San Alfonso
María de Ligorio

Para conservar la pureza de su alma escogió un
director espiritual, visitaba frecuentemente a Jesús Sacramentado, rezaba con
gran devoción a la Virgen y huía de todos los que tuvieran malas
conversaciones.
Su padre, que deseaba hacer de él un brillante
político, lo hizo estudiar varios idiomas modernos, aprender música, artes y
detalles de la vida caballeresca. Como abogado, el santo obtenía importantes
triunfos; sin embargo, no lo dejaba satisfecho ante el gran peligro que en el
mundo existe de ofender a Dios.
Por revelación divina, San Alfonso abandona
todo y decide convertirse en apóstol incansable del Señor Jesús. La tarea no
fue fácil; tuvo que enfrentar, con gran lucha espiritual, a su padre y familia,
a sus amigos y así mismo. Al fin, a los 30 años de edad logra ser ordenado
sacerdote, y desde entonces se dedicó a trabajar con las gentes de los barrios
más pobres de Nápoles y de otras ciudades, a quienes les enseñaba el catecismo.
El 9 de noviembre de 1752 fundó, junto con
otros sacerdotes, la Congregación del Santísimo Redentor (o Padres
Redentoristas), y siguiendo el ejemplo de Jesús se dedicaron a recorrer
ciudades, pueblos y campos predicando el evangelio. Por 30 años, con su equipo
de misioneros, el santo recorrió campos, pueblos, ciudades, provincias,
permaneciendo en cada sitio 10 o 15 días predicando, para que no quedara ningún
grupo sin ser instruido y atendido espiritualmente.
San Alfonso fue un escritor muy prolífico; al
morir dejó 111 libros y opúsculos impresos y 2 mil manuscritos. Durante su vida
vio 402 ediciones de sus obras.
En 1762 el Papa lo nombró obispo de Santa
Agueda.
San Alfonso, quien no deseaba asumir el cargo, aceptó con humildad y
obediencia, permaneciendo al frente de la diócesis por 13 años donde predicó el
Evangelio, formó grupos de misioneros y dio catequesis a los más pequeños y
necesitados.
Sus últimos años fueron llenos de sufrimientos
y enfermedades dolorosas; el santo soportó pacientemente todos estos males,
rezando siempre por la conversión de los pecadores y por su propia santidad.
San Alfonso muere el 1 de agosto de 1787, a la edad de 90 años. El Papa
Gregorio XVI lo declara Santo en 1839. El Papa Pío IX lo declara Doctor de la
Iglesia en 1875.
Las Glorias
de María

Dichoso el que se
aferra con amor y confianza a estas dos áncoras de salvación, quiero decir a
Jesús y a María; ciertamente que no se perderá.
Digamos, pues, de
corazón juntos, lector mío: “Jesús y María, mis dulcísimos amores, por vosotros
padezca, por vosotros muera; que sea todo vuestro y nada mío”. Amemos a Jesús y
a María y hagámonos santos, que no hay mayor dicha que podamos esperar y
obtener de Dios.
Reflexiones de San María de Ligorio sobre el Santísimo nombre de María
1. María, nombre santo
El augusto nombre de
María, dado a la Madre de Dios, no fue cosa terrenal, ni inventado por la mente
humana o elegido por decisión humana, como sucede con todos los demás nombres
que se imponen. Este nombre fue elegido por el cielo y se le impuso por divina
disposición, como lo atestiguan san Jerónimo, san Epifanio, san Antonino y
otros. “Del Tesoro de la divinidad –dice Ricardo de San Lorenzo– salió el
nombre de María”. De él salió tu excelso nombre; porque las tres divinas
personas, prosigue diciendo, te dieron ese nombre, superior a cualquier nombre,
fuera del nombre de tu Hijo, y lo enriquecieron con tan grande poder y
majestad, que al ser pronunciado tu nombre, quieren que, por reverenciarlo,
todos doblen la rodilla, en el cielo, en la tierra y en el infierno. Pero entre
otras prerrogativas que el Señor concedió al nombre de María, veamos cuán dulce
lo ha hecho para los siervos de esta santísima Señora, tanto durante la vida
como en la hora de la muerte.
2. María, nombre lleno de dulzura
En cuanto a lo
primero, durante la vida, “el santo nombre de María –dice el monje Honorio–
está lleno de divina dulzura”. De modo que el glorioso san Antonio de Papua,
reconocía en el nombre de María la misma dulzura que san Bernardo en el nombre
de Jesús. “El nombre de Jesús”, decía éste; “el nombre de María”, decía aquél,
“es alegría para el corazón, miel en los labios y melodía para el oído de sus
devotos”. Se cuenta del V. Juvenal Ancina, obispo de Saluzzo, que al pronunciar
el nombre de María experimentaba una dulzura sensible tan grande, que se
relamía los labios. También se refiere que una señora en la ciudad de colonia
le dijo al obispo Marsilio que cuando pronunciaba el nombre de María, sentía un
sabor más dulce que el de la miel. Y, tomando el obispo la misma costumbre,
también experimentó la misma dulzura. Se lee en el Cantar de los Cantares que,
en la Asunción de María, los ángeles preguntaron por tres veces: “¿Quién es
ésta que sube del desierto como columnita de humo? ¿Quién es ésta que va
subiendo cual aurora naciente? ¿Quién es ésta que sube del desierto rebosando
en delicias?” (Ct 3, 6; 6, 9; 8, 5). Pregunta Ricardo de San Lorenzo: “¿Por qué
los ángeles preguntan tantas veces el nombre de esta Reina?” Y él mismo
responde: “Era tan dulce para los ángeles oír pronunciar el nombre de María,
que por eso hacen tantas preguntas”.
Pero no quiero
hablar de esta dulzura sensible, porque no se concede a todos de manera
ordinaria; quiero hablar de la dulzura saludable, consuelo, amor, alegría,
confianza y fortaleza que da este nombre de María a los que lo pronuncian con
fervor.
3. María, nombre que alegra e inspira amor
Dice el abad Francón
que, después del sagrado nombre de Jesús, el nombre de María es tan rico de
bienes, que ni en la tierra ni en el cielo resuena ningún nombre del que las
almas devotas reciban tanta gracia de esperanza y de dulzura. El nombre de
María –prosigue diciendo– contiene en sí un no sé qué de admirable, de dulce y
de divino, que cuando es conveniente para los corazones que lo aman, produce en
ellos un aroma de santa suavidad. Y la maravilla de este nombre –concluye el
mismo autor– consiste en que aunque lo oigan mil veces los que aman a María,
siempre les suena como nuevo, experimentando siempre la misma dulzura al oírlo
pronunciar.
Hablando también de
esta dulzura el B. Enrique Susón, decía que nombrando a María, sentía elevarse
su confianza e inflamarse en amor con tanta dicha, que entre el gozo y las
lágrimas, mientras pronunciaba el nombre amado, sentía como si se le fuera a
salir del pecho el corazón; y decía que este nombre se le derretía en el alma
como panal de miel. Por eso exclamaba: “¡Oh nombre suavísimo! Oh María ¿cómo
serás tú misma si tu solo nombre es amable y gracioso!”. Contemplando a su
buena Madre el enamorado san Bernardo le dice con ternura: “¡Oh excelsa, oh
piadosa, oh digna de toda alabanza Santísima Virgen María, tu nombre es tan
dulce y amable, que no se puede nombrar sin que el que lo nombra no se inflame
de amor a ti y a Dios; y sólo con pensar en él, los que te aman se sienten más
consolados y más inflamados en ansias de amarte”. Dice Ricardo de San Lorenzo:
“Si las riquezas consuelan a los pobres porque les sacan de la miseria, cuánto
más tu nombre, oh María, mucho mejor que las riquezas de la tierra, nos alivia
de las tristezas de la vida presente”.
Tu nombre, oh Madre
de Dios –como dice san Metodio– está lleno de gracias y de bendiciones divinas.
De modo que –como dice san Buenaventura– no se puede pronunciar tu nombre sin
que aporte alguna gracia al que devotamente lo invoca. Búsquese un corazón
empedernido lo más que se pueda imaginar y del todo desesperado; si éste te
nombra, oh benignísima Virgen, es tal el poder de tu nombre –dice el Idiota–
que él ablandará su dureza, porque eres la que conforta a los pecadores con la
esperanza del perdón y de la gracia. Tu dulcísimo nombre –le dice san Ambrosio–
es ungüento perfumado con aroma de gracia divina. Y el santo le ruega a la
Madre de Dios diciéndole: “Descienda a lo íntimo de nuestras almas este
ungüento de salvación”. Que es como decir: Haz Señora, que nos acordemos de
nombrarte con frecuencia, llenos de amor y confianza, ya que nombrarte así es
señal o de que ya se posee la gracia de Dios, o de que pronto se ha de
recobrar.
Sí, porque recordar
tu nombre, María, consuela al afligido, pone en camino de salvación al que de
él se había apartado, y conforta a los pecadores para que no se entreguen a la
desesperación; así piensa Landolfo de Sajonia. Y dice el P. Pelbarto que como
Jesucristo con sus cinco llagas ha aportado al mundo el remedio de sus males,
así, de modo parecido, María, con su nombre santísimo compuesto de cinco
letras, confiere todos los días el perdón a los pecadores.
4. María, nombre que da fortaleza
Por eso, en los
Sagrados cantares, el santo nombre de María es comparado al óleo: “Como aceite
derramado es tu nombre” (Ct 1, 2). Comenta así este pasaje el B. Alano: “Su
nombre glorioso es comparado al aceite derramado porque, así como el aceite
sana a los enfermos, esparce fragancia, y alimenta la lámpara, así también el
nombre de María, sana a los pecadores, recrea el corazón y lo inflama en el
divino amor”. Por lo cual Ricardo de San Lorenzo anima a los pecadores a
recurrir a este sublime nombre, porque eso sólo bastará para curarlos de todos
sus males, pues no hay enfermedad tan maligna que no ceda al instante ante el
poder del nombre de María”.
Por el contrario los
demonios, afirma Tomás de Kempis, temen de tal manera a la Reina del cielo, que
al oír su nombre, huyen de aquel que lo nombra como de fuego que los abrasara.
La misma Virgen reveló a santa Brígida, que no hay pecador tan frío en el
divino amor, que invocando su santo nombre con propósito de convertirse, no
consiga que el demonio se aleje de él al instante. Y otra vez le declaró que
todos los demonios sienten tal respeto y pavor a su nombre que en cuanto lo
oyen pronunciar al punto sueltan al alma que tenían aprisionada entre sus
garras.
Y así como se alejan
de los pecadores los ángeles rebeldes al oír invocar el nombre de María, lo
mismo –dijo la Señora a santa Brígida– acuden numerosos los ángeles buenos a
las almas justas que devotamente la invocan.
Atestigua san Germán
que como el respirar es señal de vida, así invocar con frecuencia el nombre de
María es señal o de que se vive en gracia de Dios o de que pronto se
conseguirá; porque este nombre poderoso tiene fuerza para conseguir la vida de
la gracia a quien devotamente lo invoca. En suma, este admirable nombre, añade
Ricardo de San Lorenzo es, como torre fortísima en que se verán libres de la
muerte eterna, los pecadores que en él se refugien; por muy perdidos que
hubieran sido, con ese nombre se verán defendidos y salvados.
Torre defensiva que
no sólo libra a los pecadores del castigo, sino que defiende también a los
justos de los asaltos del infierno. Así lo asegura el mismo Ricardo, que
después del nombre de Jesús, no hay nombre que tanto ayude y que tanto sirva
para la salvación de los hombres, como este incomparable nombre de María. Es
cosa sabida y lo experimentan a diario los devotos de María, que este nombre
formidable da fuerza para vencer todas las tentaciones contra la castidad.
Reflexiona el mismo autor considerando las palabras del Evangelio: “Y el nombre
de la Virgen era María” (Lc 1, 27), y dice que estos dos nombres de María y de
Virgen los pone el Evangelista juntos, para que entendamos que el nombre de
esta Virgen purísima no está nunca disociado de la castidad. Y añade san Pedro
Crisólogo, que el nombre de María es indicio de castidad; queriendo decir que
quien duda si habrá pecado en las tentaciones impuras, si recuerda haber
invocado el nombre de María, tiene una señal cierta de no haber quebrantado la
castidad.
5. María, nombre de bendición
Así que,
aprovechemos siempre el hermoso consejo de san Bernardo: “En los peligros, en
las angustias, en las dudas, invoca a María. Que no se te caiga de los labios,
que no se te quite del corazón”. En todos los peligros de perder la gracia
divina, pensemos en María, invoquemos a María junto con el nombre de Jesús, que
siempre han de ir estos nombres inseparablemente unidos. No se aparten jamás de
nuestro corazón y de nuestros labios estos nombres tan dulces y poderosos,
porque estos nombres nos darán la fuerza para no ceder nunca jamás ante las
tentaciones y para vencerlas todas. Son maravillosas las gracias prometidas por
Jesucristo a los devotos del nombre de María, como lo dio a entender a santa
Brígida hablando con su Madre santísima, revelándole que quien invoque el
nombre de María con confianza y propósito de la enmienda, recibirá estas
gracias especiales: un perfecto dolor de sus pecados, expiarlos cual conviene,
la fortaleza para alcanzar la perfección y al fin la gloria del paraíso.
Porque, añadió el divino Salvador, son para mí tan dulces y queridas tus
palabras, oh María, que no puedo negarte lo que me pides.
En suma, llega a
decir san Efrén, que el nombre de María es la llave que abre la puerta del
cielo a quien lo invoca con devoción. Por eso tiene razón san Buenaventura al
llamar a María “salvación de todos los que la invocan”, como si fuera lo mismo
invocar el nombre de María que obtener la salvación eterna. También dice
Ricardo de San Lorenzo que invocar este santo y dulce nombre lleva a conseguir
gracias sobreabundantes en esta vida y una gloria sublime en la otra. Por
tanto, concluye Tomás de Kempis: “Si buscáis, hermanos míos, ser consolados en
todos vuestros trabajos, recurrid a María, invocad a María, obsequiad a María,
encomendaos a María. Disfrutad con María, llorad con María, caminad con María,
y con María buscad a Jesús. Finalmente desead vivir y morir con Jesús y María.
Haciéndolo así siempre iréis adelante en los caminos del Señor, ya que María,
gustosa rezará por vosotros, y el Hijo ciertamente atenderá a la Madre”.
6. María, nombre consolador
Muy dulce es para
sus devotos, durante la vida, el santísimo nombre de María, por las gracias
supremas que les obtiene, como hemos vitos. Pero más consolador les resultará
en la hora de la muerte, por la suave y santa muerte que les otorgará. El P.
Sergio Caputo, jesuita, exhortaba a todos los que asistieran a un moribundo,
que pronunciasen con frecuencia el nombre de María, dando como razón que este
nombre de vida y esperanza, sólo con pronunciarlo en la hora de la muerte,
basta para dispersar a los enemigos y para confortar al enfermo en todas sus
angustias. De modo parecido, san Camilo de Lelis, recomendaba muy
encarecidamente a sus religiosos que ayudasen a los moribundos con frecuencia a
invocar los nombres de Jesús y de María como él mismo siempre lo había
practicado; y mucho mejor lo practicó consigo mismo en la hora de la muerte,
como se refiere en su biografía; repetía con tanta dulzura los nombres, tan
amados por él, de Jesús y de María, que inflamaba en amor a todos los que le
escuchaban. Y finalmente, con los ojos fijos en aquellas adoradas imágenes, con
los brazos en cruz, pronunciando por última vez los dulcísimos nombres de Jesús
y de María, expiró el santo con una paz celestial. Y es que esta breve oración,
la de invocar los nombres de Jesús y de María, dice Tomás de Kempis, cuanto es
fácil retenerla en la memoria, es agradable para meditar y fuerte para proteger
al que la utiliza, contra todos los enemigos de su salvación.
7. María, nombre de buenaventura
¡Dichoso –decía san
Buenaventura– el que ama tu dulce nombre, oh Madre de Dios! Es tan glorioso y
admirable tu nombre, que todos los que se acuerdan de invocarlo en la hora de
la muerte, no temen los asaltos de todo el infierno.
Quién tuviera la
dicha de morir como murió fray Fulgencio de Ascoli, capuchino, que expiró
cantando: “Oh María, oh María, la criatura más hermosa; quiero ir al cielo en
tu compañía”. O como murió el B. Enrique, cisterciense, del que cuentan los
anales de su Orden que murió pronunciando el dulcísimo nombre de María.
Roguemos pues, mi
devoto lector, roguemos a Dios nos conceda esta gracia, que en la hora de la
muerte, la última palabra que pronunciemos sea el nombre de María, como lo
deseaba y pedía san Germán. ¡Oh muerte dulce, muerte segura, si está protegida
y acompañada con este nombre salvador que Dios concede que lo pronuncien los
que se salvan! ¡Oh mi dulce Madre y Señora, te amo con todo mi corazón! Y
porque te amo, amo también tu santo nombre. Propongo y espero con tu ayuda invocarlo
siempre durante la vida y en la hora de la muerte. Concluyamos con esta tierna
plegaria de san Buenaventura: “Para gloria de tu nombre, cuando mi alma esté
para salir de este mundo, ven tú misma a mi encuentro, Señora benditísima, y
recíbela”. No desdeñes, oh María –sigamos rezando con el santo– de venir a
consolarme con tu dulce presencia. Sé mi escala y camino del paraíso. Concédele
la gracia del perdón y del descanso eterno. Y termina el santo diciendo: “Oh
María, abogada nuestra, a ti te corresponde defender a tus devotos y tomar a tu
cuidado su causa ante el tribunal de Jesucristo”.
Texto tomado del
libro "Las glorias de María" de San Alfonso María de Ligorio
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