Aunque en las lenguas occidentales modernas estos dos conceptos han tomado caminos divergentes y se expresan con diferentes palabras, en el hebreo bíblico y el griego del Nuevo Testamento son imposibles de distinguir. Tiene fe, por definición, quien es fiel. Y es fiel, por definición, quien cree. Ambas cosas son una.
La palabra latina de que deriva nuestro término castellano «fe», es fides. Palabra de la cual es obvio que deriva también nuestro término «fidelidad».
En el griego bíblico el término es pistis. Un término que siempre que se encuentra con él un traductor del Nuevo Testamento, deberá decidir por el contexto —pero más habitualmente por sus propios prejuicios teológicos— si traducir como «fe» o como «fidelidad».
Se tiende demasiado a entender «la fe» como un proceso mental por el que nos obligamos a creer cosas increíbles, cuando sospecho que los apóstoles, lo que pretendían, es que viviésemos vidas de santidad y fidelidad delante de Dios, por virtud de nuestra comunión con Cristo.
Un buen ejemplo de cómo las presuposiciones teológicas del traductor afectan la traducción, estaría en Gálatas 2,16. Aquí algunas traducciones ponen claramente que la justificación viene «por la fe [entiéndase “por creer”] en Jesucristo».
Como la palabra griega pistis admite con absoluta naturalidad ser traducida como fidelidad, está claro que Pablo está escribiendo acerca de «la fidelidad de Jesucristo». Podría ser su fidelidad humana para con Dios, mediante la obediencia hasta la cruz. O tal vez su fidelidad divina para con nosotros, la humanidad caída, al actuar como nuestro Salvador.
Las palabras hebreas empleadas en el Antiguo Testamento también son interesantes y tal vez inclinan un poco más el fiel de la báscula —si es posible— hacia la idea de fidelidad, más que creencias. Lo interesante de los términos hebreos más o menos sinónimos, emuná y émet, es que derivan del mismo verbo que una de las escasísimas palabras hebreas que han pasado directamente a la lengua castellana: amén. La exclamación ¡Amén! significa algo así como: «Así es», «Es verdad», «Es cierto»; o proyectando hacia el futuro: «Así sea», «Así será», «Esto sin lugar a dudas sucederá o se cumplirá».
Cuando este concepto se expresa como sustantivo, suele tener el sentido de «certeza», «verdad incontestable», «firmeza inconmovible», «lealtad»… y «fidelidad». Puede abarcar el sentido de «fe» o «creencia», en el sentido de que para afirmar «Esta es una verdad como una catedral», hay que estar creyéndoselo.
La exclamación ¡Amén! es en ese caso una expresión de fe, una expresión de creer. Sin embargo como la idea primaria —en hebreo— es siempre la de certeza, verdad, firmeza y lealtad, traducir los términos hebreos emuná y émet como «fe» o «creencia», nos brinda generalmente un resultado muy pobre. Daría la impresión de que se está hablando de ideas o convicciones que se tienen en la cabeza, cuando el término hebreo exigía que pensáramos en una lealtad personal que se conserva cueste lo que cueste, en una firmeza de intención y propósito que se manifiesta en conductas concretas. En una palabra, «fidelidad».
Volviendo a la exclamación ¡Amén!, entonces. Con ella no siempre se indica la expresión de lo que se cree: «¡Estoy convencido de que esto es verdad!». Puede indicar en muchos versículos de la Biblia la firmeza de intención: «¡Juro que esto es lo que haré!», «¡Cumpliré lo que he prometido!» En el evangelio de Juan, Jesús suele decir, repitiendo: «Amén, amén os digo…» (O como lo pone alguna traducción: «De cierto, de cierto os digo…») Esta no es una creencia; es la firmeza de voluntad que se expresa como veracidad, certeza, lealtad para no mentir… o fidelidad. En Isaías 25,1 pone: «Desde hace mucho tus consejos [de Dios] emuná omén —son de fiar, son ciertos».
No es necesario negar la necesidad de tener fe —en el sentido de aceptar la veracidad de lo que afirmamos acerca de Dios y de su Hijo Jesucristo— para enfatizar, a la vez, que como tan magistralmente lo expresó Santiago, «La fe sin obras está muerta en sí misma». No hay fe que no se exprese como fidelidad y lealtad, mediante conductas expresas que se desprenden de esa relación de lealtad. Así como es imposible seguir siendo leal o fiel con alguien en quien uno ya ha dejado de creer.
“Tú crees que Dios es uno; bien haces.
También los demonios creen, y tiemblan.
¿Mas quieres saber, hombre vano, que la fe sin obras es muerta?”
(Santiago 2:19-20).
¿Nos da un ejemplo Dios por su fidelidad a sus compromisos y promesas?
“Conoce, pues, que el Eterno tu Dios es Dios, Dios fiel, que guarda el pacto y la misericordia a los que le aman y guardan sus mandamientos, hasta mil generaciones” (Deuteronomio 7:9).
“Si fuéremos infieles, él permanece fiel; él no puede negarse a sí mismo” (2 Timoteo 2:13).
¿Cómo espera Dios que le demostremos nuestra fe, confianza y fidelidad?
“Hermanos míos, ¿de qué aprovechará si alguno dice que tiene fe, y no tiene obras? ¿Podrá la fe salvarle? . . . la fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma . . . ¿No fue justificado por las obras Abraham nuestro padre, cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar? ¿No ves que la fe actuó juntamente con sus obras, y que la fe se perfeccionó por las obras?” (Santiago 2:14-22).
El ejemplo dinámico de Abraham nos muestra lo que es en realidad la fe viviente en Dios. Abraham no sólo creyó en Dios, también creyó lo que Dios le había dicho y obedeció las órdenes de Dios. Nosotros también debemos vivir de esta forma.
Ya que Dios es fiel a nosotros, espera que nosotros le seamos fieles a él. Espera que creamos en su fidelidad, que confiemos en él con un corazón leal.
¿Cómo demostró Abraham su fe —su creencia y confianza— en Dios?
“Por cuanto oyó Abraham mi voz, y guardó mi precepto, mis mandamientos, mis estatutos y mis leyes” (Génesis 26:5).
Abraham confió en Dios y siguió un camino de vida que agradó a Dios. Ya que el cristianismo verdadero es una forma de vida, Dios espera que probemos nuestra fe con nuestras acciones. Esa es la forma en que vivió Abraham (Hebreos 11:8-10).
¿Qué sucederá finalmente con aquellos que sean voluntariamente infieles?
“Pero los cobardes e incrédulos, los abominables y homicidas, los fornicarios y hechiceros, los idólatras y todos los mentirosos tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda” (Apocalipsis 21:8).
¿Es necesario que los siervos fieles y obedientes de Dios afronten pruebas y sufrimientos?
“Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas; el cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca; quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente” (1 Pedro 2:21-23).
“De modo que los que padecen según la voluntad de Dios, encomienden sus almas al fiel Creador, y hagan el bien” (1 Pedro 4:19).
“Y no sólo esto, sino que también nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia; y la paciencia, prueba; y la prueba, esperanza” (Romanos 5:3-4).
Poner a Dios primero requiere fe y sacrificio. Los cristianos tendrán que afrontar pruebas y sufrimientos tal como Jesús y sus apóstoles lo hicieron.
Pedro nos dice: “Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que él os exalte cuando fuere tiempo; echando toda vuestra ansiedad sobre él, porque él tiene cuidado de vosotros. Sed sobrios, y velad; porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar; al cual resistid firmes en la fe, sabiendo que los mismos padecimientos se van cumpliendo en vuestros hermanos en todo el mundo. Mas el Dios de toda gracia, que nos llamó a su gloria eterna en Jesucristo, después que hayáis padecido un poco de tiempo, él mismo os perfeccione, afirme, fortalezca y establezca” (1 Pedro 5:6-10).
Tal sufrimiento no es algo raro. Casi todos sufrimos de una forma u otra. Pero hay una diferencia fundamental en las pruebas de un cristiano. Los siervos de Dios entienden que sus pruebas y sufrimientos pueden ayudarlos a desarrollar y fortalecer su carácter. Saben, como dicen las Escrituras, que “a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados” (Romanos 8:28).
¿Cómo deben considerar los cristianos fieles sus pruebas y sufrimiento?
“Amados, no os sorprendáis del fuego de prueba que os ha sobrevenido, como si alguna cosa extraña os aconteciese, sino gozaos por cuanto sois participantes de los padecimientos de Cristo, para que también en la revelación de su gloria os gocéis con gran alegría. Si sois vituperados por el nombre de Cristo, sois bienaventurados, porque el glorioso Espíritu de Dios reposa sobre vosotros. Ciertamente, de parte de ellos, él es blasfemado, pero por vosotros es glorificado” (1 Pedro 4:12-14).
“Hermanos míos, tened por sumo gozo cuando os halléis en diversas pruebas, sabiendo que la prueba de vuestra fe produce paciencia. Mas tenga la paciencia su obra completa, para que seáis perfectos y cabales, sin que os falte cosa alguna” (Santiago 1:2-4).
Aquellos que tienen fe en la fidelidad de Dios tienen la seguridad de que pueden confiar en que él va actuar a su favor. Saben que cuando él interviene en sus pruebas para librarlos, hará lo que sea mejor para ellos de acuerdo con su gran propósito. Ellos confían en la sabiduría y la justicia de Dios y están dispuestos a sufrir para demostrarlo (1 Pedro 4:19).
Pedro resume la actitud de confianza que les imparte el Espíritu de Dios: “En lo cual vosotros os alegráis, aunque ahora por un poco de tiempo, si es necesario, tengáis que ser afligidos en diversas pruebas, para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo, a quien amáis sin haberle visto, en quien creyendo, aunque ahora no lo veáis, os alegráis con gozo inefable y glorioso; obteniendo el fin de vuestra fe, que es la salvación de vuestras almas” (1 Pedro 1:6-9).