Juan






Nacimiento e Infancia de San Juan Bautista

Narración extraida de las Visiones de la Beata Anna C Emerich




En los pasajes del Evangelio de Adviento aparece la figura de san Juan Bautista. El Precursor aparece haciendo un llamado a la conversión (Mateo 3, 1-12), cumpliéndose así la profecía de Isaías 40, 3-5: «Una voz clama: ‘Abran el camino a Yahveh en el desierto; en la estepa tracen una senda para Dios; que todas las quebradas sean rellenadas y todos los cerros y lomas sean rebajados; que se aplanen las cuestas y queden las colinas como un llano’».

También (cfr. Mt 11, 2-11) al encarcelado Bautista se le encuentra enviando a sus seguidores hacia Jesús para preguntarle: «¿Eres Tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?». Cristo responde, los discípulos de Juan se marchan, y entonces el propio Mesías hace una alabanza del Bautista y su ministerio, al grado de decir: «Os aseguro que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan, el Bautista».

La Biblia atestigua la admiración que hasta el mismo Herodes sentía por Juan, pero los datos son tan pobres que a duras penas podemos imaginarnos realmente quién fue este gran santo para que Dios mismo diga que es «el más grande» entre los nacidos de mujer.

Este es el testimonio de la beata alemana Anna Katharina Emmerick.

La casa de Zacarías estaba situada sobre una colina, en torno de la cual había un grupo de casas. Un arroyo torrentoso baja de la colina. Me pareció que era el momento en que Zacarías volvía a su casa desde Jerusalén, pasadas las fiestas de Pascua. He visto a Isabel caminando, bastante alejada de su casa, sobre el camino de Jerusalén, llevada por un ansia inquieta e indefinible.
Allí la encontró Zacarías, que se espantó de verla tan lejos de la casa en el estado en que se encontraba. Ella dijo que estaba muy agitada, pues la perseguía el pensamiento de que su prima María de Nazaret estaba en camino para visitarla. Zacarías trató de hacerle comprender que desechase tal idea, y, por signos y escribiendo en una tablilla, le decía cuan poco verosímil era que una recién casada emprendiera viaje tan largo en aquel momento.

Juntos volvieron a su casa. Isabel no podía desechar esa idea fija, habiendo sabido en sueños que una mujer de su misma sangre se había convertido en Madre del Verbo eterno, del Mesías prometido. Pensando en María concibió un deseo muy grande de verla, y la vio, en efecto, en espíritu que venía hacia ella. Preparó en su casa, a la derecha de la entrada, una pequeña habitación con asientos y aguardó allí al día siguiente, a la expectativa, mirando hacia el camino por si llegaba María. Pronto se levantó y salió a su encuentro por el camino.

Isabel era una mujer alta, de cierta edad: tenía el rostro pequeño y rasgos bellos; la cabeza la llevaba velada. Sólo conocía a María por las voces y la fama. María, viéndola a cierta distancia, conoció que era ella Isabel y se apresuró a ir a su encuentro, adelantándose a José que se quedó discretamente a la distancia. Pronto estuvo María entre las primeras casas de la vecindad, cuyos habitantes, impresionados por su extraordinaria belleza y conmovidos por cierta dignidad sobrenatural que irradiaba toda su persona, se retiraron respetuosamente en el momento de su encuentro con Isabel. Se saludaron amistosamente dándose la mano. En aquel momento vi un punto luminoso en la Virgen Santísima y como un rayo de luz que partía de allí hacia Isabel, la cual recibió una impresión maravillosa. No se detuvieron en presencia de los hombres, sino que, tomándose del brazo, se dirigieron a la casa por el patio interior. En el umbral de la puerta Isabel dio nuevamente la bienvenida a María y luego entraron en la casa.

José llegó al patio conduciendo al asno, que entregó a un servidor y fue a buscar a Zacarías en una sala abierta sobre el costado de la casa. Saludó con mucha humildad al anciano sacerdote, el cual lo abrazó cordialmente y conversó con él por medio de la tablilla sobre la que escribía, pues había quedado mudo desde que el ángel se le había aparecido en el Templo. María e Isabel, una vez que hubieron entrado, se hallaron en un cuarto que me pareció servir de cocina. Allí se tomaron de los brazos. María saludó a Isabel muy cordialmente y las dos juntaron sus mejillas. Vi entonces que algo luminoso irradiaba desde María hasta el interior de Isabel, quedando ésta toda iluminada y profundamente conmovida, con el corazón agitado por santo regocijo. Se retiró Isabel un poco hacia atrás, levantando la mano y, llena de humildad, de júbilo y entusiasmo, exclamó: “Bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿Pero de dónde a mí tanto favor que la Madre de mi Señor venga a visitarme?… Porque he aquí que como llegó la voz de tu salutación a mis oídos, la criatura que llevo se estremeció de alegría en mi interior. ¡Oh, dichosa tú, que has creído; lo que te ha dicho el Señor se cumplirá!” Después de estas palabras condujo a María a la pequeña habitación preparada, para que pudiera sentarse y reposar de las fatigas del viaje. Sólo había que dar unos pasos para llegar hasta allí. María dejó el brazo de Isabel, cruzó las manos sobre el pecho y empezó el cántico del Magníficat: “Mi alma glorifica al Señor; y mi espíritu se alegró en Dios mi Salvador.

Porque miró a la bajeza de su sierva; porque he aquí que desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones. Porque ha hecho grandes cosas conmigo el Todopoderoso; y santo es; su nombre. Y su misericordia es de generación en generación a los que le temen. Hizo valentías con su brazo; esparció a los soberbios en el pensamiento de su corazón. Quitó a los poderosos de los tronos y levantó a los humildes, A los hambrientos hinchó de bienes y a los ricos envió vacíos. Socorrió a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia. Como habló a nuestros padres, a Abrahán y a su simiente, para siempre”.

Isabel repetía en voz baja el Magníficat con el mismo impulso de inspiración de María. Luego se sentaron en asientos muy bajos, ante una mesita de poca altura. Sobre ésta había un vaso pequeño.

¡Qué dichosa me sentía yo, porque repetía con ellas todas las oraciones, sentada muy cerca de María! ¡Qué grande era entonces mi felicidad!
….
He visto a Zacarías y a José pasar la noche en el jardín situado a alguna distancia de la casa. Unas veces los vi durmiendo en la glorieta, otras, orando a la intemperie. Volvieron al amanecer. He visto a Isabel y a María dentro de la casa. Todas las mañanas y las noches repiten el Magníficat, inspirado a María por el Espíritu Santo, después de la salutación de Isabel. La salutación del ángel fue como una consagración que hacía el templo de María Santísima a Dios. Cuando pronunció aquellas palabras: “He aquí la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra”, el Verbo divino, saludado por la Iglesia y saludado por su sierva, entró en ella. Desde entonces, Dios estuvo en su templo y María fue el templo y el Arca de la Alianza del Nuevo Testamento.

La salutación de Isabel y el alborozo de Juan en el seno de su madre, fueron el primer culto rendido ante aquel Santuario. Cuando la Virgen entonó el Magníficat, la Iglesia de la Nueva Alianza, del nuevo matrimonio, celebró por primera vez el cumplimiento de las promesas divinas de la Antigua Alianza, del antiguo matrimonio, recitando, en acción de gracias, un Te Deum laudamus. ¡Quién pudiera expresar dignamente la emoción de este homenaje rendido por la Iglesia a su Salvador, aún antes de su nacimiento!….
He visto un cuadró indescriptible de la Iglesia. Se me apareció la Iglesia en forma de una fruta octogonal muy delicada que nacía de un tallo cuyas raíces tocaban en una fuente ondulante de la tierra. El tallo no era más alto de lo necesario como para poder ver entre la iglesia y la tierra. Delante de la iglesia había una puerta, sobre la fuente misma, la cual ondeaba arrojando de sí algo blanco como arena hacia ambos lados, y en derredor todo reverdecía y fructificaba. En la parte delantera de la Iglesia no se veía raíz alguna de las que iban a la tierra. Dentro de la iglesia y en medio de ella había, a semejanza de la cápsula de la semilla de la manzana, un recipiente formado de filamentos blancos, muy tiernos, en cuyos intersticios veíanse como las semillas de una manzana. En el piso interno de la iglesia había una abertura por la cual se podía mirar la fuente ondeante de abajo. Mientras miraba esto vi que caían algunos granos resecos y marchitos en la fuente. Esa especie de flor se iba transformando cada vez más en una iglesia y la cápsula del medio se iba convirtiendo en un artístico armazón parecido a un hermoso ramo.

Dentro de este artificio he visto a la Santísima Virgen y a Santa Isabel, que parecían a su vez como dos santuarios o Sancta Sanctorum. Vi que ambas se saludaban volviéndose una hacia la otra. En ese momento aparecían dos rostros de ellas: Jesús y Juan. A Juan lo he visto encorvado dentro del seno materno.

A Jesús lo vi como lo suelo ver en el Santísimo Sacramento: a semejanza de un pequeño Niño luminoso que iba hacia donde estaba Juan. Estaba de pie, como flotando, y llegándose a Juan le quitaba como una neblina. El pequeño Juan estaba ahora con el rostro echado sobre el suelo. La neblina caía al pozo por la mencionada abertura y era absorbida y desaparecía en la fuente que estaba debajo. Luego Jesús levantó al pequeño Juan en el aire, y lo abrazó. Después de esto he visto volver a ambos al seno materno, mientras María e Isabel cantaban el Magníficat. Bajo este cántico he visto a ambos lados de la Iglesia a José y a Zacarías adelantarse, y detrás de ellos otros muchos hasta llenarse la iglesia, que concluyó en una gran festividad realizada adentro. En derredor de la iglesia crecía una viña con tanta pujanza que fue necesario podarla por varias partes.

La iglesia asentóse, por fin, en el suelo; apareció un altar en ella y en la abertura que daba al pozo se formó un baptisterio. Muchísima gente entraba por la puerta a la iglesia. Todas estas transformaciones se produjeron lentamente, como brotando y creciendo. Me es difícil explicar todo esto tal como lo he visto. Más tarde, en la fiesta de San Juan, tuve otra visión. La iglesia octogonal era ahora transparente como cristal o, mejor i dicho, como si fueran rayos de agua cristalina. En medio de ella había una fuente de agua, bajo una torrecita, donde vi a Juan bautizando. De pronto se cambió el cuadro y de la fuente del medio brotó un tallo como una flor. En derredor había ocho columnas con una corona piramidal sobre la cual estaban los antepasados de Ana, de Isabel y de Joaquín, con María y José y los antepasados de Zacarías y de José algo apartados de la rama principal. Juan estaba arriba en una rama del medio. Pareció que salía una voz de él, y he visto entonces a muchos pueblos, a reyes y príncipes entrar en la iglesia y a un obispo que distribuía el Santísimo Sacramento. Oí a Juan que hablaba de la gran dicha de la gente que había entrado en la iglesia….

Santa Isabel huye al desierto con el niño Juan

Zacarías e Isabel conocían el peligro qué amenazaba a los niños, porque creo que la Sagrada Familia les envió un mensaje de confianza. He visto a Isabel llevándose al niño Juan a un sitio muy retirado del desierto, a unas dos leguas de Hebrón. Zacarías los acompañó hasta un lugar donde atravesaron un arroyuelo, pasando sobre una viga tendida. Allí se separó de ellos y se encaminó a Nazaret por el camino que María había tomado cuando fue a visitar a su prima Isabel. Creo que iba a pedir mejores informes a Santa Ana. Allí, en Nazaret, varios amigos de la Sagrada Familia estaban muy tristes por la partida. He visto que Juan, en el desierto, no llevaba sobre el cuerpo más que una piel de cordero, y a los dieciocho meses ya podía correr y saltar. Tenía en la mano un bastoncito blanco, con el que jugaba como juegan los niños. El desierto no era una inmensa extensión arenosa y estéril, sino una soledad con muchas rocas, barrancos y grutas, donde crecían arbustos diversos con bayas y frutos silvestres. Isabel llevó al niño Juan a una gruta donde más tarde vivió María Magdalena después de la muerte del Salvador.

No sé cuánto tiempo estuvo oculta allí Isabel con el niño: probablemente quedó todo el tiempo hasta que no podía ya temerse la persecución de Herodes. Regresó con su hijo a Juta, pero volvió a huir cuando Herodes convocó a las madres que tenían hijos menores de dos años, lo cual tuvo lugar un año más tarde. No puedo decir los días, pero contaré las escenas de la huida conforme recuerdo haberlas visto….


Santa Isabel vuelve a huir con el niño Juan

Santa Isabel, avisada por un ángel antes de la matanza de los inocentes, se refugió con el pequeño Juan nuevamente en el desierto. Vi que estaba buscando durante mucho tiempo una cueva que le pareciera segura y escondida: cuando la encontró permaneció allí con el niño durante unos cuarenta días. Más tarde volvió a su hogar, y un esenio del monte Horeb fue al desierto para llevar alimentos al niño y ayudarle en sus necesidades. Este hombre, cuyo nombre he olvidado, era pariente de la profetisa Ana. Al principio iba cada semana y después cada quince días, mientras Juan necesitó ayuda. No tardó en llegar el momento en que al niño le gustaba más estar en el desierto que entre los hombres. Estaba destinado por Dios para crecer allí en toda inocencia, sin contacto con los hombres y sus maldades. Juan, como Jesús, no fue a la escuela, y era instruido por el Espíritu Santo. A menudo vi una luz a su lado o figuras luminosas como las de los ángeles. El desierto no era estéril ni desolador, porque entre las rocas brotaban abundantes hierbas y arbustos con frutas y bayas de diversas clases. He visto allí fresas silvestres que recogía el niño para comer. Tenía extraordinaria familiaridad con los animales, especialmente con los pájaros que venían volando para posarse sobre sus hombros; y mientras él les hablaba, parecía que le comprendieran y le servían de mensajeros. A veces iba a lo largo de los arroyos: los peces le eran familiares, porque se acercaban cuando los llamaba y le seguían cuando caminaba al borde del agua. Vi que se alejaba mucho de los lugares habitados por el peligro que le amenazaba. Los animales lo querían tanto que le servían en muchas cosas. Lo llevaban a sus refugios o a sus nidos, y cuando los hombres se acercaban, él podía huir a los escondites sin peligro.

Se alimentaba de frutas silvestres y de raíces; no le costaba mucho encontrarlas, pues los animales mismos lo conducían donde estaban y se las mostraban.

Llevaba siempre su piel de cordero y su varita y se internaba cada vez más en el desierto. A veces se acercaba a su pueblo y dos veces vio a sus padres que anhelaban vivamente su presencia. Ellos debían tener revelaciones, pues cuando Isabel o Zacarías deseaban ver a Juan, éste no dejaba de acudir a su encuentro desde muy lejos….


Santa Isabel vuelve por tercera vez al desierto con el niño Juan

Mientras estaba la Sagrada Familia en Egipto, el pequeño Juan había vuelto secretamente a su casa de Juta, porque he visto que fue llevado nuevamente al desierto cuando tenía cuatro o cinco años. Zacarías no estaba presente cuando salieron de la casa; creo que había partido para no presenciar la despedida, porque amaba mucho a su hijito; pero antes de salir le había dado su bendición, como bendecía siempre a Isabel y a Juan antes que saliesen de camino. El pequeño Juan usaba por vestido una piel de carnero, que saliéndole del hombro izquierdo caíale sobre el pecho y los costados y volvía unirse sobre el lado derecho. No usaba más que esta piel. Sus cabellos eran castaños y más oscuros que los de Jesús. Llevaba el bastoncito blanco que había tomado al dejar la casa. Así lo vi mientras su madre lo llevaba de la mano. Isabel era una mujer de edad, alta, de ágiles movimientos, cabeza pequeña y rostro agradable. El niño Juan corría a menudo, adelantándose a la madre. Tenía toda la inocencia propia de su edad, pero no la irreflexión. Al principio se dirigieron hacia el Norte, teniendo a su derecha un pequeño arroyo; luego los vi atravesar la corriente sobre una pequeña balsa de madera, porque no había puente. Isabel era una mujer decidida y dirigía la balsa con una rama de árbol. Más allá del arroyo siguieron camino hacia el Oriente, entrando en un desfiladero de rocas, desnudo y árido en su parte alta, el fondo lleno de zarzales, de frutas silvestres y dé fresas, que el niño recogía y comía. Después de hacer un trecho en aquel desfiladero, Santa Isabel se despidió del niño, lo bendijo, lo estrechó contra su corazón, lo besó en ambas mejillas y en la frente, y regresó, volviéndose varias veces, llorando, para mirarlo. El niño no sentía inquietud alguna: caminaba con pasos seguros por el desfiladero.

Como durante estas visiones me sentía muy enferma, el Señor me consoló haciendo que asistiese a todo lo que sucedía como si yo fuese una niña. Me parecía tener la misma edad que Juan, y por eso me afligía viendo que se alejaba tanto de su madre. Creía que no iba a poder encontrar la casa paterna; pero una voz me tranquilizó, diciendo: “No te inquietes; el niño sabe muy bien lo que hace”. Me pareció entrar en el desierto con el niño, como compañera de juegos infantiles. De este modo pude ver varias veces lo que le sucedía. El niño me contó varios episodios de su vida en el desierto: cómo se mortificaba y violentaba sus sentidos en toda forma y se volvía cada vez más clarividente, y cómo era instruido en todo lo que necesitaba saber. Nada de lo que me contaba me sorprendía, porque yo misma, cuando siendo pequeña cuidaba las vacas, había vivido en el desierto con el niño Juan. Cuando deseaba verlo lo llamaba desde los matorrales: “Niño San Juan, ven a buscarme con tu bastón y la piel sobre tus hombros”. Y Juan venía con su bastoncito y su piel de cordero; y jugábamos como niños; y él me enseñaba toda clase de cosas útiles, No me asombraba que supiese tantas cosas de los animales y de las plantas del campo. Yo también, cuando andaba por el campo, por los bosques y las praderas, siendo niña, estudiaba, como en un libro, en cada hoja o en cada flor, al recoger las espigas y al arrancar el césped, y estas plantas, como los animales que veía pasar, eran para mí motivos de enseñanza y de reflexión.

Las formas de las hojas, sus colores y la disposición de las plantas me sugerían pensamientos profundos. Las personas a quienes los comunicaba me escuchaban con asombro, pero se reían de mí en la mayoría de los casos.

Esto fue causa de que más tarde guardase silencio sobre estas cosas, porque pensaba, y pienso todavía, que a todos los hombres les pasa lo mismo, y que en ninguna parte aprende mejor que en este libro de la naturaleza escrito por el mismo Dios. Cuando en mis contemplaciones posteriores seguí al niño Juan por el desierto, he visto sus gestos, sus actitudes y sus acciones; lo vi jugando con-los animales y las flores y entreteniéndose con las plantas. Los pájaros, especialmente, estaban familiarizados con él: se posaban sobre su cabeza o sus hombros cuando caminaba o rezaba. A veces ponía su bastoncito atravesado sobre las ramas de los árboles y pájaros cíe todas variedades acudían a su llamado y se posaban sobre su bastón unos tras otros. Él les hablaba y los miraba con familiaridad, los trataba como si les estuviera enseñando.

Otras veces lo vi seguir a los animales hasta sus cuevas y darles allí de comer, observándolos con toda atención….



Muerte de Zacarías e Isabel

Una vez que Zacarías fue al templo a llevar víctimas para el sacrificio, Isabel aprovechó su ausencia y fue a visitar a su hijo en el desierto.

Juan tendría unos seis años entonces. Zacarías no había ido a ver al niño nunca: de modo que si Heredes le preguntaba por el niño podía, sin mentir, responder que lo ignoraba. Pero para satisfacer el gran cariño de sus padres y por el deseo de verlos, visitó varias veces el niño secretamente, de noche, la casa de sus padres, permaneciendo allí algún tiempo. Sin duda su Ángel de la Guarda lo guiaba para que evitara los peligros que lo amenazaban.

Siempre lo vi guiado y protegido por espíritus celestiales y muchas veces vi figuras luminosas que lo rodeaban.

Juan estaba predestinado a vivir así en la soledad, apartado de los hombres y privado de los socorros humanos ordinarios para ser mejor guiado por el espíritu de Dios. La Providencia divina dispuso las cosas de tal manera que aún por las circunstancias exteriores tuviera que retirarse al desierto. También se hallaba como impulsado por un instinto irresistible, pues desde su niñez lo veía siempre pensativo y solitario. Cuando fue llevado el Niño Jesús a Egipto, Juan, su precursor, estaba escondido en el desierto por advertencia divina, ya que también él se hallaba en peligro. Se había hablado mucho de él desde los primeros días de su vida: era conocido su nacimiento maravilloso y mucha gente afirmaba haberlo visto rodeado de resplandor.

Por esta causa Herodes quería apoderarse de él para matarlo. Repetidas veces Herodes había preguntado a Zacarías dónde se escondía el niño, sin atreverse entonces a prenderlo. Pero ahora, yendo Zacarías al templo, fue asaltado y maltratado por los soldados encargados de vigilarlo, delante de la puerta de Jerusalén, llamada de Belén, en un lugar del camino bajo desde donde no se divisaba la ciudad. Lo llevaron a una prisión, en el flanco de la montaña de Sión, donde pude ver más tarde a los discípulos de Jesús cuando iban al templo. El anciano fue torturado para que descubriese el lugar donde se ocultaba su hijo y como no pudieron obtener lo que deseaban, terminaron por matarlo por orden de Herodes. Sus amigos, más tarde, lo enterraron no lejos del templo.

Este Zacarías no era aquél, muerto entre el templo y el altar, que vi salir de los muros del templo cerca del oratorio del anciano Simeón, cuando los difuntos aparecieron después de la muerte de Jesús. La tumba de este Zacarías, que se hallaba dentro del muro, se derrumbó junto con otras ocultas en el templo. Este Zacarías fue muerto entre el templo y el altar con motivo de una lucha acerca del linaje del Mesías y de los derechos que pretendían tener ciertas familias en el templo y los lugares que ocupaban en él. Vi, por ejemplo, que no todas las familias tenían derecho de hacer educar a sus hijos en el templó. Recuerdo haber visto a un niñito de familia real confiado a la educación de la profetisa Ana. En la lucha murió sólo Zacarías, hijo de Baraquías.

He visto, más tarde, que se hallaron sus huesos, pero ya no recuerdo los detalles del hecho.

Santa Isabel volvió del desierto a la ciudad de Juta para esperar la llegada de su marido, acompañada en una parte del camino por el niño Juan. Isabel lo besó en la frente y lo bendijo, y el niño volvió al desierto. La madre al entrar en su casa conoció la triste noticia de la muerte de su esposo. Su dolor fue muy grande y parecía inconsolable. Retornó al desierto, quedándose allí con el niño, hasta su muerte, que aconteció poco tiempo antes que la Sagrada Familia volviera de Egipto. Aquel esenio que cuidaba al niño Juan, sepultó a Isabel en las arenas del desierto. Después de esto, Juan se internó más en el desierto: abandonando el desfiladero de rocas se fue a un lugar más despejado y se estableció junto a un pequeño lago. En la playa había mucha arena blanca. Lo he visto avanzar bastante aguas adentro, mientras los peces nadaban alrededor de él sin temor. Allí vivió mucho tiempo, porque lo vi fabricarse una cabaña o glorieta en medio de los arbustos, para pasar la noche: era pequeña y baja» de modo que apenas podía acostarse en ella para dormir.

Allí como en otras partes veía formas luminosas que trataban con él sin temor e inocente piedad: parecía que lo instruían y le hacían notar diferentes cosas. Vi también que tenía una varilla atravesada en su bastoncito, de modo que formaba una cruz. Había una tira de corteza atada al cabo del bastoncito, como una banderilla que flotaba al viento mientras jugaba con ella. La casa de Isabel en Juta la ocupó una hija de la hermana de Isabel. Era una casa muy bien cuidada, en perfecto orden y limpieza. Siendo ya grande, volvió Juan otra vez en secreto a ella, regresando inmediatamente al desierto hasta el momento de su aparición entre los hombres.

El Cántico de Zacarias
Se debe rezar todos los días

Bendito sea el Señor, Dios de Israel,
porque ha visitado y redimido a su pueblo,
suscitándonos una fuerza de salvación
en la casa de David, su siervo,
según lo había predicho desde antiguo
por boca de sus santos profetas.

Es la salvación que nos libra de nuestros enemigos
y de la mano de todos los que nos odian;
ha realizado así la misericordia que tuvo con nuestros padres,
recordando su santa alianza
y el juramento que juró a nuestro padre Abraham.

Para concedernos que libres de temor,
arrancados de la mano de nuestros enemigos,
le sirvamos con santidad y justicia,
en su presencia, todos nuestros días.

Y a ti, niño, te llamaran Profeta del Altísimo,
porque irás delante del Señor
a preparar sus caminos,
anunciando a su pueblo la salvación,
el perdón de sus pecados.

Por la entrañable misericordia de nuestro Dios,
nos visitará el sol que nace de lo alto,
para iluminar a los que viven en tinieblas,
y en sombra de muerte,
para guiar nuestros pasos
por el camino de la paz.

Gloria al Padre y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
Por los siglos de los siglos. Amén.