Visiones de la Beata Maria Valtorta

Breve biografia de Maria Valtorta:

María nació en Caserta, Italia, el 14 de marzo de 1897, hija de un militar. Sufrió a lo largo de su vida el fuerte carácter de su madre, y muchas tribulaciones que purificaron su alma. Hacia el año 1942, por mediación de un sacerdote de la Orden de los Siervos de María, que durante cuatro años fue su director Espiritual, María empieza a escribir y describir sus visiones y dictados celestiales. En poco tiempo se transformó en un instrumento dócil, a través del cual Dios nos entregó revelaciones en cantidad: en medio de dolores y enfermedad María escribió quince mil páginas de cuaderno. Ella misma reconoció que no dispuso de medio humano alguno para elaborar sus escritos: absolutamente todo le fue dictado o revelado en visiones, que ella transcribió en sus escritos. Esta obra maestra, monumento de doctrina y literatura, es una colección de varios tomos denominada Poema de El Hombre-Dios.

María Valtorta sufrió en vida muchas tribulaciones, tristezas y enfermedades. Y luego de fallecida, su obra continuó con su sufrimiento, ya que resultó controvertida para parte de la iglesia. Pero como ocurre casi siempre con las obras de Dios, finalmente se impuso a toda adversidad y culminó siendo aprobada oficialmente. De este modo El Hombre-Dios llega a nosotros, para que gocemos con su lectura y podamos aprender sobre la etapa humana del propio Dios: nuestro Señor Jesucristo se nos presenta junto a Su Madre en forma tangible, accesible a nuestro pobre entendimiento humano.


El Evangelio como me fue revelado:





EL PADRENUESTRO

 Dictado por Jesús a  María Valtorta

7 de julio de 1943


Dice Jesús:

“En el Pater noster está la perfección de la oración.

Observa: ningún acto está ausente en la brevedad de la fórmula. Fe, esperanza, caridad, obediencia, resignación, abandono, petición, contrición, misericordia, están presentes. Diciéndola, oráis con todo el Paraíso, durante las cuatro primeras peticiones, después, dejando el Cielo, que es la morada que os espera, volvéis sobre la tierra, permaneciendo con los brazos alzados hacia el Cielo para implorar por las necesidades de aquí abajo y para pedir ayuda en la batalla que hay que vencerse para volver allá arriba.


“Padre nuestro que estás en los cielos”.

¡Oh María! Sólo mi amor podía deciros: decid: “Padre nuestro”. Con esta expresión os he investido públicamente con el título sublime de hijos del Altísimo y hermanos míos. Si alguno, aplastado por la consideración de su nulidad humana, puede dudar de ser hijo de Dios, creado a su imagen y semejanza, pensando en esta palabra mía no puede ya dudar. El Verbo de Dios no yerra y no miente. Y el Verbo os dice: decid: “Padre nuestro”.

Tener un padre es algo dulce y una gran ayuda. Yo, en el orden material, he querido tener un padre sobre la tierra para tutelar mi existencia de niño, de muchacho, de joven. Con esto he querido enseñaros, sea a los hijos que a los padres, cuán grande sea la figura moral del padre. Pero tener un Padre de perfección absoluta, cual es el Padre que está en los Cielos, es dulzura de las dulzuras, ayuda de las ayudas. Mirad a este Padre–Dios con temor santo, pero siempre más fuerte que el temor sea el amor agradecido por el Dador de la vida en la tierra y en el cielo.


“Santificado sea tu Nombre”.

Con el mismo movimiento de los serafines y de todos los coros angélicos, a los cuales y con los cuales os unís al exaltar el nombre del Eterno, repetid esta exultante, agradecida, justa alabanza al Santo de los Santos. Repetidla pensando en Mí que antes que vosotros, Yo, Dios hijo de Dios, la he dicho con suma veneración y con sumo amor. Repetidla en la alegría y en el dolor, en la luz y en las tinieblas, en la paz y en la guerra. Bienaventurados los hijos que nunca han dudado del Padre y siempre, en cada circunstancia, han sabido decirle: “¡Bendito sea tu Nombre!”.


“Venga tu Reino”.

Esta invocación debería ser el latido del péndulo de toda vuestra vida, y todo debería gravitar sobre esta invocación al Bien. Porque el Reino de Dios en los corazones, y desde los corazones en el mundo, querría decir: Bien, Paz, y todas las demás virtudes. Escandid por ello vuestra vida de innumerables imploraciones por la llegada de este Reino. Pero imploraciones vivas, es decir actuar en la vida aplicando vuestro sacrificio de cada momento, porque actuar bien quiere decir sacrificar la naturaleza, con esta finalidad.


“Hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo”.

El Reino del Cielo será de quien ha hecho la Voluntad del Padre, no de quien haya acumulado palabras sobre palabras, y después se ha rebelado al querer del Padre, mintiendo a las palabras antes dichas. También aquí os unís a todo el Paraíso que hace la Voluntad del Padre. Y si tal Voluntad la hacen los habitantes  del Reino, ¿no la haréis vosotros para haceros, a su vez, habitantes de allá arriba? ¡Oh! ¡alegría que os ha sido preparada por el amor uno y trino de Dios! ¿Cómo podéis vosotros no afanaros con perseverante voluntad para conquistarla?

Quien hace la Voluntad del Padre vive en Dios. Viviendo en Dios no puede errar, no puede pecar, no puede perder su morada en el Cielo, porque el Padre no os hace hacer más que lo que es el Bien, y que, siendo Bien, salva del pecar, y conduce al Cielo. Quien hace suya la Voluntad del Padre, anulando la propia, conoce y gusta ya en la tierra la Paz que es la dote de los bienaventurados. Quien hace la Voluntad del Padre, matando la propia voluntad perversa y pervertida, ya no es un hombre: ya es un espíritu movido por el amor y viviente en el amor.

Debéis, con buena voluntad, arrancar de vuestro corazón vuestra voluntad y poner en su lugar la Voluntad del Padre.

Después de haber provisto a las peticiones para el espíritu, porque sois pobres, vivientes entre las necesidades de la carne, pedís el pan a Aquel que provee de alimento a los pájaros del aire y de vestido a los lirios del campo. 

“Danos hoy nuestro pan cotidiano”.

He dicho hoy y he dicho pan. Yo no digo nunca nada inútil.

Hoy. Pedid día tras día las ayudas al Padre. Es medida de prudencia, justicia, humildad.

Prudencia: si lo tuvierais todo de una vez, desperdiciaríais mucho. Sois eternos niños y caprichosos por añadidura. Los dones de Dios no deben desperdiciarse. Además, si lo tuvierais todo, olvidaríais a Dios.

Justicia: ¿Por qué deberíais tenerlo todo de una vez cuando Yo tuve, día a día, la ayuda del Padre? ¿Y no sería injusto pensar que está bien que Dios os dé todo junto, pensando por los adentros con cuidado humano que, nunca se sabe, está bien tenerlo hoy todo en el temor de que mañana Dios no dé? La desconfianza, vosotros no reflexionáis en esto, es un pecado. No hay que desconfiar de Dios. Él os ama con perfección. Es el Padre perfectísimo. Pedirlo todo junto choca con la confianza y ofende al Padre.

Humildad: el deber pedir día a día os refresca en la mente el concepto de vuestra nada, de vuestra condición de pobres, y del Todo y de la Riqueza de Dios.

Pan. He dicho “pan” porque el pan es el alimento–rey, el indispensable para la vida. Con una palabra y en la palabra he encerrado, para que las pidierais todas, todas las necesidades de vuestra permanencia terrena. Pero al igual que son distintas las temperaturas de vuestra espiritualidad, así son distintas las extensiones de la palabra.

“Pan–alimento” para quienes tienen una espiritualidad embrional hasta el punto de que es ya mucho si saben pedir a Dios el alimento para saciar su vientre. Hay quien no lo pide y lo toma con violencia, maldiciendo a Dios y a los hermanos. Éste es mirado con ira por el Padre porque pisotea el precepto del que proceden los demás: “Ama a tu Dios con todo tu corazón, ama a tu prójimo como a ti mismo”.

“Pan–ayuda” en las necesidades morales y materiales para quien no vive sólo para el vientre, sino sabe vivir también para el pensamiento, teniendo una espiritualidad más formada.

“Pan–religión” para aquellos que, aún más formados, anteponen a Dios a las satisfacciones del sentido y del sentimiento humano y ya saben mover las alas en lo sobrenatural.

Pan–espíritu, pan–sacrificio” para quienes, alcanzada la edad plena del espíritu, saben vivir en el espíritu y en la verdad, ocupándose de la carne sólo cuanto es estrictamente necesario para continuar existiendo en la vida mortal, hasta que sea la hora de ir a Dios. Éstos ya se han cincelado a sí mismos sobre mi modelo y son copias vivientes de Mí, sobre las cuales el Padre se inclina con abrazo de amor.


“Perdónanos nuestras deudas como nosotros las perdonamos a nuestros deudores”.

No hay, en el número de los creados, ninguno, excepto mi Madre, que no haya tenido que hacerse perdonar por el Padre culpas más o menos graves según la propia capacidad de ser hijos de Dios.

Rogad al Padre que os borre del número de sus deudores. Si lo hacéis con ánimo humilde, sincero, arrepentido, inclinaréis al Eterno a vuestro favor.

Pero condición esencial para lograrlo, para ser perdonados, es perdonar. Si sólo queréis y no dais piedad a vuestro prójimo, no conoceréis perdón del Eterno. Dios no ama a los hipócritas y a los crueles, y aquel que rehúsa perdonar al hermano rechaza el perdón del Padre para sí mismo.

Considerad además que, por cuanto podáis haber sido heridos por vuestro prójimo, vuestras heridas a Dios son infinitamente más graves. Que este pensamiento os impulse a perdonarlo todo como Yo perdoné por mi Perfección y para enseñaros a vosotros el perdón.


“No nos dejes caer en tentación y líbranos del mal”.

Dios no os induce en tentación. Dios os tienta solamente con dones de Bien, y para atraeros a Sí. Vosotros, interpretando mal mis palabras, creéis que ellas quieran decir que Dios os induce en tentación para probaros. No El buen Padre que está en los Cielos lo permite el mal, pero no lo crea. Él es el Bien del que brota todo bien. Pero el Mal existe. Existió desde el momento en que Lucifer se levantó contra Dios. A vosotros os corresponde hacer del Mal un Bien, venciéndolo e implorando al Padre las fuerzas para vencerlo.

He aquí lo que pedís en la última petición. Que Dios os dé tanta fuerza como para saber resistir a la tentación. Sin su ayuda la tentación os podría porque es astuta y fuerte, y vosotros sois torpes y débiles. Pero la Luz del Padre os ilumina, pero la Potencia del Padre os fortalece, pero al Amor del Padre os protege, por lo cual el Mal muere y vosotros os quedáis liberados de él.

Esto es cuanto pedís con el Pater que Yo os he enseñado. En él está todo comprendido, todo ofrecido, todo pedido de cuanto es justo que sea pedido y dado. Si el mundo supiera vivir el Pater, el Reino de Dios estaría en el mundo. Pero el mundo no sabe orar. No sabe amar. No sabe salvarse. Sólo sabe odiar, pecar, condenarse.

Pero Yo no he dado y hecho esta oración para el mundo que ha preferido ser reino de Satanás. Yo he dado y he hecho esta oración para aquellos que el Padre me ha dado porque son suyos, y la he hecho para que sean uno con el Padre y conmigo desde esta vida, para alcanzar la plenitud de la unión en la otra”.

EL Avemaría


 Dictado por Jesús a  María Valtorta
 Dice Jesús:

“Bienaventurados los labios y los pueblos en los que se pronuncia: “Dios te salve, María”.



Salve: yo te saludo. El más pequeño al mayor, el niño al padre, el inferior al superior, están obligados, en la ley de educación humana, a decir a menudo un saludo respetuoso, debido, amoroso, según los casos. Mi hermano no debe negar este acto de amor reverencial a la Madre perfecta que tenemos en el Cielo.

Dios te salve, María. Es un saludo que limpia los labios y el corazón porque ¡no se pueden decir esas palabras, con atención y sentimiento, sin sentirse ser un poco mejores! Es como el acercarse a una fuente de luz angélica o a un oasis hecho de lirios en flor.

Salve, la palabra del ángel que se os concede para saludar a Aquella que saludan con amor las Tres Personas eternas, la invocación que salva, tenedla siempre mucho en los labios. Pero no como un movimiento automático del que se excluya el alma, sino más bien como movimiento del espíritu que se inclina ante la realeza de María y se abre hacia su corazón de Madre.

Si supierais decir con verdadero espíritu estas palabras, incluso sólo estas dos palabras, seríais más buenos, más puros, más caritativos. Porque entonces los ojos de vuestro espíritu estarían fijos en María y su santidad os entraría en el corazón a través de esa contemplación. Si lo supierais decir nunca estaríais desolados. Porque Ella es la fuente de las gracias y de la misericordia. Las puertas de la misericordia divina se abren ya no sólo con el impulso de la mano de mi Madre, sino hasta con su simple mirada.

Vuelvo a decirlo: bienaventurados los labios y los pueblos en los que se pronuncia: Dios te salve, María. Pero donde se pronuncia como se debe. Porque si es cierto que de Dios nadie se burla, también lo es que a María no se le engaña.

Recordad siempre que Ella es la Hija del Padre, la Madre del Hijo, la Esposa del Espíritu Santo, y que su fusión con la Trinidad es perfecta. Por eso Ella posee las potencias, las inteligencias, las sabidurías de su Señor. Y las posee con plenitud absoluta.

Es inútil ir a María con el alma sucia de corrupción y de odio. Ella es vuestra Madre y sabe curar vuestras heridas, pero quiere que en vosotros esté al menos el deseo de sanar de ellas.

¿De qué sirve dirigirse a María, la Purísima, si dejando su altar, o acabando de pronunciar su nombre, vais a cometer pecado de carne o a proferir palabras de blasfemia? ¿De qué sirve dirigirse a María, la Piadosa, si inmediatamente después, más aún si al mismo tiempo, tenéis en el corazón rencores y en los labios maldiciones hacia los hermanos? ¿Qué salvación puede daros esta Salvadora, si vosotros destruís vuestra salvación con vuestra voluntad perversa?

Todo es posible para la Misericordia de Dios y para la potencia de María, pero ¿para qué arriesgar la vida eterna esperando obtener la buena voluntad del arrepentimiento en la hora de la muerte? ¿No sería mejor, dado que no sabéis cuándo será vuestra llamada a mis puertas, ser verdaderos amigos de María durante toda la vida y tener así la garantía de la salvación?

Porque, lo repito, la amistad con María es causa de perfección porque infunde y comunica las virtudes de la Amiga elegida, que Dios no ha desdeñado y os ha concedido como corona de la obra de redención de su Hijo. Yo, Cristo, os he salvado con el Dolor y la Sangre; Ella, María, con el Dolor y con su llanto, y quisiera salvaros con su Amor y su sonrisa”.

“Dios no ha mandado a su ángel para decir “salve” sólo a María. Dios os saluda, ¡oh hijos queridísimos!, con sus atenciones, Dios os manda como ángeles sus santas inspiraciones, Dios os trae sus bendiciones de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. Siempre estáis rodeados de las ondas amorosas y providentes del pensamiento de Dios.

¿Cómo es posible, entonces, que no advirtáis nada o tan poco? ¿Cómo es que no vivís en justicia y santidad? Porque estáis impermeabilizados al influjo de la gracia, porque os habéis vuelto refractarios a la acción del amor por vuestra voluntad contraria al Bien.

Gabriel dijo a María: “Salve”, y el sonido de la voz angélica llevó, sobre la ya inundada de gracia, una nueva onda de gracia. La luz vivísima de su espíritu inmaculado tocó la cima de la luminosidad porque la correspondencia del espíritu de María fue perfecta.

Humildad, diligencia, pudor, oración..., ¿qué podría encontrar, que no fuera excelso, la palabra angélica para convertirse en la primera chispa del incendio de la Encarnación? Grande fue el don de la preservación de la culpa original, que el Eterno había hecho a la elegida para ser el primer sagrario del Cuerpo del Hijo. ¡Pero cuánta, cuánta, cuánta correspondencia en María!

Si hubieran sido donados a otra criatura, no digo ya los dones secretos que sólo Dios sabía que había dado, sino los dones evidentes, de los que uno se da cuenta –tal como inteligencia suma, instrucciones sobrenaturales, ardientes contemplaciones, y hablo sólo de los dones morales y espirituales– ¿cómo no se habría gloriado de tanto don, al menos en algunos momentos, aquella criatura?

Pues no, en María no hubo nada de esto. Cuanto más la alzaba Dios hacia su trono más aumentaban en Ella gratitud, amor y humildad. Cuanto más le daba Dios a entender que se había extendido sobre Ella la mano divina para protección contra la acechanza del mal, más aumentaba en Ella la vigilancia contra el mal.

María no ha cometido la equivocación que hace caer a tantas almas dotadas de la capacidad de perfección, o sea, nunca ha dicho: “Siento que Dios vela por mí, siento que Dios me ha elegido. A Él le dejo el quehacer de defenderme del Enemigo”. No. María, aún reconociendo la obra de Dios en Ella, actuó como si fuese la más desamparada, en dones espirituales, de las criaturas. Desde el alba hasta el atardecer, e incluso en su sueño virginal velado por los ángeles, su alma permanecía vigilante.

No creáis que la tentación haya escatimado a María. El Tentador no me ha escatimado a Mí; con doble razón no lo hizo con Ella. Doble razón. La primera de ellas: María era sin mancha pero continuaba siendo criatura, Yo era Dios. La segunda: era más importante para Lucifer corromper el seno de la mujer que habría traído a Cristo, que no el atacar al mismo Cristo.

Él, el Astuto, sabía que el Verbo se habría hecho carne, por una fusión de espíritu con Espíritu, en un seno que no hubiera albergado ningún pecado. Ningún pecado, repito. Si, desde Eva en adelante, hubiera logrado inducir en tentación a todas las mujeres, estaba seguro de que nunca habría sido vencido por el Vencedor eterno.

Sólo una le ha resistido siempre: María. Y sólo Uno sabe qué bordado, qué filigrana de seducción desplegó Lucifer alrededor de María para agitar y empañar su superangélica alma. Ese Uno que lo sabe es Dios. Y dado que algunos secretos son demasiado grandes para vosotros, no os lo dirá. Por el esplendor de María en el Cielo entenderéis la grandeza de su alma. Grandeza conseguida por su voluntad, y que habría sido grandísima incluso sin los supremos auxilios, tanto quiso ser santa por amor a su Dios.

Bien con razón pudo por tanto decir el Ángel: “Llena de gracia”. Sí, llena de gracia. La Gracia estaba en Ella. La Gracia o sea Dios, y la gracia o sea el don de Dios, que Ella sabía hacer fructificar al mil por ciento.

Esto es lo que se requiere, hijos, para lograr que las cosas celestiales hagan concebir en vosotros a Cristo: vuestra adhesión a la gracia, vuestro aspirar a la gracia. El cuerpo debe aspirar aire y alimento para vivir. El alma debe aspirar la gracia para vivir. Sucede entonces que la Luz desciende donde puede encarnarse y Cristo nace místicamente en vosotros como nació realmente en María.

Dios te salve, María, llena eres de gracia. Miradle todos vosotros, cristianos, tan distintos del primer Hijo de María, miradle sobre todo vosotras, mujeres, tan distintas de Ella, y aprended, y pensad que el camino hacia las mil caras del mal lo habéis abierto vosotras con vuestra carnalidad contraria a la vida de la gracia en las criaturas, sin la que el hombre se hace un demonio y el mundo un infierno”.



“El Señor es contigo”.

El Señor está siempre con quien tiene el alma en gracia. Dios no se aleja ni siquiera cuando se acerca el Tentador. Dios se aleja sólo cuando la criatura cede al Tentador y corrompe su alma. Entonces Dios se retira porque Él no puede cohabitar con el Enemigo. Se retira y como un Padre, no airado sino dolorido, espera a que llegue el arrepentimiento al corazón de la criatura y ésta reanude el lazo de amor con el Padre.

Dios quisiera estar siempre con vosotros. Si todos vuestros ángeles, numerosos como las estrellas en el cielo, pudieran saludaros con las palabras: “El Señor es contigo”, la alegría de vuestro Señor sería completa porque Nosotros deseamos estar con vosotros y para esto os hemos creado.

María estaba con Dios y Dios estaba con María. Las dos perfecciones se atraían y se unían con un incesante movimiento de afectos. La Perfección infinita de Dios descendía, con un gozo inconcebible para vosotros mortales, a poseer esta criatura. La perfección humana de María –la única de los hijos del hombre que siempre haya sido perfecta– se lanzaba al encuentro de la Perfección divina para poder vivir.

Sí, el estar con Dios era la vida de María y en la hora del terrible dolor del Calvario y del Sepulcro, cuando los Cielos se cerraron sobre el Moribundo y sobre la Traspasada, la privación de Dios fue, de las siete espadas, la más inflamada y penetrante, toque insuperable para el edificio de dolor requerido por la Redención.

Yo he tocado el ápice del dolor completo desde el Getsemaní hasta la hora nona; María ha tocado el ápice del dolor, también completo en Ella aunque no haya sido crucificada materialmente, desde el Calvario hasta el momento de la Resurrección. Y el motivo de tal inmenso dolor es sólo uno: ser privados de la unión con Dios.

También para vosotros debería ser así. Pero al hombre ahora le parece gravosa la unión con Nosotros y no siente cuán mísero es cuando está privado de Nosotros. Miseria, ceguera, locura, muerte, ésta es la pérdida de la unión con vuestro Señor. ¡Y nunca os ocupáis de ello!

Si perdéis algunas monedas, un objeto, la salud, un empleo, un animal, os ponéis en movimiento para encontrarlos y utilizáis todos los medios humanos y sobrenaturales para lograr este fin. Sí, para encontrar algo limitado y caduco sabéis orar. Pero cuando perdéis a Dios no lo buscáis. No os dirigís a mis Santos para que os ayuden a encontrar el camino de Dios, no utilizáis los cuidados humanos para frenar vuestros impulsos. Os parece poca cosa perder la unión con Dios. Y es lo esencial.

María no se separó nunca de Dios. Los espíritus permanecieron fundidos en un abrazo de amor que tuvo su coronación en el Cielo. Esta unión fue la fuerza principal de María, como hija de Adán, porque en ella encontraba la coraza para volverse intocable ante el aguijón del Tentador.

Quien está con Dios no es que no vea el mal que, como asqueroso indumento o repugnante enfermedad, recubre a tantas criaturas. Lo ve, más aún, con mayor claridad que muchos otros, pero su visión no corrompe nada. El mal no entra por los ojos para excitar los instintos encubiertos en la carne o los malvados movimientos de la mente. Esto sucede sólo en quienes, separados de Dios, tienen en sí como huésped al Enemigo.

El que está unido con Dios está lleno de Dios, y cualquier otra cosa que no sea Dios permanece en la superficie, viento que encrespa levemente la superficie del ánimo y no entra para trastornar el interior. Y no sólo esto. El que está unido con Dios, verdaderamente unido con Dios, en vez de absorber el exterior en sí, difunde el interior sobre los prójimos: difunde, pues, el Bien, a Dios.

Sí, es justamente así: quien está con Dios tiene un poder irradiante, mucho más potente que el de muchos cuerpos del universo, sobre los cuales el hombre ha cansado su mente y alzado un monumento de orgullo. Y sobre todo tiene un poder sobrenaturalmente útil, porque quien lleva en sí mismo al Santo de los santos, y vive de Él, lo comunica a los demás. Es lo que hace decir: “Éste es un santo”.

María ha poseído la unión con Dios a la perfección y ha tendido con todas sus fuerzas a fundirse cada vez más con Él. Se podría decir que María se anuló en Dios, de tanto como vivió sólo de Él.

He dicho: “María encontró aquí la fuerza principal para volverse intocable”. No entendáis las cosas al revés. María, la Humildísima, no osaba pensar, ni por lo más remoto, que era la criatura perfecta. Ella ignoraba su destino y su condición inmaculada. Conoció el misterio por las palabras de Gabriel y en el abrazo nupcial con el Espíritu Eterno. Pero durante su juventud, edad llena de acechanzas, repito: encontró la fuerza en la unión con Dios. La quiso encontrar a toda costa porque habría preferido cien veces morir antes que salir un instante del halo de Dios.

Yo quisiera que, más que cumplir tantos preceptos, más o menos piadosos, especialmente mis dilectos, y también los otros, tendieran a este precepto soberano de la unión conmigo. Sencilla, y realmente oración, esta oración, inflamado el corazón, casto el cuerpo, honesto el pensamiento, todo en vosotros se haría santo y bueno, y la tierra conocería los días nuevos en los que los ángeles podrían saludar a los hombres con las palabras: “El Señor es con vosotros”.



“Bendita tú eres entre todas las mujeres”.

Esta bendición que vosotros pronunciáis de cualquier manera o que ni siquiera decís a Aquella que con su sacrificio ha iniciado la Redención, resuena continuamente en el Cielo, pronunciada con amor infinito por nuestra Trinidad, con inflamada caridad por los salvados por nuestro sacrificio y por los coros angélicos. Todo el Paraíso bendice a María, obra maestra de la Creación universal y de la Misericordia divina.

Aunque toda la obra del Padre para crear la Tierra de la nada sólo hubiera servido para acoger a María, la obra creadora hubiese tenido su razón de ser, porque la perfección de esta Criatura es tal que es testimonio no sólo de la sabiduría y del poder, sino también del amor con el que Dios ha creado el mundo.

Habiendo dado en cambio, la creación terrestre, a Adán y a la raza de Adán, María testimonia el gran amor misericordioso de Dios hacia el hombre, porque a través de María, Madre del Redentor, Dios ha obrado la salvación del género humano. Yo soy el Cristo porque María me ha concebido y me ha dado al Mundo.

Vosotros me diréis que como Dios podía superar la necesidad de hacerme carne en el seno de una mujer. Es cierto, todo lo podía. Pero pensad qué ley de orden y de bondad hay en mi anonadamiento en aspecto mortal.

La culpa cometida por el hombre debía de ser descontada por el hombre y no por la divinidad no encarnada. ¿Cómo habría podido la Divinidad, Espíritu incorpóreo, redimir con el sacrificio de Sí misma las culpas de la carne? Era necesario, por tanto, que Yo, Dios, pagase con el tormento de una Carne y de una Sangre inocentes, nacidas de una inocente, las culpas de la carne y de la sangre.

Mi mente, mi sentimiento, mi espíritu habrían sufrido por vuestras culpas de mente, de sentimiento y de espíritu. Pero para ser Redención de todas las concupiscencias inoculadas por el Tentador en Adán y en sus descendientes, debía, el Inmolado por todas, estar dotado de una naturaleza similar a la vuestra, hecha digna, por la Divinidad escondida en ella, de ser dada en rescate a Dios, como una gema de infinito valor sobrenatural escondida bajo una apariencia común y natural.

Dios es orden y Dios no viola y no violenta el orden, salvo en casos excepcionales, juzgados útiles por su Inteligencia. No era éste el caso de mi Redención.

No debía cancelar tan sólo la culpa desde el momento en que se cometió hasta el del sacrificio y anular en los futuros los efectos de la culpa haciéndoles nacer, como Adán antes de cometerla, ignorantes del mal. No. Yo debía reparar la Culpa y las culpas de toda la humanidad con un sacrificio total, dar a la humanidad ya extinguida la absolución de la culpa, a la entonces viviente y a la futura el medio para ser ayudada a resistir el mal y para ser perdonada por el mal que su debilidad le habría inducido a cometer.

Por eso mi sacrificio debía de ser tal que presentara todos los requisitos necesarios, y así podía ser tan sólo en un Dios hecho hombre: hostia digna de Dios, medio comprendido por el hombre. Además Yo venía a traer la Ley.

Si no se hubiera dado mi Humanidad, ¿cómo habríais podido creer, vosotros, pobres hermanos míos, si tanto os cuesta creer en Mí que he vivido durante 33 años en la tierra, Hombre entre los hombres? ¿Y cómo podía aparecer ya adulto ante pueblos hostiles o ignorantes persuadiéndoles de mi naturaleza y de mi doctrina? Entonces habría aparecido ante los ojos del mundo como un espíritu que hubiera tomado aspecto de hombre, pero no como un hombre que nació y murió derramando sangre verdadera por las heridas de una verdadera carne –y esto como prueba de ser hombre–que resucitó y subió al Cielo con su cuerpo glorificado y esto como prueba de ser Dios que vuelve a su morada eterna.

¿No es más dulce para vosotros el pensar que soy realmente vuestro hermano, con el destino de las criaturas que nacen, viven, sufren y mueren, que no el pensarme como espíritu superior a las exigencias de la humanidad?

Por tanto era necesario que una mujer me generase según la carne, después de haberme concebido por encima de la carne, porque de ninguna unión de criaturas, por santas que fueran, podía ser generado el Dios–Hombre, sino sólo de un desposorio entre la Pureza y el Amor, entre el Espíritu y la Virgen, creada sin mancha para ser matriz de la carne de un Dios, la Virgen cuyo pensamiento era el gozo de Dios antes de que existiese el tiempo, la Virgen en la que se compendia la Perfección creadora del Padre, alegría del Cielo, salvación de la Tierra, flor de la Creación más hermosa que todas las flores del Universo, astro vivo ante el cual los soles creados por mi Padre parecen apagados”.



“Bendito el fruto de tu vientre”.

La maternidad divina y virginal hace a María inferior sólo a Dios.

Pero no os detengáis a mirar solamente la gloria de María. Pensad cuánto le costó conseguir esa gloria. Es necio quien mira a Cristo a la luz de la resurrección y no medita sobre el Redentor moribundo en las tinieblas de Viernes santo. No habría tenido resurrección si no hubiera padecido la muerte, y no habría cumplido la Redención si no hubiera tenido el martirio. Necio quien piensa en la gloria de María y no medita en cómo llegó Ella a la gloria. El fruto de su seno, Yo, Cristo Verbo de Dios, ha desgarrado su seno.

Y no entendáis mal mis palabras. No lo he desgarrado humanamente. Ella era superior a las miserias humanas, sobre Ella no recaía la condena de Eva, pero no era superior al Dolor. Y el Dolor grande, mayúsculo, soberano, ilimitado, ha penetrado en Ella con la violencia de un meteoro que cae del Cielo en el momento mismo en que conoció el éxtasis del abrazo con el Espíritu creador.

Beatitud y dolor han estrechado en un único lazo el corazón de María en el instante de su altísimo “fiat” y de su castísimo desposorio. Beatitud y dolor se fundieron en una cosa sola como Ella se había convertido en una cosa sola con Dios. Llamada a una misión de redentora, el dolor superó desde el primer momento a la beatitud. Ésta le vino en su Asunción.

Unida al Espíritu de sabiduría, a su espíritu se le reveló el futuro que le estaba reservado a su criatura, y ya no hubo más alegría, en el sentido habitual de la palabra, para María.

A cada hora que pasaba, mientras que me formaba tomando vida de su sangre de madre–virgen, y escondido en lo profundo mantenía inenarrables intercambios de amor con mi Madre, un amor y un dolor sin parangón se alzaban, como olas del mar en tempestad, en el corazón de María y la flagelaban con su potencia.

El corazón de mi Madre conoció la incisión de las espadas del dolor desde el momento en el que la Luz, dejando el centro del Fuego Uno y Trino, penetró en Ella iniciando la Encarnación de Dios y la Redención del hombre; y ese tajo siguió creciendo durante la santa gestación: Sangre divina que se formaba con una fuente de sangre humana, Corazón del Hijo que latía al ritmo del corazón de la Madre, carne eterna que se formaba con la carne inmaculada de la Virgen.

Mayor fue el dolor en el momento en que nací para ser Luz de un mundo en tinieblas. La beatitud de la madre que besa a su criatura se cambió, en María, en la certeza de la Mártir que sabe que su martirio está cercano.

Bendito el fruto de tu vientre.

Sí. Pero Yo he tenido que dar todo el dolor a ese seno que merecía toda la alegría destinada a un Adán sin culpa. Y por vosotros. Por vosotros la pena de consternar a José. Por vosotros el sobreparto entre tanta desolación. Por vosotros la profecía de Simeón que retorció el filo de la espada en la herida, remachando y agudizando el corte. Por vosotros la fuga a tierra extranjera, por vosotros las ansias de toda la vida, por vosotros las preocupaciones de saberme evangelizando y perseguido por las castas enemigas, por vosotros el horror de la captura, el tormento de la múltiple tortura, la agonía de mi agonía, la muerte de mi muerte.

He sido recogido en el seno que me había llevado con tal piedad que no podía ser mayor; pero, en verdad, os digo que entre mi corazón parado, sin movimiento vital, y desgarrado por la lanzada, y el de la Afligidísima que me tenía en su seno, no había diferencia de vida y de muerte. El corazón de María y su seno estaban muertos como estaba muerto Yo, el Inocente.

Añadid a los milagros relacionados con la Redención, notorios y desconocidos, evidentes para todos o revelados a los privilegiados, también éste: el que María continuase en vida por obra del Eterno después de que su corazón fue destrozado, por y para el género humano, como el de su Hijo Jesús.

Vosotros, que no sabéis y no queréis soportar el dolor, ¿pensáis qué dolor habrá sido el de la Bendita, de la Inmaculada, de la Santa, llevar en sí un corazón desgarrado, muerto, abandonado, y ver recogido en su seno un cuerpo sin vida, destrozado, sangrante, lívido, que ha sido el cuerpo del Hijo, la Carne de su carne, la Sangre de su sangre, la Vida de su vida, el amor de su espíritu?

Vosotros me habéis recibido porque María ha aceptado, treinta y tres años antes que Yo, beber el cáliz de la amargura. En el borde de la copa en la que he bebido entre sudores de sangre, he encontrado el sabor de los labios de mi Madre, y el amargor de su llanto estaba fundido con la hiel de mi sacrificio. Y, creedlo, hacerla sufrir, a Ella que no merecía el dolor, ha sido para Mí lo más costoso. El abandono del Padre, el dolor de mi Madre, la traición del amigo en la que estaban todas las traiciones de los futuros, éstas son las cosas atrocísimas de mi dolor atroz de Redentor. La lanzada de Longinos en un órgano vital que estaba ya insensible para el dolor no tiene comparación.

Yo quisiera que por el dolor que ha destrozado a mi Madre por vosotros, vosotros le dierais amor. Amor grande, tiernísimo, de hijos hacia la más perfecta de todas las madres, la Madre que todavía no ha dejado de sufrir llorando lágrimas celestes sobre los hijos de su amor que rechazan la casa paterna y se hacen guardianes de bestias inmundas: los vicios, en vez de permanecer hijos de rey, hijos de Dios.

Y si se puede dar una norma, sabed que Yo, Dios, no considero que sea disminuirme el amar con infinito y venerante amor a mi Madre, de quien veo la naturaleza inmaculada, obra del Padre, pero también recuerdo la vida martirizada de Corredentora, sin la cual Yo no habría sido Hombre entre los hombres y vuestro eterno redentor”.



“Ahora y en la hora de la muerte”. Es la invocación que responde al “Líbranos del mal”. Vosotros no lo pensáis, pero es así. Os he dado una Madre además de un Padre y, si pedís al Padre que os libre del Mal, ¿no le diréis a la Madre que os mantenga alejada la muerte que es un mal?

Pensad con la mente elevada en Dios y pedid con la inteligencia de los hijos de Dios. No tenéis que preocuparos tanto por el mal y por la muerte en el sentido humano de la palabra, cuanto del Mal y de la Muerte en el sentido sobrenatural, el más verdadero, porque vuestra apariencia actual cesa, y vuestra morada actual se deja, pero más allá de este día os espera un futuro en el que os convertiréis en poseedores de lo que es vuestra parte verdadera.

Y ay de vosotros si por vuestra voluntad perversa escogéis la parte maldita. La muerte del espíritu no se pone sólo una vez en presencia de vuestra alma. Gira a vuestro alrededor durante toda vuestra jornada terrena, porque el dador de la Muerte no cesa ni siquiera un minuto de asediar su presa. No siempre os encontráis con esa vigilancia y esa fortaleza que vuelve inútiles las astucias del Enemigo. Vuestra debilidad os lleva a torpezas, vuestros apetitos carnales a deseos de alimentos en los que encontráis la muerte.

Pero tenéis una Madre en el cielo, una Madre que ve sobre vosotros la Sangre de su Hijo y que por esa Sangre os ama como auténticos hijos. Una Madre que es poderosa ante Dios por su triple condición de Hija, Esposa y Madre de Dios.

“Ahora”: que María ruegue por vuestro presente de hombres, acechado por tantos peligros. “Y en la hora de la muerte”: que ruegue por vosotros en el momento decisivo de la vida. “Y en la hora de la Muerte”: esto es, cuando vuestro espíritu pueda perecer asaltado por el Mal.

María es la Vencedora de Satanás. La Muerte verdadera, la del espíritu, no vendrá para quienes saben rezar a la Madre por la hora de la vida, por la hora de la tierra, por la hora de la tentación y por la hora de la Muerte.

La oración de María se hace escudo contra el ardor del sentido y del demonio, como niños bajo el velo de la madre, os hace crecer en Cristo y entrar en su Reino. Y si Cristo puede hacer resucitar a los muertos a la Gracia, María, realmente amada, impide que la Muerte os separe de su Hijo”. .
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