María de los Ángeles

Santa María de los Ángeles

Fiesta el 2 de Agosto.

(BASILICA DE SANTA MARIA DEGLI ANGELI. ASIS, ITALIA)
Conocida también como: porciúncula (pequeña porción)


Historia de la Porciúncula

A 5 km de Asís, Italia, en el valle, se encuentra Santa María de los Angeles, hermosa basílica construida sobre LA PORCIUNCULA

La pequeña capilla de la Porciúncula fue donde San Francisco fundó la Orden de los Frailes Menores en el 1209, confiándola a la protección de la Virgen Madre de Cristo, a quien le ha sido dedicada la iglesia.
Recibió de los Benedictinos la capilla para hacerlos centro de su comunidad.

Aquí vivió San Francisco con sus primeros hermanos.

El 28 de marzo de 1211 Clara de Favarone de Offreduccio, recibió aquí el hábito religioso de manos de San Francisco, dando inicio a la Orden de las Damas Pobres (Clarisas).

En el 1216, en una visión, Francisco obtuvo de mismo Jesús la indulgencia conocida como "la indulgencia de al Porciúncula" o "el Perdón de Asís", la cual fue aprobada por el papa Honorio III.

Aquí san Francisco reunía cada año a sus frailes en los capítulos (reuniones generales).
Aquí murió san Francisco.


Entre las reliquias que se encuentran en Santa María de los Ángeles:
- el cordón de San Francisco,
-la estatua del santo con las palomas que siempre allí anidan,
-las rosas sin espinas fruto del milagro cuando el santo se tiró sobre ellas para rechazar una tentación,
- la capilla de las lágrimas donde San Francisco rezaba por la Pasión de Cristo y por los pecadores...

LA PORCIÚNCULA (Santa María de los Angeles) y EL PERDON DE ASIS (indulgencia de la Porciúncula) 

En una noche de Julio del año 1216, un fraile oraba fervientemente en su pequeña cueva del bosque. Pedía a Dios la virtud de la humildad. Le llamaban hermano Francisco y, aunque tenía 34 años, ya era conocido y amado por miles de personas. Doce años más tarde y solo 22 meses después de su muerte, la Santa Madre Iglesia lo proclamaría santo. Pero el "poverelo" se consideró siempre el jefe de los pecadores. En el silencio de la noche, imploraba a Dios todopoderoso que tuviese misericordia de los pobres pecadores, recordando las palabras del Señor: "a menos que hagan penitencia, todos perecerán". Pensaba en su propia juventud, solo doce años antes había sido inquieto, frívolo, ambicioso, mujeriego, y por último, soldado. Difícilmente le daba algún momento de su atención a Dios.

Aquella noche el Señor le dijo al poverelo: "Francisco, ¿quién puede hacerte mayor bien, el amo o el siervo?" Francisco guardó esta lección a su corazón y decidió poner de primero lo primero. Le preguntó al amo como podría servirle, y Jesús, el amado salvador que abrazó la agonía de la cruz por todos los hombres, le miró con ternura y afecto y le dijo: "Repara mi Iglesia". Desde entonces, cuando Francisco pensaba en lo delicado, bueno, y amoroso que era Jesús, rompía en llanto y exclamaba: "¡El amor no es amado!".

Primero Francisco tomó las palabras del Señor literalmente y con gozo reparó la capilla donde había recibido la visión del Señor. Después bajó al bosque en el valle de Asís y reparó la vieja capilla de Nuestra Señora de los Ángeles, llamada Porciúncula (pequeña porción). Por su devoción a la Santísima Virgen y por su reverencia a los ángeles, tomó la porciúncula como lugar de vivienda. Los campesinos insistían que ellos muchas veces escuchaban ángeles cantando en la Porciúncula. Ahí fue donde los primeros hermanos se unieron a Él, en la vida nueva de santa pobreza, trabajo manual, cuidando a los leprosos, mendigando y predicando el amor de Cristo. Siendo los benedictinos propietarios de aquel lugar, Francisco pagaba como renta anual una canasta de pescado.

Oprimido por el pensamiento de ser indigno ante la misión de fundar la orden religiosa, subió a una cueva en las montañas. Ahí, durante una tormenta se echó al piso y, con una perfecta constricción, rogó a su Salvador que le perdonara los pecados de su vida pasada. En la angustia de su alma el gritaba: "¿Quién eres tu mi querido Señor y Dios, y quien soy yo vuestro miserable gusano de siervo? Mi querido Señor quiero amarte. Mi Señor y mi Dios, te entrego mi corazón y mi cuerpo y yo quisiera, si tan solo supiera como, hacer más por amor a ti!. Repetía: "Señor ten misericordia de mí que soy un pobre pecador."

Luego, una dulce y gentil paz, la maravillosa paz del Señor llegó a su pura y penitente alma y le dijo: "Francisco, tus pecados has sido borrados." Desde entonces, por la gratitud que sentía, ardía en un deseo apasionado de obtener el mismo favor celestial por todos los pecadores arrepentidos. Y por eso oraba y pedía fervientemente esa noche en la cueva del bosque.

De repente el sintió un impulso irresistible de ir a la pequeña Iglesia, la Porciúncula. En cuanto entró, como siempre, se arrodillo, inclinó su cabeza y dijo esta oración: "Te alabamos, Señor Jesucristo, en todas las iglesias del mundo entero. Y te bendecimos porque por tu santa cruz redimiste al mundo." Luego al alzar su mirada, en su asombro Francisco vio una luz brillante arriba del pequeño altar y en unos rayos misteriosos el vio al Señor con su Santísima Madre con muchos ángeles.

Con pleno gozo y profunda reverencia, Francisco se postró en el piso ante esta gloriosa visión y Jesús le dijo: "Francisco pide lo que quieras para la salvación de los hombres". Sobrecogido al escuchar estas palabras inesperadas y consumido por un amor angelical por su misericordioso Salvador y por su Santísima Madre, Francisco exclamo: "Aunque yo soy un miserable pecador, yo te ruego querido Jesús, que le des esta gracia a la humanidad: dale a cada uno de los que vengan a esta Iglesia con verdadera constricción y confiesen sus pecados, el perdón completo e indulgencias de todos sus pecados".

Viendo que el Señor se mantenía en silencio, Francisco se dirigió con un confiado amor a María, refugio de los pecadores, y le suplicó: "Te ruego, a Ti, Santísima Madre, la abogada de la raza humana, que intercedas conmigo, por esta petición".
Entonces Jesús miro a María, y Francisco se alegró al ver a Ella sonreír a su Divino Hijo, como que si dijera: "por favor, concedele a Francisco lo que te pide, ya que esa petición me hace feliz a mí".

Inmediatamente Nuestro Señor le dijo a Francisco: "Te concedo lo que pides, pero debes de ir a mi Vicario, el Papa, y pídele que apruebe esta indulgencia". La visión, entonces, se desvaneció dejando a Francisco en el piso de la capilla, llorando de alegría, con profundo amor y agradecimiento.

Temprano en la mañana, Francisco salió con el Hermano Maceo, a la cercana ciudad de Perugia, donde un nuevo Papa había sido electo, Honorio III. En el camino, Francisco empezó a preocuparse, ya que iba a pedirle al Papa, un privilegio muy grande para una capilla desconocida. Ese tipo de indulgencia solo se le había concedido a la tumba de Cristo, a la de San Pedro y San Pablo y a los que participaban en las cruzadas. Entonces Francisco oró arduamente a Nuestra Señora de los Ángeles.

Cuando llegó el turno de hablar con el Papa, Francisco se dirigió con gran humildad: "Su santidad, unos años atrás reparé una pequeña Iglesia en honor a la Santísima Virgen. Le suplico le conceda recibir indulgencias, pero sin tener que dar ninguna ofrenda" (Francisco pensaba en los pobres).

-El Papa replicó: "No es muy razonable lo que pides, pues quien desea una indulgencia debe hacer un sacrificio. Pero, bueno, ¿de cuántos años quieres que sea esta indulgencia?
-Francisco respondió: "¿Santo Padre, podría usted no darle años específicos, sino almas?”
-¿Qué significa eso de almas, Francisco?

Ahora Francisco tuvo que elevar una oración ferviente a Nuestra Señora, ya que debía explicarle al Papa lo que significaba su petición. Con mucha humildad pero con firmeza hizo su extraordinaria petición, la que ha sido conocida como la indulgencia de la Porciúncula.

-"Yo deseo, si le parece a su Santidad, por las gracias que Dios concede en esa pequeña Iglesia, que todo el que entre en ella, habiéndose arrepentido sinceramente, confesado y habiendo recibido la absolución, que se le borren todos los pecados y las penas temporales de ellos en este mundo y en el purgatorio, desde el día de su Bautismo hasta la hora en que entren en esa iglesia."

Impresionado por esta firme y sincera petición, el Papa exclamo: "Estas pidiendo algo muy grande Francisco, ya que no es la costumbre de la Corte Romana conceder ese tipo de indulgencia"

Reconociendo que esta oportunidad de traer gracias a la humanidad, podía desvanecerse en aquel instante, Francisco añadió con fervor y vehemencia, y con una serenidad devastadora: "Reverendísimo Santo Padre, yo no le pido esto por mí mismo, lo pido en nombre de Aquel que me ha enviado, Nuestro Señor Jesucristo".


En ese momento el Papa recordó que su gran predecesor Inocencio III, estaba convencido que Cristo se le aparecía y guiaba de manera especial a este pequeño y santo poverelo. Movido, por el Espíritu Santo, el vicario de Cristo solemnemente declaró tres veces: es mi deseo que se te sea concedida tu petición. Pero los cardenales que estaban presente al escuchar esta innovación revolucionaria, protestaron y reclamaron al Papa que esta rica y nueva indulgencia debilitaría las cruzadas. En términos fuertísimos le exigieron que la cancelara. Pero el Papa les dijo, "yo no cancelo lo que he concedido". -"Entonces restríngela lo mas posible".

El Santo Padre llamó a Francisco y le dijo: "nosotros te concedemos esta indulgencia y debe ser válida perpetuamente, pero solo en un día cada año, desde las vísperas, a través de la noche, hasta las vísperas del siguiente día."

Francisco sumisamente bajo la cabeza y después de agradecer al Papa, se levantó y comenzó a salir. Pero el Papa le llamo: "¿A dónde vas, tu pequeño poverelo? No tienes garantía sobre esta indulgencia". Francisco se volvió hacia él y con su simpática y confiada sonrisa le dijo: "Santo Padre su Palabra es suficiente para mí, si esta es la obra de Dios es El quien hará su obra manifiesta. No necesito ningún otro documento. La Santísima Virgen María habrá de ser la garantía, Cristo el notario, y los ángeles los testigos." (Recordando la visión)

Francisco escucho estas palabras en su oración: "Francisco quiero que sepas que esta indulgencia, que ha sido concedida a ti en la tierra, ha sido confirmada en el cielo". Con gran gozo compartió esta revelación al hno. Maceo, y juntos aligeraron el paso para ir a darle gracias a Nuestra Señora de los Ángeles en la Porciúncula.

Para la solemne inauguración de este perdón en la Porciúncula, Francisco escogió Agosto 2, porque fue el primer aniversario de la consagración de esta santa capilla, y porque Agosto 1, era la fiesta de la liberación de San Pedro de las cadenas que tenía en la cárcel (Agosto 2, es el día de Nuestra Señora de los Ángeles).

En presencia de los obispos de Asís, Perugia, Todi, Spoleto, Gubbio, Nocera y Foligno, anunció Francisco a la multitud la gran noticia: «Quiero mandaros a todos al paraíso anunciándoos la indulgencia que me ha sido otorgada por el Papa Honorio. Sabed, pues, que todos los aquí presentes, como también cuantos vinieren a orar en esta iglesia, obtendrán la remisión de todos sus pecados».

Jesús y María confirmaron su aprobación del Gran Perdón de la Porciúncula. Una vez a un santo fraile franciscano, Beato Conrado de Ofida, la Virgen Santísima se le apareció envuelta en un rayo de luz, con el niño Jesús en sus brazos, en la puerta de la Porciúncula. El niño bendecía a todos los peregrinos que entraban en la capilla de su Madre para adquirir el perdón de los pecados.

Más tarde los obispos de Asís y otros Papas promulgaron documentos confirmando "El gran Perdón de la Porciúncula". La pequeña iglesia dedicada a la Santísima Virgen se convirtió en uno de los más famosos santuarios de peregrinación de toda Europa. Más tarde Gregorio XV hizo extensivo el jubileo de la Porciúncula a todas las Iglesias Franciscanas del mundo.  En 1921, el Papa Benedicto XV canceló la restricción de manera que se pueda obtener indulgencias cualquier día. Según el decreto de la Penitenciaría Apostólica del 15 de julio de 1988 («Portiuncolae sacrae aedes»), se puede ganar la indulgencia en La Porciúncula durante todo el año, una sola vez al día. Cada año una multitud de fieles acude allí para recibir el «Perdón de Asís» también llamado «Indulgencia de la Porciúncula». Sin embargo, a partir de

Condiciones para obtener la indulgencia
El Perdón de Asís se puede obtener para uno mismo o por los difuntos. Las condiciones son las prescritas para las indulgencias plenarias.
1) Visita al Santuario con la recitación de un Padrenuestro y un Credo
2) Confesión sacramental y Santa Comunión
3) Rezar según las intenciones del Sumo Pontífice.

Los peregrinos pueden obtener la indulgencia todos los días del año. 

ORACIÓN A NUESTRA SEÑORA DE LOS ÁNGELES

Oh Soberana Reina de los Ángeles,
Madre amorosísima que te dignaste escoger a nuestra amada Patria para que fuera el trono de tus misericordias, te damos gracias por los innumerables beneficios recibidos de tu intercesión poderosa y te suplicamos que nos protejas en todos los momentos de nuestra vida, sobre todo cuando nos aflijan las preocupaciones; a esa hora, Oh Virgen y Madre de Dios, haz valer tus prerrogativas de Reina y de Madre ante la Santísima Trinidad; socórrenos desde el cielo con amor de Madre y con esplendidez de Reina. Vela por nuestra amada patria, Oh Reina Soberana de los Ángeles y sálvala por amor a Cristo, Nuestro Rey y Señor.

AMEN.


El Perdón de Asís
2 de Agosto

Hacia el año 1226, un hombre sencillo llamado Francisco fue a encontrar al Papa Honorio III y pidió un privilegio especial para ayudar a los hombres a alcanzar su salvación. Este es el origen de la Indulgencia de la Porciúncula, también conocida como "El Perdón de Asís"


El perdón de Asís también es conocido como la indulgencia de la Porciúncula. Francisco, en julio de 1216, orando en la Porciúncula de Asís, pide a Jesús un perdón general para todos los que vendrán a rezar en esa capilla dedicada a la Virgen. Él quiere la salvación de todos. Y el 2 de agosto anuncia a todos los fieles que se han reunido esta indulgencia en el nombre de Jesús y aprobada por el Papa, diciendo: Hermanos, quiero enviarlos a todos ustedes al paraíso.
El Perdón de Asís
La concesión de la Indulgencia de la Porciúncula (o el “Perdón de Asís”) fue otorgada en 1216, cuando San Francisco partió para Perusa junto al hermano Maseo para ver al papa Honorio III, luego que la noche anterior Cristo y la Virgen, rodeados de ángeles, se le habían aparecido en la capilla de Santa María de los Ángeles en Asís.

En esta aparición, el santo le pidió al Señor le concediese una indulgencia a cuantos visitasen la iglesia dedicada a la Virgen bajo la advocación de María de los Ángeles. El Señor aceptó y le ordenó que se dirigiese a Perusa, para obtener del Papa el favor deseado. El Santo Padre concedió la gracia.

En 1966 el papa Pablo VI publicó la Carta Apostólica "Sacrosancta Portiunculae Ecclesia" con ocasión del 750º aniversario de la concesión de la indulgencia de la Porciúncula, donde expresó que "la institución de esta indulgencia sea celebrado de manera que verdaderamente la Porciúncula sea aquel lugar santo donde se consigue el perdón total y se hace estable la paz con Dios".

Además refiriéndose a las peregrinaciones que los fieles realizan hacia el lugar, indicó que "quiera Dios que la peregrinación, transmitida durante siglos, a la iglesia de la Porciúncula, que nuestro mismo predecesor Juan XXIII emprendió con ánimo piadoso, no termine sino que más bien crezca continuamente la multitud de los fieles que acuden aquí al encuentro con Cristo rico en misericordia y con su Madre, que intercede siempre ante él".

La pequeña iglesia conocida como Porciúncula que San Francisco de Asís dedicó a Santa María de los Ángeles, se encuentra dentro de la gran basílica que lleva el mismo nombre de esta advocación mariana. La basílica data de los siglos XVI y XVII.

Esta iglesia fue la segunda morada del santo y de sus primeros hermanos, así como el lugar donde la tarde del 3 de octubre de 1226 falleció san Francisco de Asís. Aquí también el Domingo de Ramos de 1211 san Francisco recibió la consagración de Santa Clara, dando origen a las clarisas.




S. S. Benedicto XVI
Ángelus del domingo 2 de agosto de 2009

EL «PERDÓN DE ASÍS»
Queridos hermanos y hermanas, el Año sacerdotal que estamos celebrando constituye una magnífica ocasión para profundizar en el valor de la misión de los presbíteros en la Iglesia y en el mundo. Al respecto nos llegan útiles motivos de reflexión de la memoria de los santos que la Iglesia nos propone diariamente. (...)
Hoy contemplamos en san Francisco de Asís el ardiente amor por la salvación de las almas, que todo sacerdote debe alimentar constantemente: en efecto, hoy se celebra el llamado "Perdón de Asís", que obtuvo del Papa Honorio III en el año 1216, después de haber tenido una visión mientras se hallaba en oración en la pequeña iglesia de la Porciúncula. Apareciéndosele Jesús en su gloria, con la Virgen María a su derecha y muchos ángeles a su alrededor, le dijo que expresara un deseo, y Francisco imploró un "perdón amplio y generoso" para todos aquellos que, "arrepentidos y confesados", visitaran aquella iglesia. Recibida la aprobación pontificia, el santo no esperó ningún documento escrito, sino que corrió a Asís y, al llegar a la Porciúncula, anunció la gran noticia: "Hermanos míos, ¡quiero enviaros a todos al paraíso!". A partir de entonces, desde el mediodía del 1 de agosto hasta la medianoche del 2, se puede lucrar, con las condiciones habituales, la indulgencia plenaria también por los difuntos, visitando una iglesia parroquial o franciscana.



S. S. Pablo VI
Carta Apostólica «Sacrosancta Portiunculae ecclesia»
con ocasión del 750º aniversario de la concesión de la
INDULGENCIA DE LA PORCIÚNCULA (14-VII-1966)
La sacrosanta iglesia de la Porciúncula, que el bienaventurado Francisco de Asís «amó con preferencia a todos los demás lugares del mundo» (LM 2,8), adquirió con el tiempo fama en todo el mundo católico, por el hecho de que allí el seráfico Padre dijo y obró muchas cosas maravillosas, y de un modo especial por el hecho de que fue enriquecida por una singular indulgencia, llamada por eso «Indulgencia de la Porciúncula», que desde hace muchos siglos obtienen quienes visitan piadosamente aquella iglesia.
En estos días en que se celebra el 750º aniversario de la aprobación de aquella indulgencia por parte de Honorio III, la cual, como se cree, fue concedida al mismo San Francisco y que diversos predecesores nuestros confirmaron a lo largo de los siglos, nos es grato dirigirnos a los fieles que, según el uso y costumbre de cuantos nos han precedido, se dirigen a la Porciúncula, resplandeciente por ilustre antigüedad, para reconciliarse de una manera más plena y solícita con el mismo Dios allí donde «aquel que ore con corazón devoto obtendrá lo que pida» (1 Cel 106).
Queremos repetir las palabras que pronunciamos hace poco tiempo atrás, movidos por la solicitud pastoral: «Al reino de Cristo se puede llegar solamente por la metánoia, es decir, por esa íntima y total transformación y renovación de todo el hombre -de todo su sentir, juzgar y disponer- que se lleva a cabo en él a la luz de la santidad y caridad de Dios, santidad y caridad que, en el Hijo, se nos han manifestado y comunicado con plenitud» (Const. apostólica, Paenitemini).
A los mismos fieles que, impulsados por la penitencia, son llevados a alcanzar esta metánoia, por cuyo motivo, después del pecado, ha sido herida aquella santidad con la que fueron revestidos al principio en Cristo en el bautismo, sale al encuentro la Iglesia, que sostiene a los hijos enfermos y débiles con un amor y un socorro semejantes al materno, incluso otorgando las indulgencias.
Pero la indulgencia no es un camino más fácil, mediante el cual podemos evitar la necesaria penitencia de los pecados, sino más bien es un sostén que cada fiel, humildemente consciente de su enfermedad, encuentra en el Cuerpo místico de Cristo, que de una manera concreta «colabora a su conversión con la caridad, el ejemplo y las oraciones» (Const. Lumen Gentium, c. 2, n. 11).
Un ejemplo excelso de semejante penitente y de un alma consciente de la humana enfermedad fue para nosotros el mismo San Francisco, en el cual admiramos tan bien expresado «el hombre nuevo, creado a imagen de Dios en la justicia y en la verdadera santidad» (Ef 4,24). En efecto, él no sólo ofrece un ejemplo validísimo de aquella conversión a Dios y de una vida auténticamente penitente, sino que ordena en su Regla exhortar a los hombres para que «perseveremos en la verdadera fe y penitencia, porque de otro modo nadie se puede salvar» (Rnb 23); así en el comentario al Padre Nuestro, implora de esta manera al Padre que está en los cielos: «Y perdónanos nuestras deudas: por tu inefable misericordia, por la virtud de la pasión de tu amado Hijo y por los méritos e intercesión de la beatísima Virgen y de todos tus elegidos» (ParPN 7).
Con mucha razón se puede creer que esta exhortación de San Francisco así como aquel admirable amor, por el cual fue movido a pedir la indulgencia de la Porciúncula para todos los fieles, haya nacido del deseo de participar a los demás la dulzura de ánimo que él mismo había experimentado después de haber implorado de Dios el perdón de las culpas cometidas. Lo que con dulcísimas palabras narra el principal escritor de la vida de este Hombre seráfico, Tomás de Celano: «En cierta ocasión, admirando la misericordia del Señor en tantos beneficios como le había concedido y deseando que Dios le mostrase cómo habían de proceder en su vida él y los suyos, se retiró a un lugar de oración, según lo hacía muchísimas veces. Como permaneciese allí largo tiempo con temor y temblor ante el Señor de toda la tierra, reflexionado con amargura de alma sobre los años malgastados y repitiendo muchas veces aquellas palabras: "¡Oh Dios, sé propicio a mí, pecador!", comenzó a derramarse poco a poco en lo íntimo de su corazón una indecible alegría e inmensa dulcedumbre. Comenzó también a sentirse fuera de sí; contenidos los sentimientos y ahuyentadas las tinieblas que se habían ido fijando en su corazón por temor al pecado, le fue infundida la certeza del perdón de todos los pecados y se le dio la confianza de que estaba en gracia» (1 Cel 26).
El primer fruto de la penitencia, en efecto, es la conciencia de nuestros pecados: «Si quieres que Dios los ignore, sé tú quien los reconozca. Tu pecado te tenga a ti como juez, no como defensor» (S. Agustín, Sermón 20,2; PL 38, 139).
Transformándonos, pues, en acusadores de nosotros mismos ante la Iglesia, a la que Jesús entregó las llaves del reino de los cielos (cf. Mt 16,19), recibimos la remisión de la culpa y de la pena; sin embargo, no se debe relajar el camino por el que volvemos a Dios. Debemos cargar sobre nosotros el yugo de Cristo y debemos llevar su cruz y desearla mediante una voluntaria expiación; es necesario que demostremos con las buenas obras y, en particular, con los frutos del amor fraterno que nos encaminamos sinceramente hacia la casa del Padre y que estamos insertos más sólidamente y con una nueva razón en el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia.
El fiel penitente que cumple así la renovación del espíritu, como hemos dicho más arriba, no actúa solo; en efecto «quien es redimido del pecado y mondado en el espíritu en fuerza de las oraciones y del llanto de todos, consigue la purificación mediante las obras de todo el pueblo y es lavado por las lágrimas del mismo. Cristo, en efecto, ha concedido a su Iglesia que todos fueran salvados por obra de uno solo» (S. Ambrosio,De poenitentia, 1.15,80; PL 16,469).
La indulgencia que la Iglesia ofrece a los penitentes es manifestación de aquella admirable comunión de los Santos, que por el único vínculo del amor de Cristo une estrechamente de una manera mística a la beatísima Virgen María, a los fieles triunfantes en el cielo, a los que están en el Purgatorio y a los que peregrinan en la tierra. La indulgencia, pues, que se concede por el poder de la Iglesia, disminuye e incluso borra totalmente la pena por la que el hombre de alguna manera está imposibilitado de alcanzar de una manera más estrecha la unión con Dios; por este motivo el fiel penitente en persona encuentra ayuda en esta singular forma de amor eclesial, para dejar el hombre viejo y revestirse de aquel nuevo «que se va renovando hasta alcanzar un conocimiento perfecto, según la imagen de su Creador» (Col 3,10).
Mientras reflexionamos sobre estas cosas, deseamos que el 750º aniversario de la institución de esta indulgencia sea celebrado de manera que verdaderamente la Porciúncula sea aquel lugar santo donde se consigue el perdón total y se hace estable la paz con Dios.
Sabemos bien que a lo largo de los siglos una inmensa multitud de peregrinos se ha dirigido incesantemente a la iglesia de la Porciúncula. Ellos se arriesgaban a emprender viajes largos y fatigosos para que, como en un abrazo de la Reina de los Ángeles, a la que la iglesia y basílica de la Porciúncula está dedicada, sus espíritus pudiesen gozar de la quietud luego que le fueran perdonados sus pecados y para ellos se renovase el don de la gracia divina. Al mismo tiempo sabemos bien que también hoy, y sobre todo con ocasión del aniversario de la solemne dedicación de esta capilla, en que la indulgencia de la Porciúncula se puede ganar en todas las iglesias de la Orden Franciscana, muchos peregrinos llegan a la Porciúncula, para nada movidos por la curiosidad o por el entretenimiento, sino solo para implorar el perdón de los pecados, de modo de poder gozar en el futuro de la familiaridad del Padre celestial. Estos, habiendo llegado como peregrinos, indican de alguna manera que la vida del hombre es una gran peregrinación que por un largo y arduo sendero nos conduce hasta Dios.
Es preciso pues, desear que las peregrinaciones individuales y en grupo que en nuestros días, a causa del gran aumento de los medios de transporte, se hacen más numerosas, no pierdan el espíritu de la piedad y de la penitencia, sino que sean como una auténtica pasión por la religión.
Quiera Dios que la peregrinación, transmitida durante siglos, a la iglesia de la Porciúncula, que Nuestro mismo Predecesor Juan XXIII emprendió con ánimo piadoso, no termine sino que más bien crezca continuamente la multitud de los fieles que acuden aquí al encuentro con Cristo rico en misericordia y con su Madre, que intercede siempre ante él.
Mientras deseamos de corazón que estas cosas puedan realizarse, a ti, hijo dilecto [C. Koser, Vicario general de la OFM], a toda la Familia Franciscana y a todos aquellos que se reunirán en el santuario de la Porciúncula para festejar solemnemente la memoria de este aniversario, impartimos con mucho gusto en el Señor la bendición apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 14 de julio de 1966, cuarto año de nuestro pontificado