, sobre todo con los encarcelados, los enfermos y la clase obrera.
Enfrentó con valentía los vientos del siglo XIX, impregnado de utilitarismo,
alentado por un anticlericalismo obstinado que procuraba relegar a un segundo
plano, o incluso al desprecio, a la Religión y a los valores sobrenaturales.
Aquel joven sacerdote lleno de celo por la causa de Dios se daba cuenta como la
sociedad de su época se apartaba de Cristo y de su Iglesia, y ardía en deseos
por hacer algo para revertir esa situación.
La gran misión de su vida
Por eso, la Providencia le iba
preparando poco a poco para la realización de la gran misión de su vida. Dos
gracias insignes le llevaron definitivamente a entregarse a ella. En 1845,
mientras llevaba el ostensorio con el Santísimo Sacramento durante una
procesión, se sintió inundado de una gran fuerza y le pidió a Dios que le diese
el celo apostólico de San Pablo, para difundir como él el nombre de Jesucristo.
No obstante, aún más decisiva fue la
gracia recibida en 1851, mientras rezaba ante la imagen de la Virgen, en el
santuario mariano de Fourvière. En determinado momento, oyó claramente en el
fondo de su alma la voz de Nuestra Señora que le exponía la necesidad de que
hubiera una congregación religiosa destinada a honrar de manera especial a la
Sagrada Eucaristía —subrayando esta devoción como el medio para solucionar los
intrincados problemas en los que el mundo se había sumergido—, renovar la vida
cristiana y promover la auténtica formación de sacerdotes y laicos.
De manera que quien le impelió en las
sendas de su misión eucarística fue Aquella a la que, más tarde, veneraría bajo
la advocación de Nuestra Señora del Santísimo Sacramento, modelo de los
adoradores. El P. Eymard dejó registrados algunos de sus pensamientos que por
aquel tiempo henchían su alma de apóstol: “He reflexionado a menudo sobre los
remedios para esta indiferencia universal, que se apodera de manera
escalofriante de tantos católicos, y encuentro uno sólo: la Eucaristía, el amor
a Jesús Eucarístico. La pérdida de la Fe proviene de la pérdida del amor”.
Poco más tarde diría: “Hay que
ponerse manos a la obra, salvar a las almas con la Eucaristía y despertar a
Francia y a Europa sumergidas en el sueño de la indiferencia, porque no conocen
el don de Dios, a Jesús, el Emmanuel de la Eucaristía. Hay que esparcir la
chispa del amor en las almas tibias que se creen piadosas y no lo son, porque
no han fijado su centro y su vida en Jesús en el tabernáculo”.
“No predicamos sino a Cristo, y a
Cristo Sacramentado”, decía parafraseando la célebre afirmación de San Pablo
(cf. 1 Co 1, 23).
Nace la Congregación de los
Sacramentinos
Dispuesto a “ponerse inmediatamente
manos a la obra”, le expuso al superior general de los Padres Maristas su deseo
de fundar una nueva congregación. Éste examinó con detenimiento el proyecto y
le dispensó de sus votos de religioso, para que tuviera plena libertad de
actuación. Sin embargo, juzgó mejor someter el caso al Arzobispo de París,
Mons. Marie-Dominique-Auguste Sibour.
El P. Eymard se presentó, entonces,
en el palacio arzobispal acompañado por su primer discípulo, el conde Raymundo
de Cuers, ex capitán de fragata, quien recibiría más tarde la ordenación
sacerdotal en la nueva Congregación. Le explicó a Mons. Sibour su intención de
fundar una institución religiosa contemplativa de adoradores del Santísimo
Sacramento y al mismo tiempo de vida activa, con un frente de apostolado
dirigido, sobre todo, a la clase obrera, ocupándose de incrementar la devoción
a la Sagrada Eucaristía, preparar adultos para la Primera Comunión y otras
actividades relacionadas. El prelado se entusiasmó con la idea y declaró que
era ésa la obra que faltaba en la Arquidiócesis de París. Así nacía la
Congregación del Santísimo Sacramento, el 13 de mayo de 1856.
En su primer encuentro con el Beato
Pío IX, el 20 de diciembre de 1858, éste fue aún más caluroso y rotundo que el
Arzobispo de París: “Estoy convencido de que su obra viene de Dios, y la
Iglesia la necesita” 6, afirmó. Cinco años más tarde, en 1863, el mismo
Pontífice le envió un Breve Laudatorio, aprobando oficialmente el nuevo
Instituto.
Los sufrimientos consolidan
la obra
La comunidad inicial —formada por tan
sólo tres miembros: el P. Eymard, el P. Cuers y el P. Champio— se instaló en
una casa puesta a su disposición por el propio Arzobispo, Mons. Sibour. En la
festividad de los Reyes Magos de 1857 se exponía en la capilla por primera vez
el Santísimo Sacramento. Un año después, se conseguía una segunda casa en el
suburbio de Saint-Jacques, que llegó a conocérsela por el nombre de Capilla de
los Milagros, por causa de todas las gracias allí recibidas a lo largo de nueve
años. La obra iba desenvolviéndose con lentitud, enfrentando dificultades de
todo tipo. El Santísimo Sacramento debía permanecer expuesto perpetuamente,
pero los adoradores inscritos en seguida daban muestras de cansancio, sobre
todo ante la dificultad de la vigilia nocturna, y se dieron deserciones. El
propio P. Cuers pidió a Roma la supresión de los votos para fundar otro
instituto. Tampoco le faltaron las pruebas derivadas de las calumnias e
incomprensiones.
Ante esta situación, el P. Eymard con
gran espíritu sobrenatural decía: “Tengo miedo que cesen las pruebas”.7 Así, no
sólo el dolor físico —de las penitencias voluntarias y de las enfermedades— fue
lo que purificó su alma y su fundación, sino también el sufrimiento moral.
Fecundidad de la Adoración
A pesar de eso, las vocaciones
continuaban llegando, gracias, especialmente, a los sermones llenos de
entusiasmo eucarístico del fundador, que los preparaba ante el tabernáculo. No
era en vano —afirmaba— que una hora a los pies de Jesús Sacramentado valiese
más que una mañana entera estudiando con libros.
Al igual que San Pablo, el amor de
Cristo le empujaba a predicar. Ardía en su corazón el enorme deseo de incendiar
el mundo con el fuego de Aquel que está presente en cada sagrario. Era
necesario sacarlo de allí, exponerlo, rendirle adoración, reconocer que Él era
el único capaz de curar cualquier problema, tanto de los individuos como los de
la sociedad.
En su deseo de llevar a las almas a
la Sagrada Eucaristía, fundó también la Congregación de las Siervas del
Santísimo Sacramento, contemplativas dedicadas a la Adoración Perpetua, y una
asociación para los laicos, a la que dio el nombre de Agregación del Santísimo
Sacramento.
Inspirador de los Congresos
Eucarísticos
“Hay que hacerle salir de su retiro
[a Jesús Eucarístico] para que se ponga de nuevo a la cabeza de la sociedad
cristiana que ha de dirigir y salvar. Hay que construirle un palacio, un trono,
rodearle de una corte de fieles servidores, de una familia de amigos, de
un pueblo de adoradores”. 8 He aquí la gran misión de San Pedro Julián Eymard.
Los Congresos Eucarísticos surgieron
como fruto de este poderoso anhelo. Fueron una iniciativa pionera de Emilia
Tamisier de Tours, una joven que había ingresado en la Congregación de las
Siervas del Santísimo Sacramento, donde permaneció cuatro años, con el nombre de
Hna. Emiliana. Después, con la bendición de su santo fundador, saldría del
convento para ser en el mundo una misionera itinerante de la Eucaristía.
Así, en 1881, inspirada por su
maestro y venciendo numerosos obstáculos, organizaría el primer Congreso Eucarístico
de la Historia, que tuvo lugar en Lille, bajo el lema La Eucaristía
salva el mundo y contó con la especial bendición del Papa León XIII.
Para su realización, recibió la ayuda de los Padres Sacramentinos, de varios
obispos y numerosas personalidades laicas. A partir de entonces, se
multiplicarían congresos similares, no sólo regionales, sino también nacionales
e internacionales. Una institución que adquirió forma y perdura hasta nuestros
días.
Ocaso de una vida santa
Extenuado por sus intensas actividades,
enflaquecido y con dificultad para alimentarse, el P. Eymard recibió estrictas
órdenes médicas de reposo. En la segunda quincena de julio de 1868 se dirigió
hacia La Mure, donde podía contar con los cuidados de su hermana. De camino,
celebró su última Misa en Grenoble, en la capilla consagrada a la Adoración
Perpetua.
Pocos días después, los médicos le
diagnosticaron una hemorragia cerebral. Su última confesión fue hecha a través
de signos, pues ya no conseguía hablar. El día 1 de agosto recibió la Unción de
Enfermos, y el P. Chanuet, sacramentino, celebró la Misa en la propia
habitación, y le dio la Sagrada Comunión. Sería la última.
- ¡Murió un santo!, exclamaban los
habitantes de la pequeña localidad.
Antes de cumplirse un año de su
fallecimiento, benefició con varios milagros a los fieles que rezaban en su
tumba.
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Incorrupto |
Casi cien años más tarde, al día
siguiente de la clausura de la primera sesión del Concilio Vaticano II, el 9 de
diciembre de 1962, Juan XXIII lo elevó a la honra de los altares en presencia
de 1.500 padres conciliares. Y pasados treinta y tres años, era inscrito en el
Calendario Romano y presentado a la Iglesia Universal con el título de “Apóstol de la Eucaristía”.