Sierva de Dios Antonietta
Meo (“Nennolina”)
Antonietta nació el 15 de
diciembre de 1930 en una familia acomodada de Roma. La casa de la familia Meo
está a pocos pasos de Santa Cruz de Jerusalén. "Mi hermana", dice su
hermana Margherita, "era una niña alegre, inquieta y traviesa, como lo son
todos los niños de esa edad". A los tres años, en octubre del 33, la
apuntan a la guardería de las monjas que está a dos pasos de su casa. "Iba
de buena gana", cuanta su hermana, "y a menudo cuando jugábamos
juntas decía: ' ¡Yo en la escuela me divierto mucho … hasta iría de noche!'. Se
encariño enseguida con la maestra y las monjas decían a mi madre: '¡No hay
quien la pare! Pero es muy despierta y aprende enseguida. "
Es una niña madura para
la edad que tiene. Aún no había cumplido los cinco años cuando sus familiares
observaron una hinchazón en la rodilla izquierda, pensando que se la había
hecho al caerse. Después de algunos diagnósticos y tratamientos equivocados, la
sentencia: osteosarcoma. El 25 de abril del 36 le amputan la pierna. El golpe
fue tremendo. Pero más para los padres que para Antonietta, que, una vez
superado el primer periodo, a pesar de la intervención y las dificultades
causadas por el aparato ortopédico, sigue su vida de siempre: los juegos, la
escuela. Sus padres, con gran alegría de la niña, decidieron anticipar la fecha
de su primera comunión, y de este modo, por la noche, su madre comenzó a
hacerle un poco de catecismo.
Las cartas de “Nennolina”
Desde ese momento
Antonietta comienza primero a dictarle a su madre y luego a escribir sus cartas
que cada noche colocará debajo de una estatuilla del Niño Jesús a los pies de
su cama «para que él viniera de noche a leerlas». «Comenzó como un juego», dice
su madre en el proceso, «cuando le sugerí a Antonietta que escribiera una carta
a la madre superiora de las monjas que la educaban para pedirle permiso de
hacer la primera comunión en su capilla la noche de Navidad. Así que, a menudo,
por la noche, después de rezar la oración al ángel de la guarda, Antonietta se
acostumbró a dictarme “poesías” (así las llamaba ella), primero para mí, luego
para su padre y Margherita, luego para Jesús y la Virgen. Tomaba el primer
trozo de papel que encontraba y no paraba de escribir lo que ella me dictaba,
sonriendo, indulgente hacia lo que me dictaba con tanta sencillez y seguridad».
La primera carta está
fechada el 15 de septiembre de 1936:
«Querido Jesús, hoy voy de paseo y voy
a mis monjas y les digo que quiero hacer la primera comunión en Navidad. Jesús
ven pronto a mi corazón que yo te abrazaré muy muy fuerte y te besaré. Oh
Jesús, quiero que te quedes siempre en mi corazón». Y
algunos días después escribe:
«Querido Jesús, yo te quiero mucho, te
lo quiero repetir que te quiero mucho. Yo te ofrezco mi corazón. Querida
Virgen, tú eres muy buena, toma mi corazón y llévaselo a Jesús».
Pero había también algo
realmente poco común para una niña de cinco años: «Mi buen Jesús, dame almas, dame
muchas, te lo pido de verdad, te lo pido para que hagas que sean buenas y
puedan ir contigo al Paraíso».
Y esto Antonietta lo
repetirá muchísimas veces.
«Veía que la niña sabía expresarse mucho mejor de lo que yo me esperaba», dice su madre, «pero creo que es inútil decir que en casa no se le daba la menor importancia a estas cartas que se dejaban en cualquier parte y que muchas se han perdido». Esta despreocupación de la madre la confirma la hermana de Antonietta. «Mi madre», recuerda, «era una mujer reservada, prudente, concreta, una mujer con los pies en el suelo; no tenía nada de sentimental ni se creía cualquier cosa. Ante ciertos fáciles entusiasmos era tajante: “Mire, yo no creo en los santos hasta que los canoniza la Iglesia”. Tendía siempre a minimizar los elogios que se le hacían a Antonietta y no le gustaba que se hablara de ella idealizándola. Recuerdo que poco después de la muerte de mi hermana, un sacerdote hizo en la radio una conferencia sobre el sentido del sufrimiento y habló también de Antonietta. A mi madre no le gustó ni pizca. Comentó que se trataba de exageraciones. Dijeron que Antonietta declamaba su amor a Jesús con amplios gestos... “¡Pero bueno! ¡No, nunca!”, replicó mi madre. Dijeron que Jesús fue la primera palabra que había pronunciado Antonietta. Y ella dijo: “No. Mamá. !Dijo mamá! ¡Como todos los niños!”».
La Basílica de Santa Cruz
de Jerusalén, Roma, en los años treinta. Era la parroquia de Antonietta Meo
«Consérvame siempre tu gracia»
En cuanto aprende a usar la pluma, Nennolina quiso poner su propia firma: «Antonietta y Jesús». «Mi querido Jesús, hoy he aprendido a hacer la “O”, así que pronto te escribiré yo misma». Antonietta se dirige a Jesús y María con ternura confidencial. Sus cartas terminarán siempre con abrazos, caricias, besos dirigidos a sus destinatarios celestiales. Y de esta confianza son testigos también las monjas, que bastantes veces vieron a la niña antes de salir de la iglesia acercarse al tabernáculo y exclamar:
«¡Jesús, ven a jugar conmigo!».
Lo escribirá también en
sus cartas, deseando tenerlo siempre cerca: «Querido Jesús, mañana ven a la escuela conmigo». En los
meses que la separan de la noche de Navidad sus cartas expresarán todo su amor
por Jesús y el ardiente deseo de recibirlo en su corazón. Cuenta sin cesar los
días, las horas, los minutos. La forma de las cartas es repetitiva y los
pensamientos surgen inconexos, como ocurre en la manera de expresarse de los
niños, pero bajo la forma infantil el pensamiento no es banal, nunca pueril. El
día antes de su primera comunión, le dicta a su madre: «Querido Jesús, mañana cuando estés en
mi corazón, hazte cuenta de que mi alma es una manzana. Y, como en la manzana
están las semillas, dentro de mi alma haz que haya un armario. Y, como debajo
de la piel negra de las semillas está la semilla blanca, haz que dentro del
armario esté tu gracia, que sería como la semilla blanca».
Entonces su madre la
interrumpe: «”Pero Antonietta, ¿qué estás diciendo? ¿Qué significa este dentro,
que está dentro? ¿Qué quieres decir?”. Traté en vano de disuadirla. Al final
Antonietta me explicó: “Mira, mamá: hazte cuenta de que mi alma es como una
manzana. Dentro de la manzana están esas cositas negras que son las semillas.
Luego dentro de la piel de las semillas está esa cosa blanca. Pues hazte cuenta
de que eso es la gracia”». «El parangón», sigue diciendo su madre, «que yo no
conocía, me pareció profundo, pero no quise darme por vencida y volví a la
carga: “¿Pero quién te ha dicho esas cosas? La maestra os ha enseñado una
manzana para que comprendáis...”. “No, mamá”, respondió cándidamente, “no me lo
ha dicho la maestra, lo he pensado yo”. Luego completó su pensamiento: “Jesús,
haz que esta gracia la dejes siempre, siempre conmigo”».
Aquella noche de Navidad, a pesar de que el aparato ortopédico le provocaba dolor, los presentes la vieron al final de la misa permanecer más de una hora arrodillada, quieta, con las manitas juntas.
«Sin tu gracia nada puedo
hacer»
A Jesús le escribirá Antonietta 105 cartas, y otras a María, a Dios Padre, al Espíritu Santo, una a santa Inés y otra a santa Teresa del Niño Jesús. A Jesús le pedirá siempre la ayuda de su gracia:
«Hoy he sido algo caprichosa, pero tú
Jesús bueno, toma en brazos a tu niña...»; «pero tú ayúdame que sin tu ayuda no puedo hacer nada»; «tú ayúdame con tu gracia, ayúdame tú,
que sin tu gracia nada puedo hacer»; «te lo ruego, Jesús bueno, consérvame siempre la gracia del alma».
A Él y a Su madre no
dejará nunca de pedirles la gracia, para los que la rodean, para quienes se
encomiendan a sus oraciones y para los pecadores: «Te rezo por aquel hombre que
ha hecho tanto daño»; «te
rezo por aquel pecador que ya sabes, que es tan viejo y que está en el hospital
de San Juan».
«¡He aquí la obra admirable de Dios!», escribe comentando las cartas el padre Pierotti, que fue el primero en cuidar su edición: «La gracia de Dios elige las almas como quiere [...]. Sólo así se explican las frases, los juegos, las actitudes, la vida entera de Nennolina».
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Reliquias de la Sierva de Dios |
«Realmente el Señor ludit in orbe terrarum», exclamó el futuro Pablo VI, entonces substituto en la Secretaría de Estado, al leer la biografía y las cartas de Antonietta Meo, «y, obrando en las almas por las vías más misteriosas, concede a muchos penetrar, mediante la lectura de la vida de esta niña de menos de siete años, el misterio de esa sabiduría que se esconde a los soberbios y se revela a los pequeños».
En mayo Antonietta recibe la confirmación. Son los últimos días de su vida. Dice su madre: «Después de la confirmación Antonietta comenzó progresivamente a empeorar. El jadeo y la tos no le daban tregua. No conseguía mantenerse sentada y tuvo que guardar cama. Se veía que sufría, pero nos decía a todos siempre, incluso a mí: “¡Estoy bien!”. A veces con gran fatiga, pero siempre quería rezar sus oraciones de siempre de la mañana y la noche. Luego pidió que el sacerdote le llevara la comunión todos los días, y las horas que seguían a la comunión eran cada vez más tranquilas. […] En cuanto podía me pedía también que escribiera sus cartas». La última está fechada el 2 de junio. Esta carta terminará en las manos de Pío XI.
La madre recuerda: «Me
senté a la cabecera de su cama y escribí lo que Antonietta me dictaba
trabajosamente: “Querido
Jesús crucificado, yo te quiero tanto y te amo tanto. Yo quiero estar contigo
en el Calvario. Querido Jesús, dile a Dios Padre que también a él le quiero
mucho. Querido Jesús, dame tú la fuerza necesaria para soportar estos dolores
que te ofrezco por los pecadores”».
«En ese momento», dice la madre, «a
Antonietta le entró un violento ataque de tos y vómito, pero en cuanto se le
pasó quiso continuar: “Querido
Jesús, dile al Espíritu Santo que me ilumine de amor y me llene de sus siete
dones. Querido Jesús dile a la Virgen que la quiero mucho y que quiero estar
junto a ella. Querido Jesús te quiero repetir que te quiero mucho mucho. Mi
buen Jesús en ti encomiendo a mi padre espiritual y hazle las gracias
necesarias. Querido Jesús en ti encomiendo a mis padres y a Margherita. Tu niña
te manda muchos besos...”. De repente sentí un ataque de rebelión al ver
cuánto sufría y con un arranque de rabia estrujé el papel y lo metí en un
cajón. Algunos días después, vino a visitar a Antonietta el profesor Milani,
primer médico pontificio, llamado por el doctor Vecchi para una consulta. Dijo
que la niña estaba muy grave y que debíamos llevarla de nuevo a la clínica para
operarla otra vez. El profesor se quedó hablando con la niña y se asombró de
los dolores que soportaba Antonietta sin quejarse. Mi marido le habló de las
cartas que escribía. Pidió ver la última y yo no me atreví a negarme. Recogí la
carta de donde la había puesto aquel día y se la enseñé. Tras leerla dijo que
quería hablarle al Santo Padre de Antonietta y pidió permiso para llevarse la
carta. Respondí titubeante: “Es que... no sé... si...”. “Pero, señora”, dijo,
“¡se trata del Papa!”.
El día siguiente un automóvil del Vaticano se detuvo ante nuestra casa. Un delegado enviado personalmente por el santo padre Pío XI vino a traerle a la niña la bendición apostólica. Nos dijo que Su Santidad se había conmovido mucho leyendo la carta. Nos dejó también un billete del profesor Milani en el que le pedía a Antonietta que le recordara al Señor y que implorara por él aquellos dones que ella había pedido para sí».
El 12 de junio Antonietta empeora. Respira con trabajo. Se le extrae líquido de los pulmones. El 23 se le quitan tres costillas con anestesia local, dadas sus precarias condiciones generales. Cuenta su madre: «No puedo expresar el desgarro que provocaba aquel cuerpecito martirizado. Aquel día le dije conteniendo las lágrimas: “Ya verás, pequeña mía... en cuanto te pongas bien nos iremos de vacaciones, iremos a la playa... a ti que te gusta tanto... te podrás incluso bañar, ¿sabes?...” Me miró... con ternura me dijo: “Mamá, ponte alegre, contenta... Yo saldré de aquí en diez días menos algo”». La madre no podía saber que en aquel momento Antonietta le había dicho exactamente el día y la hora en que iba a morir.
En los días siguientes, con fortaleza increíble sigue sonriendo incluso a las enfermeras que van a medicarle la herida, a pesar de que las metástasis habían invadido y destrozado todo su cuerpecito, a pesar de que la masa tumoral le oprimía el pecho hasta el punto de provocarle la dislocación del corazón.
Todos testimoniarán en el
proceso el desconcierto ante su extraordinaria serenidad. Su madre llega
incluso a dudar de que la niña sufriera: «Fui al médico y le dije: “Doctor, yo
no creo... dígame la verdad, dígame realmente... ¿Antonietta sufre mucho?”.
“¡Pero señora, qué pregunta! ¡Qué está diciendo! ¡Cállese! ¡Los dolores son
atroces!”.
Regresé a su cama... la
voz no me salía, por primera vez le dije: “Antonietta, bendice a tu madre...
Antonietta, bendice a mamá”. Haciendo un esfuerzo me hizo una cruz en la frente
con la mano».
«...que sonríe deslizándose en el
sueño»
El padre dice en el proceso: «Un día, ya muy grave, decidí que se le administrara a mi pequeña la extremaunción. Le pregunté a Antonietta: “¿Sabes qué son los santos óleos?”. “El sacramento que se les da a los moribundos”, respondió. Yo no quería turbarla, por lo que añadí: “A veces trae la salud del cuerpo...”. Antonietta se negó. “Es demasiado pronto”, dijo, y yo no insistí. Pero cuando más tarde el sacerdote le dijo que los santos óleos aumentan la gracia, Antonietta, que escuchaba atentamente, respondió: “Sí, los quiero”. Respondió con tranquilidad a todas las oraciones, rezó la contrición, luego le dio sus manitas abiertas para que el sacerdote se las ungiese... Besó con ternura el crucifijo de su primera comunión. Todo se desarrolló con sencillez y paz».
«Jesús, María... mamá,
papá...». «Se quedó mirando fijamente frente a ella...», recuerda su madre.
«...Sonrió... luego exhaló un último y largo suspiro».
La mañana siguiente el pequeño ataúd blanco fue transportado en medio de una muchedumbre conmovida a la Basílica de Santa Cruz de Jerusalén. En aquella misma Basílica de las reliquias de la Pasión de Jesús, apenas seis años antes Nennolina había recibido el bautismo. Era el 28 de diciembre de 1930. El día de los Santos Inocentes. .