San Juan Diego
Vidente de la Virgen de Guadalupe
San Juan Diego Cuauhtlatoatzin,
fue el primer santo indígena católico de las Américas. Nativo de la ciudad de
México, a San Juan Diego se le concedió la milagrosa aparición de la Virgen
María de Guadalupe en cuatro ocasiones distintas en diciembre de 1531 en el
cerro del Tepeyac, en las afueras, (ahora dentro del área metropolitana de la
Ciudad de México).
Juan Diego
Cuauhtlatoatzin (que significa: Águila que habla o El que habla como águila),
un indio humilde, de la etnia indígena de los chichimecas, nació en torno al
año 1474, en Cuauhtitlán, que en ese tiempo pertenecía al reino de Texcoco.
Juan Diego fue bautizado por los primeros franciscanos, aproximadamente en
1524. En 1531, Juan Diego era un hombre maduro, como de unos 57 años de edad;
edificó a los demás con su testimonio y su palabra; de hecho, se acercaban a él
para que intercediera por las necesidades, peticiones y súplicas de su pueblo;
ya «que cuanto pedía y rogaba la Señora del cielo, todo se le concedía»
Juan Diego
fue un hombre virtuoso, las semillas de estas virtudes habían sido inculcadas,
cuidadas y protegidas por su ancestral cultura y educación, pero recibieron
plenitud cuando Juan Diego tuvo el gran privilegio de encontrarse con la Madre
de Dios, María Santísima de Guadalupe, siendo
encomendado a portar a la cabeza de la Iglesia y al mundo entero el mensaje de
unidad, de paz y de amor para todos los hombres; fue precisamente este
encuentro y esta maravillosa misión lo que dio plenitud a cada una de las
hermosas virtudes que estaban en el corazón de este humilde hombre y fueron
convertidas en modelo de virtudes cristianas; Juan Diego fue un hombre humilde
y sencillo, obediente y paciente, cimentado en la fe, de firme esperanza y de
gran caridad.
Poco después de haber vivido el
importante momento de las Apariciones de Nuestra Señora de
Guadalupe, Juan Diego se entregó plenamente al servicio de Dios y de su Madre,
transmitía lo que había visto y oído, y oraba con gran devoción; aunque le
apenaba mucho que su casa y pueblo quedaran distantes de la Ermita. Él quería
estar cerca del Santuario para atenderlo todos los días, especialmente
barriéndolo, que para los indígenas era un verdadero honor; como recordaba fray
Gerónimo de Mendieta: «A los templos y a todas las cosas consagradas a
Dios tienen mucha reverencia, y se precian los viejos, por muy principales que
sean, de barrer las iglesias, guardando la costumbre de sus pasados en tiempos
de su gentilidad, que en barrer los templos mostraban su devoción (aun los
mismos señores)».
Juan Diego
se acercó a suplicarle al señor Obispo que lo dejara estar en cualquier
parte que fuera, junto a las paredes de la Ermita para poder así servir todo el
tiempo posible a la Señora del Cielo. El Obispo, que estimaba mucho a Juan
Diego, accedió a su petición y permitió que se le construyera una casita junto
a la Ermita. Viendo su tío Juan Bernardino que su sobrino servía muy bien a
Nuestro Señor y a su preciosa Madre, quería seguirle, para estar juntos; «pero
Juan Diego no accedió. Le dijo que convenía que se estuviera en su casa, para
conservar las casas y tierras que sus padres y abuelos les dejaron».
Juan Diego
manifestó la gran nobleza de corazón y su ferviente caridad cuando su tío
estuvo gravemente enfermo; asimismo Juan Diego manifestó su fe al estar con el
corazón alegre, ante las palabras que le dirigió Santa María de Guadalupe,
quien le aseguró que su tío estaba completamente sano; fue un indio de una
fuerza religiosa que envolvía toda su vida; que dejó sus casas y tierras para
ir a vivir a una pobre choza, a un lado de la Ermita; a dedicarse completamente
al servicio del templo de su amada Niña del Cielo, la Virgen Santa María de
Guadalupe, quien había pedido ese templo para en él ofrecer su consuelo y su
amor maternal a todos los hombres y mujeres.
Juan Diego
tenía «sus ratos de oración en aquel modo que sabe Dios dar a
entender a los que le aman y conforme a la capacidad de cada uno, ejercitándose
en obras de virtud y mortificación». También se nos refiriere en el Nican
motecpana: «A diario se ocupaba en cosas espirituales y barría el templo.
Se postraba delante de la Señora del Cielo y la invocaba con fervor;
frecuentemente se confesaba, comulgaba, ayunaba, hacía penitencia, se
disciplinaba, se ceñía cilicio de malla y escondía en la sombra para poder
entregarse a solas a la oración y estar invocando a la Señora del cielo».
Toda persona que se acercaba a Juan
Diego tuvo la oportunidad de conocer de viva voz los pormenores del
Acontecimiento Guadalupano, la manera en que había ocurrido este
encuentro maravilloso y el privilegio de haber sido el mensajero de la Virgen de
Guadalupe; como lo indicó el indio Martín de San Luis cuando rindió su
testimonio en 1666: «Todo lo cual lo contó el dicho Diego de Torres Bullón a
este testigo con mucha distinción y claridad, que se lo había dicho y contado
el mismo Indio Juan Diego, porque lo comunicaba». Juan Diego se constituyó
en un verdadero misionero.
Cuando Juan
Diego se casó con María Lucía, quien había muerto dos años antes de las
Apariciones, habían escuchado un sermón a fray Toribio de Benavente en donde se
exaltaba la castidad, que era agradable a Dios y a la Virgen Santísima, por lo
que los dos decidieron vivirla; se nos refiere: «Era viudo: dos años antes
de que se le apareciera la Inmaculada, murió su mujer, que se llamaba María
Lucía. Ambos vivían castamente».
Como también lo testificó el P.
Luis Becerra Tanco: «el indio Juan Diego y su mujer María Lucía, guardaron
castidad desde que recibieron el agua del Bautismo Santo, por haber oído a uno
de los primeros ministros evangélicos muchos encomios de la pureza y castidad y
lo que ama nuestro Señor a las vírgenes, y esta fama fue constante a los que
conocieron y comunicaron mucho tiempo estos dos casados». Aunque esto no obsta
de que Juan Diego haya tenido descendencia, sea antes del bautismo, sea por la
línea de algún otro familiar; ya que, por fuentes históricas sabemos que Juan
Diego efectivamente tuvo descendencia; sobre esto, uno de los principales
documentos se conserva en el Archivo del Convento de Corpus Christi en la
Ciudad de México, en el cual se declara: «Sor Gertrudis del Señor San
José, sus padres caciques [indios nobles] Dn. Diego de Torres Vázquez y Da.
María del la Ascención de la región di Xochiatlan […] y tenida por descendiente
del dichoso Juan Diego».
Lo
importante también es el hecho de que Juan Diego inspiró la búsqueda de la
santidad y de la perfección de vida, incluso en medio de los miembros de su
propia familia, ya que su tío, como ya veíamos, al constatar como Juan Diego se
había entregado muy bien al servicio de la Virgen María de Guadalupe y de Dios,
quiso seguirlo, aunque Juan Diego le convino que era preferible que se quedara
en su casa; y ahora tenemos también este ejemplo de Sor Gertrudis del Señor San
José, descendiente de Juan Diego, quien ingresó a un monasterio, a consagrar su
vida al servicio de Dios, buscando esa perfección de vida, buscando la
Santidad.
El indio Gabriel Xuárez, quien tenía
entre 112 y 115 años cuando dio su testimonio en las Informaciones
Jurídicas de 1666; declaró cómo Juan Diego era un verdadero intercesor de su
pueblo, decía: «que la dicha Santa Imagen le dijo al dicho Juan Diego la
parte y lugar, donde se le había de hacer la dicha Ermita que fue donde se le
apareció, que la ha visto hecha y la vio empezar este testigo, como lleva dicho
donde son muchos los hombres y mujeres que van a verla y visitarla como este
testigo ha ido una y muchas veces a pedirle remedio, y del dicho indio Juan
para que como su pueblo, interceda por él». El anciano indio Gabriel
Xuárez también señaló detalles importantes sobre la personalidad de Juan Diego
y la gran confianza que le tenía el pueblo para que intercediera en sus
necesidades: «el dicho Juan Diego, –decía Gabriel Xuárez– respecto de ser
natural de él y del barrio de Tlayacac, era un Indio buen cristiano, temeroso
de Dios, y de su conciencia, y que siempre le vieron vivir quieta y
honestamente, sin dar nota, ni escándalo de su persona, que siempre le veían
ocupado en ministerios del servicio de Dios Nuestro Señor, acudiendo muy
puntualmente a la doctrina y divinos oficios, ejercitándose en ello muy
ordinariamente porque a todos los Indios de aquel tiempo oía este testigo,
decirles era varón santo, y que le llamaban el peregrino, porque siempre lo
veían andar solo y solo se iba a la doctrina de la iglesia de Tlatelulco, y
después que se le apareció al dicho Juan Diego la Virgen de Guadalupe, y dejó
su pueblo, casas y tierras, dejándolas a su tío suyo, porque ya su mujer era
muerta; se fue a vivir a una casa Juan Diego que se le hizo pegada a la dicha
Ermita, y allá iban muy de ordinario los naturales de este dicho pueblo a verlo
a dicho paraje y a pedirle intercediese con la Virgen Santísima les diese
buenos temporales en sus milpas, porque en dicho tiempo todos lo tenían por
Varón Santo».
La india doña Juana de la Concepción que
también dio su testimonio en estas Informaciones, confirmó que Juan Diego,
efectivamente, era un hombre santo, pues había visto a la Virgen: «todos
los indios e Indias –declaraba– de este dicho pueblo le iban a ver a la dicha
Ermita, teniéndole siempre por un santo varón, y esta testigo no sólo lo oía
decir a los dichos sus padres, sino a otras muchas personas». Mientras que el
indio Pablo Xuárez recordaba lo que había escuchado sobre el humilde indio
mensajero de Nuestra Señora de Guadalupe, decía que para el pueblo, Juan Diego
era tan virtuoso y santo que era un verdadero modelo a seguir, declaraba el
testigo que Juan Diego era «amigo de que todos viviesen bien, porque como
lleva referido decía la dicha su abuela que era un varón santo, y que pluguiese
a Dios, que sus hijos y nietos fuesen como él, pues fue tan venturoso que
hablaba con la Virgen, por cuya causa le tuvo siempre esta opinión y todos los
de este pueblo». El indio don Martín de San Luis incluso declaró que la
gente del pueblo: «le veía hacer al dicho Juan Diego grandes penitencias y
que en aquel tiempo le decían varón santísimo».
Como decíamos, Juan Diego murió en
1548, un poco después de su tío Juan Bernardino, el cual
falleció el 15 de mayo de 1544; ambos fueron enterrados en el Santuario que
tanto amaron. Se nos refiere en el Nican motecpana:
«Después de
diez y seis años de servir allí Juan Diego a la Señora del cielo, murió en el
año de mil y quinientos y cuarenta y ocho, a la sazón que murió el señor
obispo. A su tiempo le consoló mucho la Señora del cielo, quien le vio y le
dijo que ya era hora de que fuese a conseguir y gozar en el cielo, cuanto le
había prometido. También fue sepultado en el templo. Andaba en los setenta y
cuatro años». En el Nican motecpana se exaltó su santidad ejemplar: «¡Ojalá
que así nosotros le sirvamos y que nos apartemos de todas las cosas
perturbadoras de este mundo, para que también podamos alcanzar los eternos
gozos del cielo!».
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