LA RESURRECCIÓN DE JESÚS
En el huerto todo es
silencio y titileo del rocío. Encima, un cielo que va adquiriendo color zafiro
cada vez más claro, habiéndose despojado ya de su negro-azul recamo de
estrellas, que durante toda la noche había estado velando al mundo. El alba
rechaza, de oriente a occidente, estas zonas todavía oscuras, como hace la ola
durante la marea alta, cuando ésta va avanzando y cubriendo el oscuro litoral y
sustituyendo el gris negro de la húmeda arena y del arrecife por el azul del
agua marina.
Algunas estrellitas
se resisten todavía a morir, y parpadean, cada vez más débilmente bajo la onda
de luz blanco-verdosa del alba, láctea con tonalidades cenizosas, como las
frondas de los olivos soñolientos que hacen de corona a aquel montículo poco
lejano. Y naufragan luego, sumergidas por la ola del alba, como tierra
sobrepujada por el agua. Y ya hay una menos… y luego otra menos… y otra, y
otra: el cielo va perdiendo sus rebaños de estrellas… Ya sólo, en el extremo
occidente, hay tres; luego, dos; luego una, que sigue contemplando ese prodigio
cotidiano que es el surgimiento de la aurora.
Y cuando un hilo
rosicler dibuja una línea sobre la seda turquesa del cielo oriental, un suspiro
de viento acaricia las frondas y las hierbas, diciendo: “Despertaos. El día
resucita”. Pero sólo despierta a frondas y hierbas, que, bajo sus diamantes de
rocío, se estremecen, con un leve susurro acompañado de arpegios de gotas que
caen; los pájaros todavía no se despiertan entre las tupidas ramas de un
altísimo ciprés que parece dominar como un señor en su reino; ni en la enredada
maraña de un seto de laurel que protege de la tramontana.
Los soldados que
están de guardia, aburridos, enfriados, en varias posturas, vigilan el
Sepulcro, cuya puerta ha sido reforzada, en los bordes, con una gruesa capa de
argamasa, como si fuera un contrafuerte. Sobre el fondo blanco opaco de la
argamasa resaltan las anchas rosetas de cera roja del sello del Templo,
estampadas junte a otros sellos directamente en la argamasa fresca.
Los soldados deben
haber encendido un pequeño fuego durante la noche, porque hay en el suelo
ceniza y tizones mal quemados; y deben haber jugado y comido, porque hay
todavía restos de comida diseminados, y pequeños huesos limpios, usados, sin
duda, para algún juego semejante a nuestro dominó o a nuestro infantil juego
con canicas, jugados sobre un rudimentario trazado dibujado en el sendero.
Luego se han cansado y han abandonado todo para buscar posturas más o menos
cómodas, según fuera para dormir o para velar.
En el cielo, que
ahora presenta en el Oriente un área enteramente rosada que se va extendiendo
cada vez más por el cielo sereno -donde todavía no hay rayos de sol-, aparece,
procedente de profundidades desconocidas, un meteoro lleno de resplandor. Y el
meteoro baja -bola de fuego de irresistible resplandor-seguido de una estela
rutilante, que quizás no es más que el recuerdo de su fulgor en nuestra retina.
Baja velocísimo hacía la Tierra, esparciendo una luz tan intensa,
fantasmagórica, aterradora dentro de su belleza, que la rosada de la aurora
queda anulada, superada por esta incandescencia blanca.
Los soldados alzan,
estupefactos, la cabeza (incluso porque con la luz llega un estampido potente,
armónico, solemne, que llena con su sonido toda la Creación). Viene de
profundidades paradisíacas. Es el aleluya, el gloria angélico, que sigue al
Espíritu del Cristo en su regreso a su Carne gloriosa.
El meteoro se abate
contra la piedra que inútilmente cierra el Sepulcro. La arranca de cuajo, la
echa al suelo. Paraliza, por el terror y el fragor, a los soldados puestos como
carceleros del Dueño del Universo. Y, a su regreso a la Tierra, al igual que
había producido un terremoto cuando huyó de la Tierra, el Espíritu del Señor
produce un nuevo terremoto. Entra en el oscuro Sepulcro, el cual, con esta
indescriptible luz, se llena de claridad; y mientras la luz permanece
suspendida en el aire inmóvil, el Espíritu se reinfunde en el inmóvil Cuerpo
bajo la mortaja.
Todo esto (la
aparición, el descenso, la entrada, la desaparición la Luz de Dios) ha sido
rapidísimo: no en un momento, sino en una fracción de momento.
El «Quiero» del
divino Espíritu a su fría Carne no tiene sonido. Lo dice la Esencia a la
Materia inmóvil. Pero ningún oído humano percibe esa palabra. La Carne recibe
ese imperativo y obedece con profundo respiro… Durante unos momentos, nada más.
Debajo del sudario y
de la sábana, la Carne gloriosa se recompone vestida de eterna belleza, se
despierta del sueño de la muerte, regresa de la “nada” en que estaba, vive
después de haber estado muerta. Ciertamente el corazón se despierta y da su
primer latido, impulsa en las venas la helada sangre que quedaba y,
inmediatamente, crea la medida total de sangre en las arterias vaciadas, en los
pulmones inmóviles, en el cerebro entenebrecido, y aporta nuevo calor, salud,
fuerza, pensamiento.
Otro instante, y se
produce un repentino movimiento bajo la pesada sábana. Tan repentino, que,
desde el instante en que El mueve las manos cruzadas, hasta el momento en que
aparece, majestuoso, en pie, lleno de resplandor con su vestido de inmaterial
materia, sobrenaturalmente bello y majestuoso, con una gravedad que lo
transforma y eleva sin anularle su identidad, la vista casi no tiene tiempo de
captar los momentos sucesivos. Y ahora la vista lo admira. ¡Qué distinto de
como la mente recuerda! Pulcro, sin heridas ni sangre; sólo resplandeciente,
con el resplandor de la luz que mana a chorros de las cinco llagas y rezuma por
todos los poros de su epidermis.
Cuando da el primer
paso y, al moverse, los rayos que irradian las Manos y los Pies lo aureolan de
haces de luz: desde la Cabeza, nimbada con un halo constituido por las
innumerables pequeñas heridas de 1a corona, que ya no manan sangre sino sólo
fulgor, hasta el borde del vestido-, cuando, abriendo los brazos que tenía
juntos en el pecho, descubre la zona de luminosidad vivísima que pasa a través
del vestido encendiéndolo con un sol a la altura del Corazón, entonces
realmente es la “Luz” que ha tomado cuerpo.
No la pobre luz de
la Tierra, no la pobre luz de los astros, no la pobre luz del Sol. Es la Luz de
Dios: todo el fulgor paradisíaco reunido en un solo Ser, un fulgor que le da
sus inconcebibles azules como pupilas, sus fuegos de oro como cabellos, sus
candores angélicos como vestido y colorido, y todo lo que constituye -y no es
descriptible con palabra humana -el supraeminente ardor de la Stma. Trinidad-
que anula con su potencia ardiente todo fuego del Paraíso absorbiéndolo en sí
para generarlo nuevamente en cada instante del Tiempo eterno, Corazón del Cielo
que atrae y difunde su sangre, las innumerables gotas de su sangre incorpórea:
los bienaventurados, los ángeles, todo lo que constituye el Paraíso: el amor de
Dios, el amor a Dios; todo esto es la Luz que es el Cristo Resucitado, que
constituye el Cristo Resucitado.
Cuando se mueve,
viniendo hacia la salida, y la vista puede ver más allá del fulgor, entonces
aparecen ante mi vista dos luminosidades hermosísimas (sólo como estrellas
comparadas con el Sol): una hacia dentro y otra hacia afuera de la puerta,
postradas en acto de adoración a su Dios que pasa envuelto en su luz, espirando
beatitud con su sonrisa; y sale. Abandona la fúnebre gruta y vuelve a pisar la
tierra, la cual se despierta de alegría y resplandece toda en su rocío, en los
colores de las hierbas y los rosales, en las infinitas corolas de los manzanos
que se abren por un prodigio al recibir los primeros rayos del Sol, que las
besan, y ante la presencia del Sol eterno que bajo ellas camina.
Los soldados se han
quedado paralizados donde estaban… Las fuerzas corrompidas del hombre no ven a
Dios, mientras que las fuerzas puras del universo -las flores, las hierbas, los
pájaros-admiran y veneran al Poderoso, que pasa nimbado con su propia Luz y
rodeado de un nimbo de luz solar.
Su sonrisa, la mirada
que deposita en las flores, en las frondas, o que se alza al cielo sereno, hace
aumentar la belleza de todo: y más suaves, y teñidos de un esfumado, sedoso
colorido rosáceo, aparecen los millones de pétalos que forman una espuma
florecida sobre la cabeza del Vencedor; y más vivos aparecen los diamantes del
rocío; y más azul el cielo, que refleja sus Ojos refulgentes; y más festivo el
Sol, que pone pinceladas de alegría en una nubecita movida por una brisa ligera
que viene a besar a su Rey con fragancias arrebatadas a los jardines y caricias
de pétalos sedosos.
Jesús alza la Mano y
bendice. Luego, mientras cantan más fuerte los pájaros y más intensamente el
viento perfuma, desaparece de mi vista, dejándome en un gozo que borra hasta
los más leves recuerdos de tristezas y sufrimientos y las más leves
vacilaciones sobre el mañana…
JESÚS RESUCITADO SE APARECE A
SU MADRE
María ahora está
postrada rostro en tierra. Parece un pobre ser abatido. Parece esa flor de que
ha hablado, esa flor muerta a causa de la sed.
La ventana cerrada
se abre con un impetuoso golpeo de las recias hojas, y, bajo el primer rayo del
Sol, entra Jesús.
María, que se ha
estremecido con el ruido y que alza la cabeza para ver qué ráfaga de viento ha
abierto la ventana, ve a su radiante Hijo: hermoso, infinitamente más hermoso
que cuando todavía no había padecido; sonriente, vivo, más luminoso que el Sol,
vestido con un blanco que parece luz tejida. Y lo ve avanzar hacia Ella.
María se endereza
sobre sus rodillas y, uniendo las manos sobre el pecho, dice con un sollozo que
es risa y llanto: «Señor, mi Dios». Y se queda arrobada, contemplándolo con su
rostro lavado todo en lágrimas, pero sereno ahora, sosegado por la sonrisa y el
éxtasis.
Pero Él no quiere
ver a su Madre de rodillas como una sierva. Y la llama tendiéndole las Manos,
cuyas heridas emanan rayos que hacen aún más luminosa su Carne gloriosa: «
¡Mamá!». Y no es esa palabra afligida de los coloquios y despedidas anteriores
a la Pasión, ni el lamento desgarrado del encuentro en el Calvario y de la
agonía. Es un grito de triunfo, de alegría, de liberación, de fiesta, de amor,
de gratitud. Y se inclina hacia su Madre, que no osa tocarlo, y le pone sus
Manos bajo los codos doblados, la pone en pie, la aprieta contra su Corazón y
la besa.
¡Oh, entonces María
comprende que no es una visión, sino que es su Hijo realmente resucitado; que
es su Jesús, el Hijo que sigue amándola como Hijo! Y, con un grito, se le
arroja al cuello y lo abraza y lo besa, riendo y llorando. Lo besa en la
Frente, donde ya no hay heridas; en la Cabeza, que ya no está despeinada ni
sangra; en los Ojos fúlgidos; en las Mejillas ahora sanas; en la Boca que ya no
está hinchada. Y luego toma sus Manos y besa los dorsos y las palmas, en las
radiosas heridas. Y, con un impulso repentino, se agacha a sus Pies, retira el
vestido resplandeciente que los cubre, y los besa.
Luego se levanta, lo
mira, no se atreve…
Pero Él comprende y
sonríe. Retira levemente su vestido en la parte del pecho y dice:
-¿Y esta llaga,
Mamá, no la besas; esta que tanto te ha hecho sufrir y que sólo tú eres digna
de besar? Bésame en el Corazón, Mamá. Tu beso me borrará el último recuerdo de
todo lo que significa dolor, y me dará ese gozo que todavía le falta a mi Gozo
de Resucitado.
Y toma entre sus
manos la cara de su Madre y apoya los labios de Ella en los labios de la herida
del Costado, de donde manan chorros de luz vivísima. El rostro de María,
sumergido en ese torrente de rayos, aparece aureolado por esa luz.
Ella besa, besa,
mientras Jesús la acaricia. No se cansa de besar. Parece un sediento que ha
pegado su boca a la fuente y de la fuente esté bebiendo esa vida que se le
escapaba.
Ahora Jesús habla.
-Todo ha terminado, Mamá. Ya no tienes que llorar por tu Hijo. La prueba está consumada. La Redención se ha producido.
-Todo ha terminado, Mamá. Ya no tienes que llorar por tu Hijo. La prueba está consumada. La Redención se ha producido.
Mamá, gracias por
haberme concebido, criado, ayudado en 1a vida y en la muerte.
He sentido llegar a
mí tus oraciones, que han sido mi fuerza en el dolor, mis compañeras en mi
viaje por este mundo y más allá de este mundo; tus oraciones han estado conmigo
en la Cruz y en el Limbo. Eran el incienso que precedía al Pontífice que iba a
llamar a sus siervos para llevarlos al templo que no muere: a mi Cielo. Tus
oraciones han venido conmigo al Paraíso, precediendo como voz angélica al
cortejo de los redimidos guiados por el Redentor, para que los ángeles
estuvieran preparados para saludar al Vencedor que volvía a su Reino. El Padre
y el Espíritu Santo las han oído y visto, y han sonreído como a 1a flor más
hermosa y al más dulce canto nacidos en e1 Paraíso. Las han conocido los
Patriarcas y los nuevos Santos, los nuevos, primeros, ciudadanos de mi
Jerusalén. Y Yo te traigo el “gracias” de ellos, Mamá, junto con el beso de tus
padres y su bendición, y la de tu esposo de alma, José.
¡Todo el Cielo entona
su hosanna para ti, Madre mía, Mamá santa! Un hosanna que no muere, que no es
falso como el que hace unos días la gente entonó para mí.
Ahora voy al Padre
con mi figura humana. El Paraíso debe ver al vencedor en esa figura de Hombre
con que ha vencido al Pecado del Hombre. Pero luego regresaré. Tengo que
confirmar en la Fe a quien no cree todavía y necesita creer para llevar a otros
a creer; debo fortalecer a los pequeños, que tendrán necesidad de mucha
fortaleza para resistir al mundo.
Luego subiré al
Cielo. Pero no te dejaré sola. Mamá, ¿ves ese velo? Aun dentro de mi
abatimiento, he irradiado poder milagroso para ti, para darte ese consuelo. Y
para ti cumplo otro milagro. Tú me tendrás, en el Sacramento, real como cuando
me llevabas dentro de ti.
Nunca estarás sola.
En estos días lo has estado. Pero mi Redención requería también este dolor
tuyo. Mucho ha de añadirse continuamente a la Redención, porque mucho será
creado continuamente en el orden del Pecado. Llamaré a todos mis siervos a esta
coparticipación redentora. Y tú eres aquella que, por si sola, hará más que
todos los santos juntos. Por eso, se requería también este largo abandono.
A partir de ahora,
ya no. Ya no estoy escindido del Padre. Tú ya no estarás escindida del Hijo. Y,
teniendo al Hijo, tienes a la Trinidad nuestra. Tú, Cielo viviente, serás
portadora de la Trinidad en la Tierra, en medio de los hombres, y santificarás
a la Iglesia, tú, Reina del Sacerdocio y Madre de los Cristianos.
Luego Yo vendré a
recogerte. Y ya no seré Yo en ti, sino que serás tú en mí, quien, en mi Reino,
haga más hermoso el Paraíso.
Ahora me marcho,
Madre. Voy a hacer feliz a la otra María. Luego subo al Padre.
Luego vendré a
quien no cree.
Mamá, tu beso por bendición, y mi Paz a ti por compañía. Adiós.
Y Jesús desaparece
en el sol, que desciende a chorros del cielo matutino y sereno.
CONSIDERACIONES SOBRE LA
RESURRECCIÓN
Dice Jesús (a María
Valtorta):
-Las oraciones
ardientes de María anticiparon algo mi Resurrección.
Yo había dicho: “Al
Hijo del hombre lo matarán, pero al tercer día resucitará”. Había muerto a las
tres de la tarde del viernes. Tanto si calculáis los días por su nombre como si
calculáis las horas, no era el alba dominical la que debía verme resucitar. En
cuanto a horas, mi Cuerpo había estado sin vida treinta y ocho, en vez de
setenta y dos; en cuanto a días, habría debido, al menos, llegar la tarde de
este tercer día para decir que había estado tres días en la tumba.
Pero María anticipó
el milagro. Como cuando con su oración abrió los Cielos algunos años antes
respecto a la época fijada para dar al mundo su Salvación, así ahora Ella
obtiene la anticipación de algunas horas para dar consuelo a su corazón
agonizante.
Y Yo, al rayar el
alba del tercer día, bajé como sol que desciende, y con mi fulgor derretí los
sellos humanos, tan inútiles ante el poder de un Dios; con mi fuerza hice
palanca para volcar la piedra inútilmente vigilada; con mi aparición creé un
fulgor que echó por tierra a los tres veces inútiles soldados que habían sido
puestos de guardia para custodia de una muerte que era Vida y que ninguna
fuerza humana podía impedir que lo fuera.
Mucho más potente
que vuestra corriente eléctrica, mi Espíritu entró como espada de Fuego divino
a dar calor a los fríos restos mortales de mi Cadáver, y al nuevo Adán el
Espíritu de Dios le sopló la vida, diciéndose a sí mismo: “Vive. Lo quiero”.
Yo, que había
resucitado a los muertos cuando no era sino el Hijo del hombre, la Víctima
designada para cargar con las culpas del mundo, ¿no iba a poder resucitarme a
mí mismo, ahora que era el Hijo de Dios, el Primero y el último, el Viviente
eterno, Aquel que tiene en sus manos las llaves de la Vida y la Muerte? Y mi
Cadáver sintió que la Vida volvía a Él.
Mira: respiro
profundamente, como un hombre que se despierte después del sueño producido por
una enorme fatiga. Y todavía no abro mis ojos. La sangre vuelve a circular,
todavía poco rápida, en las venas, y devuelve el pensamiento a la mente. ¡Y
venía de tan lejos! Mira: como en un hombre herido y sanado por una fuerza
milagrosa, la sangre vuelve a las venas vacías, llena el Corazón, da calor a
los miembros del Cuerpo, y las heridas se cierran, desaparecen cardenales y
llagas, la fuerza vuelve. ¡Y estaba tan herido! Interviene la Fuerza y Yo quedo
curado, me despierto, vuelvo a la Vida. Estuve muerto. ¡Ahora vivo! ¡Ahora me
pongo en pie!
Me quito la mortaja,
aparto de mí la capa de ungüentos. No los necesito para aparecer como Belleza
eterna, como eterna Integridad. Me visto con vestiduras que no son de esta
Tierra, sino que las ha tejido quien es mi Padre, Él, que teje la seda de las
virginales azucenas. Estoy vestido de esplendor. Mi adorno son las llagas, que
ya no -rezuman sangre sino que irradian luz, esa luz que será el gozo de mi
Madre y de los bienaventurados, y el terror, la visión insoportable de los
malditos y de los demonios en la Tierra y en el último día.
El ángel de mi vida
de hombre y el ángel de mi dolor están postrados delante de mí y adoran mi
Gloria. Están mis dos ángeles. Uno, para gozarse en la visión de su Custodiado,
que ahora ya no tiene necesidad de la angélica defensa. El otro, que ha visto
mis lágrimas, para ver mi sonrisa; que ha visto mi batalla, para ver mi
victoria; que ha visto mi dolor, para ver mi dicha.
Y salgo al huerto
lleno de capullos de flores y rocío. Y los manzanos abren sus corolas para
formar un arco florecido sobre mi cabeza de Rey. Las hierbas hacen de alfombra
de gemas y de corolas a mi pie, que vuelve a pisar la Tierra redimida después
de haber sido alzado sobre ella para redimirla. Me saluda el primer sol, y el
viento dulce de Abril, y la leve nube que pasa, rosácea como mejilla infantil,
y los pájaros entre las frondas. Soy su Dios. Me adoran.
Paso entre los soldados
desvanecidos, símbolo de las almas en pecado mortal, que no oyen el paso de
Dios.
¡Es Pascua, María!
¡Esto sí que es el “Paso del Ángel de Dios”! Su Paso de la muerte a la vida. Su
Paso para dar Vida a los que creen en su Nombre. ¡Es Pascua! Es la Paz que pasa
por el mundo. La Paz ya sin el velo de la condición de hombre; libre, completa
en su restablecida eficiencia de Dios.
Y voy donde mi
Madre. Muy justo es que vaya. Lo fue para mis ángeles, mucho más lo es para
aquella que, además de custodiadora mía y consuelo mío, fue la que me dio la
vida. Antes incluso de volver al Padre con mi figura humana glorificada, voy a
mi Madre. Voy con el fulgor de mi figura paradisíaca y de mis Gemas vivas. Ella
me puede tocar, Ella puede besarlas, porque es la Pura, la Hermosa, la Amada,
la Bendita, la Santa de Dios.
El nuevo Adán va
donde la nueva Eva. El mal entró en el mundo a través de la mujer, y la Mujer
lo ha vencido. El Fruto de la Mujer ha desintoxicado a los hombres de la baba
de Lucifer. Ahora, si ellos quieren, pueden salvarse. Ha salvado a la mujer que
tan frágil quedó después de la mortal herida.
Y después de a la
Pura -a la que por derecho de santidad y maternidad es justo que vaya el
Hijo-Dios-me presento a la mujer redimida, a la que es cabeza, representante de
todas las femeniles criaturas a que he venido a liberar de la presa de la
lujuria. Para que les diga a ellas que se acerquen a mí para curarse; que
tengan fe en mí: que crean en mi Misericordia que comprende y perdona; que para
vencer a Satanás, que atormenta su carne, miren a mi Carne adornada con las
cinco heridas.
No dejo que ella me
toque. Ella no es la Pura, que puede tocar sin contaminar al Hijo que vuelve al
Padre. Mucho debe purificar todavía con la penitencia. Pero su amor merece este
premio. Ella ha sabido resucitar por su voluntad del sepulcro de su vicio;
estrangular a Satanás, que la tenía apresada; desafiar al mundo por amor a su
Salvador; ha sabido despojarse de todo lo que no fuera amor; ha sabido ser sólo
amor que se consume por su Dios. Y Dios la llama: “María”. Oye cómo responde:
“¡Rabbuní!”. En ese grito está su corazón.
A ella, que lo ha
merecido, le doy el encargo de ser la mensajera de la Resurrección. Y una vez
más sufrirá el escarnio, leve escarnio, como si delirara. Pero no le importa
nada a María de Magdala, a María de Jesús, el juicio de los hombres. Me ha
visto resucitado, y ello le produce una alegría que calma todo otro
sentimiento.
¿Ves cómo amo a
quien fue culpable, pero quiso salir de la culpa? Ni siquiera es a Juan al
primero que me aparezco. Me aparezco a la Magdalena. Juan había recibido ya de
mí el grado de hijo. Podía recibirlo, porque era puro y podía ser hijo no sólo
espiritual, sino también dador y receptor -a la Pura y de la Pura de Dios del
cuidado o necesidades que están ligados a la carne.
Magdalena, la
resucitada a la Gracia, tiene la primera visión de la Gracia Resucitada.
Cuando me amáis
hasta el punto de vencer todo por mí, Yo tomo vuestra cabeza y vuestro corazón
enfermos entre mis manos traspasadas y espiro en vuestro rostro mi Poder. Y os
salvo, os salvo, amados hijos. Y de nuevo aparecéis hermosos, sanos, libres,
felices; volvéis a ser los amados hijos del Señor; hago de vosotros los
portadores de mi Bondad en medio de los indigentes seres humanos, aquellos que
les dais a ellos testimonio de mi Bondad, para convencerlos de ella y de mí.
Tened, tened, tened fe en Mí. Tened amor. No temáis. Que os infunda
seguridad en el Corazón de vuestro Dios todo lo que ese Corazón ha padecido para
salvaros.
¿Quién
es MARIA VALTORTA?
María Valtorta nació
en Italia en 1897 y murió en 1961 sin haber jamás visitado la Tierra Santa ni
cursado estudios teológicos. Sin embargo, entre los años 1943 y 1950, escribió
extensamente sobre temas de religión. Su mas conocida obra, El Poema del Hombre
Dios, de 5 volúmenes, relata la vida de Jesús y de María Santísima. Es, sin
embargo, objeto de controversia y se deben leer con cautela.
El Cardenal Ratzinger,
del 17 de abril de 1993 (Prot. N. 144/58i):
"Las
"visiones" y "dictados" referidos en el trabajo, El Poema
del Hombre-Dios, son simplemente la forma literaria utilizada por el autor para
narrar en su propia forma la vida de Jesús. No pueden ser consideradas de
origen sobrenatural"
Opina El Padre
Gabriele M. Allegra, misionero franciscano y estudioso de la Biblia, reconocido
traductor de la Biblia al Chino, Macao/Hong-Kong (1970), que fue proclamado
«venerable» en tiempo reciente y «beato» en estos días, exactamente el 29 de
Septiembre de 2012, escribió en 1968 a propósito de esta Obra: “Esta Obra
maestra de la literatura religiosa italiana, o quizás sea más justo decir, de
la literatura cristiana mundial, está expresada a través de dones naturales
unidos en armónica conjunción a dones místicos… El dedo de Dios está aquí. En
cuanto a justificación teológica para un libro tan convincente, tan
carismático, tan extraordinario, aun desde el punto de vista meramente humano,
como lo es «El Evangelio como me ha sido revelado» de María Valtorta, encuéntrelo
en la Primera Epístola de San Pablo a los Corintios 14,6”.