Jesús con la Cruz a cuestas
Cuando Pilatos salió del
tribunal, una parte de los soldados le siguió, y se formó delante del palacio; una
pequeña escolta se quedó con los condenados. Veintiocho fariseos armados
vinieron a caballo para acompañar al suplicio a nuestro Redentor. Los
alguaciles lo condujeron al medio de la plaza, donde vinieron esclavos a echar
la cruz a sus pies. Los dos brazos estaban provisionalmente atados a la pieza
principal con cuerdas. Jesús se arrodilló cerca de ella, la abrazó y la besó
tres veces, dirigiendo a su Padre acciones de la gracias pro la redención del
género humano. Los solados levantaron a Jesús sobre sus rodillas, y tuvo que
cargar con mucha pena con esta carga pesada sobre su hombro derecho. Vi ángeles
invisibles ayudarle, pues si no, no hubiera podido levantarla.
Mientras Jesús
oraba, pusieron sobre el cuello a los dos ladrones las piezas traveseras de
sus cruces, atándoles las manos; las grandes piezas las llevaban esclavos. La trompeta
de la caballería de Pilatos tocó; uno de los fariseos a caballo se acercó a
Jesús, arrodillado bajo su carga; y entonces comenzó la marcha triunfal del Rey
de los reyes, tan ignominiosa sobre la tierra y tan gloriosa en el cielo.
Habían atado dos cuerdas a la punta del árbol de la cruz y dos soldados la
mantenían en el aire; otros cuatro tenían cuerdas atadas a la cintura de Jesús.
El Salvador, bajo su peso, me recordó a Isaac, llevando a la montaña la leña
para su sacrificio. La trompeta de Pilatos dio la señal de marcha, porque el
gobernador en persona quería ponerse a la cabeza de un destacamento para
impedir todo movimiento tumultuoso. Iba a caballo, rodeado de sus oficiales y
de tropa de caballería. Detrás venía un cuerpo de trescientos hombres de infantería,
todos de la frontera de Italia y de Suiza.
Delante se veía una trompa que
tocaba en todas las esquinas y roclamaba la sentencia. A pocos pasos
seguía una multitud de hombres y de chiquillos, que traían cordeles, clavos,
cuñas y cestas que contenían diferentes objetos; otros, más robustos, traían
palos, escaleras y las piezas principales de las cruces de los dos ladrones.
Detrás se notaban algunos fariseos a caballo, y un joven que llevaba sobre el
pecho la inscripción que Pilatos había hecho para la cruz. Llevaban también en
la punta de un palo la corona de espinas de Jesús, que no habían querido
dejarle sobre la cabeza mientras cargaba la cruz. Al fin venía nuestro Señor,
los pies desnudos y ensangrentados, abrumado bajo el peso de la cruz,
temblando, debilitado por la pérdida de la sangre y devorado de calentura y de
sed. Con la mano derecha sostenía la cruz sobre su hombro derecho; su mano
izquierda, cansada, hacía de cuando en cuando esfuerzos para levantarse su
largo vestido, con que tropezaban sus pies heridos. Cuatro soldados tenían a grande
distancia la punta de los cordeles atados a la cintura; los dos de delante le tiraban; los dos que seguían le
empujaban, de suerte que no podía asegurar su paso. A su rededor no había más
que irrisión y crueldad; mas su boca rezaba y sus ojos perdonaban. Detrás de
Jesús iban los dos ladrones, llevados también por cuerdas. La mitad de los
fariseos a caballos cerraba la marcha; algunos de ellos corrían acá y allá para
mantener el orden.
A una distancia bastante grande venía la escolta de Pilatos:
el gobernador romano tenía su uniforme de guerra; en medio de sus oficiales, precedido
de un escuadrón de caballería, y seguido de trescientos infantes, atravesó la
plaza, y entró en una calle bastante ancha. Jesús fue conducido por una calle
estrecha, para no estorbar a la gente que iba al templo ni a la tropa de
Pilatos. La mayor parte del pueblo se había puesto en movimiento, después de
haber condenado a Jesús. Una gran parte de los judíos se fueron a sus casas o
al templo; sin embargo, la multitud era todavía numerosa, y se precipitaban
delante para ver pasar la triste procesión. La calle por donde pasaba Jesús era
muy estrecha y muy sucia; tuvo mucho que sufrir; el pueblo lo injuriaba desde
las ventanas, los esclavos le tiraban lodo y hasta los niños traían piedras en
sus vestidos para echarlas delante de los pies del Salvador.
Primera caída de Jesús debajo
de la Cruz
La calle, poco antes de su fin,
tuerce a la izquierda, se ensancha y sube un poco; por ella pasa un
acueducto subterráneo, que viene del monte de Sión.
piedra, y la cruz cayó a su lado. Los
verdugos se pararon, llenándolo de imprecaciones y pegándole; en vano Jesús
tendía la mano para que le ayudasen, diciendo: "¡Ah, presto se acabará!",
y rogó por sus verdugos; mas los fariseos gritaron: "¡Levantadlo, si no
morirá en nuestras manos!". A los dos lados del camino había mujeres
llorando y niños asustados.
Sostenido por un socorro
sobrenatural, Jesús levantó la cabeza, y aquellos
hombres atroces, en lugar de
aliviar sus tormentos, le pusieron la corona de espinas. Habiéndolo levantado,
le cargaron la cruz sobre los hombros, y
tuvo que ladear la cabeza, con
dolores infinitos, para poder colocar sobre su hombro el peso con que estaba cargado.
Jesús encuentra a su
Santísima Madre – Segunda caída
La dolorosa Madre de Jesús
había salido de la plaza después de pronunciada la sentencia inicua, acompañada
de Juan y de algunas mujeres, había visitado muchos sitios santificados por los
padecimientos de Jesús; pero cuando el sonido de la trompeta, el ruido del
pueblo y la escolta de Pilatos anunciaron la marcha hasta el Calvario, no pudo
resistir al deseo de ver todavía a su Divino Hijo, y pidió a Juan que la
condujese a uno de los sitios por donde Jesús debía pasar: se fueron a un
palacio, cuya puerta daba a la calle, donde entró la escolta después de la
primera caída de Jesús; era, si no me equivoco, la habitación del sumo
pontífice Caifás.
Juan obtuvo de un criado o portero compasivo el permiso de
ponerse en la puerta con María y los que la acompañaban. La Madre de Dios
estaba pálida y con los ojos llenos de lágrimas y cubierta enteramente de una
capa parda azulada. Se oía ya el ruido que se acercaba, el sonido de la
trompeta, y la voz del pregonero, publicando la sentencia en las esquinas. El
criado abrió la puerta, el ruido era cada vez más fuerte y espantoso. María
oró, y dijo a Juan: "¿Debo ver este espectáculo? ¿Debo huir? ¿Podré yo
soportarlo?". Al fin salieron a la puerta. María se paró, y miró; la
escolta estaba a ochenta pasos; no había gente delante, sino por los lados y
atrás. Cuando los que llevaban los instrumentos de suplicio se acercaron con
aire insolente y triunfante, la Madre de Jesús se puso a temblar y a gemir,
juntando las manos, y uno de esos hombres preguntó: "¿Quién es esa mujer
que se lamenta?"; y otro respondió: "Es la Madre del Galileo".
Los miserables al oír tales palabras, llenaron de injurias a esta dolorosa
madre, la señalaban con el dedo, y uno de ellos tomó en sus manos los clavos
con que debían clavar a Jesús en la cruz, y se los presentó a la Virgen en tono
de burla. María miró a Jesús y se agarró a la puerta para no caerse.
Los
fariseos pasaron a caballo, después el niño que llevaba la inscripción, detrás
su Santísimo Hijo Jesús, temblando, doblado bajo la pesada carga de la cruz,
inclinando sobre su hombro la cabeza coronada de espinas. Echaba sobre su Madre
una mirada de compasión, y habiendo tropezado cayó por segunda vez sobre sus
rodillas y sobre sus manos. María, en medio de la violencia de su dolor, no vio
ni soldados ni verdugos; no vio más que a su querido Hijo; se precipitó desde
la puerta de la casa en medio de los soldados que maltrataban a Jesús, cayó de
rodillas a su lado, y se abrazó a Él. Yo oí estas palabras: "¡Hijo
mío!" – "¡Madre mía!". Pero no sé si realmente fueron pronunciadas,
o sólo en el pensamiento.
Hubo un momento de desorden:
Juan y las santas mujeres
querían levantar a María. Los alguaciles la injuriaban; uno de ellos le dijo:
"Mujer, ¿qué vienes a hacer aquí? Si lo hubieras educado mejor, no estaría
en nuestras manos". Algunos soldados tuvieron compasión. Juan y las
santas mujeres la condujeron atrás a la misma puerta, donde la vi caer sobre
sus rodillas y dejar en la piedra angular la impresión de sus manos. Esta
piedra, que era muy dura, fue
transportada a la primera
iglesia católica, cerca de la piscina de Betesda, en el episcopado de Santiago
el Menor. Mientras tanto, los alguaciles
levantaron a Jesús y habiéndole
acomodado la cruz sobre sus hombros, le
empujaron con mucha crueldad
para que siguiese adelante.
Simón Cirineo – Tercera caída de Jesús
Llegaron a la puerta de una
muralla vieja, interior de la ciudad. Delante de
ella hay una plaza, de donde
salen tres calles. En esa plaza, Jesús, al pasar sobre una piedra gruesa,
tropezó y cayó; la cruz quedó a su lado, y no se pudo levantar. Algunas
personas bien vestidas que pasaban para ir al templo, exclamaron llenas de
compasión: "¡Ah! ¡El pobre hombre se muere!". Hubo algún
tumulto; no podían poner a Jesús en pie, y los fariseos dijeron a los soldados:
"No podremos llevarlo vivo, si no buscáis a un hombre que le ayude a
llevar la cruz". Vieron a poca distancia un pagano, llamado Simón Cirineo,
acompañado de sus tres hijos, que llevaba debajo del brazo un haz de ramas
menudas, pues era jardinero, y venía de trabajar en los jardines situados cerca
de la muralla oriental de la ciudad. Estaba en medio de la multitud, de donde
no podía salir, y los soldados, habiendo reconocido por su vestido que era un
pagano y un obrero de la clase inferior, lo llamaron y le mandaron que ayudara
al Galileo a llevar su cruz.
Primero rehusó, pero tuvo que
ceder a la fuerza. Simón sentía mucho
disgusto y repugnancia, a causa
del triste estado en que se hallaba Jesús, y de su ropa toda llena de lodo. Mas
Jesús lloraba, y le miraba con ternura.
Simón le ayudó a levantarse, y
al instante los alguaciles ataron sobre sus hombros uno de los brazos de la
cruz. Él seguía a Jesús, que se sentía aliviado de su carga. Se
pusieron otra vez en marcha. Simón era un hombre robusto, de cuarenta años; sus
hijos llevaban vestidos de diversos colores.
Dos eran ya crecidos, se
llamaban Rufo y Alejandro: se reunieron después a los discípulos de Jesús. El
tercero era más pequeño, y lo he visto con San Esteban, aún niño. Simón no
llevó mucho tiempo la cruz sin sentirse penetrado de compasión.
La Verónica y el Sudario
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Habían andado unos doscientos
pasos desde que Simón ayudaba a Jesús a llevar la cruz, cuando una mujer de
elevada estatura y de aspecto imponente, llevando de la mano
a una niña, salió de una bella casa situada a la izquierda, y se puso
delante. Era Serafia, mujer de Sirac, miembro del Consejo del templo, que se
llamaba Verónica, de Vera Icon (verdadero retrato), a causa de lo que
hizo en ese día. Serafia había preparado en su casa un excelente vino
aromatizado, con la piadosa intención de dárselo a beber al Señor en su camino de
dolor. Salió a la calle, cubierta de su velo;
tenía un paño sobre sus
hombros; una niña de nueve años, que había adoptado pro hija, estaba a su
lado, y escondió, al acercarse la escolta, el vaso lleno de vino. Los que
iban delante quisieron rechazarla; mas ella se abrió paso en medio de la
multitud, de los soldados y de los alguaciles, y llegando hasta Jesús, se
arrodilló, y le presentó el paño extendido diciendo:
"Permitidme que limpie la
cara de mi Señor". El Señor tomó el paño, lo aplicó sobre su cara
ensangrentada, y se lo devolvió, dándole las gracias.
Serafia, después de haberlo
besado, lo metió debajo de su capa, y se levantó. La niña levantó
tímidamente el vaso de vino hacia Jesús; pero los soldados no permitieron que
bebiera. La osadía y la prontitud de esta acción habían excitado un movimiento
en la multitud, por los que se paró la escolta como unos dos minutos.
Verónica había podido presentar el sudario.
Los fariseos y los alguaciles,
irritados de esta parada, y sobre todo, de este homenaje público, rendido al
Salvador, pegaron y maltrataron a Jesús, mientras Verónica entraba en su
casa. Apenas había penetrado en su cuarto, extendió el sudario
sobre la mesa que tenía delante, y cayó sin conocimiento. La niña se
arrodilló a su lado llorando. Un conocido que venía a verla la halló así al
lado de un lienzo extendido, donde la cara
ensangrentada de Jesús estaba
estampada de un modo maravilloso. Se sorprendió con este
espectáculo, la hizo volver en sí, y le mostró el sudario delante del cual ella se
arrodilló, llorando y diciendo: "Ahora lo quiero dejar todo, pues el Señor me ha dado
un recuerdo". Este sudario era de lana fina, tres veces más largo que
ancho, y se llevaba habitualmente alrededor del cuello: era costumbre ir con un
sudario semejante a socorrer a los afligidos o enfermos, o a limpiarles la cara
en señal de dolor o de compasión.
Verónica guardó siempre el
sudario a la cabecera de su cama. Después de su muerte fue para la Virgen, y
después para la Iglesia por intermedio de los Apóstoles.
Las hijas de Jerusalén
La escolta estaba todavía a
cierta distancia de la puerta, situada en la dirección del sudoeste. Al
acercarse a la puerta los alguaciles empujaron a Jesús en medio de un lodazal.
Simón Cirineo quiso pasar por el lado, y habiendo ladeado la cruz, Jesús
cayó por cuarta vez. Entonces, en medio de sus lamentos, dijo con voz
inteligible: "¡Ah Jerusalén, cuánto te he amado!
¡He querido juntar a tus hijos
como la gallina junta a sus polluelos debajo de sus alas, y tú me echas
cruelmente fuera de tus puertas!". Al oír estas palabras, los fariseos le
insultaron de nuevo, y pegándole lo arrastraron para sacarlo del lodo. Simón
Cirineo se indignó tanto de ver esta crueldad, que exclamó: "Si no cesáis
de insultarle suelto la cruz, aunque me matéis".
Al salir de la puerta
encontraron una multitud de mujeres que lloraban y gemían. Eran vírgenes y mujeres
pobres de Belén, de Hebrón y de otros lugares circunvecinos, que
habían venido a Jerusalén para celebrar la Pascua. Jesús desfalleció;
Simón se acercó a Él y le sostuvo, impidiendo así que se cayera del todo. Esta
es la quinta caída de Jesús debajo de la cruz. A vista de su cara tan
desfigurada y tan llena de heridas, comenzaron a dar lamentos, y según la
costumbre de los judíos, le presentaron lienzos para limpiarse el rostro. El
Salvador se volvió hacia ellas, y les dijo: "Hijas de Jerusalén, no
lloréis por mí; llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos, pues vendrá un tiempo en
que se dirá: "¡Felices las estériles y las entrañas que no han engendrado
y los pechos que no han dado de mamar".
Entonces empezarán a decir a
los montes: "¡Caed sobre nosotros!"; y a las alturas: "¡Cubridnos! Pues
si así se trata al leño verde, ¿qué se hará con el seco?". Aquí pararon en
este sitio: los que llevaban los instrumentos de suplicio fueron al monte
Calvario, seguidos de cien soldados romanos de la escolta de Pilatos, quien al
llegar a la puerta, se volvió al interior de la ciudad.
Jesús sobre el Gólgota
Se pusieron en marcha. Jesús,
doblando bajo su carga y bajo los golpes de los verdugos, subió con mucho
trabajo el rudo camino que se dirigía al norte, entre las murallas de la
ciudad y el monte Calvario. En el sitio en donde el camino tuerce al
mediodía se cayó por sexta vez, y esta caída fue muy dolorosa. Los malos
tratamientos que aquí le dieron llegaron a su colmo. El Salvador llegó a la
roca del Calvario, donde cayó por séptima vez.

Simón Cirineo, maltratado
también y agobiado por el cansancio, estaba lleno de indignación: hubiera
querido aliviar todavía a Jesús, pero los alguaciles lo echaron,
llenándole de injurias. Se reunió poco después a los discípulos. Echaron también a
toda la gente que había venido por mera curiosidad. Los fariseos a
caballo habían seguido caminos cómodos, situados al lado occidental del
Calvario. El llano que hay en la elevación, el sitio del suplicio, es de forma
circular y está rodeado de un terraplén
cortado por cinco caminos.
Estos cinco caminos se hallan en muchos sitios
del país, en los cuales se
baña, se bautiza, en la piscina de Betesda:
muchos pueblos tienen también
cinco puertas. Hay en esto una profunda significación profética, a
causa de la abertura de los cinco medios de salvación en las cinco llagas
del Salvador. Los fariseos a caballo se pararon delante de la llanura al lado
occidental, donde la cuesta es suave: el lado por donde conducen a los
condenados, es áspero y rápido. Cien soldados romanos se hallaban alrededor del
llano. Mucha gente, la mayor parte de baja clase, extranjeros, esclavos,
paganos, sobre todo mujeres, rodeaban el llano y las alturas circunvecinas, no
temiendo contaminarse. Eran las doce menos cuarto cuando el Señor dio la última
caída y echaron a Simón.
Los alguaciles insultando a Jesús, le decían:
"Rey de los judíos, vamos a componer tu trono". Pero Él mismo se
acostó sobre la cruz y lo extendieron para tomar su medida; en seguida lo
condujeron setenta pasos al norte, a una especie de hoyo abierto en la roca,
que parecía una cisterna: lo empujaron tan brutalmente, que se hubiera roto las
rodillas contra la piedra, si los ángeles no lo hubiesen socorrido. Le oí gemir
de un modo que partía el corazón. Cerraron la entrada y dejaron centinelas.
Entonces comenzaron sus preparativos. En medio del llano circular estaba el
punto más elevado de la roca del Calvario; era una eminencia redonda, de dos pies
de altura, a la cual se subía por escalones. Abrieron en ella tres hoyos, adonde
debían plantarse las tres cruces, e hicieron otros preparativos para la
crucifixión.