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María, Madre de la Iglesia



La Virgen María es la Madre de todos los hombres y especialmente de los miembros del Cuerpo Místico de Cristo, desde que es Madre de Jesús por la Encarnación. Jesús mismo lo confirmó desde la Cruz antes de morir, dándonos a su Madre por madre nuestra en la persona de San Juan, y el discípulo la acogió como Madre; nosotros hemos de tener la misma actitud que el Discípulo Amado. Por eso, la piedad de la Iglesia hacia la Santísima Virgen es un elemento intrínseco del culto cristiano. Vamos cumpliendo así la profecía de la Virgen, que dijo: "Me llamarán Bienaventurada todas las generaciones" (Lc 1,48).

¿Por qué María es Madre de la Iglesia?
María es Madre de la Iglesia porque, al ser Madre de Cristo, es también madre de los fieles y de los pastores de la Iglesia, que forman con Cristo un solo Cuerpo Místico.

¿Por qué llamamos a María Mediadora y Cooperadora de la Redención?
Llamamos a María Mediadora y Cooperadora de la Redención porque, con su caridad maternal y su colaboración en el Sacrificio de Cristo, participó en nuestra reconciliación, que aplica a los hermanos de su Hijo todavía peregrinos con su constante y amorosa intercesión.

¿Qué culto tributa la Iglesia a la Santísima Virgen?
La Iglesia tributa a la Virgen un culto singular que empezó pronto en la Iglesia y que durará siempre, según las palabras proféticas de María: "Me llamarán bienaventurada todas las generaciones". Ese amor que los fieles tributan a María como Madre, procurando amarla como la ama el Señor Jesús, es lo que conocemos como Piedad Filial.
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SOBRE MARÍA Y LA IGLESIA


De los Sermones del Beato Isaac, abad del monasterio de Stella
(Sermón 51: PL 194, 1862-1863. 1865)
El Hijo de Dios es el primogénito entre muchos hermanos. Por naturaleza es Hijo único, por gracia asoció consigo a muchos para que sean uno con él. Pues a cuantos lo recibieron les dio poder de llegar a ser hijos de Dios.

Haciéndose él Hijo del hombre hizo hijos de Dios a muchos. El que es Hijo único asoció consigo, por su amor y su poder, a muchos. Éstos, siendo muchos por su generación según la carne, por la regeneración divina son uno con él.

Cristo es uno, el Cristo total, cabeza y cuerpo. Uno nacido de un único Dios en el cielo y de una única madre en la tierra. Muchos hijos y un solo Hijo. Pues así como la cabeza y los miembros son un Hijo y muchos hijos, así también María y la Iglesia son una madre y muchas, una virgen y muchas.

Ambas son madres, ambas son vírgenes; ambas conciben virginal mente del Espíritu Santo. Ambas dan a luz, para Dios Padre, una descendencia sin pecado. María dio a luz a la cabeza sin pecado del cuerpo; la Iglesia da a luz por el perdón de los pecados al cuerpo de esa cabeza. Ambas son madres de Cristo, pero ninguna de las dos puede, sin la otra, dar a luz al Cristo total.

Por eso, en las Escrituras divinamente inspiradas, lo que se entiende en general de la Iglesia, virgen y madre, se entiende en particular de la virgen María; y lo que se entiende de modo especial de María, virgen y madre, se entiende de modo general de la Iglesia, virgen y madre. Y, cuando los textos hablan de una u otra, dichos textos pueden aplicarse indiferentemente a las dos.

También se puede decir que cada alma fiel es esposa del Verbo de Dios, madre de Cristo, hija y hermana, virgen y madre fecunda. Todo lo cual la misma Sabiduría de Dios, que es la Palabra del Padre, lo dice universalmente de la Iglesia, de modo especial de la Virgen María, e individualmente de cada alma fiel.

Por eso dice: Habitaré en la heredad del Señor. La heredad del Señor en su significado universal es la Iglesia, en su significado especial es la Virgen María y en su significado individual es también cada alma fiel. Cristo permaneció nueve meses en el seno de María; permanecerá en el tabernáculo de la fe de la Iglesia hasta la consumación de los siglos; y en el conocimiento y en el amor del alma fiel por los siglos de los siglos.
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Papa Pablo VI - 1974
LA VIRGEN MODELO DE LA IGLESIA EN EL EJERCICIO DEL CULTO
16. Queremos ahora, siguiendo algunas indicaciones de la doctrina conciliar sobre María y la Iglesia, profundizar un aspecto particular de las relaciones entre María y la Liturgia, es decir: María como ejemplo de la actitud espiritual con que la Iglesia celebra y vive los divinos misterios. La ejemplaridad de la Santísima Virgen en este campo dimana del hecho que ella es reconocida como modelo extraordinario de la Iglesia en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo (43) esto es, de aquella disposición interior con que la Iglesia, Esposa amadísima, estrechamente asociada a su Señor, lo invoca y por su medio rinde culto al Padre Eterno (44).

17. María es la «Virgen oyente», que acoge con fe la palabra de Dios: fe, que para ella fue premisa y camino hacia la Maternidad divina, porque, como intuyó S. Agustín: «la bienaventurada Virgen María concibió creyendo al (Jesús) que dio a luz creyendo» (45); en efecto, cuando recibió del Ángel la respuesta a su duda (cf. Lc 1,34-37) «Ella, llena de fe, y concibiendo a Cristo en su mente antes que en su seno», dijo: «he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38) (46); fe, que fue para ella causa de bienaventuranza y seguridad en el cumplimiento de la palabra del Señor» (Lc 1, 45): fe, con la que Ella, protagonista y testigo singular de la Encarnación, volvía sobre los acontecimientos de la infancia de Cristo, confrontándolos entre sí en lo hondo de su corazón (Cf. Lc 2, 19. 51). Esto mismo hace la Iglesia, la cual, sobre todo en la sagrada Liturgia, escucha con fe, acoge, proclama, venera la palabra de Dios, la distribuye a los fieles como pan de vida (47) y escudriña a su luz los signos de los tiempos, interpreta y vive los acontecimientos de la historia.

18. María es, asimismo, la «Virgen orante». Así aparece Ella en la visita a la Madre del Precursor, donde abre su espíritu en expresiones de glorificación a Dios, de humildad, de fe, de esperanza: tal es el «Magnificat» (cf. Lc 1, 46-55), la oración por excelencia de María, el canto de los tiempos mesiánicos, en el que confluyen la exultación del antiguo y del nuevo Israel, porque -como parece sugerir S. Ireneo - en el cántico de María fluyó el regocijo de Abrahán que presentía al Mesías (cf. Jn 8, 56) (48) y resonó, anticipada proféticamente, la voz de la Iglesia: «Saltando de gozo, María proclama proféticamente el nombre de la Iglesia: «Mi alma engrandece al Señor...» » (49). En efecto, el cántico de la Virgen, al difundirse, se ha convertido en oración de toda la Iglesia en todos los tiempos.

«Virgen orante» aparece María en Caná, donde, manifestando al Hijo con delicada súplica una necesidad temporal, obtiene además un efecto de la gracia: que Jesús, realizando el primero de sus «signos», confirme a sus discípulos en la fe en El (cf. Jn 2, 1-12).

También el último trazo biográfico de María nos la describe en oración: los Apóstoles «perseveraban unánimes en la oración, juntamente con las mujeres y con María, Madre de Jesús, y con sus hermanos» (Act 1, 14): presencia orante de María en la Iglesia naciente y en la Iglesia de todo tiempo, porque Ella, asunta al cielo, no ha abandonado su misión de intercesión y salvación (50). «Virgen orante» es también la Iglesia, que cada día presenta al Padre las necesidades de sus hijos, «alaba incesantemente al Señor e intercede por la salvación del mundo» (51).

19. María es también la «Virgen-Madre», es decir, aquella que «por su fe y obediencia engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre, sin contacto con hombre, sino cubierta por la sombra del Espíritu Santo» (52): prodigiosa maternidad constituida por Dios como «tipo» y «ejemplar» de la fecundidad de la Virgen-Iglesia, la cual «se convierte ella misma en Madre, porque con la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos, concebidos por obra del Espíritu Santo, y nacidos de Dios» (53). Justamente los antiguos Padres enseñaron que la Iglesia prolonga en el sacramento del Bautismo la Maternidad virginal de María. Entre sus testimonios nos complacemos en recordar el de nuestro eximio Predecesor San León Magno, quien en una homilía natalicia afirma: «El origen que (Cristo) tomó en el seno de la Virgen, lo ha puesto en la fuente bautismal: ha dado al agua lo que dio a la Madre; en efecto, la virtud del Altísimo y la sombra del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 35), que hizo que María diese a luz al Salvador, hace también que el agua regenere al creyente» (54). Queriendo beber (cf. Lev 12,6-8), un misterio de salvación relativo en las fuentes litúrgicas, podríamos citar la Illatio de la liturgia hispánica: «Ella (María) llevó la Vida en su seno, ésta (la Iglesia) en el bautismo. En los miembros de aquélla se plasmó Cristo, en las aguas bautismales el regenerado se reviste de Cristo» (55).

20. Finalmente, María es la «Virgen oferente». En el episodio de la Presentación de Jesús en el Templo (cf. Lc 2, 22-35), la Iglesia, guiada por el Espíritu, ha vislumbrado, más allá del cumplimiento de las leyes relativas a la oblación del primogénito (cf. Ex 13, 11-16) y de la purificación de la madre (cf. Lev 12, 6-8), un misterio de salvación relativo a la historia salvífica: esto es, ha notado la continuidad de la oferta fundamental que el Verbo encarnado hizo al Padre al entrar en el mundo (cf. Heb 10, 5-7); ha visto proclamado la universalidad de la salvación, porque Simeón, saludando en el Niño la luz que ilumina las gentes y la gloria de Israel (cf. Lc 2, 32), reconocía en El al Mesías, al Salvador de todos; ha comprendido la referencia profética a la pasión de Cristo: que las palabras de Simeón, las cuales unían en un solo vaticinio al Hijo, «signo de contradicción», (Lc 2, 34), y a la Madre, a quien la espada habría de traspasar el alma (cf. Lc 2, 35), se cumplieron sobre el calvario. Misterio de salvación, pues, que el episodio de la Presentación en el Templo orienta en sus varios aspectos hacia el acontecimiento salvífico de la cruz. Pero la misma Iglesia, sobre todo a partir de los siglos de la Edad Media, ha percibido en el corazón de la Virgen que lleva al Niño a Jerusalén para presentarlo al Señor (cf. Lc 2, 22), una voluntad de oblación que trascendía el significado ordinario del rito. De dicha intuición encontramos un testimonio en el afectuoso apóstrofe de S. Bernardo: «Ofrece tu Hijo, Virgen sagrada, y presenta al Señor el fruto bendito de tu vientre. Ofrece por la reconciliación de todos nosotros la víctima santa, agradable a Dios» (56).
Esta unión de la Madre con el Hijo en la obra de la redención (57) alcanza su culminación en el calvario, donde Cristo «a si mismo se ofreció inmaculado a Dios» (Heb 9, 14) y donde María estuvo junto a la cruz (cf. Jn 19, 15) «sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con ánimo materno a su sacrificio, adhiriéndose con ánimo materno a su sacrificio, adhiriéndose amorosamente a la inmolación de la Víctima por Ella engendrada» (58) y ofreciéndola Ella misma al Padre Eterno (59). Para perpetuar en los siglos el Sacrificio de la Cruz, el Salvador instituyó el Sacrificio Eucarístico, memorial de su muerte y resurrección, y lo confió a la Iglesia su Esposa (60), la cual, sobre todo el domingo, convoca a los fieles para celebrar la Pascua del Señor hasta que El venga (61): lo que cumple la Iglesia en comunión con los Santos del cielo y, en primer lugar, con la bienaventurada Virgen (62), de la que imita la caridad ardiente y la fe inquebrantable.

21. Ejemplo para toda la Iglesia en el ejercicio del culto divino, María es también, evidentemente, maestra de vida espiritual para cada uno de los cristianos. Bien pronto los fieles comenzaron a fijarse en María para, como Ella, hacer de la propia vida un culto a Dios, y de su culto un compromiso de vida. Ya en el siglo IV, S. Ambrosio, hablando a los fieles, hacía votos para que en cada uno de ellos estuviese el alma de María para glorificar a Dios: «Que el alma de María está en cada uno para alabar al Señor; que su espíritu está en cada uno para que se alegre en Dios» (63). Pero María es, sobre todo, modelo de aquel culto que consiste en hacer de la propia vida una ofrenda a Dios: doctrina antigua, perenne, que cada uno puede volver a escuchar poniendo atención en la enseñanza de la Iglesia, pero también con el oído atento a la voz de la Virgen cuando Ella, anticipando en sí misma la estupenda petición de la oración dominical «Hágase tu voluntad» (Mt 6, 10), respondió al mensajero de Dios: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). Y el «sí» de María es para todos los cristianos una lección y un ejemplo para convertir la obediencia a la voluntad del Padre, en camino y en medio de santificación propia.

22. Por otra parte, es importante observar cómo traduce la Iglesia las múltiples relaciones que la unen a María en distintas y eficaces actitudes cultuales: en veneración profunda, cuando reflexiona sobre la singular dignidad de la Virgen, convertida, por obra del Espíritu Santo, en Madre del Verbo Encarnado; en amor ardiente, cuando considera la Maternidad espiritual de María para con todos los miembros del Cuerpo místico; en confiada invocación, cuando experimenta la intercesión de su Abogada y Auxiliadora (64); en servicio de amor, cuando descubre en la humilde sierva del Señor a la Reina de misericordia y a la Madre de la gracia; en operosa imitación, cuando contempla la santidad y las virtudes de la «llena de gracia» (Lc 1, 28); en conmovido estupor, cuando contempla en Ella, «como en una imagen purísima, todo lo que ella desea y espera ser» (65); en atento estudio, cuando reconoce en la Cooperadora del Redentor, ya plenamente partícipe de los frutos del Misterio Pascual, el cumplimiento profético de su mismo futuro, hasta el día en que, purificada de toda arruga y toda mancha (cf. Ef 5, 27), se convertirá en una esposa ataviada para el Esposo Jesucristo (cf. Ap 21, 2).

23. Considerando, pues, venerable hermanos, la veneración que la tradición litúrgica de la Iglesia universal y el renovado Rito romano manifiestan hacia la santa Madre de Dios; recordando que la Liturgia, por su preeminente valor cultual, constituye una norma de oro para la piedad cristiana; observando, finalmente, cómo la Iglesia, cuando celebra los sagrados misterios, adopta una actitud de fe y de amor semejantes a los de la Virgen, comprendemos cuán justa es la exhortación del Concilio Vaticano II a todos los hijos de la Iglesia «para que promuevan generosamente el culto, especialmente litúrgico, a la bienaventurada Virgen» (66); exhortación que desearíamos ver acogida sin reservas en todas partes y puesta en práctica celosamente.