Franciscanos

La ORDEN FRANCISCANA



Término comúnmente utilizado para referirse a miembros de los distintos grupos religiosos, sean hombres o mujeres, que profesan seguir la regla de San Francisco de Asís en alguna de sus diversas formas. El propósito del siguiente artículo es el de indicar brevemente el origen y relación entre sí de estos distintos grupos religiosos. Se acostumbra decir que San Francisco fundó tres órdenes, como leemos en el oficio del 4 de octubre:

Tres órdenes hic ordinat: primumque Fratrum nominat Minorum: pauperumque fit Dominarum medius: sed Poenitentium tertius sexum capit utrumque. (Brev. Rom. Serap., in Solem. S.P. Fran., ant. 3, ad Laudes)

Estas tres ramas – Hermanos Menores, las Clarisas Pobres y los Hermanos y Hermanas de Penitencia --- generalmente conocidas como la Primera, Segunda y Tercera Orden de San Francisco.

El origen o fundación de los Hermanos Menores o la Primera Orden Franciscana data del año 1209, año en que San Francisco obtuvo verbalmente la aprobación de la regla por Inocencio III, regla que compuso como guía para sus primeros seguidores. La regla original redactada luego en manuscrito por el santo fue confirmada solemnemente por Honorio III, en 29 de noviembre de 1223 (Litt. "Solet Annuere"). La regla escrita, se le conoce comúnmente como la segunda regla, de los Hermanos Menores es la que hoy día se profesa en toda la Primera Orden de San Francisco.

El origen y fundación de la Segunda Orden Franciscana, Las Clarisas Pobres o Damas Pobres, data del año 1212. Santa Clara llevaba tiempo pidiéndole a San Francisco le autorizara a acoger la forma de vida que él había instituido. San Francisco consintió y Santa Clara la establece en San Damián cerca de Asís, junto a otras servidoras piadosas que la seguían. Es erróneo alegar que San Francisco escribió una regla formal para Las Clarisas Pobres y jamás se ha encontrado documento alguno que lo compruebe. La regla adoptada por las Clarisas Pobres en San Damián data es del año 1219; la misma fue aprobada por el Cardenal Ugolino, y luego confirmada por Gregory IX. La misma fue enmendada por Santa Clara en sus últimos días, con la ayuda del Cardenal Rinaldo, Alejandro IV hace unas revisiones y esta última versión es aprobada finalmente confirmada por Inocente IV, el 9 de Agosto de 1253 (Litt. "Solet Annuere")

La tradición establece el año 1221 como el de la fundación de los Hermanos y Hermanas de la Penitencia, la Tercera Orden, también llamados Terciarios. Esta fue concebida por San Francisco como un tipo de punto medio entre el claustro y el mundo, para aquellos que deseaban seguir los pasos del fundador pero su estado, ya sea matrimonial o de otra naturaleza impedían la entrada de los mismos a la Primera o Segunda Orden. Han existido opiniones divergentes en cuanto a las reglas que gobiernan a los Terciarios, pero en términos generales se entiende que la regla aprobada por Nicolás IV, el 18 de Agosto de 1289 (Litt. "Supra Montem") no es la regla original de la Tercera orden.


Recientemente, algunos autores, han adelantado la tesis de que la Tercera Orden, (como se les conoce hoy en día) fue la base originaria o punto de comienzo de la orden Franciscana. Ellos afirman que la Segunda y Tercera orden de San Francisco no fueron desarrollos posteriores, sino que las tres ramas, los Hermanos Menores, las Clarisas Pobres y los Hermanos y Hermanas de la Penitencia, surgieron de la confraternidad laica de la Penitencia, y que ésa fue la intención original de San Francisco. Arguyen que las mismas fueron separadas o divididas posteriormente en tres ramas por el Cardenal Ugolino, el protector de la orden, durante la ausencia de San Francisco en el año 1219-21. La teoría no ha sido probada satisfactoriamente.

Hoy día, los Hermanos Menores o la Primera Orden está comprendida de tres entidades, que aunque franciscanas son independientes:

Los Hermanos Menores, propiamente dicho, o la rama original, fundada como se dijo anteriormente en el 1209. Los Hermanos Menores Conventuales y Los Hermanos Menores Capuchinos, provienen de la primera rama pero recibieron sus propias constituciones independientes en 1517 y 1619 respectivamente.
Estas tres órdenes profesan la regla de los Hermanos Menores, aprobada por Honorio III en 1223, pero cada una tiene sus constituciones particulares y su propio ministro general. Todas las demás fundaciones pequeñas que en su momento se desarrollaron y existieron de forma independiente como frailes Franciscanos se han extinguido. Ellas fueron los Clareni, los Coletani y los Celestinos. Otras se incorporaron a los Hermanos Menores como fue el caso de los Observadores, Reformadores, Alcantarines, etc. (Todas estas pequeñas fundaciones como entes independientes se han extinguido).

Respecto a las Clarisas Pobres, la orden comprende todos los monasterios de monjas en claustro que siguen la regla de Santa Clara aprobada por Inocente IV en 1253, así observen la misma en toda su rigidez o con las dispensas admitidas por Urbano IV el 18 de Octubre de 1263 (Litt. "Beata Clara") o las constituciones desarrolladas por Santa Colette (1447) y aprobadas por Pío II el 18 de Marzo de 1458 (Litt. "Etsi"). Las hermanas de la Anunciación y las Concepcionistas están relacionadas y se derivan de cierto modo de la Segunda Orden, pero ahora siguen diferentes reglas a las de las Clarisas Pobres.

En cuanto a los Hermanos y Hermanas de la Penitencia o Tercera Orden de San Francisco, es necesario diferenciar entre la Tercera Orden secular y la Tercera Orden regular. La Tercera Orden Secular fue fundada por San Francisco alrededor del año 1221 y abarca a personas devotas de ambos sexos que viven en el mundo siguiendo la regla de vida aprobada por Nicolás IV en 1289 y modificada por León XIII el 30 de Mayo de 1883 ("Constit. Misericors"). Incluye no sólo aquellos que pertenecen a fraternidades sino también a aquellos terceros aislados, ermitas, peregrinos, etc. La historia antigua de la Tercera Orden Regular es un tanto incierta y controversial. Algunos atribuyen su fundación a Santa Isabel de Hungría (q.v.) en 1228, otros a la Beata Angelina Marsciano en 1395. Se dice que Angelina estableció en Foligno el primer monasterio Franciscano de monjas enclaustradas terciarias en Italia. A principios del siglo XV existían ya comunidades terciarias de hombres y mujeres en diferentes partes de Europa. Pero también es cierto que los frailes italianos de la Tercera Orden Regular eran conocidos como ordenes en proceso de reforma por La Santa Sede. Desde el año 1458 este grupo ha sido gobernado por su propio ministro general y sus miembros toman votos solemnes.


Además de la Tercera Orden Regular se han organizado de forma independiente un gran número de congregaciones Franciscanas Terciarias - tanto de hombres como de mujeres. Estas datan principalmente de principios del siglo 19 y en su mayoría utilizan de base para sus instituciones una regla especial aprobada por León X, el 20 de enero de 1521 (Bull "Inter"), para miembros de la Tercera Orden que viven en comunidad. Dicha regla se ha modificado en varias ocasiones y según la congregación. Las Congregaciones de Terciarios Regulares pueden ser autónomas o pueden estar sujetas a jurisdicción episcopal. la mayoría son Franciscanas sólo en nombre, algunos han dejado el hábito y su unión con la orden.

La Espiritualidad Franciscana
Fuentes del ideal de San Francisco

1.- Su amor a Jesús

El Cardenal Odón de Chateauroux ( 1273), en un discurso pronunciado ante los Frailes Menores, observó ya el lugar preeminente que en la vida del Pobrecillo ocupa la caridad. Después de haber exaltado la austeridad de su pobreza, continúa diciendo: «No fue ciertamente por la literatura o la ciencia como el bienaventurado Francisco descubrió este género de vida, sino por el fervor y la devoción de su caridad, ya que sólo por el ardor de la caridad puede llegarse a un tal renunciamiento».

Siguiendo el ejemplo de Tomás de Celano y San Buenaventura, todos los historiadores posteriores del Seráfico Padre han puesto de relieve la vehemencia de su amor a Dios. «Bien lo saben cuantos hermanos convivieron con él: qué a diario, qué de continuo traía en sus labios la conversación sobre Jesús; qué dulce y suave era su diálogo; qué coloquio más tierno y amoroso mantenía. De la abundancia del corazón hablaba su boca, y la fuente de amor iluminado que llenaba todas sus entrañas, bullendo saltaba fuera. ¡Qué intimidades las suyas con Jesús! Jesús en el corazón, Jesús en los labios, Jesús en los oídos, Jesús en los ojos, Jesús en las manos, Jesús presente siempre en todos sus miembros. ¡Oh, cuántas veces, estando a la mesa, olvidaba la comida corporal al oír el nombre de Jesús, al mencionarlo o al pensar en él! Y como se lee de un santo: "Viendo, no veía; oyendo, no oía". Es más: si, estando de viaje, cantaba a Jesús o meditaba en Él, muchas veces olvidaba que estaba de camino y se ponía a invitar a todas las criaturas a loar a Jesús. Porque con ardoroso amor llevaba y conservaba siempre en su corazón a Jesucristo, y éste crucificado, fue señalado gloriosísimamente sobre todos con el sello de Cristo» (1 Cel 115). Con tan fervoroso afecto, dice a su vez San Buenaventura, era transportado en Cristo, y el Amado le profesaba en retorno tan familiar amor, que, como dijo a sus compañeros, sentía la presencia del Salvador como si realmente lo tuviera antes sus ojos... Cristo Crucificado, añade el Seráfico Doctor, moraba de continuo cual ramillete de mirra en su corazón, y por el incendio de su excesivo amor Francisco ansiaba a su vez transformarse plenamente en él (LM 9,2).


De donde resulta que el amor de Dios, y más particularmente de Jesús, era la razón última de todos sus actos; de la heroica determinación de consagrarse ora a la vida activa de la predicación, ora al sosiego de la contemplación en la soledad; de la práctica de sus virtudes, de una pobreza tan rigurosa, de una humildad tan sincera, de una caridad tan generosa y tierna; de sus viajes para evangelizar a los infieles y de su sumisión a la Iglesia. Tan profundamente penetrado estaba de este amor, que él imprimió a su piedad un carácter particularísimo de familiar intimidad con Jesús.

Todo le recordaba la persona del divino Maestro: el cordero que es llevado al matadero (1 Cel 77), el gusano que se arrastra a sus pies (1 Cel 80), las piedras sobre que camina y, más que todo, los pobres que encuentra a su paso (1 Cel 76; 2 Cel 83. 85).

Verdad es que todo en la vida del Hombre-Dios le era amable y caro; pero los rasgos de la fisonomía divina que más particularmente se complacía en imitar son -como los textos arriba alegados lo insinúan- aquellos en que el Hijo de Dios parece desplegar más amor y abajarse más, los anonadamientos de la Encarnación y Redención. «Tenía tan presente en su memoria -dice Celano- la humildad de la Encarnación y la caridad de la Pasión, que difícilmente quería pensar en otra cosa» (1 Cel 84). Y es que la Cruz que acompaña al Salvador desde Belén al Calvario sintetiza a los ojos de Francisco todo el misterio de Jesús. Ella es el objeto habitual de su contemplación (2 Cel 85), el pensamiento dominante de su piedad, la chispa que incesantemente mantiene viva la llama del amor.

2.- Su devoción a la Pasión de Jesucristo

Imposible es explicar con palabras su devoción a la Cruz (2 Cel 203). Desde el día en que a los comienzos de su conversión la conmovedora visión de Jesús Crucificado le convidó con palabras de exquisita dulcedumbre a seguir el áspero camino del propio renunciamiento (cf. 1 Cel 7; 2 Cel 9; LM 1,5), desde el día en que la voz del Crucifijo de San Damián renovó con tanta confianza y ternura su llamamiento, la más viva compasión se apoderó de su santa alma y, como piadosamente puede creerse, los estigmas de la Pasión divina se imprimieron misteriosamente en su corazón, aun cuando ningún signo externo apareciera en su carne (2 Cel 10). Entonces le fue tan plenamente revelado el grande y admirable misterio de la Cruz, que a partir de aquel momento toda su vida siguió los misterios de Cristo, no gustó sino las dulzuras de la Cruz, no predicó sino las glorias y los triunfos de la Cruz (LM 13,10). La única senda, dice en otra parte San Buenaventura, seguida por San Francisco, fue la de un ardentísimo amor a Jesús Crucificado (Itinerarium, Prol.). Desde entonces, además, le acontecía no poder contener los sollozos y las lágrimas, cual si tuviera siempre fija ante sus ojos la Pasión del Salvador (2 Cel 11); en su honor compuso el Oficio que también Santa Clara se deleitaba en recitar. En sus transportes de júbilo espiritual cantaba en francés las alabanzas del Señor, y todo su alborozo convertíase luego en abundantes lágrimas de compasión hacia Jesús (2 Cel 127).

El célebre capítulo de la "Perfecta Alegría", cuya inspiración bebió sin duda el autor de los Actus (Florecillas, 8) en la Admonición V de San Francisco, tan saboreado y tan poco comprendido, pues de ordinario no se ve en él más que una deliciosa página literaria, cuando en realidad es una elocuente lección de amor a la Cruz, termina con estas palabras de San Pablo, que han pasado a ser el mote y divisa de la Orden Franciscana: En cuanto a mí ¡Dios me libre gloriarme si nos es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo! (Gál 6,14).

A quien dijere que estos textos y tantos otros que pudieran alegarse (1 Cel 71, 115; 2 Cel 211; 3 Cel 2), son meras amplificaciones oratorias, le bastaría considerar el milagro de las Llagas para convencerse de lo contrario. Porque ¿acaso un privilegio tan singular podía concederse a quien no estuviera profundamente conmovido por el asiduo recuerdo de la Pasión? (2 Cel 109). Este recuerdo es en Francisco algo así como una idea fija, pero de ningún modo morbosa, ya que no permanece aislada y estéril en su espíritu, repeliendo y borrando toda otra idea del campo de su conciencia. Es más bien cual un foco de luz en el que se concentran todas las grandes verdades de la fe. Todas las consideraciones que por sí solas pueden mover a las almas cristianas, como son: el conocimiento de Dios y de la propia bajeza, la filial confianza en Dios y la desconfianza en sí mismo, los beneficios divinos y el amor de Dios para con nosotros, el precio del alma humana, los novísimos, la gravedad del pecado, la vanidad del mundo, etc., San Francisco las halla más vivas e impresionantes en el solo pensamiento de Jesús Crucificado. Ni hay por qué maravillarse, dice el Seráfico Doctor, de que este Santo haya recibido la inteligencia de las Sagradas Escrituras, puesto que por una perfecta imitación de Cristo manifestaba con sus actos su verdad y llevaba al autor de ellas en su corazón (LM 11,2). Al través de la Humanidad del Hijo de Dios descubría la soberana bondad y el soberano poder, la sabiduría y misericordia infinitas, y su alma se desahogaba en efusiones de amor y alabanza, de las que tenemos un magnífico ejemplo en el capítulo último de la primera regla de los Frailes Menores (1 R 23).

El amor de Jesús Crucificado llevaba consigo al corazón de Francisco el amor a Jesús presente en la Eucaristía -que tan distinguido lugar ocupa en su piedad- y el amor a todo cuanto se refería a Jesús, a todo lo que había amado Jesús: la Virgen, los Apóstoles, los Santos, los sacerdotes, la Iglesia, la salvación de las almas, los leprosos, los pobres (cf. 2 Cel 196-203). La simplicidad de su mirada no excluía, pues, la riqueza y abundancia de ideas y pensamientos.

Nos cuenta una leyenda que, caminando un día Fray León con San Francisco, vio ante el rostro del Seráfico Padre un crucifijo de encantadora belleza, que le precedía a dondequiera que fuese, parándose cuando él paraba, adelantándose cuando él se adelantaba. Su brillo y resplandor eran tan refulgentes, que, reflejada su luz en el rostro de Francisco, transformaba todas las cosas circunvecinas a los ojos de Fray León (Actus). ¡Símbolo sorprendente de las luminosas claridades que la Cruz derramaba en el alma de Francisco sobre las realidades invisibles de la fe y las maravillas de la creación!

Concluyamos, pues, que la habitual contemplación de la Cruz y el amor a Jesús Crucificado -fuente del ideal de una perfecta imitación de Cristo- son el pensamiento dominante y el sentimiento principal de la espiritualidad franciscana.

La piedad de San Francisco es la sublime piedad de los simples y humildes, que el autor de la Imitación define con estas palabras: «Si eres incapaz de especular y contemplar los más profundos misterios, descansa en la Pasión de Jesús y mora de buen grado en sus sacrosantas llagas» (Libro III, c. 1).

Que la Pasión de Cristo fue el gran atractivo de las almas devotas durante toda la Edad Media, es una verdad incontestable: «¡Oh, Señor! -exclamaba San Bernardo-, ¿en dónde podrá mi alma hallar consuelo después de haberte visto a Ti suspendido de una cruz?». «Fuera de Jesús -continuaba diciendo-, no hay cosa que me interese; sin Él, la vida carece de sentido. Mi mirada le busca en todas partes, y en todas las cosas le descubre. Y qué, ¿podría por ventura suceder de otra manera?». Y ya antes había dicho San Agustín: «Que Aquel que por vosotros fue clavado en una cruz, permanezca siempre fijo en vuestros corazones». Todo esto es muy cierto; sin embargo, parece ser que desde los días de San Pablo no ha habido santo alguno que más continua y ardorosamente haya contemplado el misterio de la Cruz y haya sido más profundamente conmovido por él, hasta el punto de llevar en su carne los estigmas visibles, ni quien haya llevado más lejos las consecuencias prácticas que de él se derivan como San Francisco de Asís.

III. La caridad y la pobreza en la espiritualidad franciscana

Mientras que muchos cristianos no ven en la Pasión de Jesús sino lecciones sobre la mortificación corporal, San Francisco descubre en ella una excelente escuela de amor y de desasimiento. De ahí que la caridad y la pobreza sean los medios por él escogidos para realizar su ideal.

1.- La caridad franciscana

El Santo quería que entre sus frailes reinara siempre una bondad verdaderamente maternal. «Si la madre -dice en la Regla- cuida y ama a su hijo carnal, ¿cuánto más amorosamente debe cada uno amar y cuidar a su hermano espiritual?» (2 R 6; 1 R 9; REr). Él, por su parte, para con todos se muestra manso y humilde, y se acomoda fácilmente al modo de ser de cada uno. «El que era el más santo entre los santos, aparecía como uno más entre los pecadores» (1 Cel 83). Para con estos últimos quería que se usara siempre de grande misericordia. «Ámalos -escribía a un Ministro- más que a mí, para que los atraigas al Señor; y ten siempre misericordia de tales hermanos» (CtaM). Nada hay más tierno y conmovedor que esta frase, si no es la esquela escrita a Fray León para consolarle en sus penas y animarle en sus desalientos: «Así te digo, hijo mío, como una madre, que todo lo que hemos hablado en el camino, brevemente lo resumo y aconsejo en estas palabras, y si después tú necesitas venir a mí por consejo, pues así te aconsejo: Cualquiera que sea el modo que mejor te parezca de agradar al Señor Dios y seguir sus huellas y pobreza, hazlo con la bendición del Señor Dios y con mi obediencia. Y si te es necesario en cuanto a tu alma, para mayor consuelo tuyo, y quieres, León, venir a mí, ven» (CtaL).

Pocos santos hay que hayan vivido tanto en Dios y para Dios como Francisco, y, sin embargo, pocos se han interesado tanto ni con tanta ternura, indulgencia y compasión como él por las miserias físicas o morales del género humano, no sólo de los amigos o compatriotas, mas también por los desconocidos y hasta por el vagabundo, abandonado y despreciado de todos (2 Cel 22, 83-92, 175-177). «Cualquiera que venga a nuestros frailes -escribe en la primera Regla-, amigo o adversario, ladrón o bandolero, sea recibido benignamente» (1 R 7). Y más adelante: «Nuestro Señor Jesucristo, cuyas huellas debemos seguir, llamó amigo a quien lo traicionaba y se ofreció espontáneamente a quienes lo crucificaron. Por lo tanto, son amigos nuestros todos aquellos que injustamente nos acarrean tribulaciones y angustias, afrentas e injurias, dolores y tormentos, martirio y muerte; a los cuales debemos amar mucho, porque, por lo que nos acarrean, tenemos la vida eterna» (1 R 22). La conversión de los tres salteadores de Monte Casale es una ilustración conmovedora de este precepto y de la manera generosa y liberal, verdaderamente cristiana, cómo San Francisco entendía el mandamiento del amor (cf. Florecillas 26). Su compasión para con los leprosos toca los límites de la más exquisita delicadeza; no duda comer en la misma escudilla que uno de ellos para reparar un sinsabor que con una palabra suya hubiera podido causarle (LP 64). Para calmar el odio y el deseo de venganza que ruge en el corazón de un pobre campesino, sublevado contra las injusticias de su señor, emplea las palabras más dulces y afectuosas, comparte su dolor y le regala el manto (2 Cel 89).

No. Francisco de Asís no prestaba oídos de mercader al Santo Evangelio. Pero en donde más se esforzó el Patriarca de los Menores por practicarlo a la letra fue en lo tocante a la pobreza.

2.- La pobreza seráfica

Porque Jesucristo dijo a sus discípulos: «No llevéis oro ni plata, no os preocupéis del día de mañana», Francisco anatematiza el manejo del dinero, que consideraba -según una feliz expresión de Pablo Sabatier- como "el sacramento del mal". Se reduce a sí y a los suyos a la mendicidad, y de ningún modo consiente en que se hagan provisiones para el día de mañana. Renuncia para sí y para su Orden cualquiera especie de propiedad, individual o colectiva, porque Cristo no había tenido ni siquiera una piedra en donde reclinar su cabeza. Los sabios y letrados de la Orden le rogaron que conservara a lo menos una parte de los bienes abandonados por los novicios para proveer a las necesidades de los frailes, que de día en día se iban multiplicando. Así lo practicaban las Órdenes antiguas: la vida en ellas era menos inestable y menos precaria. Francisco se negó.

Y, sin embargo, sabemos que conocía a fondo el Santo Evangelio, que lo meditaba asiduamente, retenía en su memoria, indelebles, sus palabras y las rumiaba de continuo en su alma, y que con la mayor perspicacia y sagacidad estudiaba las acciones de Jesús: «En asidua meditación recordaba sus palabras y con agudísima consideración repasaba sus obras» (1 Cel 84; 2 Cel 102). Luego no ignoraba que el Maestro había pagado el tributo al César ni que Judas tenía la bolsa (loculi) común de los Apóstoles (2). ¿Por qué, pues, no prefirió a aquellos textos que aconsejan la más absoluta pobreza estos otros, de los cuales, según parece, pudiera haber deducido un ideal de pobreza más discreto, más razonable, más conforme al justo medio y a la práctica común? Una vez más hallamos la respuesta en la vehemencia de su amor. «Ciertamente -dice San Buenaventura-, quiso conformarse en todo con Cristo crucificado, que estuvo colgado en la cruz: pobre, doliente y desnudo» (LM 14,4). El cántico Amor de caritate de Jacopone de Todi, que, a pesar de no ser de San Francisco, está todo él impregnado de su espíritu, le hace hablar así: «Veo en Ti que el saber nos ocultabas, / y sólo amor entreverse podía; / ni de poder muestras ostentabas, / y tu alteza y virtud te desplacía. / Cual fuente copiosa, el amor brotabas: / amor viertes y otra cosa no había. / Tu lengua y ojos sólo amor respiran; / de amor es tu legado, / y con él abrazado, / que mueras todos por el hombre admiran».

Tal es el Jesús que Francisco ama apasionadamente, Jesús sufriendo por amor nuestro, abandonado, humillado, empobrecido y despojado de todas las señales e insignias de su sabiduría, de su poder, de su realeza y de su divinidad. Este es el Jesús cuyos rasgos, se empeña él en reproducir. Y por eso la más estricta pobreza pasa a ser su virtud de predilección, precisamente porque por ella imitará mejor las humillaciones, el abandono y el despojo de Jesús Crucificado. El amor ha hecho perder a Francisco la nativa prudencia de hijo de mercader y lo ha entregado a la locura de la Cruz.

Y, en efecto, se descubre más de un rasgo de analogía entre el papel que la Cruz representa en la vida de Jesús y lo que en la vida de Francisco significa la pobreza. Así como la Cruz sintetiza todo el misterio de Jesús, así también la pobreza, el ideal franciscano de semejanza a Cristo Crucificado. No habiendo podido Francisco darle la mayor prueba de amor, sacrificando su vida por el martirio para imitar la crucifixión de su Maestro, sacrificó al menos todo cuanto pudo sacrificar mediante la más extrema pobreza. Y de la misma manera que sólo el amor había enclavado a Jesús a la Cruz, así también sólo el amor unió a Francisco con la pobreza.

Llámase la pobreza franciscana pobreza seráfica. Y nada más exacto. Porque la pobreza franciscana solamente procede del amor y engendra sólo amor, no la crítica, el anatema o la rebelión, como la repulsiva pobreza de las sectas heréticas o la de aquellos espirituales que más tarde, a fines del siglo XIII, se obstinarán en proclamarse verdaderos discípulos de San Francisco.

San Francisco no profesó la pobreza, como los filósofos o anacoretas, por el solo placer de desembarazarse de los cuidados materiales, librarse de la esclavitud de las riquezas o preservarse de sus peligrosas seducciones. Ni la amó como los filántropos cristianos, para cumplir con más larga generosidad las obras de misericordia. Tampoco se vio atraído hacia ella por una idea práctica de ascetismo, de reforma religiosa o de utilidad apostólica. Y esto es precisamente lo que distingue su pobreza de la pobreza adoptada por otros santos. Todas estas consideraciones, muy justas, por otra parte, no pasaban desapercibidas para él, pero eran sólo razones secundarias, y en todo caso no fueron ellas quienes le determinaron. Eran algo así como pruebas de razón que confirmaban las revelaciones del amor.

Francisco ama la pobreza solamente porque la pobreza había sido amada por Jesús, «porque Jesús se hizo pobre por nosotros en este mundo», como dice en su segunda Regla (2 R 6,3). Tal es el verdadero móvil de su amor a la pobreza. Ya en la primera Regla había dicho: «Y cuando sea necesario, vayan por limosna. Y no se avergüencen, sino más bien recuerden que nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios vivo omnipotente, puso su faz como roca durísima (Is 50,7), y no se avergonzó. Y fue pobre y huésped y vivió de limosna él y la bienaventurada Virgen y sus discípulos» (1 R 9). Y decía también que «más que los otros religiosos, nosotros debemos sentirnos obligados a imitar los ejemplos de pobreza del Hijo de Dios» (2 Cel 61), y que «la pobreza es virtud regia, pues ha brillado con tales resplandores en el Rey Jesús y en la Reina María» (2 Cel 200). Habiendo observado que, a pesar de haber sido la compañera familiar e inseparable del Hijo de Dios, el mundo la había rechazado, se resolvió a desposarse con ella por un perpetuo amor. Y, en efecto, se unió a la pobreza con una fidelidad inviolable; la miraba como la dama cuyo caballero era él, y la consideraba como la virtud que más amigos nos hace de Jesucristo (2 Cel 200), y como «el camino de la perfección, la prenda y arras de las riquezas eternas» (2 Cel 55), como «el fundamento de la Orden, sobre el cual se apoya primordialmente toda la estructura de la Religión; de suerte que, si se resquebrajara la base de la pobreza, sería totalmente destruido el edificio de la Orden» (LM 7,2). San Francisco hizo de la pobreza el blasón de su casa y familia (Hugo de Digne). Sobre el amor de San Francisco a la pobreza, véase también: 2 Cel 56, 61, 70, 73, 74, 83 y 85.

En un hombre tan apasionado como Francisco por el deseo de seguir paso a paso las huellas de Jesús podría parecer sorprendente esta adhesión tan ciega a una virtud que, al fin y al cabo, sólo nos despoja de los bienes materiales. Pero hay que tener en cuenta que Francisco daba a esta virtud una extensión mucho más amplia y profunda que la que de ordinario se le atribuye. Para él la pobreza evangélica no consiste solamente en la privación o mengua de los bienes terrenos y materiales, sino que personifica el espíritu del total renunciamiento de sí propio y de todas las riquezas, tanto materiales como inmateriales. La humildad, la obediencia, la sencillez y la castidad son en su pensamiento hermanas inseparables, o mejor aún, diversas formas de la pobreza.

En un breve comentario al capítulo de las bienaventuranzas: Bienaventurados los pobres de espíritu (Mt 5,3), se expresa así: «Hay muchos que, perseverando en oraciones y oficios, hacen muchas abstinencias y mortificaciones corporales, pero, por una sola palabra que les parezca injuriosa para sus cuerpos o por alguna cosa que se les quite, escandalizados enseguida se perturban. Estos no son pobres de espíritu, porque quien es de verdad pobre de espíritu, se odia a sí mismo y ama a aquellos que lo golpean en la mejilla» (Adm 14). Decía también Francisco: «El que quiera llegar a la cumbre de la virtud de la pobreza debe renunciar no sólo a la prudencia del mundo, sino también -en cierto sentido- a la pericia de las letras, a fin de que, expropiado de tal posesión, pueda adentrarse en las obras del poder del Señor y entregarse desnudo en los brazos del Crucificado, pues nadie abandona perfectamente el siglo mientras en el fondo de su corazón se reserva para sí la bolsa de los propios afectos» (LM 7,2). Y añadía, por ejemplo: «Deja todo lo que posee y pierde su cuerpo el hombre que se ofrece a sí mismo todo entero a la obediencia en manos de su prelado» (Adm 3).

Examinadas a la luz de estos principios las alabanzas tributadas por Francisco a la pobreza, se hallan plenamente justificadas y se comprende asimismo cómo la pobreza es en verdad "el camino de la perfección", puesto que se confunde con el renunciamiento, sin el cual son imposibles tanto la vida sobrenatural como la perfección cristiana.

Convencido por esta idea, San Francisco llega hasta prohibir que sus frailes soliciten privilegios, los cuales pudieran ponerlos al abrigo de las tribulaciones, afrentas y sufrimientos que constantemente acechan a los pobres. Y por idéntica razón envió por primera vez los Frailes Menores a España, Francia y Alemania sin cartas de recomendación.

¿Imprevisión?... Sí: imprevisión querida, deliberada, prevista, si así decirse puede. Cierto, Francisco no podía menos de prever las dificultades que sus enviados debían soportar, las humillaciones y los fracasos que les esperaban en países tan diferentes por sus costumbres, por su idioma y por su clima. Pero ¿acaso podía todo esto acobardar a quien había sostenido con Fray León el diálogo de la perfecta alegría, a quien al recibir la noticia del martirio de los cinco mártires de Marruecos había exclamado: «Ahora sí que puedo en verdad decir que tengo cinco verdaderos Hermanos Menores»?

Todo esto, así como la inestabilidad y lo precario de las fundaciones y la incertidumbre del día de mañana, ¿no formaba, por ventura, parte esencial de su programa, el cual no era el de fundar sólidos establecimientos, sino el de dar al mundo el desacostumbrado ejemplo de una realización integral del Evangelio que se extendiera hasta la heroicidad de la paciencia en la desnudez, humillaciones y sufrimientos?

Y es lo cierto que no se ha comprendido absolutamente nada de la espiritualidad del amable y dulce San Francisco, de su carácter y de su obra, mientras no se haya alcanzado a penetrar este punto heroico de vista: «Y todos los hermanos, dondequiera que estén, recuerden que ellos se dieron y que cedieron sus cuerpos al Señor Jesucristo. Y por su amor deben exponerse a los enemigos, tanto visibles como invisibles; porque dice el Señor: El que pierda su alma por mi causa, la salvará para la vida eterna. Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos... Bienaventurados vosotros cuando os odien los hombres y os maldigan... No temáis a aquellos que matan el cuerpo...» Todos estos textos, reunidos en el capítulo 16 de la primera Regla, sus exhortaciones a la alegría en medio de las penas, angustias y tribulaciones del alma y del cuerpo (1 R 17), al amor de quienes colman de malos tratamientos a los frailes (1 R 22) y su Admonición sobre la imitación del Señor que dice: «Consideremos todos los hermanos al Buen Pastor, que por salvar a sus ovejas sufrió la pasión de la cruz. Las ovejas del Señor le siguieron en la tribulación y la persecución, en la vergüenza y el hambre, en la enfermedad y la tentación, y en las demás cosas...» (Adm 6); todas estas razones, repetimos, dicen bien a las claras que Francisco no podía de ningún modo consentir en que se solicitaran privilegios para evitar las persecuciones que debían dar la última mano a la semejanza del Fraile Menor con Jesucristo, y a las cuales, lo mismo que a la santa pobreza, está prometido el reino de los cielos (Mt 5,3-12).

¡Ideal superior a las fuerzas humanas, excesos, dirá tal vez alguno, que sobrepasan los límites del justo medio...! ¡Verdaderamente, añadirá, Francisco es un exagerado que no sabe de la discreción ni de la moderación que tan amables se nos hacen en otros santos! Pero solamente pueden hablar así de él y censurarle los que no le comprenden, aquellos para quienes el amor de caridad pide ser tan sabiamente ordenado y tan discretamente calculado que, al fin de cuentas, no viene a ser sino algo así como una fuente tranquila, un fuego que yace debajo de la ceniza. Y el Pobrecillo de Asís amaba locamente a Cristo; su locura era una profunda sabiduría, y sus excesos y exageraciones, la verdadera medida y discreción, porque la medida de amar a Dios consiste en amarlo sin medida. El amor ignora con frecuencia el modo, y se enciende sobre toda medida; desea más de lo que puede realizar y nada juzga imposible (Imitación de Cristo, Lib. III, c. V).

Nada hay, pues, menos literal en el sentido estricto de la palabra -notémoslo una vez más- que las ideas de San Francisco sobre la pobreza y la caridad. Su singular predilección por estas dos virtudes no está exenta de la ley general que constituye al amor a Jesús Crucificado en razón última de todos sus actos.

Resumen.- El ideal de la vida espiritual propio de San Francisco consiste en la conquista de la imitación de Cristo, centro de toda la creación; imitación llevada a la identidad más perfecta posible de pensamientos, sentimientos y acciones. Este ideal, que se resume y sintetiza en la más absoluta pobreza y en la caridad más liberal y generosa, nace de un amor personal y apasionado a Jesús Crucificado, y este amor radica a su vez en la habitual contemplación del misterio de la Cruz.